14
Muere Noboru. La columna azul

Creo que todos oímos llorar a Bill Higgins cuando Joseph le contó lo que tenía que hacerle. No de dolor, porque todavía disponíamos de anestesia en abundancia, sino de desesperación y de miedo. Los dientes del lobo que le había atacado habían destrozado su brazo derecho de tal modo que no había recuperación posible, y era necesario amputarlo. De otro modo, le explicó Joseph, se declararía la gangrena, y moriría en una semana. Las navajas de barbero encontradas en el avión se habían convertido en parte del instrumental de Joseph, pero tuvo que pedirle una sierra a Carlos, mi bondadoso amigo carpintero de Belo Horizonte, para cortar el hueso. Fui a visitar a Bill Higgins un par de veces después de aquello, y me impresionó lo que vi en sus ojos.

Todo el mundo tiene un límite, un límite para la desdicha, un límite para la esperanza, y una vez traspasado ese límite, la persona queda deshecha y reducida a nada. Ésa es una de las cosas que aprendí en la isla, y también que nadie puede saber por anticipado dónde está ese límite. A veces se llega a él muy fácilmente. A veces la persona muestra una entereza frente a la desdicha como la que asociamos con los héroes. A veces la persona es un baobab, a veces un junco. En el caso de Bill Higgins, la amputación de su brazo derecho fue demasiado para él. Lo vi en sus ojos, en el miedo y en la indefensión de sus ojos después de la operación. Vi que los dientes del lobo no sólo le habían arrancado el brazo, sino que también habían matado su alma. Ahora estaba enteramente devorado por el miedo. Tenía el pelo gris. Ya era viejo. Ya estaba muerto.

Uno de los heridos que habíamos trasladado cargándolo en unas toscas parihuelas era Noboru, el japonés que tenía el mismo nombre que el célebre novelista autor de El gato Michío, Diario de una sombra antigua y Korb en el planeta de las mujeres infieles. Le llamo «muchacho», pero bien podía tener treinta y cinco o cuarenta años. Había sufrido gravísimas lesiones internas y se estaba muriendo, sin que Joseph pudiera hacer nada por evitarlo.

Yo no quería ni acercarme al hospital de Joseph, donde Roberta y él, junto con Sophie, Josephine y Jean Jani cuidaban de los heridos en condiciones infrahumanas, a veces teniendo que restañar la sangre con las manos desnudas y viendo cómo los heridos iban muriendo uno tras otro, sin poder hacer nada por evitarlo, pero sentía que debía ayudar de algún modo a los que sufrían, y a la tarde siguiente a nuestro traslado a la orilla del río busqué a Noboru para charlar un rato con él. Era el único japonés de todo el pasaje y me parecía que estaba especialmente solo. Durante su transporte en parihuelas, que habíamos realizado Santiago Reina y yo, Noboru nos había contado que no soportaba el exceso de luz solar que había en la isla ni tampoco aquella sensación de estar continuamente al aire libre, en medio de un espacio natural abierto e ilimitado. Le pregunté si sufría de agorafobia y me dijo que nunca había pensado en ello, pero que antes de realizar aquel viaje a Estados Unidos se había pasado casi tres años encerrado en su habitación, en la ciudad de Yokohama, sin salir ni una sola vez a la calle. Nos dijo que era un hikikomori (una palabra que yo oía entonces por primera vez), una de esas personas que se encierran en su cuarto, duermen durante el día y viven durante la noche conectados a su ordenador, y yo sentí que detrás de aquellas declaraciones había una historia que me hubiera gustado conocer. Me pasé los días siguientes preguntando aquí y allá hasta que conseguí localizar a alguien que tuviera unas gafas de sol de las que quisiera desprenderse (fue Jimmy Bruëll, finalmente, quien me las consiguió —a cambio de mi sombrero Stetson—), y se las llevé a Noboru para que pudiera aliviar un poco su fotofobia. Le busqué en el hospital, pero ya no estaba allí. Josephine me dijo que Joseph le había desahuciado, que le daban por perdido y que no había nada más que pudieran hacer por él. Josephine, una mujer australiana de cuarenta y tantos años, madre de dos hijos que le esperaban en Sidney y especialista en sistemas de seguridad submarinos (sí, creo que ya lo he dicho, me resulta difícil llevar la cuenta de lo que he dicho y lo que no), me miraba con sus ojos azules muy claros apretando la mandíbula para mantener la entereza, pero yo veía que estaba a punto de llorar. Me dijo que lo más probable era que Noboru no pasara de aquella noche. Que le habían colocado a la sombra de las palmeras, frente a la laguna que había en la desembocadura del río, para que descansara.

