7
Vaciamos el avión. Un grito

Recuerdo la desagradable sensación de despertarme a la mañana siguiente y descubrir que estaba dormido en el suelo, con las mismas ropas del día anterior y con la piel irritada y escocida por la sal del mar y por la arena. A mi alrededor, muchos seguían durmiendo en extrañas posiciones. Otros caminaban de acá para allá. Santiago Reina había capturado un cangrejo y se lo enseñaba a un grupo de niños que chillaban cuando les amenazaba con sus largas pinzas. Reconocí entre los niños a Sebastian y Carl, los hijos de los Leverkuhn, y también a la niña india de piel oscura, que se reía sin parar (en realidad, siempre se estaba riendo). Al parecer se llamaba Syra.

Había un ambiente extraño, mezcla de estupor, miedo y relajación tropical. Algunos consultaban guías de viaje de la India o se bañaban en el mar, mientras que otros lloraban abrazados. Dos jóvenes mormones, cuyos nombres eran Robert Frost y Robert Kelly, iban de grupo en grupo extendiendo su mensaje evangélico, ofreciendo ejemplares del Libro del mormón y preguntando a los náufragos si no les gustaría vivir durante toda la eternidad con sus seres queridos y convertirse, después de la muerte, en los dioses de algún mundo lejano. Iban vestidos con pantalones negros y camisas blancas de manga larga, esas ropas excesivamente formales que parecen llevar siempre los mormones. Algunos los mandaban a paseo. Otros, en cambio, agradecían aquella conversación extemporánea y se ponían a hacerles preguntas sobre la poligamia.

Reconocí a la atractiva mujer de cabello rubio y largas piernas que venía en primera clase, y cuyo rostro me había resultado tan familiar el día anterior. Se trataba de Nicollette Sheridan, la actriz que durante los años ochenta, cuando era muy joven, había hecho aquellos anuncios de Martini que tanto impacto habían tenido, creo yo, en todos los de mi generación. En uno de ellos va vestida con un top y una minifalda y va patinando por las calles con una bandeja en la que hay una botella de Martini, una botella que milagrosamente sigue en su sitio sin caerse hasta que Nicollette se mete dentro de un ascensor, moviendo suavemente las caderas, y las puertas se cierran. En otro anuncio ella camina con un bikini blanco por una playa tropical muy parecida a aquella en que ahora nos encontrábamos y se encuentra con un aparato de televisión medio enterrado en la arena. Las olas pasan sobre el aparato de televisión una y otra vez. A pesar de todo está encendido y en la pantalla se ven rutilantes imágenes de botellas de Martini Rosso. Pero yo la había visto también en Knots Landing, una serie televisiva donde interpretaba el papel de Paige Mattheson, y en Noises off! de Peter Bogdanovich, donde se pasaba toda la película en ropa interior. Los dos mormones se acercaron también a ella y comenzaron a hablarle. Me pregunté por qué casi todos los actores de la gran pantalla nos parecen tan pequeños e indefensos cuando los vemos en el mundo real. Vi cómo Nicollette Sheridan reía a carcajadas con los dos jóvenes mormones y cómo ellos reían también. Me dije que debía reunir el valor para hablar con ella y que jamás me lo perdonaría si no lo hacía. Barajé varias posibilidades, y qué sería mejor, si acercarme a ella y fingir que no sabía quién era, o bien jugar la baza del admirador incondicional.

Wade había entrado en la selva y había regresado con dos enormes racimos de plátanos, algo verdes por fuera pero de carne deliciosa y aromática. Los partía con su gran cuchillo de monte, repartiendo pencas de bananas a los náufragos como un salvaje dios de la abundancia. Todavía quedaban muchas provisiones del avión para desayunar, pero la leche, por ejemplo, estaba rancia, y el resto de los alimentos comenzaban ya a estropearse. Nunca olvidaré los cruasanes y los scones y la danish pastry del desayuno de primera clase, y la mantequilla disuelta y los pequeños contenedores que escondían un prisma de gelatina de cereza o de confitura de melocotón. No lo sabíamos, pero aquélla fue en realidad nuestra última comida civilizada.

