67
Lewellyn nos lleva a la casa de Pohjola
Salimos al día siguiente al amanecer en una pequeña furgoneta conducida por un muchacho pelirrojo llamado Burt. Cuando llegamos al muro de energía todos descendimos. Todos, incluso Burt, que se quedó allí mirando con los brazos en jarras, muy cómico con su mono color verde pistacho y su gorra roja (al parecer, todos los que trabajaban en las proximidades de la pared de energía llevaban colores chillones para ser vistos con claridad en las cámaras). Lewellyn se acercó a una de las columnas, abrió una pequeña puerta en la pared metálica con una llave que llevaba en el bolsillo y desactivó esa sección del muro. Nos dijo que teníamos exactamente un minuto para pasar al otro lado de la pared invisible.
Pasamos rápidamente y nos volvimos para mirar cómo Burt regresaba a la furgoneta y la ponía en marcha y cómo el vehículo se alejaba luego en dirección a la Central.
Wade, Rosana y yo nos miramos. Estábamos libres, lejos del alcance de los Insiders. De nuevo solos nosotros y la isla.
Recuerdo aquella sensación de felicidad y de alivio al encontrarme de nuevo en el territorio libre y salvaje. ¡Felicidad por estar en la isla! Cuando echamos a caminar, Wade se puso a recitar un poema:
Out of the night that covers me,
Black as the pit from pole to pole,
I thank whatever gods may be
For my unconquerable soul…
Se trataba de «Invictus», de William Ernest Henley.
Caminamos durante dos días adentrándonos en las montañas y ascendiendo hasta valles cada vez más frescos donde la vegetación cambiaba y se hacía más propia de los bosques alpinos. La aérea palmera daba paso al rumoroso roble oscuro. Hacían su aparición las coníferas cargadas de agujas verdeazules. Las flores se hacían más pequeñas y delicadas. En los matorrales había un palpitar de abejas. El misterio del mundo se abría de nuevo ante nosotros después de la tediosa cautividad y el espantoso trabajo de los esclavos. Me preguntaba cómo reaccionarían mis compañeros de viaje, Rosana y Wade, cuando nos encontráramos los tres a solas con Abraham Lewellyn, perdidos en medio de las montañas. ¿Se tornarían vengativos y violentos? Pero el misterio del mundo, la posibilidad de las montañas con sus senderos abiertos e interminables parecía haberse apoderado de todos nosotros. Ahora la lógica del camino, de los insectos, de los despeñaderos, de las espectaculares vistas de la isla Purgatorio se había apoderado de nosotros. Apenas hablábamos. Apenas nos mirábamos a los ojos. Cruzábamos arroyos frescos donde bebíamos y nos mojábamos la cara y el cuello, y yo sentía que aquel agua pura que bajaba de las alturas nos bendecía y nos limpiaba de las culpas del pasado. En los valles soplaba el viento y al atravesar los árboles arrancaba sonidos a las hojas y a las ramas, a las rocas y a los matorrales. No había voces por aquellas alturas, y ni siquiera cuando uno se quedaba a solas era posible escuchar el coro de murmullos que sonaba siempre en la selva. Se lo dije a Lewellyn, que se limitó a observar que, en efecto, en las montañas no había voces.
Aprovechando la situación, intenté hacerle más preguntas a Lewellyn durante las paradas y los descansos de nuestro viaje. Parecía inusualmente comunicativo, y me contó muchas cosas sobre la isla y la historia de la isla. Me habló del conde Cammarano y de los alemanes y sus experimentos durante la Segunda Guerra Mundial. Al parecer, los nazis encontraron la isla durante su búsqueda de fuentes de caucho, que necesitaban en cantidades ingentes para los neumáticos de sus vehículos, aunque los ingenieros alemanes lograron resolver el problema creando un caucho sintético, con lo cual desapareció la necesidad de tener que importar el material de Malasia y otros países del Pacífico. Me habló incluso del SIAR y de sus experimentos conductuales. Manifestaba un tremendo desdén por la utopía. ¿De qué está hablando?, le dije, todos ustedes son el resultado de la utopía. Oh, no, no, no, dijo casi poniéndose de mal humor, se equivoca. Nuestro trabajo en la isla no tiene nada que ver con la creación de ninguna utopía social, ni con los experimentos psicológicos. Nosotros lo que hacemos es explotar los recursos energéticos de la isla. Eso que llama usted «nuestra ciudad», la Central, no es más que la base de una explotación minera situada en el interior de la isla. La mayoría de las personas que viven en la Central son ingenieros, físicos, químicos o bien personal de baja cualificación, operarios, personal de limpieza, mineros, obreros, capataces, vigilantes, personal de oficinas, cocineros. Aquí no trabajamos con impalpables. Somos hombres prácticos. Trabajamos con energías, con fuerzas, con metales.