El caso de Noboru era especialmente dramático. Al estrellarse el avión se le había clavado en el vientre una barra metálica de unos treinta centímetros de longitud. Era parte de la estructura de los asientos, un fragmento cortado limpiamente que le había atravesado como una espada. Conseguimos sacarlo del avión con el trozo de aluminio todavía dentro de él. Le había producido una herida penetrante en la pared abdominal, aunque apenas sangraba. A mí me parecía mágico ver aquel trozo de metal incrustado en su vientre como si no pasara nada. Así pasó la primera tarde y la primera noche en la isla. Al día siguiente, Joseph decidió intentar extraerle el trozo de metal. Según me explicaría más tarde, en esos casos si al extraer la pieza que causa la herida el paciente no sangra en exceso, existe una posibilidad de que se salve. Al sacar la pieza de aluminio Noboru apenas sangró, de modo que le cosieron la herida y esperaron a ver cómo se desarrollaban las cosas. Pero enseguida se presentaron los síntomas de la peritonitis. El trozo de metal que había entrado en el vientre había desgarrado la pared intestinal, liberando así una gran cantidad de gérmenes que habían producido una infección generalizada del abdomen. Ahora la palabra peritonitis, que hasta entonces no había tenido ninguna importancia en mi vida, me producía verdaderos escalofríos, porque sabía que significaba una muerte casi segura. Le pregunté a Joseph si no podría abrir a Noboru y coserle por dentro para evitar que muriera, pero me explicó que con los medios de que disponía abrirle sólo hubiera servido para averiguar si iba a morir o no, lo cual no era de mucha ayuda. Me dijo que en condiciones ideales se podía abrir, limpiar el abdomen, coser la parte rasgada del tracto digestivo, fuera el estómago, el colon o el intestino delgado, pero que, con los medios de que disponía, hacer algo así era imposible. Enseguida apareció la lividez en los miembros inferiores y el vientre de Noboru se puso duro como una tabla. Sufría mucho y tenía mucha fiebre. Joseph le administraba calmantes para aliviar su agonía, que se prolongaba de día en día. Yo tenía la esperanza de que Joseph se hubiera equivocado en ese caso y que después de tanto tiempo Noboru acabara por recuperarse. Pero no fue así. Había llegado el momento, y se moría.

Le encontré frente a la laguna, recostado en el tronco de una palmera. Tenía muy mal aspecto, rostro ceniciento y ojos huidizos y apagados. Tenía mucha fiebre y a ratos deliraba y no sabía dónde estaba, tal y como me había dicho Joseph que sucedería. Pero me reconoció. Creo que se alegró de verme, pero no tenía energías ni para sonreír. Le entregué las gafas de sol, pero como él no podía ponérselas tuve que colocárselas yo mismo. Luego murmuró que en aquel lugar había siempre demasiada luz, que él no soportaba la luz del sol.

—¿Cómo te encuentras? —pregunté.

—Muy mal —me dijo—. Esto se termina. Lo sé. Nadie me ha dicho nada, pero sé que esto se acaba.

