81
Dos amigos conversan
Filemón me cuenta una mañana que hace varios días que han encontrado Villa Naufragio. Con mis indicaciones no les ha costado en exceso. Al parecer, sólo hay un río grande que desemboca en el norte de la isla, lo cual, por cierto, contradice ciertas nociones que habíamos llegado a tener sobre la geografía del lugar. Goran y Matvei, profesores de danza india y de cosmología respectivamente, han bajado a la costa con herramientas y con dos de los carpinteros de la Universidad y han explicado a los náufragos cómo construir varias embarcaciones grandes que les permitirán, siguiendo un cierto curso, ponerse en un par de días en la ruta de los cargueros. Goran y Matvei llevaban además la carta que Salomé me pidió que escribiera, que ambos considerábamos necesaria para que los náufragos les creyeran. Filemón me cuenta que el trabajo de los carpinteros será más fácil de lo que habíamos supuesto, y que sólo tendrán que ponerse a construir dos embarcaciones, porque mis amigos tenían ya un velero con capacidad para alojar aproximadamente a la mitad de los náufragos. ¿Un velero?, pregunto asombrado. No sé de dónde han podido sacar un velero. De todos modos, me dice Filemón, sólo con el velero nunca habrían sido capaces de salir de la isla. Se habrían puesto a navegar y la isla habría vuelto a atraparles una y otra vez. Con las instrucciones que les han dado y siempre que las sigan al pie de la letra podrán encontrar el pasillo, me dice, un pasillo marítimo muy estrecho por el que es posible salir del embrujo magnético de la isla y alcanzar el mar abierto.
Pero la excesiva alegría con que Filemón me cuenta todo esto me dice que hay algo más.
—No todos han querido marcharse —me dice—. Algunos de tus amigos han decidido venir aquí.
—¿Cómo? —digo, exaltado.
—Sí —dice Filemón—. Para todos ha sido una sorpresa. Era de suponer que después de tres meses siendo náufragos y pasando penalidades lo único que desearían es regresar a casa.
—Pero entonces, ¿algunos han querido venir aquí, a la Universidad?
—Sí, así es.
—Entonces, ¿vienen hacia aquí?
Ciran señala al suelo con el índice, muy divertido.
—¿Están aquí ahora? —pregunto con incredulidad.
—Sí —dice—. Les hemos traído. Han llegado hace un par de horas.
—Pero ¿quién? —pregunto—. ¿Quién de ellos ha venido?
Me dice que vaya a verles. Han llegado esa mañana temprano y ya han tenido ocasión de darse un buen baño, que necesitaban con urgencia, me dice con una sonrisa, y de ponerse ropa nueva. Ahora, me dice, deben de estar almorzando en el jardín de las palmeras. Voy caminando allá a toda prisa. Son muchos muchos más de lo que imaginaba, lo cual me sorprende. ¿Quién iba a decidir venir aquí voluntariamente teniendo la posibilidad de regresar a casa con sus seres queridos? Quizá aquellos que no tienen seres queridos, o los que no tienen casa, o los poseídos por una curiosidad infinita. Están todos vestidos con las ropas claras típicas de la Universidad. Allí están mis amigos, mi familia. Joseph, Sophie, Sebastian, Carl, Rosana, Syra, Dharma Mittra, Eva, Julián y Matilde, Joaquín, Xóchitl y dos más del grupo de Dharma, Mike Garson y Lily Whittfield, y también, para mi sorpresa, Jimmy Bruëll. Les saludo a todos efusivamente, y abrazo a Joseph y a Sophie, y a los niños, y luego abrazo a Rosana y a Syra, que durante el abrazo se mantiene todo lo apartada de mí que puede. Ellos ya sabían que yo estaba allí arriba, pero todos se alegran de verme. Joseph me examina la picadura de la escolopendra, que sigue causándome dolores, y dice que tiene mal aspecto, que sería mejor que la dejara descubierta. Les han servido té, zumo de pomelo, leche, frutas, queso de cabra, miel, higos secos, castañas hervidas en azúcar, pan, pimientos fritos y huevos revueltos con setas, un desayuno de lujo que mis amigos disfrutan con una unción y una emoción casi religiosas. Comen como los mendigos, mirando fijamente el plato y devorando hasta la última miga.
