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Nos atrapan los guerrilleros
Pero contaré lo que sucedió después de que Gwen, o Carmen, o como fuera que se llamase, me disparó en el pie izquierdo y yo estaba por el suelo retorciéndome y gritando como un animal. La frialdad con que me disparó no fue menos desconcertante que la frialdad con que ella y los demás nos trataron después. La situación era en verdad extraña porque ella, aparentemente, me había disparado porque yo no me callaba. Claro que hay otra explicación: me había disparado porque yo había contado que ella y yo nos habíamos acostado, quizá dejándola en evidencia ante George. Pero luego, uniendo cabos, llegamos a la conclusión de que la verdadera razón era la primera. Nos habían dicho varias veces que nos calláramos, que mantuviéramos la boca cerrada, que no querían oír el sonido de nuestra voz, y George en un determinado momento se había puesto a tocar su ocarina (y había estado un largo rato tocando, hasta quince o veinte minutos) para mantenernos callados. Quizá ésa hubiera sido también la razón de que le hubieran cosido los labios a Eileen: mantenerla callada e impedirle que hablara y que sonara el sonido de su voz. Cabía preguntarse el porqué de todo aquello. Pero en aquellos momentos, con un hombre herido retorciéndose en el suelo y aullando de dolor no era el momento de preguntarse nada. Joseph les pidió a George y a Gwen ayuda médica, les dijo que aquella herida necesitaba reposo, pero ellos replicaron que no tenían intención de prestarnos ayuda de ninguna clase, que lo sucedido era culpa mía por no obedecer. Luego nos ordenaron que nos pusiéramos de pie, nos condujeron a la salida del poblado a punta de pistola y nos dijeron que regresáramos a nuestro campamento, que les explicáramos a los demás cuáles eran las normas y que bajo ningún concepto se nos ocurriera volver a adentrarnos en la isla. Lo más extraño era que nos trataban con miedo, con miedo y con asco, como si fuéramos nosotros los que les amenazábamos a ellos. No podíamos entender por qué.
Echamos a caminar, yo sostenido por Joseph y por Wade y a punto de perder la conciencia, sintiendo cómo me chorreaba la sangre caliente. Unos doscientos o trescientos metros más allá, cuando perdimos de vista a los falsos salvajes y el falso poblado aborigen, nos detuvimos, me tendieron en el suelo y Joseph me curó y me vendó la herida lo mejor que pudo. Habíamos llevado alcohol, vendas y antiséptico en prevención de posibles heridas, pero los falsos salvajes habían registrado nuestras mochilas y se habían quedado con toda la comida y con las medicinas que llevábamos. Wade cortó unas ramas de arbolitos jóvenes y con la lona que habíamos llevado para protegernos de la lluvia construimos unas parihuelas rudimentarias para poder transportarme. Nos quedaban, aproximadamente, dos días de viaje hasta el poblado, quizá tres contando con la incomodidad de tener que transportar a un hombre en camilla. Así comenzó el horror.
Tardamos casi un día entero en llegar al valle donde habíamos visto al Hombre Azul, cuyo inmenso cuerpo transparente buscábamos todos, creo, con una vaga esperanza que aún no tenía forma, o quizá con un temor también informe e innominado. Quizá porque el azul es un color esperanzador, quizá simplemente porque aquella criatura parecía el producto de un sueño. Llovía casi continuamente y no teníamos provisiones, ni tampoco protección contra la lluvia ahora que usábamos la lona para transportar mi cuerpo herido y maltrecho. Yo sufría lo indecible. Sentía un rayo de fuego quemándome el pie izquierdo, el tobillo, la pantorrilla, y la incomodidad de mi transporte hacía que me doliera además todo el cuerpo. Mi cabeza giraba de un lado a otro y rebotaba sobre la lona casi a cada paso. El traqueteo constante me aturdía y hacía que me sintiera desorientado, a veces sin acabar de saber si estaba boca arriba o boca abajo, o si avanzábamos en la dirección de mis pies o en la de mi cabeza. Me subió la fiebre y no teníamos nada con que bajarla. En estas circunstancias la lluvia era casi una bendición. Caía incansablemente refrescando mi rostro ardiente, pero yo tenía que mantener los párpados cerrados para no recibir los goterones en los ojos y para evitar que se me llenaran de agua, como a los muertos. Wade fabricó con telas, correas y bejucos unos correajes para poder llevar la camilla colgando de los hombros en vez de tener que sujetarla a pulso agarrándola con las manos, y en los descansos veía los hombros desollados de mis compañeros de expedición, las llagas y la sangre y las hileras de lágrimas que corrían por sus rostros sucios y vencidos. Yo pensaba que no lo lograríamos, que moriríamos todos en aquel jardín enfermo lleno de insectos y lleno de lluvia, poseído por un silencio espectral sólo roto por el ruido de las aves, los chillidos de los monos, el zumbido de los insectos y el chasquido de hierbas y cañas al caer bajo el filo del machete que abría la trocha (ya que nadie decía ni una palabra en aquellas marchas extenuantes), o quizá que mis compañeros no podrían resistirlo más y me dejarían allí tirado en mitad de la selva. El único plan sensato era alcanzar el río que recorría el valle, construir una balsa y bajar río abajo hasta el mar. Con un poco de suerte, este río desembocaría en nuestro río y nos llevaría