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Mi ascenso al volcán
Llevaba provisiones para seis días y agua para dos días, suponiendo que en el camino encontraría abundantes arroyos, y que podría rellenar las botellas varias veces. Sophie me regaló un chal grande de lana blanca que me coloqué sobre los hombros por encima de las correas de la mochila, Leverkuhn un cortaplumas y Rosana un par de calcetines limpios y una caja casi llena de tiritas, uno de los artículos más codiciados por los caminantes, cuyos pies acaban siempre llenos de ampollas y rozaduras.
Durante la primera mañana no tuve en ningún momento la sensación de estar ascendiendo a ningún lugar, sino más bien de estar salvando obstáculos naturales. Ríos, barrancos, lodazales, estanques, despeñaderos de roca. Me sorprendía la cantidad de estanques de intenso color verde, atestados de mosquitos, cucarrones de agua y libélulas grises que había por aquella región. La vegetación y la calidad del aire cambiaban a medida que ascendía. El territorio se hizo muy rocoso y pedregoso. El camino, o bien la rambla de desagüe de la vertiente por la que caminaba, que en aquellos andurriales pasaba por camino, discurría por entre dos inmensos mogotes de piedra rojiza y tuve la sensación, al rebasarlos, de haber cruzado una puerta que se abría a un mundo nuevo dominado por cañones de roca, cauces de antiguos ríos de lava y avalanchas volcánicas llenas de tefra. También la flora cambiaba. Había arbustos retorcidos y leñosos cubiertos de líquenes grises de una especie como no había visto nunca en la isla, y también un árbol extraño que me recordaba a los baobabs por su tronco monstruosamente hinchado. El primero apareció en lo alto de un repecho de roca, como un centinela extraordinario. No tenía ramas como los baobabs, sino que estaba coronado por una especie de tentáculos al extremo de los cuales brotaban preciosas flores rosadas que capturaban la luz del sol y olían (cuando pude olerlas) a mandarina y a rosa. Eran adeniums, una planta que uno encuentra a veces en las floristerías de América y que suele cultivarse como bonsái. Los que había por allí alcanzaban más de tres metros de altura y tenían dimensiones arbóreas.
Ahora iba avanzando por el cauce de un río seco. Transcurría entre elevadas paredes de roca que iban creando cuevas sombreadas en la parte inferior. Aquí y allá crecían adeniums de troncos hinchados, siempre coronados de flores rosadas. Entre las piedras corrían lagartos del mismo color gilvo o melado que las piedras. El sol me castigaba, pero la brisa era fresca y el aire más limpio que en la costa y en las selvas del interior. Yo observaba las cuevas que había a ambos lados, poseído por la incómoda sensación de que estaban habitadas.
El desfiladero se fue desvaneciendo a ambos lados hasta dejarme en la base de un inclinado canchal de piedras y rocas sueltas que ascendía hacia el volcán sacudido por una brisa constante. Me senté en una roca redondeada a descansar y a comer un poco. Entre las rocas de piedra pómez que había a mis pies vi salir una enorme escolopendra negra con cientos de patas ondulantes. Me aparté instintivamente, temiendo la mordedura venenosa de sus forcípulas, pero el animalejo se alejó de mí y volvió a esconderse enseguida. Yo sabía que las escolopendras, como su variedad más pequeña, el ciempiés, son depredadores que inyectan veneno en su picadura. Me puse a mover las piedras que tenía cerca con la punta de mi cayado, temblando de asco y de miedo, pero no aparecieron más miriápodos.
El terreno cambiaba. Descendía. Luego ascendía de nuevo. Llegué a una especie de meseta de rocas y piedras blancas, rosadas y ocres, aunque seguía teniendo frente a mí la cumbre del volcán hacia el que me dirigía. Luego descendí y el volcán desapareció, y ascendí una montaña y volví a ver el volcán y luego descendí y había otra montaña ante mí y el volcán desapareció, y comencé a desesperarme, porque ascendía una montaña y descendía y siempre había otra montaña frente a mí. Esa tarde, cuando ya estaba agotado y listo para buscar un buen lugar donde pasar la noche, llegué a un valle muy bonito flanqueado de cóncavas paredes de roca, por el que corría un arroyo entre piedras, y el agua se reflejaba en las rocas cóncavas creando reflejos azules y verdes, móviles y ondulantes como fantasías o espejismos. En las partes más profundas del riachuelo se veían ondulantes ovas, algas y berros sumergidos. Me parecía ver rostros de niños en el fondo de las aguas oscuras. Rostros que hablaban, que reían, que lloraban. De pronto, observando las aguas, creí ver una ondina que nadaba por debajo de la brillante cobertura de berros en flor. Pensé en una niña desnuda, pero al acercarme afanosamente a las aguas vi que se trataba de una salamandra gigante, un animal de más de un metro de longitud, cuya moteada piel color carne parecía como de cuero mal curtido. El animal flotaba por entre los tallos sumergidos e investigaba las ondulantes algas del fondo en busca, supongo, de huevos de insecto, larvas de anfibio y pequeños crustáceos. Tenía una cabeza desproporcionadamente grande y una cola larga y gruesa, y flotaba perpendicular por encima de su sombra, suspendido en su mundo de luz azul y arena esmeralda, totalmente ignorante de las grandes cuestiones que preocupan a la humanidad. La envidié y también pensé si sería comestible y si yo sería capaz de atraparla, pero cuando lo intenté, dio un coletazo y desapareció en las sombras de las plantas del agua como si fuera un espíritu.