No era agradable estar sin instalaciones higiénicas. Cuando uno tenía una necesidad, simplemente se metía entre los árboles de la selva, que comenzaba allí mismo, y se ponía en cuclillas, aunque éramos tantos que a veces era difícil evitar la compañía, y había que silbar o advertir, con buena educación, que «el servicio estaba ocupado». Yo tuve que ir un par de veces a hacer mis necesidades, especialmente después del desayuno, quizá la hora favorita de mis intestinos. Bastaba caminar unos pocos metros tierra adentro para encontrarse completamente sumergido en la vegetación más espesa y lujuriante que yo había visto nunca, espesas lianas que caían de árboles altos como pilares góticos, raíces retorcidas que surgían de la tierra, hojas grandes como la verde oreja de un elefante, y para quedar completamente oculto de la vista de los otros. Pero aquella selva me daba miedo, y las dos veces que me refugié en el verde laberinto para evacuar mis entrañas tuve la sensación de ser observado por ojos invisibles entre las hojas y, más aún, de escuchar voces y susurros a mi alrededor. Las dos veces respondí en voz alta y pregunté si había alguien por allí, porque estaba seguro de haber oído voces que susurraban. Pero seguramente eran insectos, o pájaros, hojas que frotaban entre sí o quién sabe qué invención de mi miedo.

Comenzaba nuestro segundo día en la isla, y seguíamos mirando al cielo y al mar esperando la aparición de unos rescatadores que seguían sin mostrarse. Me acerqué a la zona del hospital, y me encontré a Joseph, a Josephine Winslow y a Sophie Leverkuhn (la esposa de Leverkuhn, el arquitecto) trabajando con los heridos, algunos de los cuales no habían podido dormir ni descansar y tenían un aspecto miserable. Durante la noche, me dijo Josephine, habían muerto siete de los que estaban más graves, y Joseph me confió que al menos a uno de los que más sufrían tenía que operarle urgentemente en las siguientes horas o moriría también. Era un muchacho japonés llamado Noboru Endo (igual que el novelista) y nacido en 1977, datos que habían averiguado porque llevaba su pasaporte en el bolsillo, ya que hasta el momento no había hecho otra cosa que gemir y quejarse y ni siquiera sabían si hablaba inglés. Noboru tenía una barra metálica clavada en el vientre. Así lo habían encontrado en el avión y así lo habían trasladado a tierra. Joseph dijo que era mejor no intentar sacarle la barra metálica por el momento, ya que si lo hacían y comenzaba a sangrar, sería imposible salvarle. A mí me pareció extraño que le dejara con aquel horrible pedazo de metal dentro del vientre, pero Joseph se limitó a darle analgésicos para mitigar su dolor. Yo no comprendía cómo era capaz de tomar decisiones de ese calibre con tanta seguridad, pero no me cabía duda de que sabía lo que estaba haciendo.

Pedí unos cuantos voluntarios para que me acompañaran al avión, y me subí a la balsa con idea de traer a tierra la mayor cantidad posible de equipajes. El día anterior ya habíamos traído a tierra unas cuantas maletas, así como cosas aparentemente inútiles como una silla de ruedas que luego nadie había reclamado y un rifle de caza. En esta ocasión buscaríamos sobre todo material que pudiera ser de utilidad en el hospital: algo para cortar, algo para coser, vendas, algodón, gasa o cualquier posible sustituto y, finalmente, alcohol y morfina. No parecía probable que encontráramos morfina en el avión (a no ser que viajara entre nosotros algún traficante de drogas), pero un simple cutter de papel y una aguja de coser esterilizados al fuego, me dijo Joseph, bastarían para coser heridas y hacer ciertas curas de emergencia. También teníamos la intención de descender a las bodegas sumergidas para ver qué podíamos rescatar de allá abajo.

