20
Los efectos del miedo

Bruce y Gloria, los padres de Branford, sufrieron una crisis profunda tras la desaparición de su hijo. No puedo ni siquiera sospechar lo que debían de estar pasando, saber que un desequilibrado o un grupo de desequilibrados se había llevado a su hijo quién sabe dónde para hacer con él quién sabe qué, el tormento del miedo y de la imaginación. Y ¿cómo detener a la imaginación? A veces, durante las meditaciones, yo veía a los niños clavados en espetones y asados al fuego alrededor de un grupo de hombres brutales y babeantes, y tenía que abrir los ojos para borrar esas imágenes horrendas de mi mente. Me preguntaba si aquellas imágenes no surgían de mi interior, si no responderían a pulsiones, a fantasías que existían en el interior de mi mente. Esos días di gracias una y mil veces por no tener hijos y me dije que jamás los tendría, porque el terror y la responsabilidad de la descendencia nunca me han parecido algo posible de soportar.

Gloria culpaba a Bruce de la desaparición de Branford, de modo que abandonó la cabaña familiar y se fue a vivir con Jimmy Bruëll. Sí, una reacción de lo más extraña. En vez de estar cerca de su marido en aquellos momentos de angustia, ahora Gloria se pasaba las noches bebiendo cerveza y vodka con Jimmy y dejándose follar por él. Supongo que la degradación es más fácil de soportar que el miedo.

Todos estábamos indignados con el comportamiento de Jimmy y con la forma en que se aprovechaba de la crisis de una pareja y del estado de alienación y de locura en que se encontraba Gloria. Hablamos con él, y Jimmy le dijo a Gloria Griffin que no la quería más en su cabaña. Pero Gloria se negó a volver con su marido. Lo intentó con Joseph, lo intentó conmigo. Finalmente Omotola, la mujer nigeriana, se hizo cargo de ella. Les unía el común dolor de la pérdida, supongo. Ahora estaban todo el día juntas, en silencio una al lado de la otra, en ocasiones peinándose mutuamente o bien haciéndose trenzas adornadas con abalorios, recolectando fruta o hirviendo fruta del pan. Apenas hablaban. Yo, al menos, nunca las oí hablar. Pero ahora Gloria, al menos, estaba tranquila.

A partir de la noche de la desaparición de Branford, pusimos a todos los niños juntos en la palapa de Rosana y Syra, que estaba en el centro del poblado, y establecimos turnos de vigilancia. No sucedió nada esa noche, ni tampoco a la siguiente. Pero al tercer día, en algún momento del día (ya que no podíamos vigilar a los niños veinticuatro horas ni tenerles encerrados en una jaula todo el tiempo), desaparecieron Adele y Estelle, las dos hermanas que se pasaban el día gritando como ardillas y jugando a juegos indescifrables. Desaparecieron en un momento en que sus padres, Henry y Diffy (de Daffodil, creo) McCullough, se despistaron. Quizá durmieron demasiado y las niñas salieron de la cabaña y se perdieron río arriba, jugando, donde fueron fácilmente atrapadas por brazos de hombres que surgían de la selva. Henry McCullough era un diplomático australiano que había sido agregado comercial en diversos puestos de África y del sur de Asia. Su esposa, Diffy, era alta, majestuosa y bella como una primera dama. Todos la vimos llorar en silencio y les vimos discutir y les vimos rezar y vimos a Henry McCullough, un hombre corpulento y de aspecto señorial, recorrer las selvas con los grupos de búsqueda empuñando inútilmente en la mano su arma, una pistola que, según nos confió su esposa, no sabía disparar. Los grupos salieron en busca de Adele y Estelle como habían salido en busca de Branford y antes en busca de Seymour y no lograron encontrar nada. Y ahora ya había cuatro niños desaparecidos, y la sensación de miedo y de desánimo en el grupo iba en aumento. No sé si fue ya por esos días cuando comenzamos a referirnos a George y a los que estaban con él como «los del interior», los Insiders.

