26
Entro en la Pradera

¿Es posible enamorarse cuando uno tiene diez años? Yo lo he experimentado y sé que es posible. Pero no sólo me enamoré de Cristina ese día, irremisiblemente y para siempre, sino que también, de una forma difícil de explicar, me enamoré de su madre, la fascinante, aristocrática Marianne. Es evidente que lo que sentía por ambas, madre e hija, eran emociones muy distintas. Una era un águila, otra una paloma. A Cristina la quería, a Marianne la admiraba. Lo que me uniría a Cristina a lo largo de los años era el simple amor, mientras que lo que me haría soñar con Marianne a lo largo de décadas fieras y desconsoladas era, en cambio, la complicada lujuria. ¿O quizá era al revés? No lo sé, y no lo sabré nunca, porque no está en mi temperamento poner al espíritu por encima de la carne, ni sé cómo distinguir al uno del otro.

Cristina era muy distinta de su madre. Tenía el pelo oscuro, de un color castaño acebo muy bonito que a veces parecía casi negro, y había heredado más los rasgos de su padre que los de Marianne. Era espléndida, preciosa, pero no tenía los huesos grandes de Marianne, su estructura monumental de valquiria o de Anadiómena, ni poseía tampoco su aire de reina. Marianne era una belleza, Cristina era simplemente bonita. Marianne era Venus, Cristina era un hada. Y no estoy hablando sólo de cómo eran madre e hija en aquellos momentos, cuando Cristina era una niña de apenas nueve años, sino más tarde, Cristina con dieciocho, con veintitrés, con veinticinco años. Nunca llegaría a ser tan alta como su madre, y era bajita comparada con las dos torres en que llegarían a convertirse sus hermanos, Edgar y el más pequeño, Sebastián, que cuando yo conocí a Cristina no era más que un renacuajo que dormía dentro de la placenta de Marianne. Cristina no poseía la exuberancia física de su madre, aunque sí algo de lo que Marianne carecía en absoluto: una inmensa dulzura, una bondad sin límites. Algunos pensarán que estoy comparando cualidades heterogéneas, la anaranjada irradiación venérea de la mirada con la azulada irradiación de la bondad. Pero todo lo físico es espiritual y todo lo sentimental es también sensual, o al menos esto es lo que yo siempre he creído porque, como acabo de explicar, siempre he sido incapaz de separar carne y espíritu, que para mí son como el haz y el envés de una misma tela.

Salimos a jugar al jardín. Los niños Villar tenían en esa época una mascota exótica. Cuando la vi, erguida sobre las cuatro patas en mitad del jardín creí que era un perrito. Pero había algo enormemente extraño en aquel perrito. Tenía la cabeza demasiado grande, el morro demasiado cuadrado y las patitas demasiado cortas y terminadas en tres dedos palmeados que en nada se parecían a las pezuñas de un perro. Estaba cubierto de un espeso pelo castaño rojizo y tenía unas orejas pequeñas y puntiagudas. Los niños le llamaban Trixie, y le habían enseñado a sentarse. También le habían puesto un pequeño collar azul con un lazo de pajarita azul que le daba un aspecto un tanto ridículo. ¿Quién le pone un lazo de pajarita azul a un animal? «Siéntate, Trixie», decían, y el extraño perrito que no era un perrito se sentaba. Luego echaba a correr a través del jardín, y Cristina y su hermano corrían detrás de él. Era asombroso ver a un animal tan corpulento y paticorto correr tan rápido. Vi cómo Trixie cruzaba el huerto como una exhalación, trotando como un caballito en miniatura, vi cómo rodeaba una piscina llena de agua de lluvia y marrones hojas caídas que había detrás del huerto y cómo luego desaparecía por un agujero que había en el seto de arizónicas.

—¡Ven! —me gritó Cristina—. ¡Ven, vamos con Trixie!

Vi cómo ella y su hermano Edgar se metían también por el agujero del seto y desaparecían de mi vista. Yo era un niño urbano y tímido, y aquello me pareció una irresponsabilidad intolerable. ¿No deberíamos decirles a nuestros padres que nos íbamos del jardín? ¿Qué sucedería si salían a buscarnos y no nos encontraban? A pesar de todo les seguí y me metí por el agujero del seto haciéndome daño con las afiladas arizónicas y rozándome las rodillas en el suelo, ya que yo era algo más voluminoso que ellos. ¡Qué remedio! No quería parecer un cobarde. Además, estaba en el territorio de mis amigos, y supuse que si ellos se metían por allí, entonces yo debía hacer lo mismo.

El jardín de al lado estaba abandonado y completamente invadido por las plantas parásitas. No sé cuándo comenzamos a llamarlo «la Pradera» ni quién se había inventado ese nombre. Es posible que Cristina y su hermano llevaran llamándolo así desde hacía tiempo. Estaba completamente cubierto de una hierba espesa y silvestre que nadie cuidaba ni segaba jamás, de modo que el nombre no parecía del todo absurdo. Sea como sea, el jardín de al lado de los Villar fue siempre para nosotros tres la Pradera.

