49
Llega Ariko
—Noboru —dije—. Durante los primeros días me preguntaste si habíamos visto dentro del avión un sarcófago dorado.
—Sí.
—Tengo curiosidad. ¿Qué había dentro de ese sarcófago?
—No lo entenderías —dijo.
—Soy capaz de entender muchas cosas —le dije.
Noboru se puso de pie y avanzó unos pasos en dirección al mar. Se detuvo en el borde de la sombra de las palmeras. Más allá comenzaba la infinita extensión de sol, la resplandeciente arena de la playa que se fundía imperceptiblemente con el mar dorado cien metros más allá y luego las extensiones de espuma, y las hileras de olas que avanzaban lentamente en dirección a la tierra, y luego el mar abierto, con sus colores irreales, cuya intensa hermosura tenía algo de castigo implacable, de melancolía infinita, de jardín falso y encantador. Era como el principio falso y encantador de las bellas historias de la infancia aquel color del mar, aquel azul, aquel verde, aquel turquesa, como la entrada de un bosque lleno de promesas, de pájaros con cabeza de mujer y estatuas que recitan hermosos poemas. El chillido sempiterno de las aves marinas, su circunlocución constante en busca de peces en los verdes valles de calma que había entre las olas rompía el encantamiento, y al cruzarse sus sombras sobre las olas y sobre la arena, el salvajismo regresaba una vez más al mundo y el verde jardín desaparecía. Y sólo quedaba lo que es realmente el mar, una máquina ciega, un inmenso músculo que late pausadamente, una fábrica de medusas y de actinias, una cúpula de cristal azul celeste bajo la cual se esconde una noche eterna, puntuada por el brillo de los calamares bioluminiscentes y poblada de horrendas criaturas ciegas.
Quedó en silencio, mirando obstinadamente en dirección a la playa y a las olas que rompían en la arena una tras otra, y yo no seguí insistiendo.
Unos días más tarde volví a coincidir con él en el turno de vigilancia de la playa. No era raro, porque yo pedía muchos turnos y porque Noboru y yo nos habíamos hecho amigos. Estábamos charlando de cualquier cosa cuando vimos que algo grande se dirigía hacia la playa flotando entre las olas. Parecía un cuerpo humano, pero luego vimos que era demasiado blanco y demasiado grande para ser un cuerpo humano. Nos acercamos hacia el agua, Noboru curiosamente encogido y encorvado, como si temiera una explosión y yo dando esos saltitos característicos de los que usan muletas. Se trataba de un tiburón muerto, un impresionante ejemplar de cuatro metros de largo. Era un tiburón blanco, un devorador de hombres. Con ese tamaño tenía la capacidad de partir un cuerpo humano por la mitad con un solo bocado. Noboru corrió al poblado para avisar y vinieron un grupo de hombres para trocearlo y llevarlo a nuestra despensa, pero llevaba demasiados días en el mar y había comenzado a descomponerse. Estaba lleno de diminutos cangrejos y de toda clase de parásitos repugnantes.
A partir de entonces, quién sabe por qué, el mar comenzó a escupir toda clase de derelictos en la playa del avión. Al día siguiente fue una tortuga gigante. Estaba viva todavía cuando llegó a tierra. Pensamos que a lo mejor venía a poner huevos, lo cual hubiera sido una buena noticia, ya que una tortuga pone cientos de huevos en una sola noche. Pero no era así. Venía a las playas de nuestra isla a morir, y a la mañana siguiente la encontramos ya medio devorada por las aves marinas. Yo recordé aquel sueño que tuve cuando estaba en el círculo de los meditadores. Hemos venido aquí a nacer, decía mi sueño. También la tortuga había venido a nuestras costas a nacer.
