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Decido subir a las montañas

De acuerdo con la información proporcionada con Syra, a la mañana siguiente el grupo decidió regresar a la región de la Columna Negra para intentar encontrar el campamento donde mantenían a los niños. Syra dijo que ella subiría allí con los lobos, que los lobos eran amigos de los niños y además no tenían ningún miedo a las minas, al mineral ni a la Columna Negra. Los niños bajarían rodeados por la manada y nadie se atrevería a atacarles. Era un plan algo loco, es cierto, pero su locura se adaptaba perfectamente a las condiciones del lugar.

El plan era rescatar a los niños, regresar con ellos a Villa Naufragio y una vez allí reunir un nuevo ejército con los hombres que quedaran para intentar rescatar a los que seguían prisioneros en la Central.

Creo que a Rosana le sorprendió y le dolió enterarse de que yo había decidido no acompañarles. Joseph me dijo que lo mejor era que regresara a Villa Naufragio y que me quedara en la costa, que ya había hecho mucho más de lo que nadie podría exigirme. Pero mi plan no era regresar a Villa Naufragio.

La verdad es que hasta esa mañana yo no había decidido cuál sería mi curso de acción. Supongo que, tal y como llevaba haciendo desde la salida del poblado, mi plan original era seguir con los otros e ir en busca de los niños. Pero entonces, esa mañana, sucedió algo que me hizo cambiar de opinión. Al despertarme y dirigir la vista hacia lo alto descubrí que el manto de nubes que solía cubrir el volcán no había aparecido en esa ocasión, y que por vez primera desde mi llegada a la isla podía ver la cima de la montaña.

La contemplación de una montaña es uno de los actos supremos de la vida. Yo así lo comprendí esa mañana al observar el espectáculo que se ofrecía ante mis ojos. Normalmente las montañas, las montañas altas y significativas, las montañas vivientes, están ocultas a la vista por las nubes. Es poco lo que se nos permite ver desde el valle. Pero entonces, un día, el velo desaparece y podemos contemplar las alturas.

Me senté en una roca a mirar la cumbre y sentí de pronto una sensación íntima y poderosa, como si me estuviera mirando a mí mismo en un espejo y, al mismo tiempo, como si fuera un águila capaz de contemplar el mundo desde lo alto. Jamás he sido montañero ni he sentido atracción por las cumbres. Nacido en una ciudad situada en el centro de una extensa meseta, siempre he tenido la nostalgia del mar. Jamás he sentido la pasión de las montañas como muchos de mis amigos, que se dedicaban al esquí, al alpinismo o a aquello que años más tarde llegaría a ser llamado «senderismo». Siempre me he definido a mí mismo como «un hombre del valle, no de la cumbre». Me disgustan el frío, la nieve, las pendientes rocosas, los sabañones, los abrigos gruesos, las botas de caminar, las mochilas, el peso, el sudor, el cansancio que torna a los montañeros carneros jadeantes y pobres conversadores y he sido siempre un devoto partidario de las riberas, las praderas y los paseos marítimos. Nada en mi vida ni en mi carácter me ha orientado nunca a las montañas, y antes de ese día, nunca había sentido la necesidad de subir una montaña.

«Tienes que subir una montaña, John». Recordaba, por supuesto, las palabras dichas por Wade en la Pradera. También recordaba aquella pequeña gacela o corza o cabra, quizá, que me señalaba con la pata en dirección a una montaña, el día de mi desgracia (así era como llamaba yo interiormente al día en que me amputaron la pierna).

Tienes que subir a una montaña.

Se me unió Rosana al cabo de un rato y me dijo: es una montaña impresionante, ¿verdad? Algún día tenemos que subirla. No parece muy difícil. Yo sabía que ella había subido montañas a menudo y le pregunté cómo podríamos subir aquella montaña sin cuerdas ni clavos ni esas cosas que suelen usar los alpinistas. No, no, me dijo ella, yo no soy alpinista, jamás me he encordado. Yo subo montañas andando. Hay muchos picos a los que se puede llegar a pie. Los alpinistas buscan la cara más difícil, dijo ella, los que caminamos buscamos la senda más fácil. Le pregunté cuánto calculaba que se tardaría en subir y bajar aquella montaña. Dos días para subir, me dijo, y dos para bajar. Quizá tres. Es difícil saberlo. Probablemente tres días para llegar hasta lo alto, aunque uno nunca sabe los rodeos que tendrá que dar. Puede haber cortadas, chimeneas, paredes que haya que rodear para buscar un camino accesible. Puede haber tormentas, lluvias, vientos fuertes, que retrasan la marcha. Entonces le dije: esa montaña soy yo. Ella pensó que estaba hablando metafóricamente. Pero seguramente la isla era un lugar donde las metáforas no eran toleradas. Sí, me dijo, yo también he tenido a menudo esa sensación en las montañas. Lo que pasa es que yo no me gusto a mí misma, y cuando pienso «esa montaña soy yo», pienso que voy a subir hasta lo alto y la voy a conquistar para siempre. Yo tampoco me gusto a mí mismo, le dije. Y tampoco sé si me gusta esa montaña. La verdad es que me da miedo, pero siento que me está llamando. Y siento que soy yo. La desconozco, la temo, pero soy yo. Por eso voy a subir hasta su cima.

Rosana me dijo que era una temeridad que quisiera subir yo solo, que necesitaría provisiones y agua y que tanto peso me dificultaría todavía más la marcha, y me pidió que esperara unos días para preparar mejor la expedición y acompañarme. Pero yo no quería que me acompañara nadie. Le dije que era algo que debía hacer yo solo. Nos abrazamos en el momento de mi despedida, y los dos estábamos llorando. Ella me dijo una vez más que no estuviera más de tres días subiendo, porque si no no tendría provisiones para regresar, y yo le dije que le agradecía que se preocupara por mí, pero que no me pasaría nada. Y que si no volvía, tampoco se habría perdido mucho. Un compositor de tercera fila que muere perdido en unas montañas, en una isla perdida en el océano. Esto último no lo dije en voz alta, pero era lo que pensaba en realidad.

Como para compensar la ausencia de nubes en la cumbre del volcán, los valles aparecían esa mañana llenos de niebla. Crestas cubiertas de pinos surgían de las embravecidas olas espumeantes del pálido mar inmóvil que inundaba el valle. De modo que cuando me despedí de mis compañeros, que marchaban a buscar a los niños, les vi a todos descender por la verde ladera e irse hundiendo en la masa de niebla. Era un espectáculo extraño ver cómo iban desapareciendo uno tras otro. Rosana no se volvió a mirarme. Syra sí lo hizo, me sonrió y me saludó con la mano. Cuando todos desaparecieron en la niebla empuñé mi cayado y comencé a caminar ladera arriba.

Brilla, mar del Edén
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