Veo a Joaquín y a Xóchitl juntos, cogiéndose de las manos y mirándose a los ojos y riendo. ¿Cuándo ha sucedido eso?, les pregunto con curiosidad. No sabría decir si hacen buena pareja. Joaquín parece demasiado frágil, demasiado delicado al lado de la esbelta y bonita muchacha mexicana. Xóchitl es preciosa, una muchacha morena de intensos ojos aztecas y larga cabellera que le cae por encima de los hombros, pero hay en ella algo trágico, algo oscuro y terrible que yo intuía vagamente, pero que ahora que conozco su historia puedo comenzar a entender. Quizá sea esa tragedia, esa tremenda oscuridad, lo que le atrae a él de ella, y quizá sea la bondad de Joaquín, esa aura suya de elfo de los bosques, la conjunción en un hombre del carácter viril y una enorme delicadeza, lo que le atrae a ella de él. Quién sabe, quizá hayan encontrado el complemento perfecto el uno en el otro. Xóchitl, una carga de realidad para Joaquín; Joaquín, una balsa de suavidad para Xóchitl.
—Desde el principio —dice Joaquín—. Desde los primeros días. Para mí, por lo menos.
—Nos hicimos amigos enseguida —dice Xóchitl mirando a Joaquín—. El amor surgió después.
Le pregunto a Joaquín que si ya ha saludado a Salomé, la mujer que dirige este lugar, y me dice que no, que les han hablado de Salomé pero todavía no la han visto. Bueno, le digo, te espera una buena sorpresa cuando la veas. Le pregunto también si hace mucho tiempo que no ve a su prima Cristina. Hace años, me dice. Hace años que casi todos le hemos perdido el rastro. Pero él no sabe por qué saco a colación el tema de Cristina. Por fin te decides a hablar de ella, me dice. Yo no quería mencionar su nombre, porque sé que no terminasteis bien. Pero me parecía antinatural que durante todo este tiempo no hayas mencionado su nombre ni una sola vez. Que no me hayas hecho ni una sola pregunta sobre ella. Sí, tienes razón, le digo. Pero ahora hablaremos de ella a menudo. Ya lo verás. Yo siempre he querido mucho a Cristina, dice Joaquín. Mi prima inglesa. Mi prima inglesa, hija de su guapísima madre inglesa. Le digo que es difícil no querer a Cristina. Le digo también que me alegro mucho de tenerle allí, y también a Julián y a Matilde. Mis viejos amigos. Mis viejos amigos y mis nuevos amigos.
Pero ¿cuál es la historia? ¿Por qué han decidido venir aquí? Dharma contempla con interés mi nueva pierna de madera. Le cuento cómo perdí la que él fabricó para mí y cómo me han hecho la que llevo.
—Bueno —dice sujetándose la barbilla, como siempre que piensa en algo con concentración—. A lo mejor podría mejorarse un poco. ¿Aquí tienen herramientas?
—Tienen una ebanistería completa —le digo.
Veo que Rosana y Jimmy Bruëll están sentados el uno al lado del otro y que se hacen bromas. Ella es pequeñita y él muy alto, casi un gigante a su lado. Ella debe de ser diez años mayor que él. Pero me doy cuenta de que se han hecho amantes. Están envueltos en esa aura cálida que impregna a los que han compartido las sábanas, incluso cuando no hay sábanas. Supongo que Rosana descubre mis ojos de sorpresa.
—¿Sorprendido, Johnny boy? —me dice Jimmy guiñándome un ojo.
—La verdad, sí, un poco —digo.
Rosana se ha puesto roja.
—Jimmy se dejó azotar para salvar a mi madre —dice Syra riendo y mordiéndose los padrastros de las uñas.
—¡Syra! —dice Rosana. Pero no le reprende por las uñas, sino por hablar de ella.
—Tiene todavía las marcas en la espalda —dice Syra.
Luego se pone a toser con fuerza.
Wade, Joseph, Rosana. Quizá nunca haya habido personas con las que me haya sentido más unido. Mis mejores amigos. Las tres personas con las que he compartido las experiencias más intensas de mi vida, por las que me he puesto en peligro de muerte, que se han puesto en peligro de muerte por mí. Pero ahora la hermandad del anillo se ha deshecho. O quizá no se haya deshecho, después de todo. Quizá Wade siga en la isla, en algún lugar, de algún modo.
—Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos —le digo a Joseph más tarde, hablando aparte con él—. Por ejemplo, Rosana y Jimmy Bruëll.
—Rosana y Jimmy son ahora pareja —me dice Joseph—. Ya casi nada me sorprende, pero a pesar de todo, me sorprende. Ella es una mujer atractiva, no cabe duda, pero uno se imaginaría a Jimmy más bien con una modelo de Sports Illustrated con los labios llenos de Botox.
—A lo mejor es que está harto de las modelos de Sports Illustrated.
—¿Y ella? ¿Qué puede ver Rosana en Jimmy?
—A mí no me sorprende tanto —digo yo, mintiendo y por puro hábito de polemizar—. Es muy guapo. Un ladie’s man.
—Estás diciendo que es un capricho.