Estaba dividido en dos niveles separados por un escalón de piedra en el centro que lo cruzaba de parte a parte. En la parte superior había una casita en ruinas con los muros densamente cubiertos de madreselvas y a ambos lados de la casa crecían dos grandes árboles, uno muy oscuro y uno muy claro. No sé qué árboles eran, quizá un pinsapo y un haya, aunque no estoy seguro de que puedan crecer hayas tan al sur. No sé cómo, Trixie había conseguido saltar el escalón de piedra que dividía el jardín en dos niveles (el escalón tenía casi un metro de altura, y no era posible que aquella criatura gordezuela y paticorta hubiera podido dar un salto tan grande) y ahora corría por la parte superior. Mis amigos corrían detrás, intentando atraparlo. Luego el animal se refugió en la casa en ruinas, pero mis amigos no querían entrar allí dentro y le llamaban desde la entrada.

—¿Por qué no entráis? —les pregunté extrañado cuando me uní a ellos. Si eran capaces de escapar de casa, atravesar el seto e invadir una propiedad privada, ¿por qué no entrar en una casa en ruinas?

—Esa casa está embrujada —me dijo Cristina—. Nosotros no entramos ahí.

—¿Y vuestro perrito? —pregunté.

—¿Qué perrito?

Trixie —dije yo.

Los dos hermanos se echaron a reír.

Trixie no es un perrito —me dijo Edgar—. Es una capibara.

—¿Una capibara? ¿Qué es una capibara?

—Es parecido a un conejo. Es como un conejo gigante, aunque con las orejas cortas y sin rabo. Es un roedor que habita en los ríos de Sudamérica —me dijo Cristina—. Tiene que vivir en una zona húmeda. La piscina que hay en el jardín es para él. Si no está siempre mojado, se pone enfermo y se muere.

Esa noche, yo no podía dormir. Demasiadas emociones, demasiadas imágenes, demasiada información. Luego me venció el cansancio y entré en uno de esos sueños llenos de sueños que son como un laberinto y que sólo producen ansiedad y agotamiento. Soñaba, entraba en sueños y salía de sueños a otros sueños, y luego me encontraba en un estado intermedio entre la vigilia y la inconsciencia tan desagradable como los efectos del alcohol o de la anestesia. En mi sueño aparecían Marianne, la música de Bruckner (y la imagen de Bruckner que yo tan bien conocía, muy digno, con su pequeña pajarita, su bigotito casi invisible, su cabecita de pájaro), Cristina corriendo por el césped de la Pradera con un pequeño vestido azul que dejaba al descubierto sus piernas esbeltas y pálidas, la capibara inmóvil en medio del césped húmedo y brillante, la Pradera de la casa de los fantasmas dividida en dos niveles, con los tensos tallos de los hinojos balanceándose en la brisa. Y todo se confundía en una única criatura, en un único lugar extraordinario y sagrado. Los pechos de Marianne, la piel tirante de sus pómulos suavemente hinchados y teñidos con un rubor rosáceo, su sonrisa al descubrir mis ojos fijos en ella, un nuevo ofrecimiento de tarta de cereza y de helado de vainilla, el retrato de Bruckner, la pajarita de Bruckner transformada en la pajarita de Trixie, Trixie convertido en Bruckner en una foto en blanco y negro, sus ojillos vivaces ocupando el lugar de los ojos melancólicos y cansados de Bruckner, la Pradera como cuerpo de Marianne, cuerpo inmenso, maternal, rosado, turbadoramente desnudo aunque enmascaradas y transformadas sus formas femeninas en evónimos, macizos de hinojos salvajes y sinuosos ríos de madreselvas trepando por las paredes, el rostro de Cristina flotando como una nube sobre el jardín lleno de plantas silvestres, sus ojos tiernos, su voz de hada, sus pantorrillas pálidas, su agilidad inesperada, la música del Adagio de la Octava Sinfonía flotando entre sus piernas igual que la elevada hierba salvaje de la Pradera. Y todo se mezclaba, todo era lo mismo. El Adagio de la Octava Sinfonía era la Pradera, y la Pradera era Cristina, y la capibara era un mensajero del mundo inferior, como el perro que saluda a la entrada del país de los muertos. El jardín de la casa abandonada era el Adagio y era imposible salir de allí. Lo intentábamos y era imposible. Corríamos de un lado a otro, de un seto a otro, de una melodía a otra, de un coral de las tubas a un pasaje polifónico de las cuerdas, Cristina, su hermano, la capibara con su lazo de pajarita y una cuarta presencia que no llegaba nunca a ver con claridad, saltábamos el escalón de piedra, llegábamos a la casa en ruinas, y era imposible salir de allí. Y la música sonaba, envolviéndonos, arcos de música, caminos de música en el aire, sendas que se perdían entre los sonidos, ventanas abiertas entre los sonidos a través de las cuales era posible ver otros paisajes del mundo de los sonidos, vistas del fondo de la mente. Luego los pechos de Marianne se transformaban en dos redondas cabecitas de capibara y Bruckner y Cristina se fundían en una única criatura prodigiosa que tenía la cabecita de pájaro de Bruckner y el vestido corto y las piernas esbeltas de Cristina y flotaba sobre la hierba de la Pradera sin pisarla, dejando un rastro de luz en el aire.

Brilla, mar del Edén
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