71
Nos encontramos con Joseph y su grupo

Creo que fue al día siguiente cuando nos encontramos con Joseph y los suyos. Syra nos contó que habían llevado a todos los niños a un campamento en lo alto de las montañas y que por allí había muchos niños huidos que estaban organizados en bandos y se dedicaban a pelear entre sí, y que usaban a los niños para que trabajaran en una especie de mina de donde sacaban un mineral que era como piedras oscuras, pero los adultos no podían subir hasta allá arriba porque enseguida les dolía mucho la cabeza y también a los niños comenzaba a dolerles al final del día, y por eso muchos niños se volvían locos y escapaban y se dedicaban a pelearse unos con otros y había dos ejércitos, nos contó, uno liderado por un niño que se hacía llamar Colmillo Rojo y otro liderado por una niña que se llamaba La Bruja Taylor, y eran horribles, se mataban entre sí, se clavaban lanzas y flechas y cuchillos y a los prisioneros los crucificaban. Sí, nos dijo, los clavaban en cruces fabricadas por ellos mismos con tablones y ramas. Les ataban los pies al tronco de la cruz y les clavaban las manos al travesaño, nos contó, con clavos y con martillos, y también nos contó que los que subían hasta la Columna Negra eran capaces de volar y se tiraban desde lo alto de algo que yo entendí que era un gran circo de roca en medio de las montañas y volaban sobre los valles como pájaros y que todas las guerras de los niños tenían como objetivo hacerse con el control de la Columna Negra para poder volar, y que por eso estaban los niños en guerra y se había declarado en las montañas el gran ciclo de las Guerras de los Niños, por el control y el dominio de la roca desde la cual es posible volar. Ella no había visto nada de esto, sólo lo había oído contar, ya que el primer día, cuando regresaban al campamento después de una jornada de trabajo en las minas, se había perdido de los demás y así había sido como se había encontrado con los lobos. Rosana pareció desilusionada al enterarse de que Syra no había escapado sino que simplemente se había perdido, y me pareció que estaba a punto de empezar a reprenderla por ser tan despistada y estar siempre metida en su mundo. Syra nos contó que los lobos la habían encontrado enseguida, que habían aparecido en el bosque y se habían acercado a ella y ella se había puesto a acariciarles el lomo y las orejas porque había pensado que eran perros, una manada de perros grandes y a ella siempre le habían gustado los perros y siempre había querido tener un perro aunque su madre no le dejaba. Rosana repitió monótonamente que tenían una casa demasiado pequeña para tener un perro y que además si tenían un perro sería ella la que tendría que cuidarlo y no estaba dispuesta. Le preguntamos a Syra cuánto tiempo había estado con los lobos y ella dijo que mucho mucho tiempo. Que llevaba muchos días con los lobos, que hablaba con ellos y que ellos la entendían y ella les entendía a ellos. Y que los lobos eran igual que las personas. Creo que nunca había oído hablar tanto rato a Syra sobre ningún tema, y notaba lo difícil que le resultaba poner en palabras todo aquello que había vivido. Muchas cosas teníamos que reconstruirlas a partir de sus palabras escasas y entrecortadas, y yo pensé que probablemente aquella dificultad que Syra tenía con las palabras humanas y con las formas de explicar las cosas de los humanos le habría servido de ayuda para comprender el lenguaje de los lobos y vivir y viajar con ellos. Siempre subida en el lomo del gran lobo blanco. Volando sobre el gran lobo blanco por las laderas, saltando con él sobre los precipicios. Aprendiendo a aullar como ellos y a beber como ellos y a alimentarse como ellos.

Cuando nos encontramos con Joseph y los suyos nos confirmaron muchas de las historias que nos había contado Syra. Sí, ellos habían llegado hasta la Columna Negra y habían visto a los niños volando como cuervos en lo alto de los aires, decenas de niños volando en círculo por el circo de roca donde se elevaba la Columna Negra, que no era más que una gigantesca roca oscura que sobresalía de la pared del circo, y habían sido testigos también de las guerras de los niños y habían visto a La Bruja Taylor, que era una niña de trece años que sólo se alimentaba del metal que se extraía en las proximidades de la Columna Negra y había adquirido poderes especiales y habían salvado a innumerables niños clavados en cruces, agotados, casi al borde de la muerte por inanición y deshidratación y en cuanto se recuperaban de sus heridas y recobraban un poco las fuerzas todos huían de nuevo a las montañas para unirse a La Bruja Taylor y a Colmillo Rojo, los dos ejércitos que luchaban por apoderarse de la Columna Negra, que estaba desde hacía años en poder de un tercer ejército cuyos miembros se hacían llamar a sí mismos Pájaros del Infinito, un grupo de niños salvajes que hacía mucho tiempo que no comían alimento humano y que estaban liderados por un ser de sexo indeterminado llamado Tremal Naik. No habían llegado a ver de cerca a ninguno de estos niños voladores, pero los niños que todavía hablaban inglés (ya que los niños de las Guerras de los Niños habían olvidado casi por completo su lengua natal y ahora hablaban un idioma que les enseñaba la isla que, al parecer, era similar al de los wamani), los niños que todavía hablaban inglés les habían contado que esos niños apenas parecían humanos, que la posibilidad de volar les producía una especie de euforia que les enloquecía y que vistos de cerca eran verdaderamente horribles, que tenían ojos parecidos a los de los gatos o los reptiles, brazos finos y huesudos y excesivamente largos y dedos similares a zarpas, y que a muchos había comenzado a salirles plumón en la piel.