—No lo sé.
—Pareces celoso —dice riendo.
—¿Yo celoso?
—Pensaba que Rosana te gustaba.
—Es mi amiga —digo—. Somos amigos, nada más. Además, es posible que Jimmy cambie. Sé que esta isla a mí me ha cambiado. Él puede cambiar también.
—Vamos, John, nadie cambia.
—Algunas personas sí cambian —digo—. Es posible empezar mal y terminar bien. ¿No te parece?
—Sí, bueno, es posible —dice él, con evidentes deseos de hablar de otra cosa.
Han pasado un par de días desde la llegada de mis amigos al valle. Joseph y yo estamos sentados en un banco frente a una mesa de madera, bajo una higuera, contemplando el valle y bebiendo dos vasos de cerveza rubia, como dos viejos amigos. Hay abejorros azules que visitan la higuera y zumban entre las flores, y estorninos que cantan por encima de nosotros. Estamos como hundidos en la sombra perfumada por las hojas de la higuera, contemplando el paisaje resplandeciente de sol a nuestros pies. Los edificios de la Universidad, la gran pared de piedra llena de hileras de ventanas y terrazas y escalinatas, comienzan un poco por encima de nosotros. Y yo recuerdo una conversación que tuvimos algún tiempo atrás, sobre la posibilidad de que nos encontráramos algún día en un lugar civilizado, tomando una cerveza en la terraza de un café. Pero todas las cosas son así: remotas e imposibles, o bien fáciles y casi evidentes. Las cosas son sueños o son costumbres, no hay término medio.
Quedamos en silencio. La cerveza que hacen en este lugar nunca llega a estar tan fría como uno desearía, pero es de buena calidad. La sensación de estar allí bebiendo al aire libre, el sabor amargo de la cerveza, el calor del sol, el suave adormecimiento de los nervios, todo resulta delicioso.
—¿Qué es este lugar, John? —me pregunta Joseph—. ¿Hemos cometido un error al venir aquí?
—No sé lo que es —digo—. Quedan muchos misterios por resolver. Hay muchas cosas que no entiendo. Pero me gusta.
—Pero ¿qué es lo que hacen aquí?
—Creo que lo que intentan es vivir de otra manera. Están convencidos de que una humanidad distinta es posible.
—Y no tienen médico —me dice.
—Oh, sí, tienen muchos —digo guiñándole un ojo—, pero no de los que curan de verdad.
—No entiendo dónde estamos —me dice señalando al paisaje que nos rodea—. ¿Estamos en otra isla? ¿Qué es esto?
—Estamos en el cráter del volcán.
—¿En el cráter del volcán? ¿Qué volcán?
—En el cráter del volcán de nuestra isla.
—De modo que seguimos en nuestra isla.
—Sí, claro. ¿Cómo os trajeron aquí? ¿Es que no viste que no salíais de la isla?
—No lo sé —dice Joseph—. Me quedé dormido y me he despertado aquí. A todos nos ha sucedido lo mismo. No sé cómo nos durmieron. No nos dieron nada.
—¿Y a Jimmy? ¿Cómo lo sacaron de la Central?
—No lo sacaron de la Central. Jimmy y los demás estaban ya en el poblado.
—¿Ah, sí? ¿Lograron escapar?
—Al parecer ese tipo, Abraham Lewellyn, regresó a la Central y los soltó a todos. Después de aquellas aventuras que tuvisteis Wade, Rosana y tú en las montañas…
—Ah, ¿sí?
—Cuando bajó de las montañas, lo primero que hizo fue liberar a todos los nuestros.
—Vaya.
—Sí. Les dio un velero y provisiones, y navegaron hasta el poblado circunnavegando la costa. Ese velero que tenían en el puerto. Tú ya nos habías hablado de él. Un barco muy bien equipado, por cierto.
—¿Les dio el velero? ¿Les soltó a todos, así, sin más?
—Así, sin más. Nadie nos dio ninguna explicación.
—Pero ¿por qué lo hizo?
—Amigo, si tú no puedes contestar esa pregunta… —dice Joseph—. Tú eres el que mejor conocía a Lewellyn. Eras el único con quien hablaba, ¿no es así?
—Sí.
—Hablabais casi a diario, mientras los otros estaban en una mina picando piedra.
—No, no a diario, pero sí en varias ocasiones. No sé por qué. Me llevaba a sitios, me mostraba cosas, me hablaba de la Central. No sé por qué.
—¿Y no puedes imaginarte por qué decidió soltarles a todos y entregarles el barco?
—No.
Quedamos los dos en silencio, saboreando la cerveza.
—Pasaron cosas muy extrañas cuando estuvimos en las montañas —digo.
—Sí, me contaste.
