34
Vuelve Cristina

Contaré cómo fue nuestro reencuentro. Pasaron cinco años. Un día mi padre contó durante la comida que Juan Villar regresaba a España con su familia. Es decir, habían regresado. Llevaban una semana en Madrid, lo cual quería decir, para mi sangre adolescente, que Marianne llevaba una semana desnudándose y metiéndose en la cama todas las noches en la misma ciudad donde yo vivía. La noticia estalló como un sol en medio de la mesa del comedor, una fuente llena de macarrones con boloñesa, cuyo aroma se mezclaba con el de los geranios recién plantados en las jardineras de la terraza. Yo no sabía adónde mirar, si preocuparme, si sonreír. Los dos aromas, el de la fuente de macarrones y el de las flores y la tierra removida, parecían dar a la escena una intensidad especial, misteriosa, como sucede algunas veces en las novelas.

Los Villar habían regresado. Pero ahora ya no vivían en Pozuelo, sino en Príncipe de Vergara, cerca de la plaza de Colombia, a unas pocas paradas de autobús de mi casa. Iban a llamarnos para quedar cualquier día, «en cuanto se instalaran». Sin embargo, yo no tenía por qué esperar a aquella hipotética reunión de las dos familias. Podía llamar a Cristina en cualquier momento. La idea de que aquello era posible, coger el teléfono, marcar un número y hablar con ella, me parecía exótica y excitante. Me preguntaba cómo sería ella ahora. Sin duda habría cambiado mucho, físicamente y también por dentro. Pero pasaron los días y las semanas y no la llamaba. La última vez que había visto a Cristina, yo tenía catorce años y ella trece. Éramos dos niños y ahora éramos casi adultos. ¿Tenía sentido volver a vernos? Era posible que ya no tuviéramos nada en común.

Ignacio y yo también nos habíamos distanciado un poco con los años, aunque los dos estudiábamos música en el Conservatorio de Madrid y nos veíamos de vez en cuando por los pasillos del viejo edificio de la Ópera o nos encontrábamos en Monje o en la Taberna del Alabardero y tomábamos unas cervezas. Ignacio tenía una novia entonces, una muchacha rubia dos años mayor que él que estudiaba violín y se llamaba Silvana. Su madre era italiana, e Ignacio se acostaba con las dos, con Silvana y con su madre. Me lo contaba sufriendo mucho y diciendo que Susanna, la madre de Silvana, le había seducido tres años atrás, cuando él aún era virgen, y que no veía la forma de cortar aquella relación. Si Silvana se enterara se quedaría devastada, me decía, pero ¿quién podría resistirse a la fascinación de acostarse con una mujer casada llena de morbo y experiencia y que se hallaba, además, en la plenitud de su belleza? Ah, Ignacio, si tú supieras. Los labios me ardían, pero a pesar de todo yo guardaba mi secreto.

Le conté que Cristina había vuelto, y mostró un cierto interés, pero es posible que fuera simple cortesía. Ignacio vivía en el presente. No era nostálgico, o la nostalgia le duraba poco tiempo.

Ahora me parece muy ridículo todo aquello, pero la verdad es que Ignacio y yo estábamos un poco peleados por tontos motivos musicales y estéticos. Él era un «moderno» y yo, de acuerdo con su descripción, un «romántico reaccionario». Para él la música comenzaba en el Pierrot Lunaire de Schönberg y para mí terminaba en los Gurrelieder de Schönberg. Para mí Anton Webern era el diablo, para él era Dios. Yo era un defensor de la tonalidad, para él la tonalidad era aborrecible. «Te gusta la música bonita», me decía con rabia. «Te gustan las sonoridades agradables». Para mí, él defendía la fealdad, el tedio y el esnobismo vanguardista, y no era un artista sino un teórico del arte.