Rosana y yo contamos, por nuestra parte, todo lo que nos había sucedido en la ciudad de los Insiders, Likkendala City, la Central, como la llamaban ellos; les hablamos del muro de energía que mantenía la península a salvo de las incursiones del gigante azul, a quien ellos llamaban «Omé», y les describimos cómo era la vida en la Central, la comodidad de las casas, la electricidad, el agua corriente, las villas ajardinadas, la escuela, el hospital, las piscinas y campos de golf que había allí, y les hablamos también de Abraham Lewellyn, de las canteras de roca, de los trabajos forzados, y Joseph, Sophie, Leverkuhn y los demás nos miraban como si estuviéramos locos, como si no pudieran creer lo que les estábamos contando. Joseph dijo que tendríamos que ir a la Central para intentar rescatar a aquellos de los nuestros que seguían allí prisioneros, y hablamos sobre las dificultades de llevar a cabo la expedición. Nos preguntaron cómo habíamos logrado escapar y Rosana y yo nos miramos consternados, ya que contar lo que nos había sucedido no era fácil e implicaba, sobre todo por mi parte, comenzar a hablar del señor Aarvo Pohjola, de la historia de la isla, de barcos cruzando el mar en el siglo XVI, de todo lo que habíamos encontrado en el silo subterráneo, y describir aunque fuera someramente lo que nos había sucedido cuando buscábamos la casa de Pohjola. Finalmente lo hicimos, de algún modo. Joseph nos preguntaba qué quería decir eso de que Wade «había desaparecido» y luego, cuando escuchó el relato de nuestra búsqueda de la casa de Pohjola en las montañas, se puso de mal humor y dijo que Lewellyn nos había manipulado como a unos niños, que las casas no cambian de lugar, que él no creía en luces que se encienden en medio de la noche y que nadie puede desaparecer de la forma en que supuestamente había desaparecido Wade. Llegó a insinuar que era posible que Wade se hubiera puesto de acuerdo con Lewellyn, y que toda la historia tenía la apariencia de un elaborado montaje teatral. Que era más que evidente que el famoso «señor Pohjola» no era más que un McGuffin, un mago de Oz inventado por Lewellyn, y que todo lo que había sucedido era que nosotros habíamos aceptado con demasiada candidez unas reglas del juego inaceptables.

—A estas alturas —dije yo, humillado por las palabras de Joseph y notando que las mejillas me ardían—, ¿todavía no has aceptado que en esta isla suceden cosas inexplicables?

—No, John, no lo he aceptado ni lo aceptaré, porque ni en esta isla ni en ningún lugar pueden suceder cosas «inexplicables». Las cosas siempre son explicables de un modo o de otro.

—Si te sirve de consuelo —dije—, Lewellyn me aseguró en varias ocasiones que la nube blanca no es un platillo volante y que no hay extraterrestres en esta isla.

—Oh, bueno, eso me tranquiliza mucho —dijo Joseph con amargura.

—Hace unos meses —dije yo—, hubiera estado de acuerdo contigo. Hubiera dicho, por ejemplo, que esa historia de Pohjola que nos contó Lewellyn es un clásico delirio paranoico y que historias clínicas similares aparecen meticulosamente descritas en las obras de Sigmund Freud…

—Bueno, yo soy cirujano —dijo Joseph con cierta socarronería—. No he leído a Sigmund Freud. Pero no creo que ese tal Pohjola sea una creación de una mente paranoica. Seguramente ese Abraham Lewellyn no es más paranoico que tú ni que yo. No, no es paranoia, es manipulación, escenografía. ¿Cómo puedes no verlo, John?

—Bueno, tú no estabas allí —dije yo.

—Dios, John, ¿una casa que cada vez está en un lugar? ¿Una casa que cambia de aspecto cada vez que vas a buscarla? ¿Una cabaña en ruinas en cuyo interior de pronto se enciende una luz brillante? ¿Caminar en fila india «a donde te lleven tus pasos»?

—En esta isla suceden cosas inexplicables —dije yo—. Tú mismo has sido testigo de muchas de ellas.