Dos días más tarde, fue una botella sellada con cera y con un mensaje en el interior. Dios mío, ¡una botella con un mensaje! Aquello sólo podía ser una broma. Yo me encontraba con Santiago en la playa en esa ocasión, y mi corpulento amigo no lo dudó un instante: rompió el cuello de la verde botella y extrajo el mensaje del interior con los dedos. Estaba escrito en un alfabeto incomprensible para nosotros, y contenía un pequeño mapa de la isla con una localización en algún punto de las montañas. A decir verdad, las letras escritas en aquel trozo de papel no parecían corresponderse con las de ningún alfabeto de los existentes en el mundo, y el mapa era tan esquemático que parecía difícil que a nadie le sirviera para encontrar nada. Más tarde lo mostramos a los otros náufragos y nadie reconoció los signos, aunque Roberto B. y Óscar Panero cogieron el trozo de papel para intentar desentrañarlo. Hovorka, el profesor de iconología, dijo que aquellos caracteres atractivos y exóticos pero poco convincentes le recordaban a los de la falsa escritura del Manuscrito Voynich, aparecido en Europa central a principios del siglo XVI y probablemente obra del mago renacentista inglés John Dee. Después de mucho trabajar, Roberto B. y Óscar Panero propusieron la siguiente traducción del texto, que estaría en una mezcla de francés, mapuche, italiano y náhuatl:
«El mundo es lo que es el caso. De lo que no se puede hablar, es mejor callar. Adolf Hitler».
Los argumentos con que defendieron su traducción eran tan ingeniosos y convincentes que muchas personas carentes de formación filosófica y que jamás habían oído el nombre de Ludwig Wittgenstein, quedaron convencidos de que aquélla era la traducción correcta. A partir de entonces comenzó a florecer la teoría de que en realidad Hitler no había muerto y que después de la victoria aliada había logrado huir de Alemania (dejando atrás dos falsos cadáveres de Eva Braun y de sí mismo para despistar a sus enemigos) y se había refugiado en aquella isla, y que estaba allí, escondido en algún lugar del interior, junto con un grupo de fieles miembros de las SS. Todos aquellos falsos salvajes y «guerrilleros» que nos habíamos encontrado en el interior de la isla serían entonces descendientes de aquellos nazis refugiados en aquel confín del mundo. Roberto y Óscar, como es natural, se divertían de lo lindo con su hoax.
El extraño mensaje de Adolf Hitler fue entendido como una justificación del Holocausto.
No fue éste el último derelicto llegado a la playa. Como siempre, las posibilidades bordeaban entre lo imposible y lo improbable, entre la casualidad y el milagro, entre el cero y el infinito. Noboru y yo estábamos de nuevo en el puesto de vigilancia cuando vimos que entre las olas venía algo flotando. Pero esta vez no era ni un tiburón muerto ni una tortuga avejentada ni mucho menos una botella con un mensaje. Se trataba de una enorme caja dorada que tenía la forma de un sarcófago.
Corrimos los dos en dirección al agua, y Noboru se lanzó a las olas para sacar el sarcófago a la arena. Jamás le había visto tan nervioso y excitado. Emitía ruidos salvajes de felicidad, extraños sonidos que estaban entre el gemido y el grito. Yo no podía ayudarle, porque a duras penas podía mantenerme en pie sin caer rodando, de modo que tuvo que ser él solo el que tirara del enorme sarcófago hasta sacarlo del agua. Era muy grande, pero no parecía excesivamente pesado. Debía de tener un metro de altura aproximadamente por más dos metros de largo, y tenía una forma muy elegante, con incisiones paralelas a lo largo de las caras más largas y un bonito moldeado en la tapa, que estaba atornillada al cuerpo del sarcófago mediante diez palometas. No sé de qué material estaba construido, probablemente de algún metal muy ligero que luego había sido laqueado con una pintura metálica de tono amarillo dorado muy brillante. Tenía dos asas a cada lado, también laqueadas en amarillo metálico, y una quinta asa en la parte delantera, que era la que utilizaba Noboru para tirar del sarcófago y arrastrarlo sobre la arena.
—¡Mira! —se puso a gritar, dando saltos como un loco—. ¡Mira, John, mira! ¡Ha salido del avión! ¡Ha encontrado su camino ella sola! ¡Ella sola ha salido de la bodega y ha venido a mí! ¡Ella sola!
Yo no acababa de entender qué significaba aquello de «ella». ¿Se refería al sarcófago?