Y entonces un día, de pronto, la llamé. Era una mañana de sol de finales del verano, esa época mágica en Madrid en que todo es turquesa y oro y en que los perros todavía son felices por las calles. Debía de ser un sábado por la mañana, porque yo no tenía clase, o quizá era que el curso no había comenzado todavía. Temía que fuera Marianne quien cogiera el teléfono, pero lo cogió Cristina. Dijo hello, por hábito.

—Hola, Cristina —dije intentando aparentar naturalidad—. Soy Juan Barbarín.

—Ya sé quién eres —dijo ella con una voz muy alegre.

Era su misma voz de antes, pero dotada de una musicalidad nueva. Me pareció una voz extraordinariamente simpática, cálida y femenina. Una voz que sonaba a ramas de menta y a pastel de ruibarbo, a trenes a través de Europa y a ejercicios acrobáticos en piscinas cerradas y en camas elásticas. Y había, además, tanta felicidad contenida en ese «ya sé quién eres». Me pareció imposible que aquella alegría se debiera simplemente a mi llamada, e imaginé que la había sorprendido en medio de una fiesta familiar o de una reunión con amigos. Pero ella no tenía entonces apenas amigos en Madrid.

Yo había pensado decir algo así como «¿te acuerdas de mí?», o «espero que te acuerdes de mí», o incluso algo tan penoso como la frase «viejo amigo de la infancia», pero la única frase que salió de mi boca fue:

—¿Damos un paseo?

Resultaba un poco extraño decir esto después de cinco años de silencio. Pero a ella no pareció extrañarle.

—Sí, ¡qué bien! —dijo ella—. Pero ahora no puedo. ¿Mañana?

Luego me confesó que esa tarde no tenía nada, absolutamente nada que hacer, y que se había pasado horas tirada en la cama de su cuarto cepillándose el pelo y haciéndose daño aposta para castigarse por su estupidez. De modo que quedamos al día siguiente en el parque de Berlín, en la esquina de Ramón y Cajal y Príncipe de Vergara.

Cristina había crecido. Ya no era una niña. Sin embargo, a mí me seguía pareciendo una niña. Quiero decir que cuando la vi, me sorprendió lo poco cambiada que estaba. Estaba más alta, convertida en una joven mujer de diecisiete años. Tenía la piel pálida y el cabello negro y las mejillas y los labios muy rojos, igual que Blancanieves. Era extraordinariamente hermosa. Pero seguía habiendo en ella algo de la niña que era antes, algo infantil, ingenuo, delicado. Yo pensaba que con los años aquel aura de infancia desaparecería y ella terminaría por convertirse en una mujer adulta, pero estaba equivocado. Los años pasaron, y ella seguía siendo una niña, y siguió siéndolo hasta casi alcanzar los treinta años.