—Al final, Wade ha empezado a convencerte —dijo Joseph con una sonrisa cansada—. Ese viejo místico loco de Indiana…

—Creo que no has entendido bien a Wade —dije yo—. Wade no era un místico. Era un caminante, un amante de la naturaleza, un hombre de acción.

—¿Por qué hablas de él en pasado? —dijo Joseph—. ¿Crees de verdad que ha desaparecido? ¿Entró en una cabaña abandonada en medio de la noche y desapareció, devorado por el agujero negro que hay en el interior de la isla? Por lo que contáis, me da la impresión de que Wade hizo algún tipo de acuerdo con Lewellyn. Parte del acuerdo, supongo, era liberaros a vosotros dos. No, John, no te preocupes por Wade, seguro que ahora está en ese poblado de los Insiders del que habláis sentado en un sillón de mimbre y bebiendo una cerveza bien fría.

—No sabes lo que dices —dije—. ¿Por qué iba a querer Wade hacer un acuerdo con Lewellyn?

—No lo sabemos, John. A lo mejor es algo que nos beneficia a todos. A lo mejor pensó que tenía la oportunidad de hacer algo bueno por los demás. No le estoy juzgando. Me reservo mi juicio hasta que volvamos a encontrarle. Entonces sabremos qué es lo que ha hecho Wade, y si lo que ha hecho era en propio beneficio o en beneficio de todos.

Yo guardé silencio.

Adiós, hermano del viento.

—¿Sabes? —dijo Joseph—, una de las fuentes de desesperación de todos los científicos, un motivo de batalla constante a lo largo de toda nuestra vida, es la obsesión que parecen tener casi todos los seres humanos por creer en fantasías y en quimeras. La ciencia no es fácil. Entender incluso la cosa más sencilla requiere muchos años de estudio, e incluso así, siempre hay miles de cosas que se nos escapan, porque la realidad es increíblemente compleja. Sin embargo, la ciencia es el instrumento más fiable de que disponemos.

Suspiró profundamente. Yo sentí que estaba cansado, y que yo conocía ese cansancio. Era el cansancio que produce intentar explicar las cosas, intentar defender una postura.

Quedamos los dos en silencio.

—Joseph —dije—. Wade ha muerto.

—¿Estas seguro de eso?

—Sí, estoy seguro.

—No puedes estar seguro. ¿Viste su cadáver?

—No.

—Entonces no puedes estar seguro.

—Es cierto, no puedo estar seguro.

—Pero lo estás.

—Yo ya no estoy seguro de nada —dije—. Pero estoy prácticamente seguro.

—Joder —dijo Joseph—. ¿Cuándo se acabará esto?

—¿El qué?

—No sé. Esto. Todo esto.

Estábamos los dos solos, sentados en las rocas, contemplando el valle que se abría a nuestros pies. Como dos viejos amigos que no se ven hace tiempo. Como dos viejos soldados que se cuentan uno a otro las batallas en que han estado.

—Una situación bastante tensa, la de estar los tres juntos, ¿no? —dije yo entonces.

—¿Cómo?

—Sophie, Leverkuhn y tú.

—Oh, sí, bueno —dijo riendo—. No te lo imaginas. Han tenido varios enfrentamientos terribles durante estos días.

—Y vosotros ¿estáis bien?

Joseph suspiró.

—No lo sé, John —dijo—. No lo sé.

—Vamos, doc. Tenéis que superar esto.

—Se acostó conmigo —dijo Joseph—. Estaba casada con Arno, pero se acostó conmigo. Y luego se acostó con ese tío, John. Algo así te da que pensar.

—Son circunstancias excepcionales —dije yo—. Tú ya sabes lo que pasó y por qué pasó. Deja de pensar en eso. Olvida lo que ha pasado.

—No puedo dejar de pensar en eso —dijo Joseph.

—Eso puede destruir vuestra relación —dije yo—. Tienes que borrar y olvidar. Ahora. Ya. De una vez y para siempre.

—Eso es fácil decirlo.

—Aprieta los dientes —dije—. Sigue adelante. Joder. Y no me digas que es fácil decirlo —añadí, señalando a mi pierna izquierda—. Si eres capaz de hacer esto, de cortar una pierna y que el tipo siga andando y hablando, entonces también puedes hacerlo en ti mismo.

Joseph quedó en silencio.

—Un hijo enfermo, Joe. Un niño de trece años que no puede respirar. Así, día tras día, noche tras noche.

—Había otras maneras —dijo Joseph.

—A lo mejor no las había —dije yo.

Esa tarde les vi hablando, sentados en unas rocas apartadas. Estaban uno sentado al lado del otro, de espaldas a mí. Luego Joseph le pasó el brazo por la cintura a Sophie y ella apoyó la cabeza sobre su hombro.

Hacía frío en las montañas, y tampoco era agradable. Cuando estábamos en la costa yo pensaba en el frío con nostalgia. Ahora que sufría el frío, pensaba en el calor con la misma nostalgia.

Brilla, mar del Edén
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