Me preguntó entonces si yo era de los que habían ido al avión a sacar cosas de la bodega (no sé cómo se había enterado, pero supongo que uno siempre encuentra medios para averiguar las cosas que le importan), y me preguntó también ansiosamente si había visto allí abajo una caja muy alargada de color dorado. Una caja, me dijo, del color del sol. Por la forma en que la describía (dos metros veinte de largo por setenta de ancho y un metro veinte de alto), parecía algo así como un sarcófago dorado. Le dije que no había visto nada parecido. Me dijo que brillaría, que estaba construida con un metal muy brillante y que brillaría incluso en la oscuridad. Le pregunté qué había allí dentro y me dijo evasivamente que aquella caja dorada era el motivo de su viaje, que había ido desde Japón a Los Angeles para trasladar aquella caja (ése es el verbo que utilizó, «trasladar») de América a Japón, y que la caja y su contenido no podían perderse de ningún modo. Era aquella caja la que le había sacado de su encierro de dos años y medio, me dijo, la razón por la que había abandonado su existencia de hikikomori. Estaba muy nervioso y agitado, y me ofreció una suma extravagante, creo que diez mil dólares, por regresar al avión y buscar la caja en las bodegas. Le dije que yo no hacía ese trabajo por dinero, y le pregunté directamente si la caja era verdaderamente un ataúd.

—No, no es un ataúd —dijo él después de un segundo de vacilación, ya que, según creo, tenía dudas sobre la palabra inglesa coffin—. En un ataúd se guarda el cuerpo de un muerto, ¿no es así? Entonces no es un ataúd.

Murió poco después. Murió prácticamente en mis brazos, el pobre muchacho. Luego vino Josephine y le auscultó y me dijo que, en efecto, estaba muerto. Le trasladamos hasta la cabaña del hospital y le tendimos en una de las camas, poniendo una tela de lona sobre las hojas de palma con la que más tarde le envolveríamos a modo de sudario. Joseph confirmó el fallecimiento y dio como causa de la muerte una infección generalizada de la cavidad intestinal. Decidimos enterrarle esa misma tarde. No había ninguna razón para esperar más. La corrupción se presentaba muy rápido en la isla, y al cabo de unas pocas horas el cuerpo de Noboru comenzaría a despedir hedor y a atraer a los insectos y a otros animales.

Sin embargo, nunca llegamos a enterrar a Noboru. Christian, Santiago y yo pasamos el resto del día abriendo una profunda tumba en una zona situada a unos doscientos metros del poblado (el cementerio donde habíamos enterrado a la mayoría de los fallecidos, en la playa del avión, quedaba ahora demasiado lejos de donde nos encontrábamos) y cuando la tumba estuvo preparada envolvimos el cuerpo del japonés en la lona blanca sobre la que reposaba y lo colocamos en el suelo, al lado de la tumba. De todos los náufragos yo era el que más había hablado con él y el que mejor le conocía, de modo que me tocó decir unas pocas palabras. Hablé poco. Me despedí de Noboru. Le deseé que descansara en paz, o que llegara al lugar adonde uno debe llegar cuando muere, si es que ese lugar existe. Era suficiente. El ritual se había cumplido.

Entonces sucedió algo. Se desató una tormenta en el interior de la isla y comenzaron a caer rayos y a brillar los relámpagos. Pero no parecía realmente una tormenta, ya que no había precipitaciones. Tampoco se veían nubes oscuras en parte alguna. Se oía el rugido de los truenos y el resplandor de los relámpagos a lo lejos, hacia el sur, pero el cielo continuaba descubierto por encima de nosotros y no caía ni una gota de agua. Los asistentes al funeral de Noboru miraban temerosamente al cielo en dirección al interior de la isla. Creo que todos deseaban acabar de una vez con la ceremonia y regresar a las cabañas para no verse sorprendidos por la lluvia.