—Pensaba que buscaban una «habitación» —le dije—. Una habitación en cuyo interior está «TODO».
—Eso es sólo una metáfora —dijo Lewellyn.
—¿Una metáfora? No lo creo —dije.
—Puede creer lo que quiera.
—Me pregunto, además, para qué diablos necesitan físicos en una explotación minera —le dije—. Pero dejando a un lado a los físicos. ¿Qué me dice de los músicos? Tienen aquí una gran orquesta. ¡Aquí, en medio del océano Pacífico! Y con músicos de primera fila, además. Y dígame, ¿para qué necesitan una orquesta en una explotación minera?
Los otros nos veían conversar con cierto asombro. Pero Lewellyn no quiso contestar a mi observación, y quedó en silencio.
—Una explotación minera —dijo Wade—. Una explotación minera, en verdad. Y los niños, ¿qué son? ¿Los canarios? ¿Los usan para asegurarse de que no haya gases peligrosos? ¿O quizá para que se metan por los túneles más estrechos?
Lewellyn le lanzó una mirada terrible con sus ojos saltones y enrojecidos. Yo ya me había temido que aquel momento llegaría tarde o temprano. El odio y el resentimiento que llevábamos meses acumulando tenían que acabar por saltar. Hasta el momento, los cuatro nos habíamos mantenido dentro de los límites de la civilidad. Pero yo sabía que aquello no podía durar, y no cabe duda de que Lewellyn lo sabía también. Y allí estaban Juan Barbarín y Abraham Lewellyn, el líder de nuestros torturadores, conversando plácidamente sentados en una roca al borde de un valle desde el que se disfrutaba de un maravilloso paisaje alpino. Wade se había levantado y había avanzado dos pasos en dirección a Lewellyn. Tenía las dos manos abiertas, como si se preparara para saltar sobre él para estrangularle.
—Erickson —dijo Abraham sin moverse ni un milímetro—. Recuerde a todos los compañeros suyos que siguen en la Central. Recuerde que tenemos además a un grupo de mujeres jóvenes y a unos cuantos niños arriba en las montañas. Es posible que ustedes no lo entiendan, pero si yo desapareciera, en la Central podría desatarse el caos. Quiero decir que yo estoy de su parte, y que he hecho más por ustedes de lo que pueden imaginarse. Sé que no me cree, pero es la verdad. Y que si ustedes me hicieran cualquier daño, lo primero que sucedería es que los de allá abajo tomarían represalias con los suyos. Estoy seguro de que comprende de qué estoy hablando. Sé que ése es mi seguro de vida, y que simplemente por esa razón ninguno de ustedes intentará hacerme el menor daño durante los días que vamos a pasar juntos.
Wade se quedó inmóvil, cruzó los brazos y se acarició la barbilla. Sonreía, intentando calmarse para actuar con astucia, no con ira.
—Se me ocurre otra cosa, Lewellyn —dijo entonces—. Ahora que estamos aquí los cuatro solos, podemos muy bien atarle de pies y manos y hacerle prisionero. Uno de nosotros bajará a la Central y negociará. La libertad de los nuestros a cambio de la suya. Si es usted realmente tan valioso y tan importante como dice, creo que accederán.
—No sea imbécil, Erickson —dijo Lewellyn—. Ustedes no tienen capacidad para llevar adelante una acción así. No tienen ni la disciplina ni el temple necesario. No harían lo necesario para conseguir lo que se proponen.
—¿Lo necesario? —dijo Wade. Y noté que algo se oscurecía en su interior, como si una gran luz azul se apagara en el mundo y todo comenzara a llenarlo la noche—. ¿Lo necesario? ¿Quiere decir que si los de abajo se niegan a negociar, no nos atreveríamos a cortarle un dedo, o una oreja, para llevárselo y decirles: seguiremos trayendo trozos de ese bastardo hasta que negocien?
—¿Y quién iba a cortarme un dedo? —dijo Lewellyn con una risa de desdén—. ¿Usted, Wade? ¿Alguna vez ha atacado a alguien con un cuchillo? No dudo que sabe usted usar los puños, y sé que es cazador y que sabe destazar un jabalí y desollar un zorro. Pero ¿cortar un dedo de una persona? Una persona no es un zorro, Wade. Usted no puede. Ustedes jamás harían eso. Podrían hacerme prisionero, sí. ¿Sabe lo que pasaría? Simplemente, vendría un grupo de hombres armados y me liberarían. Y a ustedes les azotarían a los tres.