Los Leverkuhn estaban ahora siempre juntos, y se turnaban durante la noche para que hubiera siempre alguien despierto. En cuanto a Rosana y a Syra, sus relaciones no mejoraron. Syra seguía escapándose y haciendo aquellas cosas extrañas con las que solía divertirse: coger cosas y esconderlas o «desplazar» objetos de manera que alguien se volviera loco buscando sus gafas, o su reloj, o su diario, o el libro que estaba leyendo, o los pantalones que había colgado a secar, para encontrarlo luego en el lugar más inverosímil, en lo alto de un tamarindo o en el fondo transparente del río. Y desaparecía todo el rato, jugando con el miedo que sentía su madre al pensar que también ella había sido raptada, y disfrutando, quizá, de esa pequeña venganza. Rosana se pasaba el día llamándola a gritos con su voz aguda y chillona. En esas ocasiones yo no quería ni verla, porque me hacía daño escuchar las cosas que le decía a Syra, y contemplar la forma en que la ira que la dominaba la descomponía por completo.

Sometida a un control implacable y a una crítica constante, Syra había desarrollado formas de rebeldía oblicuas y retorcidas. Se dedicaba, por ejemplo, a morderse los padrastros de los dedos hasta dejárselos en carne viva, cosa que sacaba a Rosana de quicio (según me contó en una ocasión, ella misma había tenido ese mismo vicio cuando era pequeña) y se rascaba los habones de las picaduras de mosquito hasta convertirlos en heridas y luego en llagas que no acababan de curarse jamás. Rosana se pasaba el día persiguiéndola para que no se rascara y no se hiciera heridas, le cortaba las uñas, se las limaba, se las cubría con esparadrapos, la castigaba, pero Syra seguía rascándose. Se hacía heridas, las heridas cicatrizaban y entonces comenzaba a arrancarse la costra, disfrutando de la delicia del picor, de la delicia del dolor. Se escondía de Rosana para no ser descubierta, pero tenía el hábito tan enquistado que se ponía a hacerlo en cualquier momento y entonces Rosana la veía rascándose de nuevo y se ponía furiosa.

En una ocasión, Syra se marchó con un grupo de recolectores a la playa del avión para coger cocos, no le dijo nada a su madre y aseguró a los recolectores que tenía el permiso de Rosana para acompañarles. Rosana se pasó la mañana buscándola, completamente histérica, y cuando ya estaba convencida de que los misteriosos raptores se la habían llevado también a ella, la vio aparecer muy sonriente de la mano de Josephine y al lado de Óscar y Brenda, Udo, el secretario personal de los Kunze y Di Di, la secretaria de Brigitta Kunze, todos cargados con bolsas y sacos llenos de cocos. Rosana perdió los estribos.

—¿Te has ido? —le gritó Rosana, completamente histérica, al ver a Syra de la mano de Josephine—. ¿Te has ido sin decirle nada a mamá? ¿Te has ido sin decirle nada a mamá? ¡Contesta! ¿Te has ido sin decirle nada a mamá sabiendo que mamá estaría muerta de preocupación?

—Te he dicho que me iba —dijo Syra débilmente.

—¿No le dijiste a tu madre que venías con nosotros? —le preguntó Josephine, que hablaba un poco de español—. ¿Nos mentiste?

—Yo qué sé —decía Syra bajando los ojos, fingiendo un gesto de disgusto.

—¡Eres imbécil! —le gritó Rosana acercándose a ella y agarrándola del brazo—. ¿Tú sabes el miedo que ha pasado mamá? ¿Sabes la preocupación que ha pasado mamá? ¿Es que no sabes obedecer? —estaba tan furiosa que retorcía el brazo de la niña y luego, sin saber cómo desahogar su furia, la agarró del brazo con fuerza—. Te voy a atar con una cuerda. Vas a estar castigada sin salir. ¡Tú no me conoces a mí!

—¡Me estás haciendo daño! —decía débilmente Syra.

Yo estaba cerca de la niña, y la miré a los ojos. Y ella me miró a mí desde debajo de sus grandes crenchas oscuras y me sonrió. Dios mío, qué miedo me dio esa sonrisa. Tenía el rostro contraído por el dolor, ya que Rosana la estaba agarrando del brazo con una fuerza excesiva, pero a pesar de todo Syra sonreía, me sonreía, como haciéndome partícipe de su secreto. Varias personas del poblado se habían acercado al escuchar los gritos, entre ellos Sophie Leverkuhn y la joven pareja de chinos de Singapur. Jung Fei Ye, que se hacía llamar Michael, y su mujer Pei Pei Je.

