62
Conocemos a Abraham Lewellyn
Teníamos dudas de que los habitantes de aquella ciudad fueran realmente los mismos que nos habían perseguido y hostigado durante meses, los mismos que nos habían gaseado igual que a animales y habían raptado a nuestros niños y a nuestras mujeres. Pero las dudas se disiparon a la mañana siguiente.
Nos despertaron a las seis y media y nos condujeron a unas duchas que estaban situadas al final de los barracones. Una vez allí nos dieron pastillas de jabón y toallas y nos permitieron asearnos, tras lo cual nos entregaron ropas nuevas, que bien necesitábamos, ya que las que llevábamos estaban prácticamente inservibles. Nos hicieron ducharnos a todos juntos, hombres y mujeres. Nosotros nos limitamos a darnos la espalda. A continuación, dos hombres armados nos dijeron a Wade y a mí que les acompañáramos. Nos esposaron las manos a la espalda, nos sacaron de los barracones y nos condujeron al poblado. Íbamos caminando tranquilamente, de modo que tuve ocasión de examinar con cierto detalle el lugar.
Seguía causándome una impresión muy favorable. Las casas prefabricadas eran de buena calidad, y muchas de ellas tenían jardines bien cuidados. A la sombra de los árboles, ficus y acacias de enormes copas por lo general, había mesas y sillas, y también algunos bancos donde quizá grupos de amigos o familias se sentaran a conversar al caer la tarde. En las verandas había hamacas colgadas y móviles de cristal, nácar o bambú, cuyas piezas entrechocaban y hacían ruido con la brisa. En los altavoces clavados en altos postes sonaba en aquellos momentos la Sexta Sinfonía de Beethoven. Estos altavoces no sonaban continuamente (creo que sólo los ponían a primera hora de la mañana y a la caída de la tarde) pero siempre emitían por ellos música clásica. Nunca oí que sonara otra cosa por ellos, de modo que es posible que los hubieran instalado sólo con esa finalidad. Nos cruzábamos con furgonetas que llevaban a los trabajadores enfundados en monos azules o grises y con jeeps a bordo de los cuales viajaban hombres y mujeres con casco de obra y batas blancas. No era raro ver hombres armados con largos rifles. Vimos a un grupo de niños entrando en el colegio en una doble hilera, algunos de ellos vestidos con sombreros con plumas y con capas verdes o rojas. Entre ellos no logramos ver a ninguno de nuestros niños. Vimos una especie de galpón con las puertas abiertas en cuyo interior había dos camiones del estilo de los que se usaban después de la Guerra Mundial. Los que se cruzaban con nosotros nos miraban con curiosidad, pero no parecían especialmente extrañados de que camináramos esposados ni de que fuéramos escoltados por dos hombres con fusiles.
Nos llevaron al edificio de oficinas que ya habíamos visto el día anterior. Tenía dos plantas, y estaba pintado de color amarillo calabaza. Recorrimos un largo pasillo con puertas a ambos lados, subimos al piso de arriba y nuestros dos escoltas nos hicieron entrar por fin en un despacho amplio y cómodo, en el que había dos sofás de cuero y una mesa de café en un lado y una amplia mesa de despacho en el otro. Las paredes estaban forradas de paneles de madera oscura de no muy buena calidad (seguramente contrachapado, aunque el efecto general era agradable y acogedor), y había numerosas macetas con plantas tropicales en el suelo y a lo largo de las ventanas, que estaban cubiertas con persianas entornadas que tamizaban agradablemente la intensa luz de la mañana. En la pared del fondo, detrás de la mesa de despacho, había un cuadro al óleo muy grande donde aparecía retratado un hombre alto, de rostro pálido y enjuto, vestido con un traje color azul marino. En la placa de latón que había en la parte inferior del marco leí el nombre: Aarvo Pohjola. Los hombres que nos habían llevado hasta allí colocaron dos sillas frente a la mesa de despacho y nos dijeron que nos sentáramos y esperáramos.