Entramos en el Parque de Berlín, y paseamos, y dimos vueltas y vueltas por entre los castaños y los laureles, y la conversación surgía con extraña naturalidad. Era como si nunca hubiéramos dejado de vernos, aunque en realidad éramos dos extraños y apenas sabíamos nada el uno del otro. Yo hablé, hablé mucho, y luego ella me dijo que me había dejado hablar mucho aposta, porque sabía que yo necesitaba hablar e impresionarla con mis palabras, ya que los hombres siempre necesitan hablar mucho y exponer largas y floridas observaciones sobre la existencia para que las mujeres les escuchen con atención. Nos cansamos de andar y nos sentamos en la hierba y nos quedamos sin saber qué decir. No era por falta de temas de conversación, sino por una especie de saturación de sensaciones y de sentimientos. Se hacía de noche, y se iluminaban luciérnagas entre los arbustos. Ella dijo que siempre había pensado que las luciérnagas eran en realidad hadas. Así fue como descubrí, ya aquella primera tarde, lo obsesionada que estaba con el mundo de la gente menuda. Siddhe del condado de Comarleaugh, gentes del País, bolitas de luz que danzan entre las hojas. Le pregunté que por qué le interesaba tanto todo aquello, y me dijo que en España no se entendía bien lo que eran las hadas. Que las hadas no eran seres infantiles y con alitas de colores, sino una raza compleja y ambigua poblada por criaturas muy diferentes, algunas luminosas y otras oscuras, algunas bondadosas y otras salvajes y crueles. Que lo que no eran casi nunca las hadas era tiernas y dulces, porque ésas eran características puramente humanas, aunque ésta era la imagen que nos habían transmitido las películas de Walt Disney: seres altamente morales como el hada de Pinnocchio o pequeñas coquetas como Campanilla, el hada de Peter Pan. Que las hadas eran más bien traviesas, libres, revoltosas, salvajes, temibles, infinitamente hermosas y llenas de un poder que surgía de las fuerzas libres de la naturaleza. Me dijo que en Inglaterra «hada» significa lo mismo que «duende», un término que hace referencia a todo lo oculto, lo misterioso, lo que está más allá de la esfera racional, y me habló de la Morrigan y de la Banshee, de hadas mujeres y hadas hombres y de hadas niñas y de hadas viejas, y del rey y la reina de las hadas, y me habló también de maldiciones, castigos y venganzas. También me habló del hurley, que es un juego de pelota que suelen jugar las hadas en los claros del bosque, y del gusto que tiene la gente del País por los chalecos de cuadros, las faldas rojas y los objetos de oro y de perlas. Yo dije que las hadas me daban hambre y que fuéramos a comer algo. A ella le entusiasmó la idea, sí, entusiasmo debería ser la palabra, un entusiasmo que casi me desconcertó. Me dijo que ella siempre confiaba en las personas que tomaban decisiones claras con respecto a la comida, y que la comida era para ella muy importante. Aquella observación me pareció sorprendente, especialmente en el contexto de una disertación casi erudita sobre el mundo de los Seres del País, como me he acostumbrado a llamarlo desde entonces (el País es siempre el País del Ayer, el País del Verano, el País Sin Muerte Ni Olvido, es decir, el País del Endrino y del Roble, el País del Viento en los Alisos, el País de la Sombra de las Flores, el Pequeño País de Detrás de la Esquina, el País de Debajo, el País de las Hadas). Me preguntó que adónde la llevaba, y de pronto sentí la carga de una responsabilidad excesiva. Le propuse un restaurante caro que estaba por allí cerca, pero ninguno de los dos tenía dinero. Me dijo que si estaba loco, que un bar cualquiera sería suficiente. Fuimos al bar Rocky, nos sentamos dentro y pedimos un par de raciones. No recuerdo exactamente qué pedimos, quizá gambas a la plancha y tortilla de patata. A ella todo le parecía delicioso. Yo pedí una cerveza y ella un mosto. Le pregunté que si el mosto era una bebida de hadas. Ella me miró muy sonriente y me dijo que si me sentía importante cuando bebía cerveza. Yo le dije que raramente me sentía importante. A ella esta declaración pareció sorprenderle mucho.

—¿Por qué no? —me preguntó.

—¿Por qué iba yo a sentirme importante? —dije—. No he hecho nada importante, y no creo que haga nada importante en mi vida.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó mirándome con sus grandes ojos oscuros.

—Porque no es mi carácter —dije—. Yo soy como los gatos, ¿sabes? Me gusta tumbarme al sol. Bondad graciosa —dije imitando el falso inglés de Astérix en Bretaña—, sólo tumbarme al sol.

—Antes no eras así, Juan Barbarín —me dijo ella.

—¿Te gustaría volver a la calle de los Olmos, a tu antigua casa? —pregunté, por cambiar de conversación.

—Ya lo había pensado —dijo ella—. Pero yo no sabría llegar sola.

Fuimos ese fin de semana, cogiendo un autobús en Moncloa y bajándonos lejísimos del lugar donde comenzaba la calle de los Olmos. No reconocíamos nada. Pozuelo había cambiado en esos años, había menos descampados y menos campo libre que antes. El monte se iba llenando de villas y urbanizaciones.