—¡Ya está bien! —gritó entonces Sophie—. ¡Suelta a la niña!

—¡No te metas! —gritó Rosana soltando a la niña—. ¡Es mi hija!

Estaba tan nerviosa que casi no podía encontrar las palabras en inglés.

Sophie se puso frente a Rosana. Era más alta que ella y más fuerte, y componía una imagen ciertamente imponente frente a la pequeña Rosana.

—No —dijo—. No puedes hacer daño a la niña. No lo consiento. Llevo días y días viendo cómo tratas a tu hija y ya no puedo soportarlo más. Y creo que no soy la única. Lo hemos hablado. Lo hemos hablado entre nosotros y no puedes seguir tratándola así.

Rosana soltó el brazo de la niña, y Syra corrió enseguida en mi dirección, se estrechó contra mí y me cogió de la mano.

—Tienes a la niña aterrorizada —dijo Sophie—. Puedo entender que estés histérica y que hoy hayas tenido una reacción incontrolada. Todos estamos histéricos. Yo también estoy histérica. Pero esto no es de hoy. Llevas así desde el primer día. Incluso antes. Ya te vi en el aeropuerto de Los Angeles gritándole a tu hija quién sabe por qué. Ya no puedo aguantarlo más.

Rosana no sabía qué decir. Los nervios, el miedo, la ira, le impedían reaccionar de forma coherente.

—Hablaremos más tarde de todo esto —dije yo entonces—. Ahora estamos todos demasiado nerviosos.

—La señora española tiene razón —dijo entonces Pei Pei Je, hablando con el delicado inglés de Singapur—. Esa niña se porta muy mal.

—Es una niña sometida a un trato abusivo —dijo Sophie—. Es una niña aterrorizada. Por eso hace las cosas que hace.

—No obedece —insistió Pei Pei, y un brillo implacable y duro brilló en sus pequeños ojos oscuros—. Los niños tienen que obedecer a sus padres. Y ella no obedece. Los niños tienen que obedecer.

—Menos mal que alguien me defiende —dijo Rosana, que estaba a punto de echarse a llorar.

—En mi país, cuando un niño se porta como ella, reunimos a todo el colegio en el salón de actos —dijo Michael, el marido de Pei Pei, hablando con una voz muy suave y educada—. Ponemos al niño frente a todo el colegio, colocamos una mesa y hacemos que apoye las manos sobre la mesa, y le azotamos fuertemente con una caña. Frente a todos sus compañeros. Cinco bastonazos en las nalgas suelen ser suficientes. Ese niño ya no vuelve a portarse mal nunca más.

—A esa niña habría que azotarla —dijo Pei Pei—. Así aprendería que tiene que obedecer a los mayores.

Pei Pei y Michael debían de tener treinta y tantos, pero como les sucede tantas veces a los chinos, tenían aspecto de ser casi adolescentes. Eran delgados, de piel pálida, atractivos, elegantes, fríos. Pei Pei, una señora casada que poseía una tienda de electrónica en una shop house del Barrio Chino de Singapur en la que trabajaban diez empleados, no era mucho más alta ni parecía mucho más mayor que la propia Syra. A pesar de las condiciones extremas en que nos encontrábamos, seguía vistiendo con toda elegancia, con zapatos de tenis color naranja, pantalones corsarios color caqui y blusa blanca bordada sin mangas, todo de Prada. En cuanto a Michael, Jung Fei Ye, había sido policía, funcionario de prisiones, había alcanzado el grado de teniente, y en la actualidad se encargaba de la seguridad de uno de los centros comerciales de Orchard Road. Todo esto lo supimos más tarde. Creo que hasta ese día, jamás había oído el sonido de la voz de ninguno de los dos.

No había nada más que pudiera decirse. Rosana y Sophie se miraron a los ojos. Sophie se había quedado muda. Yo apreté la mano de Syra, me dirigí a Rosana y la cogí con la otra mano y nos alejamos los tres de allí. Pei Pei, la dulce muchachita china, seguía diciendo que los niños tienen que obedecer, y que a aquella niña había que azotarla.

Brilla, mar del Edén
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