—Es posible que tenga razón —dijo Wade—. Negociar sería muy difícil, y puesto que ustedes son unos animales salvajes, si yo llevara una oreja suya, ustedes empezarían a cortar orejas a los míos. Ya lo han hecho antes. Ya sabemos todos la clase de escoria que son, y es posible que tenga razón. Nosotros no somos esa clase de escoria.
—¿Ya lo hemos hecho antes? —dijo Lewellyn sorprendido—. No comprendo, Erickson, ¿de qué habla?
—Eileen —dijo Wade—. Ella fue la primera. Mutilada, torturada, con los labios cosidos. La pobre mujer no ha recuperado la capacidad de hablar.
—Eileen se perdió dentro de la isla —dijo Lewellyn hablando con fuerza, quizá en este punto ya comenzando a asustarse y pensando que había calculado mal la intensidad de nuestro resentimiento—. Se perdió, y habría muerto si no la hubiéramos rescatado. La trajimos a la Central. Estaba en unas condiciones físicas lamentables, ya que llevaba días sin comer y apenas sin beber, se había caído y tenía varias heridas, algunas infectadas, había recibido picaduras de insectos, de sanguijuelas… Sí, la isla se ensañó bien con ella. En el hospital le hicieron un reconocimiento médico y fue entonces cuando le encontraron el tumor en el pecho izquierdo. Había que operarla. Y la operamos. ¿Qué cree que habría sucedido si no lo hubiéramos hecho? Era maligno, se hubiera extendido por todo su cuerpo. Después de aquello, su única obsesión era escapar. Nos hacía preguntas, preguntas, preguntas, preguntas sin cesar. No esperó ni a estar recuperada del todo. Sólo quería escapar de allí. Y lo hizo, se escapó. Tuvo la suerte de atravesar el muro de energía en un momento en que la potencia estaba al mínimo por cuestiones de mantenimiento. Es posible atravesar el muro de energía en esas condiciones, pero se producen múltiples heridas y lesiones internas. Supongo que lo atravesó corriendo, y que de este modo las heridas y las lesiones fueron menores. Pero jamás fue «torturada». ¿Para qué íbamos a torturarla? ¿Acaso queríamos algo de ella? Lo único que hicimos fue ayudarla. Le dijimos que no abandonara la Central, que era muy peligroso, pero no nos hizo el menor caso. Cuando andaba por el interior de la isla huyendo de nosotros e intentando regresar a su playa, fue capturada por los Wamani. Los Wamani son un pueblo muy atrasado. Es cierto que tienen una especie de acuerdo con nosotros. Nos respetan a causa de nuestra tecnología superior y nuestras armas, y nosotros no interferimos en sus ritos ni en sus tradiciones. ¿Me comprende, Wade? No interferimos porque nosotros no estamos aquí en una gran misión humanitaria. Además usted es un hombre culto, supongo que ha leído a Montaigne. El ensayo sobre los caníbales. ¡Un texto que da que pensar! ¿Cómo podemos asegurar que nosotros somos civilizados y los caníbales son salvajes? ¿Acaso ellos no piensan lo mismo de sí mismos, que nosotros somos salvajes y ellos los verdaderos seres civilizados de este mundo? ¡Todo es relativo, amigo! No hay verdades absolutas. Fue capturada por los Wamani que, supongo, se divirtieron un poco con ella. No, no quiero decir que abusaran de ella sexualmente. No es el estilo de los Wamani. El estilo de los Wamani es, más bien, arrancarle un trozo a su víctima, un trozo de muslo, por ejemplo, y cocinarlo. O matarla y arrancarle la piel. Sí, ellos fabrican capas y atuendos con piel humana. Son salvajes. No sé exactamente qué le hicieron. Marcas en la piel, supongo. Esos dibujos insensatos que se hacen ellos mismos, marcándose la piel con puntas de carbón al rojo vivo y clavándose arpones y dientes de tiburón. No lo sé con exactitud. A lo mejor la estaban honrando y demostrándole su admiración. Todos ellos pasan por rituales semejantes. Se infligen dolor voluntariamente para lograr, de este modo, abolir los dolores involuntarios que trae el mundo. Es un acto mágico. Un extraño mecanismo psicológico compensatorio. Si yo me mutilo de forma ritual, anulo la posibilidad de que el mundo me mutile en el azar salvaje del accidente o la enfermedad. Controlo la vida controlando la muerte. Mato para poder vivir. ¿No ha leído a Joseph Campbell? Y le cosieron los labios. Sí, esto es algo que hacen los Wamani. Les hacen cosas horribles a sus víctimas. Pero no a todas les cosen los labios. Seguramente a Eileen le cosieron los labios para que se mantuviera callada. Seguramente ella no se callaba de ninguna manera. Hablaba, gritaba, lloraba, gemía, imploraba, les insultaba. Pero ella tenía que callar. Tenían que hacer que callara. Y la manera más drástica y eficaz para hacer que alguien calle es coserle los labios. De modo que eso es lo que hicieron.