—Es posible que el señor Pohjola le dijera que liberara a los nuestros y les entregara el velero —digo con tono inocente, mirándole de reojo para observar su reacción.
—El señor Pohjola —dice Joseph suspirando profundamente…
—¿Qué otra explicación hay? —digo—. Si Lewellyn decidió soltarles nada más bajar de las montañas sería por algo que pasó en las montañas.
—Bueno, tú sabes qué es lo que pasó en las montañas.
—Pasaron cosas muy extrañas.
—Pero no encontrasteis a ese Pohjola.
—No.
—Buscabais su casa y su casa no apareció por ninguna parte y encontrasteis una vieja cabaña abandonada y al día siguiente Lewellyn desapareció.
—En efecto.
—Entonces ese Pohjola no existe, y si existe no pudo decirle nada a Lewellyn porque no estaba allí.
—Eso es lo que parece.
—Wade no ha vuelto —dice entonces Joseph.
—¿Esperabas que volviera?
—No sé.
—Joe, Wade está muerto.
—No lo sabes. No puedes estar seguro. No le viste morir. Nadie le vio morir. Nadie puede morir sólo por entrar en una cabaña.
—Desapareció.
—Nadie puede desaparecer así en el aire.
—¿Sigues pensando que está en la Central con Lewellyn?
—Ya no pienso nada, John. He dejado de pensar.
Quedamos en silencio de nuevo. Los dos damos otro sorbo de cerveza. Joseph me mira y asiente como diciendo: no está nada mal.
—Por lo que veo, encontrasteis a los niños —digo.
—Sí, los recuperamos a todos.
—¿Estaban bien?
—Sí, estaban bien. Al principio les costaba dormir, pero poco a poco han ido volviendo a la normalidad. Sebastian tenía muchos dolores de cabeza, pero al bajar a la costa le desaparecieron. Lo único extraño es que Seymour ha empezado a hablar.
—¿Y eso es malo?
—Es demasiado pequeño para empezar a hablar. No es imposible que un bebé tan pequeño empiece a pronunciar palabras, pero Seymour tuvo daños cerebrales graves al nacer. Los médicos le dijeron a Lizzie que probablemente no lograría hablar nunca.
—Ya.
—Sé lo que me vas a decir —dice Joseph—. Que en este lugar ocurren milagros.
—Tú lo has dicho, no yo.
—¿Tú crees eso de verdad? —me dice—. ¿Crees que aquí ocurren milagros?
—No lo sé —digo—. A lo mejor ocurren milagros en todas partes pero no nos damos cuenta.
—Ya sabes que yo no creo en milagros.
—Nadie puede creer en milagros —digo yo—. Un milagro es algo imposible de creer. Lo que yo pienso es que a lo mejor no son milagros.
—¿No? ¿Entonces qué? ¿Excepciones?
—No lo sé. Cosas inexplicables.
—Sí, cosas inexplicables.
Joseph queda en silencio. No le interesan estos temas, y seguramente nunca le interesarán.
—Pero ¿qué os contaron Goran y Matvei? —pregunto—. ¿Qué fue lo que te hizo desear venir aquí?
—Nos enseñaron tu carta, claro. De otro modo no les habríamos creído. Y hubo muchos que no creyeron que tu carta fuera realmente tuya. Pensaban que era otro truco de los Insiders. Pero nos contaron cosas… nos hablaron de este lugar —dice Joseph—. Tú también nos hablabas de este lugar en tu carta. Goran y Matvei me dijeron que tenían una comunidad de unas quinientas personas y que no tenían cirujano ni médico alopático. Médico alopático. Me hace gracia esa expresión. Al parecer, el último que tuvieron se marchó hace dos años. Me ofrecieron venir aquí a conocer este lugar y ser su médico, si es que me sentía a gusto con ellos. Lo consulté con Sophie y me dijo que nada se perdía con probar.
—Me sorprende que ella no deseara volver a L. A.
—Sí, a mí también. Es una mujer muy aventurera, John. Le gustan los retos, las cosas nuevas.
—Pensaba que todos habíamos tenido suficientes aventuras para toda una vida.
—Sí, yo también pensaba eso.
—¿Y Leverkuhn? ¿Cómo ha aceptado apartarse de sus hijos?
—No sabemos dónde está Leverkuhn —dice Joseph suspirando profundamente—. Ha desaparecido. Es otro de los motivos de que Sophie no haya querido marcharse de la isla.
—¿Ha desaparecido?
—Desaparecido.
—A lo mejor los Insiders han empezado ahora a raptar a los arquitectos.
Joseph ríe. Los dos reímos.
—No deberíamos reírnos —dice Joseph.
—No, no deberíamos.