Después de mucho andar y de perdernos varias veces llegamos por fin a la calle de los Olmos y luego a la casa en la que habían vivido los Villar, pero estaba ocupada por otros inquilinos y no podíamos entrar a curiosear. Nos acercamos a la casa de enfrente, donde en tiempos habían vivido los Recalde, que ahora también estaba ocupada por otra familia. La señora de la casa nos observaba con gesto de pocos amigos desde la ventana de la cocina donde tantas tardes habíamos merendado vasos de leche y galletas de jengibre que Patricia, la madre de Ignacio, hacía en el horno con una receta que le había pasado Marianne. Luego fuimos a la casa que estaba al lado de la de los Villar, la propiedad abandonada donde estaba la Pradera, que, para nuestra gran sorpresa, volvía a estar deshabitada. Luego nos enteraríamos de que los Panur, la familia del poeta, se habían marchado de allí a la muerte del padre y que los hijos se peleaban por la herencia. Saltamos la valla y recorrimos el jardín en el que habíamos jugado tantas veces de niños, pero no pudimos encontrar la Pradera de ningún modo. Aquello resultaba de lo más extraño, porque los dos habíamos estado en aquella Pradera cientos de veces, y porque los dos recordábamos exactamente dónde estaba y cómo era, un amplio rectángulo dividido en dos niveles por un escalón de piedra, con un pequeño edificio en ruinas en la parte superior y un árbol a cada lado del pequeño edificio. Pero la Pradera no aparecía, y después de buscarla y buscarla seguía sin aparecer. Después de dar miles de vueltas por todas partes, llegamos a la conclusión de que en algún momento habían hecho obras en la propiedad y habían cambiado la configuración del jardín. Aunque todo aquello tenía un aspecto bastante descuidado y parecía llevar largos años descuidado. El escalón construido con largos bloques de piedra caliza desmontado del lugar donde estaba con un bulldozer, el terreno nivelado con excavadoras, la casita de la parte de arriba derribada, los dos árboles cortados y los tocones arrancados de la tierra con un tractor. ¿Era de verdad posible que hubieran hecho todo aquello y que luego hubieran dejado que la propiedad se hundiera en el abandono y se llenara de hierbas parásitas de nuevo? Vi que Cristina miraba a su alrededor como en busca de algo.

—¿Te acuerdas de Trixie? —me dijo.

—Esa horrenda rata —dije yo exagerando mi asco—. Yo no podía comprender cómo la tocabas con las manos.

—Era muy simpática. Como un perrito. Y no era una rata.

—Era un carpincho.

—Una capibara.

—También se llaman carpinchos.

—No me tomes el pelo.

—Bondad graciosa, no te tomo el pelo.

—¿Por qué dices «bondad graciosa»? ¿Qué significa? —dijo ella, como anhelando todo el pasado con sus grandes ojos oscuros, en medio de los arbustos del jardín abandonado, altas matas de celindas revueltas por la brisa de principios del otoño, los dos perdidos en el tiempo, perdidos en el viento que revuelve hojas con flores, días con sueños, niños con adultos. Allí, en aquel momento, comenzó algo. Un viento, una navegación, una larga y hermosa navegación.

—¿No es eso lo que decís los ingleses, «bondad graciosa»? —dije yo extendiendo el brazo y tocando sus cabellos brillantes.

Funny goodness? —dijo ella—. Comical well meaning? Los ingleses no dicen eso.

—Ah, bueno, no sé —dije yo—. Según Astérix sí lo dicen.

—Oh, dijo ella. Good gracious! ¿Es eso? Good gracious!

Ella se echó a reír. Entonces yo me acerqué a ella, rodeé su cintura con mis brazos y la besé. Supuse que ella me rechazaría o que no respondería a mi beso, pero no me rechazó. Nos besamos durante un rato, y luego cuando aparté mi rostro del suyo, vi el brillante reguero de una lágrima por su mejilla.