Jimmy Bruëll se unió al grupo cuando pedí voluntarios que supieran nadar bien. Tenía unas gafas de bucear que había encontrado no sé dónde y que nos resultarían útiles para entrar en la bodega inundada. En aquellos momentos, para mí él era sólo el tipo que había arrojado a una mujer al agua con tal de salir del avión, el tipo que me había guiñado un ojo y me había dicho «sayonara», es decir, una sabandija despreciable, pero no me sentía con ninguna autoridad para decirle que no viniera con los demás. Además, me interesaban sus gafas de bucear. Yo no le conocía entonces y no sabía que Jimmy era un buscavidas profesional, un seductor, un pícaro y también un oportunista de primera, y que una de sus grandes especialidades era tener siempre aquello que todos deseaban o necesitaban. Más tarde me enteré de que había conseguido las gafas cambiándoselas a Syra, la niña india que estaba con el grupo de los españoles, por una caracola que había encontrado en la playa. Al parecer, Syra sufrió luego una tremenda reprimenda de su madre adoptiva por haberse dejado engañar de ese modo. Pero si Bruëll se ganaba la vida seduciendo y robando a mujeres ricas, ¿cómo no iba a lograr embaucar a una niña de doce años?

Cuando alcanzamos el avión me sorprendió comprobar que había muchas aves posadas sobre el fuselaje, gaviotas, cormoranes y algo así como zopilotes o buitres, y muchas más volando en círculos por encima de los restos del gran pájaro caído. Entendí lo que sucedía cuando entramos en el avión y nos sorprendió el hedor que desprendían los cadáveres. No era todavía insoportable, pero sí ya claramente perceptible. Me pregunté qué íbamos a hacer con todos aquellos cuerpos muertos. Enterrarlos a todos habría sido una tarea agotadora, quizá imposible, dado que no teníamos herramientas para cavar tumbas en la isla. Tampoco podíamos tirarlos al mar, porque las olas los habrían arrastrado hacia la playa. De cualquier modo, en aquellos momentos todavía seguíamos convencidos de que seríamos pronto rescatados, y pensábamos que ocuparnos de los cadáveres no era tarea nuestra, sino que les correspondería hacerlo a nuestros salvadores, fueran quienes fueran.

Meditaba yo que era una suerte que los cadáveres hubieran quedado por encima del nivel del agua, ya que de otro modo habrían sido pasto de los peces y habrían atraído, quizá, a grandes bandadas de tiburones. Por otra parte, el poco espacio que había en el interior del avión hacía difícil que entraran en la cabina las aves carroñeras que habían olido ya su golosina, demasiado torpes y demasiado grandes para ser capaces de moverse allí dentro. Pero tuvimos que espantar a algunas gaviotas y fragatas que entraban por la cola cortada del avión, y atacaban ya a los cadáveres que estaban más cerca del aire libre. Iban directos a los ojos y a la lengua, las partes más húmedas y tiernas. Me horrorizó ver cómo una gaviota picoteaba salvajemente los ojos de una muchacha muerta. Era una muchacha hermosa, pálida, con una gran cabellera rubia, que tenía las manos sobre los muslos, como si estuviera esperando en la sala de espera de un médico. Grité para alejar al pájaro hambriento y luego le arrojé un zapato que encontré por ahí, pero sabía que en cuanto me alejara regresaría para devorar los ojos y los labios y la lengua de la que una vez había sido una muchacha que había jugado al baloncesto en el instituto, había leído El guardián entre el centeno y había hecho el amor con su novio en mitad de la tarde cuando la casa estaba vacía y ahora sólo era comida, un trozo de carne picoteada por un pájaro.

En un avión como el nuestro, los equipajes van colocados en la bodega en enormes contenedores de aluminio y lexán tipo LD-1, que tienen una capacidad cercana a los cinco metros cúbicos cada uno, y también en palés metálicos tipo LD7 con una base de 244 por 318 centímetros, en los que los bultos van sujetos mediante mallas de caucho. Los contenedores y palés se introducen en la bodega mediante raíles, de modo que una vez terminada la carga, no queda el menor espacio para moverse dentro del avión. El hecho de que el fuselaje se rompiera en dos puntos fue, en este sentido, una suerte para los supervivientes, ya que nos permitió acceder a los contenedores. Por la fuerza del impacto, cinco contenedores habían salido de la bodega del avión y yacían ahora sobre los arrecifes de coral o posados sobre el lecho marino. Teníamos también acceso a varios palés cargados de maletas situados todavía dentro de la bodega del avión, dentro de la cual nos veíamos obligados a bucear en una oscuridad casi total. Los que entraban en la bodega del avión lo hacían siempre atados con un cable a la cintura, ya que nos daba miedo que alguien pudiera quedarse encerrado allí dentro o perdiera la orientación a causa de la oscuridad.

