76
La Universidad

Su rostro sobre mí. Rostro inmenso, inmenso pensamiento. Ojos inmensos, labios inmensos.

Juan Barbarín. La memoria lo inventa todo, la memoria lo destruye todo. Somos el producto de las invenciones y destrucciones de la memoria. Supervivientes de los naufragios de la imaginación. Productos fantasmales de la imaginación de los dioses.

Salomé, dime cuál es el misterio.

Sí, te lo diré. El misterio es la nube y lo que se esconde debajo de la nube.

Comprendo. La montaña soy yo…

Sí, la montaña eres tú, y la nube…

La montaña soy yo y la nube eres tú.

Tú y yo somos lo mismo, fragmentos…

Fragmentos de la imaginación de los dioses.

Hubo una vez, un día, en que los dos comenzamos, de pronto, a vernos el uno al otro como un reflejo transformado del otro. Ya no veíamos al otro, sino que nos veíamos a nosotros mismos en el otro. No es que viéramos en el otro nuestra propia imagen, sino que al ver la imagen del otro no nos parecía ver a otro, sino a nosotros mismos. Entonces comenzó la estación más álgida del amor. El apogeo y la plenitud del amor.

Salomé, Salomé…

Estoy aquí.

¿Dónde?

Aquí, detrás de ti.

No te veo.

Aquí, debajo de ti. Encima de ti. Alrededor de ti.

¿Por qué no te veo?

¿No ves un brillo, un brillo por encima de ti?

¿En el cristal?

Sí, un brillo en el cristal. Un brillo que resbala.

Sí, sí, lo veo. Gotas que brillan. Agua que resbala. Es la lluvia.

No, no es la lluvia.

¿No es la lluvia? Entonces ¿qué es?

Soy yo.

¿Tú eres la lluvia?

Tengo miedo de abrir los ojos.

Los abro poco a poco. Estoy solo en la montaña, solo entre las rocas. Me estoy muriendo de debilidad, de hambre, de sed. Mi conciencia parpadea, se va y luego regresa. Soy como un rescoldo que se apaga.

Un rescoldo en la imaginación de los dioses.

No te preocupes, yo estoy contigo.

¿Quién eres? ¿Eres Cristina?

Cristina murió.

No te creo.

Sí, murió hace tres años.

No es posible, yo acabo de verla. Está aquí. Acabo de verla.

Cristina está muerta. Murió por culpa tuya. Murió pensando en ti.

No, no es cierto. Ella me olvidó, me dejó atrás. Rehízo su vida, conoció a otro hombre.

Sólo somos fragmentos, fragmentos de sueños, sombras de fragmentos de sueños…

Abro los ojos. Estoy en una pequeña habitación de paredes encaladas, tumbado en una cama, cubierto con una manta de colores de estilo peruano. Hay una ventanita cuadrada en la pared a través de la cual entra la luz del día. Me parece que es la luz del atardecer, pero entonces, ¿qué ha pasado con el resto del día? ¿Cómo ha podido evaporarse así? Y sobre todo, ¿cuándo me he quedado dormido? Entonces recuerdo, recuerdo cómo Cristina, si es que se trata de Cristina, y las otras mujeres me trajeron hasta aquí, el largo túnel que atraviesa la pared de la montaña, la salida del túnel, la visión del cráter, los hombres que descienden con unas parihuelas de lona, los edificios blancos entre los pinos, las laderas del cráter cubiertas de coníferas. Creo recordar que me dieron algo de beber, una infusión caliente. Supongo que contendría alguna hierba calmante, o incluso un somnífero.

Estoy vestido con un pijama de algodón. Mi tobillo derecho está vendado y noto que huelo bien, a jabón de lavanda y a espliego y a abelmosco. Me han bañado, han curado mi herida, me han puesto un pijama y me han metido en esta cama para que descanse. No sé qué hora es, ni cuánto tiempo llevo durmiendo.