Quedamos todos en silencio. Yo suspiré profundamente y fui consciente, entonces, de la tensión que había ido acumulando a lo largo del relato de Lewellyn.
—De modo que ustedes no son culpables de nada —dijo Wade—. Encontraron a Eileen en la selva herida, deshidratada y enferma. La cuidaron. Le hicieron una operación en un hospital moderno con todas las garantía sanitarias y, por supuesto, con anestesia, y le salvaron la vida.
—Así es.
—Y luego escapó. Se lesionó al atravesar el muro de energía, y luego fue capturada por los wamani, que se dedicaron a tatuarle la piel y que para no oír sus gritos le cosieron los labios.
—Más o menos eso es.
—De modo que ustedes no son los malos de la historia, en realidad son los buenos de la historia —dijo Wade.
Lewellyn le miró con cara de pocos amigos. Parecía verdaderamente ofendido con la testarudez de Wade, con la obstinación que mostrábamos todos nosotros.
—Dígame una cosa —dije yo entonces—. ¿Por qué esa obsesión con el silencio? ¿Por qué esa obsesión con mantenerse callado? A mí me dispararon por esa razón. Porque no me callaba. George lo decía una y otra vez: no quiero oír vuestra voz. No quiero oír vuestra voz. ¿Por qué?
—¿Todavía no lo sabe? —dijo Lewellyn mirándome con aquella sonrisa despectiva y sarcástica suya que yo tanto odiaba—. Dígame, ¿todavía tiene que preguntarlo?
Wade avanzó hacia él caminando lentamente. Lewellyn se levantó impulsivamente y retrocedió un par de pasos.
—Vamos a simplificar las cosas —dijo Wade—. Creo que este gusano miserable tiene razón. Si le hacemos prisionero nunca podríamos negociar con los suyos. Pero ya me he hartado de ver su cara de gusano de ojos saltones. Me he hartado de oír su vocecilla de profesor de secundaria con ínfulas. Su tono de sabiondillo. Su ironía. ¡Se siente tan inteligente! Me he hartado de que jamás conteste a una pregunta. John te ha hecho una pregunta sencilla, escoria, y vas a contestar.
—Sólo digo que él mismo debería ya saber la respuesta —dijo Lewellyn bajando los ojos como si la conversación le aburriera enormemente.
—¿Qué vas a hacer? —dijo Rosana, que hasta ese momento había estado callada, viendo la mirada de odio de los ojos de Wade.
—Voy a darle una paliza a esta escoria —dijo Wade—. Por los niños, por Eileen, por John, por ti, por todos nosotros. Por tratarnos como a perros cuando podrían habernos ayudado. Voy a partirle la cara.
—Eso es muy masculino —dijo Rosana—. Arreglarlo con los puños. Que haya un poco de sangre y unos dientes rotos. Sí, eso sería realmente sensato. ¡Al fin lograríamos algo!
Estaba muy nerviosa, pero no levantaba la voz y ni siquiera movía un músculo. Me maravillé del control que tenía sobre sus emociones, y también de la tremenda claridad que pueden alcanzar las palabras cuando se pronuncian en voz muy baja y en un tono muy calmado en medio de una situación violenta.
—¿No crees que se lo merece? —preguntó Wade.
—Sí, se lo merece —dijo Rosana—. Se lo merece mil veces. Pero creo que podemos utilizarle para algo más útil. Vamos a hablar en serio. Vamos a concentrarnos en lo importante. Ahora ya estamos un poco alejados de la ciudad y podemos ponernos a hablar en serio de lo que vamos a hacer aquí —añadió, levantándose de la roca en que se había sentado y poniéndose frente a Lewellyn—. Lewellyn va a decirnos dónde están los niños. No, mejor nos va a llevar hasta el sitio donde están. Una vez allí, rescataremos a los niños y dejaremos que Lewellyn se vuelva a la Central sin hacerle ningún daño. Eso es lo que va a pasar.