Era aquél un valle serpenteante en el que crecían abundantes arbolitos rectos de hojas verdeamarillas, parecidos a los álamos, en lo alto de las cornisas de roca. También vi algunos áloes y más adeniums coronados de flores. La presencia de los áloes me recordó al sur de España, aunque aquéllos eran de una variedad más pequeña y con las gruesas hojas más estilizadas y las espinas blancas. Era aquél un paraje delicioso donde en otra época me habría encantado ir de pícnic con alguna amiga, una botella de vino y un libro de poemas. El agua corría muy extendida por las piedras blancas y era como un espejo negro adornado con gemas. Los álamos de hojas tiernas traían el encanto del idilio y del lugar secreto. Yo pensaba en caballeros y en vírgenes, en dragones y en unicornios. Los juegos del agua se reflejaban en las cóncavas paredes de roca en misteriosos encantamientos y resplandores, siempre cambiantes y siempre en movimiento.
Al atardecer, busqué una cueva para pasar la noche. El diatrofismo intenso de la región y las paredes en desplome producían abundantes refugios, hornacinas, recovecos y abrigos, muchos de ellos con lecho de arena fina, que en aquel mundo calcáreo me parecía tan mullida y acogedora como un colchón de pluma. Instalé el campamento en una hornacina de la pared de roca, hice un pequeño fuego para calentarme y alejar a los animales y después de cenar me acosté y sentí, para mi sorpresa agradecida, que el deseo de dormir me hacía cerrar los párpados. No sé cuántos días llevaba sin dormir y sin desear dormir. Nada más cerrar los ojos vi tres unicornios blancos cabalgando uno tras otro entre altas flores amarillas y comprendí, un segundo antes de perder la consciencia, que ya estaba soñando.
Me desperté poco antes del alba a causa del chillido de un pájaro. Lo vi enseguida, enhiesto sobre una roca, al pie de un adenium, picoteando en el suelo. Era un estornino, una especie corriente en la zona. Luego vi otros más. Eran pájaros de tamaño mediano, de pico color amarillo huevo y un plumaje negro espolvoreado de manchitas blancas y dotado de reflejos de un color que era al mismo tiempo verde y morado. Pensé en la posibilidad de cazar alguno para comérmelo, pero no sabía cómo hacerlo.
Cuando salí de mi covacha y miré hacia las alturas comprobé que la cumbre había aparecido de nuevo cubierta por las nubes. No me pareció que estuviera mucho más cerca que cuando comencé la ascensión, y me pregunté si no sería aquella montaña otro de los extraños juegos de la isla, uno de esos en los que uno sube y sube y jamás llega a ningún sitio.
La ascensión, me dije, es como el recuerdo.
Uno no sube hacia el futuro, sino hacia el pasado.
La ascensión es como un descenso.
Ascender es desprenderse. Ascender es renunciar.
Aquél era mi segundo día de viaje, pero era evidente que no lograría llegar a lo alto del volcán en esa jornada ni probablemente en la siguiente. El valle se cerraba en el fondo en una U que se concretaba en una empinada ladera de roca por la que el río caía en forma de cascada escalonada o escorrentía que iba erosionando las rocas. Volver sobre mis pasos habría supuesto un retraso intolerable, de modo que me puse a ascender la pared de roca por donde caía la cascada. En las hornacinas húmedas de liquen había charcos de agua verde, tibia como caldo, en los que bullían renacuajos. Luego encontré una cornisa por la que se podía seguir caminando, que ascendía oblicuamente entre áloes perfumados y que, unos doscientos metros más arriba, se adelgazaba hasta un achar que permitía, con cierta incomodidad, rebasar la cresta.
A partir de allí, el terreno se hacía muy irregular y a veces me costaba decidir cuál sería la ruta mejor, ya que los pasos practicables entre las rocas parecían desviarme en exceso de mi objetivo y me veía forzado a dar rodeos.