La habitación es muy sencilla. El suelo es de baldosas irregulares de tierra cocida. En el techo hay vigas paralelas de madera. Al lado de la cama veo una pequeña mesilla de madera pintada de verde claro sobre la cual hay un vaso con varias flores rosadas de adenium puestas en agua. Al fondo de la estancia hay un arcón de madera de pino bien lijada y pulida pero sin barnizar. En la pared, cerca del ventanuco que se abre a la luz de la tarde, un pequeño espejo circular con marco de latón. Mi cayado está en el suelo, al lado de la cama. Han colocado a su lado tres pequeñas corolas de flores, como si un cayado fuera una cosa santa.

Cuando me incorporo en el lecho y me apoyo en el bastón me doy cuenta de lo cansado y dolorido que en verdad me encuentro. Me dirijo al arcón, me arrodillo en el suelo y abro la tapa. En el interior encuentro ropa limpia y planchada. Hay ropa interior de algodón que parece hecha a mano, unos pantalones de algodón de color crudo de estilo ibicenco que se atan con un cordón del mismo material, una camisa larga de seda color azul con diminutos botones anaranjados de nácar y mi chal blanco, lavado y doblado. Al lado del arcón hay unas sandalias de cuero. Me pruebo la ropa y todo me está bien. No encuentro el resto de mi ropa. Como estaba toda vieja, sucia y rota, supongo que la han tirado.

Empuño mi cayado y salgo de la habitación caminando con dificultad. Hay un pasillo con suelo de losas de barro en el que se abren varias puertas de madera como la mía. ¿Dónde estoy? ¿En un monasterio? ¿En una lamasería? A la izquierda, el pasillo conduce directamente a un arco que se abre a la luz del día. Voy caminando trabajosamente hacia allí y veo una extensión de losas, una balaustrada de piedra amarilleada por la humedad y un macetón de barro cocido en el que crece una buganvilla de esplendorosas flores color fucsia cuyas ramas se van enredando a la balaustrada. Tras los balaustres no se ve nada más que el cielo, y en el cielo dos nubes grandes como ballenas, y por encima de la balaustrada una palmera datilera y la copa de dos cipreses gigantes. Cuando salgo por fin, veo que se trata de una terraza larga y ancha que recorre toda la fachada del edificio y desde la que se puede contemplar el paisaje del cráter que se abre a mis pies. Es un paisaje calmo, verde, pero no tropical como en la parte costera. Me parece que tiene algo de meridional, de mediterráneo.

Es un cráter muy amplio, todo verde, rodeado de un inmenso circo de rocas. No puedo comprender cómo es tan grande. Parece un mundo en sí mismo, con sus propias zonas y países, sus propias nubes, sus propias sombras de nubes. Me pregunto cuál será su diámetro. ¿Diez, quince kilómetros? No es posible que sea tan grande. Pero los ojos no pueden engañarme.

La vegetación asciende por las laderas del cráter en solemnes bosques de coníferas e inclinados prados de montaña en los que se adivinan diminutos animales blancos pastando, tan lejanos que no distingo si son vacas u ovejas, y deja más arriba una franja sin vegetación de unos cuatrocientos metros de roca violácea. Estas paredes casi verticales hacen del valle un refugio prácticamente inexpugnable. La cueva por la que hemos llegado hasta aquí puede, además, inundarse o bloquearse con facilidad. Me pregunto si los que viven en las tierras bajas de la isla conocen la existencia de este lugar fértil y plácido.