—¿Por qué lloras? —pregunté.

Ella se encogió de hombros y bajó los ojos, y volvimos a besarnos. Ella abría los labios y me daba su lengua, y a mí me sorprendía que me besara con tanta pasión. Hubiera deseado, de hecho, que no abriera tanto la boca. Sentía como si ella fuera un animal grande, fuerte y oscuro que deseara devorarme. Lo cierto es que en esa época yo no tenía mucha práctica en el juego de los besos. Había besado a unas cuantas chicas, pero nunca de aquel modo. No cabía duda de que en aquellos momentos, ella era de los dos la que tenía más experiencia y la que controlaba la situación. Más tarde me contaría que había tenido un par de novios en Inglaterra, nada serio, novios de tardes de verano, de besos debajo del roble, de margaritas deshojadas, de blusas desabrochadas y caricias por debajo de la falda. Ella seguía siendo virgen, y nunca averigüé hasta dónde había llegado con aquellos novios suyos ni hasta dónde les había dejado llegar, aunque imaginarlo me produciría deliciosos escalofríos de celos en los meses y los años por venir.

Qué maravillosas son las mujeres y cómo logran siempre sorprendernos. Su atrevimiento, su imaginación, su realismo, siempre pueden con nosotros. Siempre van un poco más allá de lo que esperamos, igual que nuestro reflejo en un río, al que jamás podemos alcanzar. Siempre deciden. Siempre abren, siempre cierran.

Pero yo sentía su carne perfumada, el calor de su rostro frente a mi rostro, el dulce, ardiente, húmedo contacto de sus labios con mis labios y toda la vibración y la densidad turbadora de su cuerpo entre mis brazos, sentía la realidad de su lengua en mi boca y de mi lengua en su boca, la mística del beso, en que los seres humanos se convierten en materia hechizada y se atraviesan mutuamente y se gustan y se transubstancian, su sabor, el sabor de su saliva y de su aliento, el instante en que la carne se hace espíritu y en que el espíritu se hace carne, y todo en medio del jardín abandonado, con las matas de celindas sin flores agitándose a nuestro alrededor y las nubes corriendo por encima de nosotros en el deshilachado fluido del tiempo de los años por venir y de la pasión sexual por venir.

Cómo nos sorprenden siempre las mujeres. Y lo que más nos sorprende siempre de ellas es su pasión. Cuando surge, deja pequeña y casi ridícula cualquier pasión que un hombre pueda sentir. Es como el deseo: o parecen no sentir ninguno, o bien es tan avasallador que nos asusta. Yo, que había reunido todo mi valor para besarla, me encontraba de pronto casi devorado por sus besos.

—Te adoro, niña mía —le dije al oído.

—Yo siempre te he querido, todos estos años —dijo ella.

—Entonces ¿por qué no me escribías?

—Porque pensaba que yo era una niña tonta y que tú no estabas interesado en mí. Además, fuiste tú el que dejó de escribir.

—Yo también te he querido todos estos años. Pero pensaba que nunca volvería a verte.

—Yo también lo pensaba —dijo ella—. Pero pensaba volver a España cuando fuera mayor.

—¿Volver? ¿Por qué?

—Porque yo soy española —dijo ella—. No me gusta Inglaterra. No me gusta la gente de Inglaterra. Y porque tú estabas aquí.

—Pero casi no nos conocemos —dije yo.

Todavía seguíamos abrazados, y nos besábamos suavemente mientras seguíamos hablando. Yo sentía el calor y la densidad de su cuerpo entre mis brazos, y sentía que ella estaba como temblando.

—No seas tonto, claro que nos conocemos —dijo ella, que tenía todo el rato los ojos húmedos de lágrimas.

—Estás tan guapa que me pones nervioso.

—Tú también estás muy guapo —dijo ella—. Y muy alto. Antes no eras tan alto.

—¿Lo ves? No nos conocemos.

—¿De verdad me quieres?

—Siempre te he querido.