—Señora —dijo Lewellyn con calma—. Nuestro objetivo es la casa del señor Pohjola. Ahí es donde vamos y no iremos a ningún otro lugar. Además —añadió con una sonrisa cínica—, no pueden obligarme a que les lleve a un lugar que no saben dónde está. ¿No ha pensado en eso?
Rosana le miraba atentamente, intensamente. Yo sabía que ella estaba muy nerviosa, quizá a punto de estallar, y me admiraba de su autocontrol.
—La verdad es que me siento algo decepcionado con ustedes —dijo Lewellyn—. No son en absoluto como yo imaginaba. No son inteligentes, ni astutos, ni tienen reflejos, ni malicia, ni ingenio de ninguna clase. Uno tiene la sensación al estar con ustedes de ir de excursión con un grupo de colegiales algo crecidos, bienintencionados y muy disciplinados. No entiendo cómo han logrado sobrevivir tanto tiempo en esta isla.
Rosana se acercó a él. Y de pronto, y para sorpresa de todos, le dio un bofetón en el rostro. Fue un gran bofetón, cuyos ecos resonaron por todo el valle y espantaron, incluso, a algunos cuervos en unos árboles lejanos por debajo de nosotros. Lewellyn no se lo esperaba y se quedó con la boca abierta, tocándose la mejilla y sin poder hablar. Wade reía. Se había puesto en cuclillas, había sacado una manzana de su mochila y se la había empezado a comer, porque era de esas personas que siempre tienen que estar haciendo trabajar a las mandíbulas. Masticaba su manzana y reía.
—Zorra —murmuró Lewellyn con incredulidad.
Wade dijo que el plan de Rosana le parecía bien, pero que lo mejor sería visitar primero al misterioso señor Pohjola y ver qué podíamos averiguar de él. Si realmente existía y era realmente él quien controlaba los destinos de la isla, entonces, dijo, nos convenía conocerle. Después de visitar a Pohjola, haríamos que Lewellyn nos llevara al sitio donde estaban los niños, tal como había sugerido Rosana. Los rescataríamos y regresaríamos al poblado.
Parecía un plan razonable. Pero a Rosana no le gustaba. No tenía el menor deseo de visitar al misterioso señor Pohjola, ni tampoco sentía curiosidad. Dijo que ir a la casa de Pohjola le parecía un riesgo innecesario, que era posible que al llegar allí fuéramos capturados y encerrados de nuevo, y que sería estúpido meterse voluntariamente en la boca del lobo ahora que nos encontrábamos en libertad y podíamos ir a donde nos viniera en gana.
Finalmente, decidimos ir con Lewellyn hasta la casa de Pohjola, hablar con el misterioso Rey de la Isla y después, y de acuerdo con la forma en que se desarrollara nuestro encuentro con él, tomar la decisión que consideráramos adecuada. Por supuesto, ninguno de nosotros había pensado nunca en regresar con Lewellyn a la Central. Una vez libres de las cadenas, ¿para qué volver a ellas voluntariamente? Supongo que esto era algo que el propio Lewellyn sabía ya desde el principio. ¿Cómo pensaba entonces hacernos regresar a la Central? ¿Por qué razón íbamos a regresar con él ahora que nos encontrábamos libres y al otro lado del perímetro del muro de energía? ¿Cómo pensaba convencernos de que regresáramos con él? ¿Usando el argumento de que si no volvíamos les harían daño a nuestros compañeros? Claro que cabía otra posibilidad: que el señor Pohjola existiera realmente y que Lewellyn se limitara a cumplir sus órdenes sin cuestionarlas.
Pero ¿existía Pohjola o no existía? Quiero decir, ¿creíamos nosotros entonces en su existencia o no creíamos? Creo que a Rosana el señor Pohjola le daba igual, que yo dudaba de su existencia y que Wade sentía una verdadera fascinación por aquel personaje misterioso y que deseaba con todas sus fuerzas encontrarse con él.
Sin embargo, después de un par de días de caminar por las montañas, la existencia de Pohjola, la sensación de Pohjola, la certidumbre de que Pohjola nos esperaba, comenzó a crecer en los tres hasta convertirse en algo casi físico, algo así como un rumor distante o una vibración soterrada. Ahora mirábamos hacia lo alto, hacia las cumbres y los valles que nos rodeaban y oteábamos ansiosamente deseando encontrar signos de la propiedad de Pohjola: una pared de piedra, una casa, una torre entre los árboles.