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Hablo con Syra

A partir de entonces, las visitas de Rosana se hicieron regulares. Nos estábamos haciendo buenos amigos.

Un día le pregunté que por qué le gritaba tanto a su hija.

—No lo sé, Juan Barbarín —me dijo poniendo cara de sufrimiento, y sin manifestar la menor sorpresa por la pregunta, como si llevara tiempo esperándola—. Pero no me lo digas, por favor, no me hables de eso.

—¿Por qué no?

—No sé por qué me pongo así con ella, te lo juro que no lo sé. Me saca de quicio. No sé por qué. Me saca de quicio que pase de mí completamente y que no me haga ni caso, que esté siempre como metida en su mundo y pasando completamente del mundo exterior. Va fatal en el colegio, suspende todo, absolutamente todo, no se relaciona con nadie. No tiene amigas. No habla. Nunca cuenta nada. He llegado a pensar que era autista, pero la han visto varios especialistas y me han dicho que no tiene autismo ni ningún otro síntoma parecido al autismo.

—Pero ¿por qué piensas que es autista? Es muy simpática. Siempre se está riendo. Es verdad que no habla mucho, pero se relaciona muy bien con todo el mundo. A veces no hace falta hablar tanto.

—Es muy desobediente —dijo Rosana—. Le gusta provocarme y ponerme furiosa. No hace nunca nada de lo que le digo. Me miente continuamente. Y me puede, me puede… me puede, que no haga nada de lo que le digo, que sea un desastre con sus cosas, que no recoja nada, que no piense nada ni se acuerde de nada… Suspende todo en el colegio…

—A lo mejor deberías aceptarla como es —dije yo—. Aceptar que tú eres una mujer brillante y ella no lo es. Hay personas grandes, poderosas, creativas, fascinantes y hay personas pequeñas, con una vida humilde y discreta…

—Pero si yo la acepto.

—No, no la aceptas. Te irrita. La aterrorizas. Le gritas de un modo que la dejas como bloqueada. Perdóname por hablarte así. Sé que me estoy metiendo donde no debo.

Rosana quedó en silencio y se puso a mirar través de la ventana de la cabaña y a comerse las uñas. Se veía una palmera movida por la brisa y un rizo de humo que ascendía de alguna hoguera. Parecía concentrada, pensando. Tenía los ojos brillantes de lágrimas. Pensé que estaba furiosa conmigo y que se iba a levantar de pronto y a dejarme con la palabra en la boca, que en ese momento estaría decidiendo que yo era un imbécil y un pretencioso entrometido y que estaba harta de que los hombres le dijeran lo que tenía que hacer.

Pero no dijo nada. Se quedó un rato inmóvil mirando a través de la ventana de la cabaña. Yo también miré la palmera y el humo. Luego se levantó y se marchó. Yo pensé que se había enfadado conmigo, y me sentí tan triste y deprimido que se me llenaron los ojos de lágrimas. Yo lloraba mucho esos días. Lloré más que en toda mi vida. Al pensar que había logrado ofender y alejar de mí a la única amiga verdadera que había logrado hacer en aquella isla, me sentí tan miserable y desdichado que me di cuenta de que no era simple amistad lo que sentía hacia Rosana, y que lo que sucedía es que me estaba enamorando de ella.

Uno de aquellos días vino a verme Syra. Se sentó en la cama, me cogió la mano y se quedó callada. Luego se puso a morderse los padrastros de las uñas, exactamente igual que hacía su madre. Le pregunté qué tal estaba. Me dijo que estaba bien. Como no sabía de qué hablar con ella, le pregunté si le gustaban los animales. Además, quería averiguar si ella también había visto al gato que yo veía de vez en cuando.

—¿Te gustan los animales?

—Algunos me gustan. Otros no.

Ésta fue su respuesta completa. Muy cautelosa. Syra siempre actuaba con decisión y hablaba con cautela.

—¿Te gustan los gatos? —pregunté.

—Sí. Pero me gustan más los perros.

—Yo tengo un perro —dije—. Un perro muy bonito. Te gustaría.

—Mi madre no me deja tener perro —dijo ella.

—¿Se lo has pedido?

—Sí, pero dice que tenemos una casa muy pequeña, que no sé qué…

—Pero si no pudieras tener un perro pero sí un gato, ¿te gustaría tener un gato?

—Juan Barbarín —me dijo ella con el tono con que se suele reprender a un niño—. ¡Ya estoy harta de tus tonterías!

—Te lo pregunto de verdad —dije.

—No tengo perro ni gato ni nada, o sea que ¡basta ya! —dijo Syra.

Su estilo de hablar me hacía mucha gracia.

—Si encontrara un gato en esta isla, te lo regalaría —dije—. Para que tú lo cuidaras.

—En las islas no hay gatos —dijo Syra.

—Bueno, en algunas islas sí hay gatos. Fíjate en Inglaterra, por ejemplo. Es una isla, y está llena de gatos.

Ahora Syra estaba confusa y no sabía qué decir. Seguía sujetándome la mano con su mano derecha. Siempre que estaba cerca de mí me cogía la mano. A mí me gustaba el contacto con su mano pequeña y de largos dedos, siempre caliente y sudorosa. Tenía la piel oscura, las uñas amarillentas y la palma de la mano rosada.

—Juan Barbarín —me dijo entonces—. ¡Me tienes harta!

—Cuánto lo lamento —dije yo.

—Juan Barbarín. ¿Tú estás enamorado de mi madre?

Aquella pregunta me cogió completamente desprevenido. Creo que incluso di un respingo dentro de la cama.

—¿Qué?

—Me has oído perfectamente. ¡Ya basta de tonterías!

—¿Por qué me preguntas eso?

—Hombres, hombres —dijo Syra soltando mi mano—. Estoy harta de los hombres.

—No te hartes tan pronto de los hombres —dije yo divertido.

—Bueno, contéstame a lo que te he preguntado.

—¿Por qué quieres saberlo? —dije yo—. Y sobre todo, ¿cómo se te ha ocurrido preguntarme una cosa así?

Syra hizo un gesto de desesperación, murmuró algo más sobre lo insoportables que eran los hombres y salió de la cabaña.

Brilla, mar del Edén
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