Entonces sonó de nuevo el aullido, el terrorífico aullido que habíamos escuchado unos días atrás en el interior de la isla. Me pareció que en aquella ocasión sonaba mucho más cerca. Me pareció que sonaba más cerca y que además se acercaba hacia nosotros. Me pareció que había algo que se acercaba a nosotros por la selva, algo inmenso y terrorífico. Algo grandioso y sublime. Cuando pensaba en ello, cuando intentaba imaginarlo volviendo con temor mis ojos hacia el origen del aullido, casi sentía el temblor de la felicidad. Algo venía, ¡por fin! Algo iba a suceder por fin. Aunque fuera malo, aunque fuera horrible, no importaba. Santiago y Christian estaban los dos dentro de la tumba, preparados para coger el cuerpo de Noboru y bajarlo allí dentro. La tumba tenía los seis pies proverbiales de profundidad, de modo que sus cabezas estaban un poco por debajo del nivel del suelo. Los dos se habían vuelto a mirar en dirección de los resplandores y de los truenos. El aullido horrendo sonó de nuevo. Aullido de dolor y de miedo desde el corazón del mundo.

—¡Mirad! —chilló Santiago señalando a lo alto.

Caían rayos de lo alto. Rayos dorados y brillantes, aquí y allá. Caían de lo alto, pero no había nubes en el cielo. Caían feroces, tensos, rectilíneos. No parecían rayos.

Lo que sí había era una inmensa columna azul de unos doscientos metros de alto. No sé lo que era. No sé de dónde había salido, si había brotado de la tierra o si había venido descendiendo hacia nosotros por la selva. Nunca había visto nada parecido. Parecía un tornado, pero no giraba ni se movía tampoco sobre el paisaje. Estaba allí, por encima de nosotros, elevándose sobre los árboles de la selva en dirección a las nubes. Una columna de un color azul celeste, pero más sólido, más brillante que el azul del cielo. El grito sonó de nuevo, pero esta vez sonaba en lo alto. Un grito de dolor lacerante y de desesperación sin remedio que caía desde lo alto.

También caían los rayos dorados sobre la arena, entre los árboles, iluminando los árboles, chamuscando hojas y ramas que caían al suelo ardiendo. Casi todos los presentes echaron a correr aterrados. Otros se quedaron, nos quedamos, supongo, inmóviles por el miedo y sin saber cómo reaccionar. Un rayo cayó sobre Christian y lo iluminó violentamente, envolviéndole en un resplandor blanco y dorado. Yo pensé que le había matado, pero no era así. Estaba ileso, aunque la luz violenta y dorada seguía iluminándole. Otro rayo cayó cerca de Wade, que dio un salto hacia atrás. Otro rayo cayó sobre el cuerpo de Noboru. Y luego un segundo rayo, y un tercero, tres rayos sobre el cuerpo inerte de Noboru envuelto en su tosco sudario al lado de la tumba abierta en la tierra. La tela que le envolvía se chamuscó ligeramente, y un borde comenzó a arder un poco y luego se apagó. Luego los rayos dejaron de caer, y la columna azul, simplemente, se desvaneció en el aire. Los truenos, los relámpagos, los resplandores, los salvajes aullidos, desaparecieron también.

Todos gritábamos. Christian gritaba. Santiago se esforzaba pesadamente por salir de la tumba y gritaba también. Wade gritaba. Yo gritaba. Sheila corrió gritando hacia Christian, saltó al interior de la tumba y se abrazó a él. Christian seguía envuelto en una especie de fulgor dorado, pero no despedía calor.

Entonces vi que el cuerpo de Noboru se estaba moviendo. Joseph y Tudelli, que estaban presentes, lo notaron también. Yo supuse en un principio que las descargas eléctricas de los tres rayos que habían caído sobre el cadáver (si es que aquello que habíamos visto caer sobre nosotros eran realmente rayos y si aquello que había fulminado el cuerpo de Noboru era realmente electricidad) habían producido algún tipo de espasmo muscular en el cuerpo del japonés. Pero no era así. Joseph apartó la tela que le envolvía para averiguar qué sucedía, y vimos que Noboru movía los brazos y las piernas y giraba la cabeza de un lado a otro. Luego se quedó inmóvil. Luego abrió los ojos y se sentó sobre la arena, más calmado. Tosió con fuerza. Tenía los ojos abiertos. Los ojos abiertos de un muerto, pensé. Pero no estaba muerto. Quiero decir que ya no estaba muerto. Nos miró de hito en hito. Yo grité que Noboru estaba vivo. Me acerqué a él, y él me miró como sin reconocerme. Me arrodillé frente a él.