Logramos rescatar muchas maletas, y también recuperamos las mallas de caucho de los palés, previendo que podrían sernos de utilidad. En cuanto a los contenedores, es evidente que no podíamos subirlos a la superficie. Dos de ellos se habían destrozado contra las rocas, y la carga que contenían estaba dispersa por los arrecifes y el fondo marino. Tuvimos suerte, porque al menos uno de ellos estaba íntegramente ocupado por cajas de alimentos envasados, sobre todo latas y botes de leche condensada, crema de cacao, mermeladas de diversos sabores, latas de carne de cangrejo y de atún, de codornices escabechadas y de ternera en salsa, así como de ravioli en salsa marinara, caviar rojo, melocotón y piña en almíbar y otras delicadezas similares. Recuperar toda esta comida del fondo del mar fue una verdadera proeza que puso al límite las capacidades de los buceadores, ya que las cajas eran tan pesadas que teníamos que atarlas con cables y subirlas tirando desde arriba. Encontramos muchas otras cosas, algunas de ellas perfectamente inútiles, como una bicicleta de carreras o un violonchelo en su estuche, pero encontramos también un palé lleno de cajas de madera, en una de las cuales había estuches de jeringuillas con calmante como las que usan los zoólogos para dormir a los grandes mamíferos cuando necesitan vacunarlos o darles tratamiento médico, y a Joseph le brillaron los ojos cuando vio aquellas cajas llenas de ampollas azules, y más aún cuando leyó su composición. Eran cartuchos de 100 miligramos de ketamina y de tiletamina con zolazepam. También encontramos dos rifles de aire comprimido marca Shark para lanzar los dardos tranquilizantes, por lo que supusimos que en el avión viajaba un grupo de zoólogos o veterinarios que iban a trabajar en alguna de las reservas de vida salvaje de la India, aunque entre los supervivientes no aparecía nadie que diera razón de aquellos medicamentos ni tampoco de las armas. Sea como fuere, Joseph aseguró que la ketamina y la tiletamina en combinación con el zolazepam podían y solían usarse también como anestésicos en seres humanos, de modo que por el momento, al menos, habíamos logrado vencer el dolor. En cuanto a los dos rifles de aire comprimido, quedaron bajo el cuidado de Wade que, quién sabe por qué, se había convertido en algo así como el jefe militar del grupo. Yo suponía que Wade era militar, probablemente exmarine.

Encontramos más armas. Otro rifle de caza, un Weatherby Magnum con varias cajas de munición, cajas de munición para el Lazzeroni de Kunze, dos escopetas, una Remington 870, junto con veinte cajas de cartuchos de calibre 12 y una Mossberg 500 con mira telescópica; dos pistolas Beretta, una modelo 92, como las que usa la policía americana y otra modelo 8000 (las conocidas como «cougar») y dos revólveres Smith & Wesson, uno modelo 586 de tamaño mediano y un pequeño Centennial 442. Una de las Berettas era propiedad de Henry McCullough, el diplomático australiano, mientras que el Centennial 442 pertenecía a Brigitta Kunze, un regalo de su marido que ella, al parecer, jamás había disparado. Desconocíamos el origen del resto de las armas. Encontramos también una pequeña colección de navajas de barbero, que podrían ser usadas por Joseph a modo de escalpelo, junto con los correspondientes afiladores de cuero y piedras de afilar. Wade examinó las navajas con interés y afirmó que eran de México (en efecto, dos de ellas habían sido fabricadas en Michoacán, Morelia, y otra en México D. F., aunque las otras eran japonesas) y que en muchos estados de América esas armas estaban prohibidas. Permitidas en Texas, en Pensilvania y en Boston, prohibidas en Connecticut y en Nueva York, nos explicó con esa sonrisa misteriosa y enigmática que no abandonaba su rostro. Aproveché la circunstancia para preguntarle de dónde era, y me contestó que era de todas partes, de aquí y de allá, como los pájaros, pero que llevaba muchos años viviendo en Farber, Connecticut, donde muchas veces, especialmente en las fragantes mañanas del principio de la primavera, había echado de menos esas limpias navajas de acero con las que su padre le había enseñado a afeitarse cuando tenía catorce años. Lejos, lejos en el oeste, me dijo mirando el cielo, como si el oeste fuera el cielo.