Llegué a una zona árida y sin vegetación recorrida de ásperos vientos en la que sólo había escolopendras y lagartos. Todo lo que podía ver a mi alrededor eran montañas violáceas recogidas en ondulantes pliegues y, sobre todo, profundos cañones de roca. Yo no podía comprender cómo había tantos cañones y tan profundos. Parecían extenderse en todas direcciones hasta el horizonte, con paredes cortadas a pico e hilos de agua resplandeciendo en el fondo. Se veían muchos cuervos volando sobre los cañones, aunque quizá no fueran cuervos, sino aves mucho más grandes, quizá buitres o zopilotes.
Llegué a un valle colgado entre las montañas flanqueado de rocas calcáreas moldeadas y perforadas por las lluvias, en el que crecían aquí y allá áloes dispersos, adeniums y también un árbol extraño de tronco nervudo y espesa copa de hojas verdes y gruesas que identifiqué como un drago, el árbol de la sangre del dragón. La aparición de aquella especie en aquellas latitudes me extrañó. Lo consideré una rareza, ya que yo relacionaba aquel árbol con las Islas Canarias (y también, por cierto, con el barniz mágico que Stradivarius usaba para sus violines), pero enseguida vi otro, y otro más, y al cabo de un rato me encontré rodeado de un verdadero bosque de dragos.
Las especies arbóreas de la zona no dejaban de sorprenderme. Justo cuando yo pensaba que había rebasado la línea de la vegetación, el paisaje se llenaba de una flora nueva e inesperada. Además de dragos y de áloes crecían por aquellos valles árboles de la mirra, cuyas hojas tenían un sabor amargo y dulce a la vez, y también unos árboles de apariencia salvaje y extraña dotados de ramas erizadas que salían en todas direcciones y cuya corteza, que me recordaba a la piel de la cebolla, tenía un intenso sabor a incienso. Se trataba precisamente de boswellias, el árbol del incienso.
Incienso, mirra, sangre de dragón, áloe. El aire se perfumaba de aromas sabeos.
Llegué a una zona de elevados alcores desde los cuales se disfrutaba de una amplia visión de la isla, el confuso y laberíntico mundo de montañas por el que llevaba días internándome, pero también el verde de las selvas que comenzaban a lo lejos, mucho más abajo. En la distancia se veía con claridad el perfil de la costa este de la isla, una zona totalmente desconocida para nosotros, y luego la inmensidad del mar.
A mi izquierda se abría ahora un espectacular cañón de roca violeta y magenta, quizá el más amplio y profundo que había encontrado hasta entonces. Por el fondo corría un río color verde guisante, tan fino y retorcido como un vaso sanguíneo, cuyas curvas delicadas iban siguiendo el dibujo de los inmensos farallones. Los repliegues y faldones verticales de las paredes del cañón creaban intrigantes juegos de sombras superpuestas hacia el este y se iban inundando de luz dorada hacia el oeste. Las nubes sueltas que flotaban en el cielo moviéndose lentamente hacia el este ponían óvalos o verticales manchas de sombra sobre el paisaje. En el abismo que se abría a mi izquierda había puntas de roca aisladas que formaban algo así como elevadas mesetas flotantes, parecidas a las «mesas» de Monument Valley o a los tepuyes de la selva venezolana, aunque mucho más finas y estilizadas, en las que crecían a veces pequeñas florestas de dragos suspendidas sobre el vacío en las que ponían sus nidos los buitres. Al contemplar aquellas islas del aire sostenidas por largas agujas de roca sentía el vértigo en las entrañas, una sensación que me producía una mezcla de repulsión y de placer. Me imaginaba vivir allí, en una de aquellas mesas, algunas del tamaño de una habitación, otras, las más grandes, del tamaño de un campo de tenis. Me imaginaba cómo sería asomarse al borde y dejarse caer en medio de aquel paisaje del fin del mundo y caer, caer, hasta estrellarse en las rocas del fondo. Me imaginaba el sonido lejano y casi indistinguible que provocaría mi cuerpo al estrellarse en el fondo, y el modo en que la majestuosa indiferencia del mundo recibiría aquel despeñamiento anónimo como un episodio más de su vida de roca, de luz y de fuerza. Las aves descenderían para alimentarse de mi cuerpo, y de este modo yo regresaría, en carne y sangre, a los tepuyes, a las altas crestas, a los cielos.
Llegó la tarde. Encontré una zona bien resguardada del viento donde crecían dragos y boswellias, y mirando hacia arriba vi un búlder rocoso tras el cual descubrí una pequeña cueva de paredes y suelo lisos, apenas un abrigo cóncavo y acogedor entre las rocas, ideal para pasar la noche. Hice un fuego a la entrada de mi nuevo hogar y comí la ración que me correspondía y luego una ración más, porque estaba hambriento.