Les obedecimos y quedamos solos en el despacho. Wade me miró de reojo y vi que sus pupilas se movían hacia arriba, izquierda y derecha. Seguí la dirección que me indicaba y vi sendas cámaras situadas en el techo, en ambas esquinas. Nos vigilaban. Nos escuchaban. Permanecimos en silencio. Yo estudiaba con curiosidad las facciones del hombre del retrato. Parecía tener unos sesenta años. Era un hombre alto, fornido y apuesto, de pelo gris e intensos ojos oscuros. Intenté descubrir quién era, o quién había sido, aquel misterioso Aarvo Pohjola, pero las pinceladas del retrato no quisieron revelarme nada.
Al cabo de unos instantes, se abrió una puerta lateral, y entró el mismo hombre que yo había visto dirigiendo las operaciones durante el episodio del gaseamiento. Se presentó como Abraham Lewellyn, un nombre que ya estaba en todas nuestras conciencias grabado de una forma o de otra, y por un instante pareció incluso que iba a acercarse a nosotros para estrecharnos la mano, lo cual hubiera sido imposible porque tanto Wade como yo teníamos ambas esposadas a la espalda. De modo que se sentó en la butaca de su mesa, suspiró profundamente y nos miró con una extraña sonrisa. Era un hombrecillo de apariencia insignificante y al mismo tiempo, quién sabe por qué, intensamente carismático.
—Por fin estamos aquí, ¿no es así? —dijo con tono nervioso, como si no supiera cómo empezar.
—¿Dónde están las mujeres? —preguntó Wade con un tono de voz maravillosamente calmo—. ¿Dónde están los niños?
—Usted no ha venido aquí para hacer preguntas —dijo el hombrecillo abriendo una carpeta de cartón que tenía en el escritorio y comenzando a examinar documentos.
—¿Por qué nos tratan como a criminales? —dije yo—. Somos náufragos. ¿Por qué nos tratan así?
No me hizo el menor caso. Tenía la mesa llena de papeles y de carpetas, y se entretuvo abriendo carpetas anaranjadas y hojeando papeles, fotocopias de documentos y hojas mecanografiadas, supongo que para ganar tiempo, o para hacernos perder los nervios. En un principio yo pensaba que todo esto era teatro. Luego me fui dando cuenta de que las carpetas que tenía sobre su escritorio eran realmente informes pormenorizados sobre cada uno de nosotros.
—John Barbarin —dijo mirándome—. Nacido en Madrid, España. Tenior en Rosley College, cátedra de Composición, Oakland, Rhode Island. Compositor notado por sus afinidades tonales y neorrománticas. Autor de una ópera, una ópera de cámara, tres cuartetos de cuerda, cinco sinfonías, ninguna de las cuales ha sido estrenada… ¿Es correcto?
—Uno de los cuartetos sí fue estrenado —dije yo—. Y por el cuarteto Emerson, además.
—Wade Erickson —dijo, pasando a la carpeta de Wade—. Mecánico de automóviles. Dueño de un taller en Farber, Connecticut, retirado a causa de un atraco en el curso del cual resultó herido. El atacante fue su hermanastro, Raymond Erickson, actualmente en prisión. Recibió un impacto de bala en la columna vertebral de resultas del cual quedó parapléjico y confinado en una silla de ruedas.
Wade le miraba sin decir nada.
—Le ha ido bien en la isla, ¿verdad Wade?
Wade no contestó. Yo admiraba el dominio de sí mismo que mostraba.
—¿No tiene nada que decir? Le digo que le ha ido bien en la isla. La isla ha sido generosa con usted. Más que con nadie que yo haya conocido nunca. Con una excepción, naturalmente.
—No puedo quejarme —dijo Wade.
—Bien —dijo entonces Lewellyn—. Hablemos ahora de lo importante.
Quedó en silencio. Miró a su alrededor. Se levantó, se acercó a la ventana e hizo girar la varilla de las persianas para permitir que entrara un poco más de luz. Luego volvió a sentarse. Yo observaba la habitación en busca de pistas, en busca de claves. En la pared había un cartel con instrucciones para los casos de ahogamiento por ingestión de alimentos como los que se suelen encontrar en los restaurantes americanos. Había también fotos firmadas de Aldrin, el astronauta, de Ronald Reagan, de Art Pepper, de Bobby Kennedy, de Nancy Sinatra y de otras personas a las que yo no conocía.