Sin dudarlo un instante, se puso a desatornillar las palometas, una por una. Cuando estuvieron todas sueltas, buscó en la parte delantera del sarcófago y abrió un pequeño panel que hasta entonces resultaba invisible. En el interior había dos botones y una especie de llave. Noboru apretó uno de los botones, luego el otro, dejó pasar unos segundos y a continuación hizo girar la llave. Se oyó un soplido poderoso, como el que suelen emitir los sistemas hidráulicos, y la tapa se elevó, separándose dos o tres centímetros del cuerpo del sarcófago. A continuación, Noboru la cogió y fue tirando de ella hasta deslizarla por el lado derecho del sarcófago y dejarla apoyada sobre la arena. Ahora el sarcófago estaba destapado, pero yo no me atrevía a acercarme para mirar en el interior. Lo único que veía era algo así como un forro color violeta oscuro, quizá de terciopelo. Noboru tampoco se acercaba, y después de dejar la enorme tapa dorada caída sobre la arena y apoyada en el costado del sarcófago, se retiró unos metros y se quedó inmóvil y con los ojos bajos. Dije su nombre en voz alta y él me hizo señas con la mano de que esperara unos instantes. Entonces oímos unos sonidos en el interior del sarcófago. Algo se movía allí dentro.
Enseguida pudimos ver de qué se trataba. Una muchacha japonesa como de veinte años, perfectamente maquillada y con un uniforme de azafata de congresos, acababa de incorporarse en el interior del sarcófago. Miró a su alrededor, y al ver a Noboru sonrió. Luego se puso de pie. Llevaba un traje de chaqueta color azul cobalto muy elegante, chaqueta con solapas y botones dorados, falda corta muy entallada y un bonete azul sujeto con un par de alfileres a su negra cabellera, guantes blancos y una plaquita plateada con su nombre en letras rosadas en la solapa izquierda de la chaqueta. Era una muchacha bellísima, con una piel color melocotón y un rostro intensamente delicado, con labios perfectos pintados de rosa palo y unos ojos grandes y oscuros. Se acercó al borde del sarcófago y Noboru la ayudó a salir. Llevaba medias oscuras y zapatos negros de tacón. El nombre que se leía en la placa de su solapa era Ariko. Pensé que hacía mucho tiempo que no veía a nadie tan limpio y aseado. Su maquillaje era perfecto. Su peinado era perfecto. Sus negros cabellos lisos y resplandecientes eran perfectos. Su atuendo era perfecto. Incluso el bolsito que llevaba colgado del hombro izquierdo era perfecto.
Comenzaron hablando en japonés, pero enseguida Noboru regresó al inglés. Ariko hablaba un inglés excelente, con sólo una sombra de acento.
—Querida Ariko —dijo Noboru—. Cuánto tiempo.
—Señor Yamatori —dijo ella sonriendo tímidamente y haciendo una ligera inclinación de cabeza—. Kamarai Corporation está encantada de darles la bienvenida a su Congreso Anual y espera que disfruten durante su estancia en nuestro… en nuestro… Vaya —agregó mirando a su alrededor—. Vaya… ya no estamos en el Congreso, ¿verdad?
—No, Ariko —dijo Noboru—. Y no tienes que llamarme señor Yamatori. Mi nombre es Endo Noboru, pero puedes llamarme simplemente Noboru. Este caballero de aquí se llama John Barbarin.
—Oh —dijo ella volviéndose a mí y haciéndome una reverencia—. Encantada, señor Barubarin. Mi nombre es Ariko. Será para mí un placer atenderle en todo lo que… en todo lo que…
—Ariko —dijo Noboru—. Síguenos, por favor.
Regresamos a nuestro puesto de observación, y Ariko nos seguía caminando con cierta torpeza sobre la arena. Yo no podía apartar los ojos de ella. Era tan hermosa, tan perfecta, que me parecía casi un ser sobrenatural. Cuando mis ojos se cruzaban con los suyos, ella bajaba el rostro y sonreía tímidamente. Me pareció que una de las veces se ruborizaba. Luego nos sentamos de nuevo a la sombra de las palmeras, y Ariko quedó de pie al lado de Noboru con las manos cruzadas en la espalda y las rodillas juntas. Parecía casi una niña en aquella postura.
—Dime, Ariko —le dijo Noboru—. ¿Qué piensas de este lugar?
—Es muy bonito —dijo Ariko mirando a su alrededor con curiosidad y guiñando un poco sus bellos ojos oscuros—. Sin duda un lugar perfecto para pasar unos días de descanso. Fuera de las obligaciones y de la rutina.
—¿Te gustaría bañarte? —preguntó Noboru.