El fondo del cráter lo ocupa una amplia llanura dividida, hasta donde alcanza la vista, en bancales y huertos, interrumpidos por terrenos baldíos y zonas arboladas. Hay varias nubes inmóviles en el cielo, que ponen aquí y allá sólidas sombras sobre los campos. Adivino, en el teselado de campos de labranza de distintos tonos y matices, el verde intenso del maíz, el oro del trigo y el cobre dorado del centeno, y en unas lomas onduladas me parece distinguir hileras de viñedos. Una palmera crece aquí y allá, al borde de un camino o en medio de un campo de trigo, fuera de lugar, aislada y magnífica. Hay también zonas silvestres y, me parece, regiones pantanosas y, si la vista no me engaña, un río que se mueve en zigzag entre los sembradíos, flanqueado de árboles de grandes copas rizadas que parecen árboles del pan. En el centro del cono invertido del cráter hay un extenso lago de forma irregular que brilla como si estuviera hecho de espejo. Más allá, todo se torna abstracto a causa de la lejanía.

El edificio en el que estoy se halla situado en una zona bastante elevada de la ladera norte del cráter, y está rodeado de pinos y abetos. Entre los árboles veo otros edificios a distintas alturas. Me recuerdan, por su estilo, a los templos tibetanos, que se construyen unos encima de otros trepando por las laderas y unidos entre sí por terrazas, rampas y escalinatas y van formando algo así como una pequeña ciudadela, un edificio-ciudad, pero el estilo no es uniforme. Los tejadillos con ménsulas de madera labrada y las ventanas cubiertas de artísticas celosías parecen tibetanas, pero otros edificios que descubro aquí y allá parecen tener un aire griego. Esculturas blancas asoman entre floridas matas de azaleas, paraninfos abandonados, una columna jónica iluminada por el sol entre los pinos, balaustradas con los balaustres enredados de rosales silvestres.

—Hermano —dice una voz a mis espaldas.

Es una muchacha joven, alta, muy rubia, va vestida con una túnica de color crema bajo cuyos pliegues se marcan claramente sus senos, su vientre y sus muslos. Parece una diosa antigua, exultante de salud y de sexualidad.

—Salomé quiere verte —me dice, en un inglés teñido de acento sueco o noruego—. Acompáñame, por favor.

—Me llamo John Barbarin —le digo, para que no se le ocurra volver a llamarme «hermano».

—Yo soy Tulla Sjöstrom —dice.

—Tulla. ¿Eres noruega?

—Sí.

—¿Qué es este lugar?

—¿Cómo? —dice la muchacha desorientada.

—¿Dónde estamos? ¿Qué es esto? ¿Un monasterio?

—Esto es la Universidad —dice ella—. La Universidad Blanca.

—¿La Universidad Blanca? ¿Así es como se llama este sitio?

—Sí.

—Pero no es realmente una Universidad —digo.

—Sí, sí lo es —dice Tulla.

—Me gustaría ver a Cristina —digo—. ¿Cristina Villar? ¿Christine?

—No conozco a nadie con ese nombre —dice Tulla.

—Es la mujer que me encontró. La que me trajo aquí, a través del túnel.

—Fue Salomé quien te encontró y te trajo aquí —dice Tulla.

—¿Salomé?

—Ven conmigo y le podrás hacer todas las preguntas que desees. Salomé te está esperando.

Caminamos, descendemos escalinatas, cruzamos terrazas, entramos y salimos de edificios. Yo me siento débil y terriblemente cansado. No tengo ninguna práctica de caminar apoyándome sólo sobre un pie y un bastón. Algunos de los edificios parecen abandonados. Hay glorietas y terrazas inundadas por las hierbas. En unas escalinatas de piedra muy amarillentas por la humedad e invadidas de plantas parásitas, veo a una cabra embarazada que lleva una esquila en el cuello y mordisquea con furia las flores blancas que crecen en las junturas de las piedras. Le pregunto a Tulla qué flores son aquéllas y me dice que son asfódelos, y que esta cabra, cuyo nombre es Amaltea, sólo se alimenta de esas flores funerales.