Ah, el verbo de Wade. Hablaba como un poeta. Había algo que le poseía, una especie de luz, una especie de fuerza. Le pregunté también a qué se dedicaba y me dijo: a esto y a aquello, amigo, según la estación, moviéndome río arriba como un salmón, río abajo como un tronco cortado, subiendo nieve arriba con el caribú y bajando con el zorzal… Pero la historia de Wade tiene un interés especial, y es mi intención contarla en otro lugar con detalle.

El segundo día en la isla pasó sin nada especial que contar. Comí con mis antiguos amigos, con Julián, Matilde, Ignacio, Idoya y Joaquín, el primo de Cristina, sin atreverme a preguntar por Cristina, cuya presencia flotaba entre nosotros como uno de esos comensales invisibles de los relatos de fantasmas. Yo me preguntaba qué haría ella, dónde viviría, si habría regresado a España, si estaba casada, si tenía hijos, y me moría por preguntar, pero había una fuerza que me impedía hacerlo.

¡Una fuerza! Cuántas veces usamos esa expresión y qué poco significa siempre, en realidad, para nosotros. ¡Una fuerza! Porque existen verdaderamente fuerzas que nos mueven, que nos callan, que nos obligan a hacer esto o aquello. ¿Cómo era posible que yo estuviera hablando con Joaquín y no le preguntara por Cristina, cuando todas las veces que nos habíamos visto él y yo, cuando éramos niños, había sido estando con ella y con los hermanos de ella?

—Y tú, Joaquín —le dije—, ¿cómo has llegado a unirte a este grupo? ¿Cómo has conocido a Ignacio y a Julián?

—Eso son cosas que no tienen fácil respuesta —me contestó Joaquín con una de sus risitas características—. Creo que hay Algo que nos va juntando a los que buscamos lo mismo. Como lo que nos ha juntado aquí a todos nosotros en esta isla, ¿no?

Pensé que era imposible obtener respuestas sensatas de aquel grupo de chiflados, y le dije que lo que nos había juntado a todos en aquella isla era el simple azar. Una suma de acciones, de coincidencias, de circunstancias.

—¿Tú crees eso? —me preguntó Joaquín—. ¿Crees que nuestra vida es una suma de coincidencias y de circunstancias sin sentido ninguno?

—Por supuesto —dije—. El «sentido» que tiene nuestra vida se lo damos nosotros.

Mis antiguos amigos me miraban casi con pena. Me miraban con cierta conmiseración, como si yo me hubiera quedado atrás. Como si no diera la talla. Como si desde el punto en que habíamos dejado de vernos, muchos años atrás (muchos en el caso de Joaquín, a quien no veía desde que yo tenía, quizá, catorce años), ellos hubieran seguido evolucionando y creciendo interiormente y yo me hubiera quedado estancado. De pronto me di cuenta de que toda su humildad era fingida, y de que en realidad todos ellos se sentían superiores por el hecho de ser «espirituales». Dios mío, me dije, pero ¿cómo había podido llegar toda aquella basura mística, que yo identificaba con las comunas de California y con los hippies de Vermont, a la vieja España? Y ¿cómo podía haber contaminado a mis viejos amigos, que tiempo atrás eran todos ateos y de izquierdas?

Fuerzas. Un «Algo», había dicho Joaquín. «Algo», el nombre de una fuerza. En el colegio había oído hablar de «vectores» y de «factores», y a menudo me había preguntado en qué consistían esos «factores» que habían causado, por ejemplo, el fin del feudalismo o la toma de la Bastilla. Fuerzas. La fuerza de la gravedad. El electromagnetismo.

Al principio de la tarde se puso a llover, y a partir de entonces (parece que la naturaleza había decidido darnos una tregua el día de llegada) llovía todos los días, normalmente a media tarde, lluvias torrenciales que duraban un par de horas y a las que seguía un maravilloso despertar del sol. Por esa razón esa misma tarde, cuando se cumplían veinticuatro horas de nuestra caída al mar, algunos ya comenzaron a construirse pequeñas palapas con hojas de palmera, especialmente los padres con niños pequeños, chabolas o favelas levantadas con cualquier cosa que pudieran encontrar.