—¡Oh, señor Yamatori! —dijo ella soltando una risita, ruborizándose intensamente y cubriéndose la boca con una de sus manos enguantadas—. Usted sabe que yo no sé nadar.
—¿De verdad? No lo sabía —dijo Noboru suspirando—. No sabes nadar. Sí, supongo que hay muchas cosas que no sabes hacer.
—Puedo cantarle una canción si lo desea —dijo Ariko—. Sé muchas canciones, tradicionales y también modernas. O recitarle un poema.
—No, no, gracias —dijo Noboru—. Y no me llames Yamatori. Mi nombre es Endo Noboru.
—Pero usted dijo que era el señor Yamatori —dijo la muchacha con extrañeza.
—Mentí —dijo Noboru—. Mi verdadero nombre es señor Endo. Endo Noboru. Noboru.
Luego quedó en silencio. La muchacha cruzó las manos sobre el regazo y quedó inmóvil y en silencio también. A mí me parecía extraño que estuviéramos los dos sentados y ella de pie a nuestro lado. Una falta de educación.
—Noboru —dije por fin, hablando en voz baja para que la muchacha no pudiera oírnos—. Esa mujer estaba dentro del sarcófago.
—Sí —dijo él—. En efecto.
—Pero lleva semanas herméticamente cerrada, sin comida ni bebida ¡ni aire! ¿Cómo es posible?
—Es posible porque no está viva —me dijo Noboru susurrándome al oído para que Ariko no pudiera escucharnos—. Por eso es posible.
—¿Es una autómata? —pregunté sorprendido.
Noboru asintió, murmuró las palabras «inteligencia artificial» y luego apartó el rostro. Pareció pensar algo intensamente y luego le dijo a Ariko que fuera al sarcófago y trajera la maleta que encontraría en el interior. Le dijo que encontraría una maleta metálica amarilla y otra azul, y que debía traer la amarilla. Ariko hizo una pequeña reverencia y echó a caminar en dirección al sarcófago. Balanceaba ligeramente las caderas al andar.
—Sí —dijo entonces Noboru sin mirarme a los ojos—. Un modelo V-5000 diseñado específicamente para trabajar como azafata de congresos, para hacer presentaciones, sostener conversaciones intrascendentes, asistir a cenas, reír ante cualquier cosa que le digan y sostener con elegancia una copa de champán. La robé en una exposición sobre Inteligencia Artificial celebrada en Los Angeles. Vale millones de dólares, ¿sabes? Es un prototipo.
—¡Un prototipo! —dije yo.
—Vale millones —insistió Noboru—. Si me atrapan, me sacarán las tripas. Mi intención era vivir con ella en mi cuarto del Hotel de la Ciencia y ser felices para siempre. Pero ya ves, hemos acabado aquí, tomando el sol y sufriendo picaduras de mosquitos veinticuatro siete.
—¿Felices? —dije yo escandalizado—. ¿Pensabas ser feliz con una máquina?
—Pero ¿qué dices? —dijo él muy enfadado—. ¡Si es perfecta! Y no te puedes imaginar cómo es el sexo con ella. Es una amante maravillosa. Jamás te niega nada. Jamás tiene «dolor de cabeza».
Yo le miré con gesto de extrañeza.
—Sé que esto te sonará muy machista —dijo Noboru bajando los ojos avergonzado—. Lo siento. No quería que sonara de ese modo. Yo la respeto, ¿sabes? Siento amor por ella, verdadero amor. No es mi esclava sexual. No la humillo. Ella y yo no fornicamos, hacemos el amor. Si la tratas mal, si le hablas mal o le das un bofetón, se echa a llorar o corre a encerrarse en el baño. No, no está programada para ser la esclava de nadie.
—Y sin embargo lo es —dije.
—Tengo que pedirte algo, John —me dijo con gesto de tremenda angustia, mirando a Ariko que regresaba ya del sarcófago con una pequeña maleta amarilla en la mano—. No le digas a nadie lo que es Ariko en realidad. Es muy importante. Y otra cosa: no se lo comentes a ella.
—¿Qué no le comente qué?
—No le digas que es una autómata. Ella no lo sabe. Cree que es una persona real.
—¿Que ella no lo sabe?
—No, no lo sabe. Y no quiero que lo sepa.