—¡Noboru! —grité—. ¡Noboru, estás vivo!

—Sí —dijo él, como si fuera obvio.

—Pero antes estabas muerto —dije yo—. Has muerto.

—¿He muerto? —dijo él mirando a su alrededor desorientado, y viendo la tumba abierta en la tierra a su lado.

—Has muerto —dije yo—. Estabas muerto.

—¿Yo estaba muerto?

Joseph le cogió la muñeca y comprobó su pulso. Le miraba con gesto de alarma y de miedo. También Wade se acercó a nosotros. Pero en sus ojos no había alarma ni miedo. Le miré, y me guiñó un ojo. Estaba sonriendo. De nuevo sonriendo. Pero ¿por qué sonreía? ¿Qué sabía que los demás no sabíamos?

A partir de entonces, Noboru se recuperó rápidamente. Un par de días más tarde comenzó a comer comida sólida, a caminar y a bromear. Los síntomas de la peritonitis, incluso la huella de la herida, habían desaparecido por completo.

Hubo distintas versiones sobre lo sucedido. Tudelli hablaba de un milagro. No era el único. Los esotéricos, Christian y Sheila, Violeta Lubetzki, mis amigos chiflados, todos estaban dispuestos a admitir (deseosos, diría yo) que lo que había sucedido era un milagro. Joseph aseguraba que no había ninguna duda de que Noboru había fallecido unas horas antes, aunque algunos cuestionaban su diagnóstico y suponían que el médico, quizá por agotamiento y exceso de trabajo, se había precipitado al afirmar que el corazón de Noboru había dejado de latir. Josephine aseguró que ella también había auscultado a Noboru y que su corazón no latía. Se inventaron posibilidades de «muerte suspendida» o de corazones que laten tan suavemente que su latido permanece indetectable, pero Joseph afirmó que Noboru tenía todos los síntomas de la muerte y no sólo la parada cardíaca. No respiraba, su temperatura corporal había descendido y unas dos horas y media después de la hora estimada del fallecimiento había comenzado a producirse el rigor mortis. El proceso de descomposición en el trópico es muy rápido, y el hedor que despedía el cuerpo había comenzado a ser también claramente perceptible. Joseph explicó que la muerte no se produce exactamente cuando el corazón se detiene, sino cuando el cerebro se lesiona hasta tal punto que no puede ya controlar las funciones vitales. A la detención del corazón se le llama «muerte clínica»: todavía no es la muerte real o biológica, ya que después de la detención del corazón, el cerebro sigue vivo durante un cierto tiempo. Pero si el corazón sigue sin latir por un espacio que puede ir de tres a quince minutos, los daños cerebrales son irreversibles. En un hospital se puede mantener con vida a un paciente cuyo corazón y pulmones no son capaces de ventilar y de latir por sí solos, pero hacen falta máquinas para hacer tal cosa. Si los pulmones no envían oxígeno a la sangre y el corazón no la bombea, el cerebro muere. Ésta es la «muerte clínica», la muerte irreversible. Y esto era también lo que le había sucedido a Noboru, explicó Joseph, no había duda posible.