Desde lo alto de una de las terrazas veo una piscina rectangular en medio de un césped bien cuidado en el que crecen yucas en flor y grandes macizos de hortensias blancas y rosadas. Hay muchos hombres y mujeres bañándose en la piscina o tomando el sol en la hierba. Una chica con un bañador deportivo color azul marino salta en esos momentos del trampolín. Por una de las escaleras otra muchacha enfundada en un bikini color naranja sale del agua contoneando ligeramente las caderas al ascender por los peldaños de aluminio. Un hombre grueso y barbudo se seca con una toalla. De detrás de una yuca de espléndidas flores blancas aparecen una muchacha y un muchacho desnudos cogidos de la mano.

Entramos en otro edificio en el que hay amplias salas con suelo de madera y grandes ventanas redondas. Vamos caminando por las galerías, y a veces las puertas están abiertas y puedo curiosear lo que sucede en el interior de las salas. Hay muchas salas, algunas muy amplias, todas con suelo de madera, casi todas con grandes ventanas redondas. En una sala veo a un grupo de mujeres de distintas edades vestidas con túnicas, que bailan con una música de dulcémeles muy tenue y delicada. En otra veo a un grupo de unos cuarenta hombres y mujeres sentados todos en el suelo de madera y con el brazo derecho levantado. Sobre ellos hay una burbuja transparente e irisada que flota en mitad del aire, y ellos van siguiendo el lento movimiento de la burbuja con el brazo. En otra sala, hay hombres danzando y siguiendo con sus movimientos una serie de líneas y figuras geométricas pintadas en el suelo. En otra sala veo hombres y mujeres vestidos con túnicas alrededor de mesas llenas de amarillentos pliegos de papel desplegados llenos de cifras y figuras geométricas, que conversan amigablemente con un hombre de barba blanca que va de mesa en mesa. En otra, adornada con caléndulas anaranjadas, se estudia sánscrito. En otra hay un piano de cola y muchos otros instrumentos musicales, y un grupo de instrumentistas tocan el quinteto «La trucha» de Schubert mientras un grupo de cinco jóvenes vestidas con túnicas sueltas danzan cogidas de las manos sobre una gran alfombra persa. En otra sala, un círculo de hombres y mujeres sentados en el suelo con las piernas cruzadas meditan en torno a una vela, cuya llama cambia de color del verde al rosa y luego del rosa al azul. En otra sala una muchacha que tiene las manos cruzadas sobre el vientre canta, acompañada por una pianista de largos cabellos rojos, bajo la mirada de su profesora. Me sorprende comprobar que está interpretando el Viljalied de La viuda alegre. ¿Qué sucede en este lugar? ¿Adónde he llegado? ¿Quién es toda esta gente?

Salomé me espera en una sala pequeña de suelo de madera y altas ventanas rectangulares. En las salas por las que he pasado apenas había muebles. En algunas he visto mesas o sillas, en otras pequeños pupitres alargados y bajos. En la mayoría de las salas la gente se sienta en el suelo sobre cojines o pequeños taburetes o se reclinan en apoyabrazos de estilo japonés. En esta sala hay alfombras en el suelo, estanterías llenas de volúmenes antiguos y bancos encastrados en los huecos de las ventanas, de apariencia muy cómoda y realizados en una madera muy alisada y bruñida cuyo tinte se parece al del té cargado. Salomé me espera sentada en uno de estos bancos. Está vestida con una larga túnica de algodón color azul aciano que se pega discretamente a las formas de su cuerpo. Uno de sus pies, tenso y arqueado, asoma descalzo al extremo de la túnica. Tiene las uñas pintadas de rosa claro. No se me escapa que se ha maquillado ligeramente para la ocasión. Ojos, labios, pestañas.

Pero Salomé es Cristina. Debería haberlo imaginado. Salomé es Cristina y Cristina es Salomé. Pone una mano sobre el banco de madera indicándome con una sonrisa que me siente a su lado. Tiene un anillo con una piedra roja en el anular de la mano izquierda, y me pregunto si será un anillo de matrimonio. Me siento con torpeza, apoyándome como puedo en mi cayado, y adopto la misma postura que ella, doblando una pierna y apoyando el brazo en el alféizar de la ventana.