—Suponga —dijo Wade—, suponga que nos dice qué estamos haciendo aquí.
—¿Por qué no me lo dicen ustedes? —dijo Lewellyn—. Son ustedes los que han aparecido de pronto sin haber sido invitados. Nadie les ha llamado. ¿Qué diablos hacen aquí?
—Ya se lo hemos dicho un millón de veces —dije yo—. Sufrimos un accidente.
Lewellyn suspiró profundamente y se recostó en su sillón de cuero. De pronto, la imagen me resultó cómica. El sillón era demasiado grande, demasiado solemne para él.
—Carmen y George me lo dijeron —dijo al fin—. Me dijeron que ustedes no sabían nada en absoluto, y yo no les creía. Lo que no puedo comprender es que hayan sobrevivido tanto tiempo en estas condiciones. La isla suele ser implacable. Eso es lo que no logramos entender.
»El señor Pohjola parece tenerles en muy alta estima. Para ser sincero, no puedo comprender por qué. Un mecánico de coches de Connecticut y un compositor de tercera categoría que se dedica a seducir a sus alumnas… Sí, es extraño, pero sabemos que ustedes dos han alcanzado, cada uno a su manera, una cierta… una cierta sintonía con la isla…
Wade y yo continuamos callados.
—En esta isla… —dijo entonces mirando hacia la luz que entraba a través de las lamas de plástico de la persiana—. ¿Cómo es posible explicárselo para que lo entiendan? Digamos que en esta isla, en un cierto lugar, hay una caja… no, digamos mejor que hay una habitación… Una habitación, ¿comprenden? Y dentro de esa habitación está TODO.
»Digamos, también, que tres de ustedes, quién sabe cómo, han logrado encontrar esa habitación. Digamos que tres de ustedes, quién sabe por qué razones, han logrado establecer una cierta sintonía con la isla, de modo que la isla les ha permitido encontrar la habitación. Esas tres personas son ustedes dos, Wade Erickson, John Barbarin, y también una tercera, Santiago Reyes.
—Oh —dijo Wade.
—Espero que eso responda a su pregunta, señor Erickson —dijo Lewellyn—. Ésa es la razón de que hayan sido traídos hasta aquí.
—¿Traídos? —dije yo—. No hemos sido «traídos aquí». Vinimos hasta aquí por nuestra propia voluntad. Además, si querían traernos, ¿por qué no nos cogieron cuando asaltaron el pueblo? Se llevaron a muchos otros.
Abraham Lewellyn me miró con ojos vidriosos y brillantes.
—Ustedes tenían que venir por propia voluntad —dijo—. En la isla las cosas han de ser hechas siempre de una cierta manera. Si no se hacen las cosas de la forma debida, los resultados son impredecibles. El señor Pohjola nos dijo que debían venir ustedes por su propio pie. El señor Pohjola tiene su propia forma de hacer las cosas. Él es el único que conoce y comprende verdaderamente la isla.
—Usted no deja de hablar del señor Pohjola —dijo Wade—. Es de Aarvo Pohjola de quien estamos hablando, ¿no es así?
—Desde luego.
—Por su forma de hablar —siguió diciendo Wade—, usted parece querer dar a entender que no es usted el que da las órdenes, sino el señor Pohjola.
—Así es.
—Vamos, Lewellyn —dijo Wade—. No le mienta a un mentiroso. Usted es el jefe de todo este tinglado.
—¿Yo? —casi chilló, casi rió Lewellyn, como si la idea fuera fantástica o absurda—. No, no, se equivoca. Yo sólo soy el brazo ejecutivo.
—¿Pretende usted decirme que no es usted quien da las órdenes aquí?
—¿Es eso lo que piensan? —dijo Lewellyn como si todo aquello le divirtiera mucho—. ¿Qué yo soy el líder de toda esta gente? ¿Algo así como el Rey de esta isla?