Recuerdo la primera vez que nos desnudamos completamente uno frente a otro, uno al lado del otro, en mi cama de adolescente solitario, sobre la colcha color oro viejo que tenía yo entonces, una tarde que mis padres estaban fuera. No teníamos intención de hacer el amor porque ella todavía no quería hacerlo, y creo que tampoco deseaba especialmente verme desnudo ni desnudarse ante mí. Una luz entre dorada y cobre llenaba la habitación con la placidez secreta de la tarde de marzo. Inevitablemente yo comparaba el cuerpo desnudo de Cristina con el de su madre, y me preguntaba si lo que yo buscaba en Cristina no sería en realidad volver a estar con Marianne. Pero para gran suerte de ambos, Cristina no se parecía físicamente a su madre: era morena, como Juan Villar, y no tenía tampoco el cuerpo de largos huesos de su madre. Había heredado de ella una especie de aura venérea y una enorme elegancia física, y sin duda sus ojos almendrados, esos ojos esquimales que tienen a veces las mujeres inglesas, y su pequeña nariz respingona, provenían de Marianne, pero el parecido se detenía allí.

Durante varios meses lo único que hicimos fue jugar. Caminábamos por las calles de Madrid, hablábamos durante horas y luego buscábamos refugio allí donde podíamos, normalmente en mi casa, que estaba vacía por las tardes, nos acostábamos y nos desnudábamos y jugábamos con nuestros cuerpos. Yo me sentía ligeramente decepcionado. No sólo porque nuestros juegos sexuales no fueran todavía una verdadera relación sexual, sino también porque ella, que tenía un precioso cuerpo de mujer, tan bello, tan rosado y perfumado, tan tibio y amable que me convertiría en esclavo de su sombra de por vida, seguía siendo en realidad una niña, y yo lo que deseaba con todas mis fuerzas era estar con una mujer adulta.