Hablamos. Me explica que en la Universidad todos la llaman Salomé, una tradición del lugar, y que muchos de los que están allí ni siquiera conocen su verdadero nombre. Entiendo que el nombre Salomé es algo así como un título. Le pregunto que si es ella la que dirige la Universidad y me dice que sí, que le ha correspondido a ella ser la rectora de la Universidad, un cargo, me dice, que es primus inter pares. Lleva siete años en este lugar, me explica, y cuatro años siendo la rectora o Maestra del Juego, ya que ése es realmente su título. Le pregunto entonces qué es en realidad aquel lugar al que llaman Universidad Blanca y qué están haciendo todos ellos allí. Me explica que la Universidad es un centro de investigación dedicado a la ciencia. Me sorprende oír la palabra «ciencia» en conexión con las actividades que he entrevisto en mi camino hacia aquí. Salomé me dice que el trabajo que realizan en la Universidad es empírico, y que su objeto es la investigación en el ser humano, la conciencia y la evolución. Me repite que se trata de un estudio empírico, alejado de cualquier filosofía, ideología o religión, y que por eso ellos lo consideran una ciencia.

Mi pequeña Cristina ha crecido. Mi pequeña Cristina de belleza juvenil y adolescente se ha convertido en la majestuosa Salomé, culminación radiante de aquella muchachita venida del País de las Hadas que yo amé una vez. Me sorprende comprobar lo mucho que ha cambiado y al mismo tiempo lo poco que ha cambiado. ¿Me sigue pareciendo hermosa? Lo cierto es que me parece todavía más hermosa que antes, porque ahora ella se ha convertido para mí en un misterio. Me pregunto si habrá tenido hijos, me la imagino embarazada, con los pechos grandes y los labios hinchados. Me digo que ahora debe de ser la mujer de otro, y que habrá sido de otros a lo largo de los años, que se habrá entregado a otros y se habrá desnudado para otros y habrá besado a otros y siento una punzada de dolor y de celos. El aire juvenil y luminoso que tenía entonces no la ha abandonado, pero ella ya no es una niña, sino una mujer en su plenitud. Lo que yo tanto esperaba se ha hecho realidad por fin. Pero ahora ella ya no es mía.

¿Y ella? ¿Siente dolor al verme? Parece muy tranquila, suavemente emocionada por este encuentro inesperado, pero tranquila. Todo en ella respira tranquilidad, igual que este lugar, igual que esta habitación, igual que estos bancos de las ventanas en los que estamos sentados, igual que el aroma a madreselva y a abelmosco, a jazmín y a hierbabuena que penetra a ráfagas por las ventanas abiertas. Hay en ella algo calmo pero al mismo tiempo profundamente tierno que me conmueve. Algo limpio. Una persona limpia. Una mirada limpia, llena de inteligencia y de ternura. Pero ¿existen de verdad las personas limpias, las miradas limpias? ¿Es posible vivir en este mundo y estar limpio?

Entonces me hace una pregunta que me deja más que sorprendido. Me pregunta si yo soy realmente yo. Le aseguro que sí, que yo soy realmente yo, e intento hacer una broma, pero ella me pregunta si recuerdo cómo llegué a la isla y me dice que debo comprender que lo que ha sucedido es muy extraño, tan extraño como para alcanzar el territorio de lo imposible. ¿Cómo puede ser, me dice, que hayas venido a caer, por mero azar, en este lugar remoto del mundo?