En cuanto a los supervivientes, eran un grupo de lo más curioso y variado. Por ejemplo, el matrimonio Kunze, Stephan y Brigitta, que viajaban con un secretario-ayuda de cámara que estaba al cargo de los asuntos del marido, un muchacho prematuramente calvo y muy ceremonioso llamado Udo, y una secretaria-camarera encargada de los de la esposa, Di Di, una mujercita muy zalamera que me recordaba a la esposa del guardabosques de La regla del juego de Jean Renoir. Luego me enteraría de que Udo y Di Di estaban casados, aunque ella le era infiel con todos los hombres con los que se cruzaba.

Los Kunze eran unos millonarios suizos que, según nos explicaron, pasaban parte del año viajando, conociendo el mundo, cazando y realizando visitas y donaciones filantrópicas, dado que ahora era el primogénito de ambos, Herbert Emile, el que se ocupaba de dirigir desde Zürich las empresas familiares. Eran muy religiosos, y enseguida hicieron buenas migas con Tudelli, un sacerdote que resultó ser nada menos que obispo de la Iglesia católica americana (era obispo de la sede de Los Angeles), al que llamaban monseñor y cuya mano lacia y llena de anillos besaban siempre con mucha deferencia. Tudelli era un personaje que me resultaba desagradable. Tendría unos sesenta años, y era uno de esos curas carcomidos al estilo de Zurbarán, que tienen un frío brillo de acero en los ojos y hablan con voz de pájaro lírico. Siempre tenía puestas unas gafas negras y una sonrisa beata en el rostro. Desde que se enteró de que yo era español, me miraba siempre con fingida simpatía, como si viera en mí a un posible adlátere, una posible alianza. Claro está que mis amistades eran, a sus ojos y a los ojos del matrimonio Kunze, todas erróneas: el grupo de españoles (al que yo no pertenecía, pero con el que me unían obvios lazos) viajaba con un swami de la India, y luego estaban Wade, que se había convertido en una especie de líder u organizador, y que desde que salimos del avión iba siempre pertrechado de cuero y de armas como un comando, y sobre todo Swayla, la ungulada ninfa del bikini naranja, cuya ostensible desnudez les parecía a todos ellos escandalosa. Había otro sacerdote, un cura de unos treinta años llamado Septimus Hansa, un muchacho austríaco de rostro sensual e ingenuo que vivía en México desde hacía varios años y pertenecía a los Legionarios de Cristo. También los Kunze hicieron buenas migas con él.

Todos ellos, los Kunze, Tudelli y Hansa tenían un verbo muy dulce y eran exquisitamente educados. Hablaban entre sí en alemán, en latín y en inglés con acento suizo. Al caer la tarde de nuestro segundo día en la playa organizaron una misa oficiada por el obispo Tudelli y el joven Hansa a la que invitaron a todos los náufragos. Atrajo bastante concurrencia, incluso entre las personas no religiosas, porque todos vimos en ella, supongo, una especie de celebración del hecho de haber sobrevivido al accidente y también un rito de agradecimiento —y también porque muchas personas no practicantes se vuelven intensamente devotas en cuanto sufren algún problema grave—. Pero había algo emocionante en el hecho de celebrar una misa entre las palmeras de una playa desierta, frente al rumor incesante de las olas blancas, sin bancos, sin púrpura, sin cálices ni cruces, sin parafernalia alguna. Yo asistí a distancia, situándome al fondo de los que escuchaban, sin querer participar del todo (no quería ser grosero) pero sin implicarme. Siempre he aborrecido cordialmente a la Iglesia católica y jamás he sido ni creyente ni practicante, pero intentaba convencerme a mí mismo de que lo que se celebraba allí no era exactamente un acto religioso, sino una ceremonia de unión, de amistad y de consuelo entre los perdidos. Vi a Wade en una de las primeras filas, de rodillas sobre la arena y con una actitud muy devota que me sorprendió. Joseph se había retirado a cuidar a sus enfermos. El swami indio que dirigía el grupo de mis amigos practicantes de yoga también asistió, arrodillándose y levantándose de acuerdo con las instrucciones del oficiante. Había una mujer a su lado, que yo creí su ayudante o su discípula, y que era en realidad su esposa, ya que el swami indio estaba casado y no era realmente un swami. No entendí por qué participaba en una ceremonia de otra religión, pero más tarde mis amigos me explicaron que en el yoga se adora a Dios bajo cualquier forma, y que en un ashram era posible encontrar imágenes de Buda, de Cristo, de San Francisco de Asís o de Kabir. Yo les pregunté si yo podría adorar a Dios bajo la forma de Johann Sebastian Bach o, mejor aún, bajo la forma de Nicollette Sheridan con un bikini blanco. Pero ellos, pobres ignorantes (aunque Ignacio recordaba perfectamente, como todos los de mi generación, sus anuncios de Martini) no sabían quién era Nicollette Sheridan.