Unos hablaban de milagro. Otros, en cambio, hablaban de la gran columna azul, del grito que cayó del cielo, de los rayos, de los tres rayos que habían caído desde lo alto sobre el cuerpo inerte de Noboru. Como no habían sido muchos los que habían contemplado estos fenómenos, y tampoco todos habíamos visto lo mismo (unos habíamos visto una columna de luz azul, otros una especie de nube suspendida sobre la selva, otros un gigante azul que caminaba sobre los árboles, un personaje de fantasía, la mayoría nada en absoluto), como todos sabemos, en fin, lo que es un rayo y sabemos que los rayos no caen cuando no hay nubes en el cielo y, sobre todo, que los rayos sólo son capaces de dar vida a un cuerpo muerto en las viejas novelas románticas y en las películas de terror de la Hammer, esta historia confusa y absurda acabó por caer en el olvido.

No es posible recordar aquello que no tiene nombre. «Columna azul» no es nada si no se refiere a la arquitectura o a la escultura. Las cosas nuevas que no sabemos cómo definir, todo aquello que no sabemos cómo explicar o describir, escapan a nuestra memoria e incluso a nuestra percepción.

Quedaba, sin embargo, el efecto de aquellos rayos que, tal y como yo suponía de acuerdo con lo que había visto o había creído ver, habían caído no desde lo alto de las nubes, sino desde lo alto de aquella extraordinaria columna azul que había brotado sobre nosotros. El efecto sobre Christian había sido que ahora el muchacho estaba siempre envuelto en una vaga luminiscencia dorada, que se hacía más evidente durante la noche. El efecto sobre Noboru había sido todavía más espectacular.

Yo veía a Joseph confuso y miserable tras el episodio de Noboru. Era como si algo se hubiera roto en su interior. Creo que de todos nosotros él era quien mejor preparado estaba para aceptar la realidad de la muerte y quien peor lo estaba para enfrentarse al escándalo de la resurrección.

Los seres humanos no comprenden las transiciones. No las necesitan. Se habitúan enseguida a los cambios, olvidan lo que fue antes y aceptan lo que es ahora como si siempre hubiera sido. Noboru se recuperó completamente y comenzó a construirse una cabaña y a llevar una vida tan normal como las de los otros náufragos. La historia de su «resurrección» se fue olvidando poco a poco. Al fin y al cabo, sólo había estado «muerto» unas pocas horas. Según me contó, en ese período de tiempo había tenido muchos sueños, y la experiencia le había servido para descubrir que el estado posterior a la vida era similar al estado onírico. Le pregunté con qué había soñado, y si los sueños habían sido buenos o malos, pero me dijo que todavía no estaba preparado para hablar de nada de eso, aunque me aseguró que algún día me contaría sus sueños, aquellos sueños que había tenido cuando estaba muerto.

Hablé varias veces con Joseph del caso Noboru y el buen doctor me dijo que aunque los casos inexplicables y contrarios a la lógica abundaban en la práctica médica, simplemente no podía explicarse lo que había sucedido. Me dijo también que él no creía en los milagros, pero que lo que le había sucedido a Noboru era lo más parecido a un milagro que había visto nunca. Existen plantas cuya ingestión produce una inmovilidad cadavérica, y picaduras de insectos y de peces que pueden dejar a un ser humano aparentemente muerto. Pero Noboru no estaba aparentemente muerto, sino verdaderamente muerto. Y fuera como fuera, tenía una infección en la cavidad abdominal en una fase crítica. ¿Cómo podía haberse desvanecido todo aquello? ¿Cómo era posible que no hubiera quedado ni rastro de la herida?

Le hablé de los sueños de Noboru cuando estaba muerto, y me dijo que eso tampoco era posible. Que cuando el corazón está parado el riego sanguíneo deja de llegar al cerebro, y que si el cerebro no tiene riego no puede funcionar. Los muertos no sueñan, me dijo Joseph. Le dije que a lo mejor los sueños no dependían exclusivamente del cerebro, o que quizá fuera cierto, como algunos aseguran, que no soñamos con el cerebro. No, no, me dijo, no, John. Eso son fantasías. La conciencia no puede existir cuando el cerebro deja de funcionar. La conciencia es una función del cerebro. Tampoco es posible que los muertos resuciten, le dije yo. En eso, me dijo, tienes toda la razón.

Brilla, mar del Edén
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