Le cuento mi historia. Le hablo del accidente aéreo, del avión que se estrelló frente a la costa norte de la isla hace unos tres meses. Se asombra al enterarse de que había más gente conmigo, nada menos que noventa supervivientes. Me pregunta dónde están los otros y le explico que construimos un poblado en la playa y que la mayor parte de ellos siguen allí, que nadie ha venido a rescatarnos en todo este tiempo. Me dice que eso no debe extrañarme y que era de esperar, ya que la isla es prácticamente indetectable. Que nos buscarían durante semanas y terminarían por concluir que el avión se había hundido en el mar. Me pregunta por las condiciones de vida de los náufragos, por la forma en que nos las hemos arreglado para sobrevivir. Yo le cuento, por encima, algo de nuestros trabajos y sufrimientos. Le pregunto si ellos podrían, de algún modo, ayudar a mis amigos y me dice que se ocupará de ello inmediatamente. Luego me pide más detalles sobre las condiciones vitales de los náufragos y también que le describa con más detalle la situación del poblado a fin de poder encontrarlo fácilmente.

Y a pesar de todo, tengo todo el rato la sensación de que me cree a medias, de que la existencia de Villa Naufragio y todas nuestras desdichas y tribulaciones le parecen algo más que dudoso.

—Pero dime —dice ella bajando los ojos, y como decidiéndose por fin a abordar la cuestión que más le intriga o que más le preocupa—. ¿Cómo se te ocurrió subir hasta aquí? ¿Y por qué tú solo? Si estás con un grupo extenso y queríais, por alguna razón, explorar la cumbre del volcán, ¿por qué no habéis venido en grupo?

—No queríamos explorar la cumbre del volcán. Subir aquí ha sido cosa mía.

—Pero ¿por qué se te ha ocurrido hacer una cosa así?

—Es lógico que me hagas esa pregunta —digo mirándola a los ojos—. Pero me temo que mi respuesta no será nada lógica. He subido hasta aquí porque me dijeron que lo hiciera.

—¿Te dijeron que lo hicieras? ¿Quién te dijo que lo hicieras?

—Bueno, en primer lugar, creo que fuiste tú.

—¿Yo?

—Sí. Te vi en un sueño.

—Un sueño —dice ella—. Cuéntame.

—No era un sueño normal, sino más bien una visión, una alucinación. Te llamé pidiendo ayuda. No sé por qué te llamé. No sé cómo, te vi. Te vi vestida con una túnica marrón, sentada frente a una mesa llena de objetos. Entonces tú me enviaste un mensaje, una imagen: un corzo, o una cabra, que señalaba con la pata a lo alto de una montaña.

—¡Una cabra! —dice Cristina riendo—. Era Amaltea. Era la cabra Amaltea.

—¿Quién es la cabra Amaltea?

—Ya la verás por ahí. Es una cabra, tiene una esquila en el cuello y va por ahí comiendo asfódelos. Está preñada. Sólo se alimenta de asfódelos, que en la Universidad crecen por todas partes, y por eso la consideramos un poco como un animal sabio… algo así como un animal sagrado…

—Creo que ya la he visto.

—Ella fue la que te trajo aquí.

—Ella y tú, supongo.

Cristina me mira con curiosidad. Luego cierra los ojos, y se queda inmóvil durante unos segundos. Entonces abre los ojos y me cuenta que hace unas semanas ella también me vio en un sueño.

En su sueño, me veía dentro de una cueva oscura, una cueva pobremente iluminada con esculturas monstruosas en las paredes. Yo estaba tendido boca abajo en una mesa y había un grupo de hombres que me sujetaban, y un hombre con una barba negra y ojos brillantes que tenía un hacha en la mano. Yo gritaba y lloraba y pedía por favor que no me hicieran daño, y el hombre me cortaba la pierna a hachazos. Entonces ella entraba en la cueva y me sacaba de allí, me sacaba a la luz, me llevaba a las alturas, lejos de aquel lugar horrible. Y en la ladera de la montaña, aparecía Amaltea señalándome el camino hacia lo alto de la montaña, y ella me enviaba su imagen para que me guiara.