—Todo el mundo habla de usted como jefe.
—Yo soy sólo un intermediario —dijo Lewellyn—. Yo no soy quien da las órdenes. Es el señor Pohjola quien da las órdenes.
—Entonces, ese famoso señor Pohjola, ¿se encuentra en la isla? —pregunté.
—Sí —contestó con sequedad—, el señor Pohjola está en la isla.
—Vamos, Lewellyn —dijo Wade—, ¿de qué diablos está hablando? Pohjola era ya un viejo en los años setenta. No puede estar en esta isla. Aarvo Pohjola debió de morir hace veinte o treinta años.
—De modo que Pohjola está en la isla —dije yo fascinado—. ¿Y usted habla con él?
—Pues claro que hablo con él —dijo Lewellyn—. Él es nuestro líder. Él es nuestro guía. Él es quien nos dice lo que tenemos que hacer.
—De modo que ¿todas esas cosas insensatas que hacen ustedes, esas cosas absurdas y dementes, los ataques al poblado, los raptos de los niños, las escenografías, los disfraces, todo eso… lo hacen por orden de Pohjola?
Lewellyn suspiró profundamente y se recostó en el sillón. Parecía aburrido y cansado, como si estas mismas cuestiones hubieran flotado muchas veces por encima de aquella mesa de despacho.
Wade y yo nos miramos de reojo.
Yo pensaba en el mago de Oz.
—Vamos a ver —dije yo—. No sé si le he comprendido bien. Al parecer, en esta isla hay una habitación que ustedes están buscando. Y tres de nosotros, quién sabe cómo, hemos logrado llegar a esa habitación.
—Exacto —dijo Lewellyn.
—Y ustedes quieren que les digamos cómo llegar hasta allí, ¿no es así? Pero eso tiene fácil solución. Yo les diré cómo. Se lo diré ahora mismo. No tengo ningún interés en ocultárselo. Sólo tienen que entrar en uno de los túneles de la autopista abandonada. Sabrán cuál es porque uno de los túneles está completamente bloqueado. El otro está también casi cegado por un alud de barro y plantas, pero se puede pasar fácilmente al otro lado.
Abraham Lewellyn me miraba ahora con una vaga sonrisa, como si lo que yo estuviera contando tuviera para él sentidos ocultos que yo ni siquiera sospechaba.
—¿A qué llaman ustedes exactamente «la autopista abandonada»? —preguntó.
—Bueno —dije yo—, es difícil describirlo de otra forma, ya que no es otra cosa más que una autopista abandonada. Un doble viaducto que cruza uno de los valles, sostenido por columnas de hormigón. No creo que haya más de una construcción como la que le estoy describiendo.
—En esta isla no hay ninguna autopista abandonada —dijo Lewellyn, mirándome con gesto maravillado—. Pero ¿de qué diablos está hablando?
—Todos lo vimos —dije yo—. Todos los que íbamos en aquella expedición. Pasamos la noche allí.
—Eso es algo que puso allí el señor Pohjola para ustedes —dijo Lewellyn mirándome, a lo que me pareció, con envidia—. Sí, es un escenario del señor Pohjola. Completo en todos sus detalles, totalmente real, oxidado, viejo, con manchas de liquen, sólido como si llevara allí cincuenta años, o cien años, o mil años. Ustedes tocaron las columnas, y subieron a la vieja autopista abandonada, y se metieron en los túneles que atraviesan la montaña, supongo…
—En efecto.
—Y sin embargo, nada de eso existía. Son espectáculos creados por el señor Pohjola. Espectáculos. Sólo eso. El señor Pohjola los construye con los materiales que tiene a su disposición, que son virtualmente infinitos, inagotables. Puede utilizar sus recuerdos, o sus propios recuerdos, o crear recuerdos de cosas que jamás existieron. Para él toda la materia de la tierra es la sustancia de su sueño.
—¿Dice usted que el señor Pohjola «crea espectáculos»? —dije yo, fascinado con las palabras de Lewellyn—. ¿Cómo diablos podría nadie crear una autopista de la nada?