Sin embargo, la misa entre las palmeras no era un acto totalmente desinteresado. Durante la homilía, el obispo Tudelli habló de las extraordinarias circunstancias en que nos encontrábamos, y dijo que en aquellos momentos de extrema privación y necesidad deberíamos organizarnos y unirnos, y poco menos que propuso a Stephan Kunze como líder natural de nuestro grupo, un hombre de negocios de reconocido prestigio en Europa, explicó, además de padre de ocho hijos y abuelo de diecinueve nietos, habituado a enfrentarse a situaciones difíciles y también a comandar equipos mucho más grandes y diversos que el nuestro. También habló de los heridos, tuvo unas palabras de recuerdo para los fallecidos e hizo mención a la necesidad de mantener la «dignidad humana» (ésas fueron exactamente sus palabras), la cortesía y el mutuo respeto en aquellas situaciones extraordinarias en que nos encontrábamos, con especial atención a los más débiles, es decir, las mujeres, los mayores y los niños. Pidió, por ejemplo, con su suave voz de pájaro que parecía rivalizar en musicalidad con los chillidos de las gaviotas y las fragatas que sobrevolaban la playa, que mantuviéramos todos un código de vestido respetuoso con el pudor, y afirmó que no podían consentirse los actos de desnudez pública y de desafío manifiesto a las buenas costumbres que se habían venido produciendo, y que a pesar de las circunstancias extraordinarias en que nos encontrábamos debíamos mantener la discreción cristiana y respetar escrupulosamente las reglas universales (a él, al menos, le parecían universales) de la convivencia. Yo me imaginé que se refería al hecho de que muchos náufragos se hubieran bañado en el mar en ropa interior, algunas mujeres desnudas de cintura para arriba y algunos incluso (Christian y Sheila al quitarse el traje de neopreno que usaban para hacer surf) completamente desnudos.

No escuché más. Me aparté del grupo y decidí caminar hasta el otro extremo de la playa para estar un rato a solas y contemplar el crepúsculo a mis anchas. Vi que Swayla se apartaba del grupo también y se dirigía hacia la arena. Llevaba su bikini naranja y unos pantalones cortos de tela blanca. Cuando llegó al agua se quitó los pantalones y la parte de arriba del bikini y se adentró en el mar. Vi en aquel acto un desafío ostensible a las prédicas de Tudelli, ya que todos los que asistían a la misa podían ver ahora con toda claridad su pecho desnudo. La saludé levantando el brazo y ella me devolvió el saludo, hundida en el agua hasta la cintura. Sus senos eran casi inexistentes, pero no me gustaba menos por eso.

Caminé hasta el extremo de la playa, donde me encontré a Santiago Reina, el grueso muchacho hispano. Estaba sentado en la arena húmeda, dejándose mojar por las olas suaves que le rodeaban empapando sus pantalones y luego se retiraban. Él hundía las manos en el agua y luego dejaba que las gotas de barro color violeta y rosa cayeran de sus dedos gordezuelos.

—¿Tampoco te gusta la voz de los sacerdotes católicos? —me dijo con aire melancólico—. ¿También te trae malos recuerdos?

Le pregunté que si hablaba español y me dijo que sí, que sus padres eran puertorriqueños. Hablamos un poco en español, pero él había nacido en Estados Unidos, en Jersey City, New Jersey, y su español no era fluido. De modo que regresamos al inglés. Al cabo de un rato quedamos los dos callados, poseídos por la visión del crepúsculo.