A ella le gustaban mucho las flores y las cosas de colores y de cristal y los pequeños objetos encantadores, las figuritas, los monederos. Le gustaban también los caramelos, no sólo las violetas y las gominolas, sino también los chupachups y las piruletas. Le gustaban tanto las piruletas que a menudo durante nuestros paseos se compraba una y la iba chupando mientras conversábamos. Luego, si no se la terminaba, la envolvía en un papel y la guardaba para más tarde, como los niños. Cuando se comía un melocotón terminaba chupando el hueso hasta dejarlo mondo y luego se lo dejaba dentro de la boca una tarde entera y yo lo encontraba allí, dentro de su boca, cuando la besaba. Tenía, en verdad, una extraña relación con las flores y las plantas en general: las chupaba, las mordía, masticaba hojas de hierba y tréboles y se manchaba la lengua y los labios de clorofila, extraía la gota de néctar de la flor de la madreselva y luego devoraba los pétalos y los pistilos. Yo me decía que mi novia no era una persona, sino un hada, una criatura salvaje de los bosques. No tenía ninguna costumbre adulta de esas que todos intentábamos imitar. No fumaba. No bebía alcohol, ni siquiera las llamadas claras, cerveza con gaseosa, aunque ocasionalmente podía disfrutar de una copa de vino con una buena comida. No tenía el menor interés por las drogas. Se ponía perfume de bebés, que decía que era el que más le gustaba. Su pelo olía a champú infantil, su sexo a jabón de lavanda. No se pintaba los labios ni se maquillaba, y cuando lo hacía por jugar no se maquillaba bien, porque no tenía práctica, y entonces empleaba demasiado carmín, demasiado rimmel, demasiado lápiz de ojos, como les sucede a las niñas cuando juegan a maquillarse. Le encantaban los pendientes. Casi nunca llevaba sujetador, y sus pechos se movían libres bajo la blusa y sus pezones se marcaban con claridad en sus camisetas. Pero esto no era un gesto sexual sino más bien todo lo contrario, una declaración de inocencia edénica. No le gustaban las películas violentas, y seguían gustándole las películas de Walt Disney y los cuentos de hadas. Le gustaban los libros de Yasunari Kawabata. Le gustaba mucho dibujar con lápices de colores. Tenía una caja de Caran D’Ache y le gustaba pintar con lápices y acuarela, mezclando ambas técnicas, para pintar flores y paisajes. Se podía pasar una tarde entera copiando una flor o unas hojas secas. Le encantaba la pintura prerrafaelista, pintores de los que yo jamás había oído hablar como Alma Tadema y Lord Leighton, y también Gauguin, con sus perros rojos y sus árboles azules. No le gustaba la pintura barroca ni el cubismo. Adoraba todas las cosas inglesas. Adoraba a Gainsborough y a Constable (yo aborrecía a Constable) y sentía una suave desconfianza hacia todo lo francés, que consideraba demasiado intelectual y bastante esnob. No sentía el menor interés por la palabrería «interesante» y «chocante» de los franceses. Decía que los franceses no tenían cuerpo, que en ellos todo era mente y palabra, actitudes calculadas para provocar un efecto. Yo le preguntaba que si pensaba que los ingleses tenían cuerpo y ella decía que, al menos, los ingleses tenían sentidos. Adoraba Orlando de Virginia Woolf, un libro lleno de sensaciones y de imágenes. Adoraba todas las novelas románticas: Jane Eyre, Cumbres borrascosas, Julia Lyndon, cuyas escenas eróticas a veces leíamos juntos. Se había traído de Inglaterra muchos de sus libros infantiles: las colecciones de Enyd Blyton, de Pippi Calzaslargas, sus anuarios llenos de ositos felices y de partituras de canciones y de cuentos cuyo protagonista era un hombrecito de jengibre. Guardaba todos sus dientes de leche entre algodones dentro de una cajita de marfil que tenía una genciana tallada en la tapa. Tenía álbumes de flores secas y de hojas secas. Tenía viales de cristal rosa, azul y amarillo en los que guardaba sus lágrimas, derramadas en ciertas ocasiones importantes de su vida, igual que el general guarda las banderas de sus batallas. Tenía flores secas guardadas en el interior de sus libros. Tenía su teddy bear de cuando era niña sobre su cama, un osito melancólico que tenía una oreja descosida. Cantaba, siempre estaba cantando. Cantaba canciones que existían y canciones que no existían, con una delicada voz de hada muy aguda que a mí me parecía maravillosa. Creo que mis amigos estaban sorprendidos de que yo estuviera saliendo con una chica tan infantil, aunque todos la querían porque era difícil no querer a Cristina. Creo que todos estaban convencidos de que no íbamos a durar mucho juntos y que yo me cansaría pronto de ella, o ella de mí. Las novias de mis amigos eran mucho más elegantes y sofisticadas que Cristina, y cuando se ponían guapas y se maquillaban y se ponían medias y zapatos de tacón parecían casi mujeres de treinta años. A su lado Cristina, que jamás se arreglaba, siempre parecía una niña. Ellas hablaban con el tono ligeramente grave y sarcástico de las mujeres intelectuales, mientras que Cristina hablaba como una niña, haciendo bromas y poniendo voces de duende y cantaba, siempre estaba cantando. Ellas eran irónicas, Cristina era como un payasito, siempre alegre, tan alegre como un pajarito en la ventana. Le gustaba hacerse trenzas y ponerse pasadores en el pelo, como las niñas. A mí a veces, cuando la veía con dos trenzas, lamiendo una piruleta y mirándome con una brillante sonrisa de mejillas llenas, me desesperaba que fuera tan infantil y pensaba que tenía que dejarla, que debía cortar con ella cuanto antes. Pero ella era muy joven, al fin y al cabo, sólo tenía diecisiete años, y yo me decía que pasaría el tiempo y ella se transformaría por fin en la mujer plenamente adulta que yo deseaba.

Brilla, mar del Edén
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