Abraham Lewellyn suspiró de nuevo antes de contestar, como buscando la forma de explicarse.
—Había tres hombres poderosos detrás del SIAR —dijo por fin—. Uno de ellos fue el que descubrió esta isla. Luego los tres se enfrentaron, pero el señor Aarvo Pohjola, el descubridor de la isla, venció a los otros y se hizo con el control de todo. Todo esto es agua pasada. El SIAR desapareció hace tiempo. Sus juegos no eran nada para la isla. La isla destruyó el SIAR, lo desmembró, lo redujo a nada. Pero el señor Pohjola estuvo cerca de la Columna Negra. Cuando cayó en la isla, estuvo semanas viviendo en las proximidades de la Columna Negra y no murió ni enloqueció, que es lo que le hubiera sucedido a cualquier ser humano corriente. «Columna Negra» es el nombre que dan los nativos a una de las montañas del interior de la isla, un pico basáltico realmente, que tiene la apariencia de una columna que brota de la tierra. El magnetismo es tan intenso en esa zona que todos los aparatos eléctricos se vuelven locos. Ni siquiera la gravedad funciona de manera normal en las proximidades de la Columna Negra. Las piedras flotan en el aire…
Wade y yo intercambiamos una mirada de reojo.
—En realidad, la Columna Negra es una tremenda fuente de energía. Alberga una energía desconocida. Un mineral desconocido.
»Sea como sea, el señor Pohjola se transformó en algo muy poderoso cuando llegó a esta isla. Algunos dicen que ya no es humano. Otros dicen que se volvió loco. Su poder nos sobrepasa a todos. Sus capacidades actuales son inimaginables.
—Se transformó en un gigante azul —dijo Wade entonces.
Abraham le miró a los ojos con gesto pensativo durante unos segundos. Luego bajó la mirada y suspiró profundamente.
—Ustedes no saben nada… —dijo una vez más, como constatando una verdad tan inconcebible que uno se niega a aceptarla—. ¿Cómo han podido sobrevivir tanto tiempo entonces? Esta isla es implacable… ¿Cómo no los ha matado a todos?
—¿Está él en este edificio? —preguntó Wade—. ¿Nos está escuchando en este momento?
Abraham Lewellyn miró a los lados con inquietud, como si las palabras de Wade le produjeran terror.
—El señor Pohjola no está aquí —dijo entonces mirando a Wade con ojillos furiosos—. Nadie puede hablar con él.
—Pero usted sí puede.
—Sí.
—¿Habla con él telepáticamente? —preguntó Wade.
—Cuando tengo que hacerle una consulta, voy a verle.
—¿Sólo usted?
—Sí, claro —dijo Lewellyn.
—¿Dónde vive?
—Eso no es asunto suyo.
—¿Y los demás lo permiten?
—¿Qué quiere decir?
—¿Por qué no van otros a hablar con Pohjola, si es que verdaderamente existe? ¿Por qué le permiten ir a usted solo? ¿Por qué sólo usted puede disfrutar de ese privilegio?
—Hablar con el señor Pohjola es verdaderamente un privilegio —dijo Lewellyn—. Pero es un privilegio que nadie querría por nada del mundo. Si yo no fuera a hablar con él, nadie más iría.
—¿Por qué no?
—Porque les daría demasiado miedo hacerlo —dijo Lewellyn.
—¡Pohjola! —dijo Wade en voz alta—. ¿Dónde se esconde? ¡Quiero hablar con usted! ¿Nos está escuchando?
—Cállese —dijo Lewellyn—. ¡Cierre la boca! ¡Cállese ahora mismo!
En ese momento la puerta se abrió y entraron varios de los hombres armados que nos habían llevado hasta allí. En aquella ocasión no se anduvieron con chiquitas. Nos amordazaron de forma brutal, poniéndonos en la boca un bocado de madera como los que se usaban antiguamente con los criminales y con los esclavos, y nos sacaron de allí apuntándonos con sus rifles y clavándonos los cañones en las costillas. Luego nos llevaron de vuelta a nuestra celda.