—Es hermoso —dijo señalando las luces sobrenaturales del atardecer del trópico, las nubes anaranjadas, la luz verde sobre el mar.

—Sí —dije yo—. Lástima que no vayamos a disfrutarlo mucho.

—¿Por qué no?

—Porque pronto seremos rescatados.

—No, tío, te equivocas —me dijo él muy serio—. No vamos a ser rescatados.

—¿Cómo que no?

—Nadie nos va a rescatar, tío —me dijo—. Hemos llegado a esta isla y eso es todo lo que hay. No vamos a salir de aquí. This is it, dude.

—¿Por qué dices eso? Es lo mismo que dice Wade. ¿Has hablado con él?

Santiago parecía no saber qué contestarme. Era muy corpulento y muy alto, pero me dio la impresión de que intelectualmente no era más que un niño. Un niño grande y asustado y lleno de secretos y misterios, como todos nosotros.

—Mira, Juan —me dijo en español—. Yo no creo en Dios, pero no soy estúpido. Y sé que esto es un castigo. Estamos siendo castigados.

—¿Qué estás diciendo? —pregunté.

—Dígame, ¿usted conoce a alguien que no se merezca ser castigado? Yo sé que lo merezco, y usted sabe que lo merece también. Yo no voy a la iglesia, ¿usted me comprende? Yo no creo esa vaina. Pero sí creo en el castigo. El castigo nos persigue toda la vida, pero no es Dios quien nos castiga, man. Dios no nos está mirando. Si hay un Dios, no sabe nada de mí y no me está mirando. El castigo no viene de Dios. No es un castigo justo, ¿usted me comprende? Es un castigo con el que nacemos. Nada más llegar a este mundo el castigo comienza. No es justo. No tiene fin. Lo merecemos, pero quien nos pone el castigo no pretende hacernos mejores, ni quiere hacernos pagar por lo que hicimos, y por eso el castigo no termina nunca. Dura todo lo que nosotros resistamos en este mundo. Nos persigue todos los días de nuestra vida. Y al final nos alcanza. ¿Usted me comprende? Podemos correr y escondernos, correr y alejarnos y mantenerlo muy lejos, y correr y correr y poner paredes por medio, pero llega un día en que nos alcanza. Y entonces es como un perro cuando agarra una rata. Ya no nos suelta.

Entonces sucedió algo muy muy extraño. Nos produjo a los dos un tremendo sobresalto. Oímos un tremendo aullido en el interior de la isla. Parecía el aullido de un animal que estuviera sufriendo un dolor insoportable. Sonó una vez, durante unos cinco segundos. Luego hubo una pausa y volvió a sonar. No sé por qué tuve la sensación de que sonaba muy lejos. Muy lejos, a muchos kilómetros de distancia, aunque se escuchaba con toda claridad. Vimos cómo todos los que estaban escuchando la misa se habían vuelto a mirar en la dirección del grito. Bandadas de pájaros se habían levantado a lo lejos, en la selva.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté—. ¿Lo has oído?

—Claro que lo he oído, tío —dijo Santiago.

Sus grandes mejillas estaban blancas. Vi un gesto de terror en sus ojos, terror y desvalimiento.

El grito volvió a producirse. Podría describirse como un aullido pero no parecía realmente un aullido ni el grito de un animal salvaje, sino más bien el alarido de una criatura consciente que estuviera siendo sometida a un dolor enloquecedor. No parecía un grito humano, pero los gritos de los torturados a veces no parecen humanos. Estaba en el límite entre lo humano y lo no humano y quizá por esa razón resultaba tan terrorífico. Yo intenté decirme que se trataba de un sonido natural, quizá del grito de un pájaro u otro animal, pero a pesar de mis intentos de racionalización, sentía que se me erizaba el vello de la nuca, y que un terror helado me bajaba por la espalda. No era posible que ninguna criatura pudiera emitir un grito de tal potencia desde tanta distancia. Ninguna criatura de las que conocemos, quiero decir.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté de nuevo—. ¿Qué ha sido eso?

—No lo sé, tío —dijo Santiago mirándome con consternación—. Un pequeño adelanto de lo que nos espera, supongo.

Brilla, mar del Edén
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