Le digo que es así, exactamente así como sucedió y no me comprende. Le explico que la cueva que vio en su sueño era en realidad el interior de un viejo templo indio abandonado, las esculturas monstruosas, representaciones de Hanuman, el dios mono, y que así fue, precisamente así, como Joseph me amputó la pierna. Cristina me mira con horror al oír estas palabras, y veo que se le llenan los ojos de lágrimas.

—¿Quieres decir que te cortaron la pierna con un hacha?

—Sí. Joseph, mi amigo Joseph, no tenía ningún instrumento mejor. Y tampoco teníamos anestesia de ningún tipo. Éramos prisioneros en esos momentos. Suerte que nos dieron el hacha y nos permitieron realizar la operación. Si no, estaría muerto.

—Dios mío, Juan Barbarín, ¿te amputaron la pierna en vivo, sin anestesia?

—Así es.

—Entonces, ¿has perdido la pierna hace poco? ¿Hace unas semanas? ¿La has perdido aquí, en la isla?

—Sí.

—¡Pero eso es una barbaridad! ¡Lo que me estás contando es una barbaridad!

Los sollozos brotan solos de mi pecho sin que yo pueda contenerlos, y Cristina se acerca a mí y me abraza, y lloro apoyado en su pecho. Me da vergüenza llorar de ese modo, sollozar y gemir como una mujer o como un niño, pero no puedo evitarlo.

—Lo siento.

—Llora todo lo que quieras —dice ella en un susurro—. No te preocupes.

Pasa un minuto. Pasa una hora. Pasa un año.

Hay un camino entre los saúcos, en Carintia, y en el interior de uno de los troncos de los saúcos vive una mujer muy vieja que sueña el mundo.

Esa mujer vieja es Cristina. Pero no es vieja, es muy joven. Es joven, como una mata de espliego llena de flores.

El viento mueve la hierba de la Pradera.

—¿Cómo puede ser que vieras en un sueño lo que me estaba pasando? —digo—. ¿Cómo es posible que viéramos los dos lo mismo? Lo que cuentas es imposible, no puede suceder.

—¿Por qué es imposible?

—Porque los sueños suceden dentro de la cabeza. No pueden compartirse. No es posible ver el sueño de otro, o entrar en el sueño de otro.

—Bueno —dice ella con sencillez—. Ya ves que sí es posible.

Nos separamos. Me sonríe. Me dice que ahora tiene que abandonarme, que tiene clases que dar y asuntos que resolver. No puedo ocultar mi desilusión.

—Te veré esta noche, a la hora de la cena —dice—. Me gustaría quedarme hablando contigo, Juan Barbarín, pero hay varias cosas que tengo que atender ahora mismo.

—Bien.

—Más tarde vendrán a tomarte medidas para fabricarte otra pierna artificial. ¿Te parece bien? Tenemos carpinteros muy buenos aquí. Seguro que podrán hacerte una pierna que te esté bien.

—Te lo agradezco mucho.

—¿Sabes montar a caballo?

—Nunca he montado.

—Bueno, entonces te buscaremos un caballo manso. Uno que sea muy tranquilo, ¿te parece? Así podrás darte paseos por los caminos, o bajar al valle si quieres.

—¡Un caballo! Nunca se me habría ocurrido.

—Tenemos uno que se llama Aurelianus, que me parece que te vendrá muy bien.

—Gracias.

—Dios mío, Juan Barbarín —me dice Cristina—. Han pasado tantos años…

—Sí, muchos años.

—Le voy a decir a Filemón que se ocupe de ti —dice.

—¿Filemón? ¿Se llama así de verdad? ¿Y no está Mortadelo por aquí también?

—Son nombres de la Universidad —dice ella riendo a carcajadas—. Le voy a decir que te lo enseñe todo y que te lo explique todo. Te caerá bien, Filemón. Creo que te caerá bien. Espérale aquí, enseguida te lo mando.

Se inclina sobre mí y me besa en la mejilla. Luego me deja solo.

Brilla, mar del Edén
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