directamente a casa. Con menos suerte (que era lo esperable después de todos los desastres que nos habían acaecido), tendríamos que recorrer unos kilómetros de costa para llegar al poblado. Pero cualquier cosa era mejor que atravesar aquella selva espesa, húmeda y palúdica, llena de zonas pantanosas y de charcos de agua estancada infestados de mosquitos. A veces teníamos que vadear lagunas cubiertas de lentejas de agua y de delicadas flores flotantes blancas y rosadas, cuyas aguas oscuras y limosas les llegaban a mis compañeros por encima de la cintura. Tuvimos suerte con las sanguijuelas, aunque en una de las lagunas mordieron a Joseph y a Sheila, que tuvieron que bajarse los pantalones para quitarse Sheila una en el vientre, cerca del vello púbico, y Joseph una en el pene, quizá el único momento del viaje en que sentí que alguien estaba peor que yo. Todavía recuerdo sus gritos: oh, shit, oh, shit, son of a godamm bitch, y su risa histérica cuando veía el animalejo horrible agarrado a su miembro y el asco infinito con que se lo arrancaba de allí sabiendo que, al no tener sal con que espolvorearlo (también nos la habían quitado los falsos salvajes), los dientes del parásito podían quedar dentro de la piel y provocar más tarde una infección. Cuando llegamos por fin a la orilla del río de aguas frescas y perfumadas, que fluía plácido hacia el norte, decidimos pasar allí la noche y construir la balsa al día siguiente. No teníamos nada de comer, y estábamos tan agotados que tampoco teníamos ánimos para ponernos a buscar nada comestible. Pero como era habitual en la isla, las cosas no sucedieron como nosotros esperábamos.
Ni siquiera tuvimos tiempo de buscar un buen lugar para instalar el campamento para pasar la noche. Fuimos capturados de nuevo. A nuestros asaltantes no les costó mucho rodearnos y cogernos por sorpresa, ya que lo último que esperábamos era ser atacados una vez más. En un principio todos creímos que los falsos salvajes del grupo de George y Gwen nos habían ido siguiendo y habían decidido hacernos prisioneros de nuevo, pero pronto nos dimos cuenta de que nuestros nuevos torturadores pertenecían a un grupo distinto. Iban vestidos como los típicos guerrilleros sudamericanos, con ropas militares de camuflaje, o bien de color caqui o verde hoja, y muchos de ellos llevaban gafas de sol y gorras de visera. Eran unos doce hombres y seis o siete mujeres, todos muy sucios y con aspecto salvaje y descuidado. Los hombres llevaban todos largas barbas encrespadas y algunos fumaban cigarros puros fabricados por ellos mismos con unas hojas que ellos llamaban tabaco pero que no creo que fueran realmente tabaco, ya que olían a hierba quemada, aunque a lo mejor se trataba verdaderamente de hojas de tabaco que no habían sido secadas de la manera correcta. Las mujeres tenían los rostros y los labios quemados por el sol y la piel estropeada por la vida a la intemperie. Tenían los dientes amarillos y estropeados y su aliento era fétido. Todos olían mal, y tengo la impresión (no, la certidumbre) de que no se lavaban muy a menudo. Iban armados con viejos Kalashnikov AK-47 y con subfusiles Ingram Mac-10, las armas favoritas de los terroristas, y varios de ellos, señaladamente Sebastian, que era su líder, llevaban ristras de cartuchos M-61 de ametralladora cruzándoles el pecho. De modo que o bien tenían una ametralladora en algún sitio, o bien aquellas cartucheras llenas de afiladas balas con cabeza de cobre no eran más que parte de esa exhibición de ferocidad que es característica de los guerreros de todas las épocas y también de los animales que pelean. Más tarde comprobamos que, en efecto, tenían dos ametralladoras M-60 colocadas en «nidos» camuflados en el interior de la selva, dos lanzagranadas RPG-7 rusos e incluso un lanzamisiles Mistral tierra-aire capaz de destruir un helicóptero a cuatro kilómetros de distancia.
A pesar de nuestro cansancio tuvimos que caminar casi una hora y media más antes de llegar a su refugio, que era un lugar verdaderamente espectacular. Se trataba de una serie de templos hindúes abandonados en medio de la selva, cubiertos de estatuas de Hanuman, el dios mono, y de esculturas de parejas copulando en todas las posturas posibles, recubiertas a su vez por encima de vegetación, de enredaderas y de lianas e incluso de ficus que crecían sobre muros y toranas. Yo contemplaba fascinado la visión de los monos dorados que trepaban por las paredes, casi perdido en el limbo que separa la vigilia del sueño, sin saber ya si lo que me parecía adivinar por debajo de la feroz, implacable cortina de lluvia era realmente lo que estaban viendo mis ojos mortales o si se trataba de un sueño. No sé exactamente cuántos templos había, quizá seis o siete. Algunos estaban completamente cubiertos por la selva, y otros parecían haber cedido ante el progresivo avance de las tierras pantanosas y haberse colapsado y hundido en el limo, ya que eran templos muy antiguos, quizá de más de mil años de antigüedad. Eran del estilo de los templos de Orissa, en el golfo de Bengala, con enormes torres de piedra de caras curvas conexas llamadas sikharas rematadas con piedras ciclópeas bulbiformes llamadas amalakas, y yo no podía comprender qué hacían aquellos templos propios del estilo más clásico y sereno del arte hindú en una zona tan alejada de la influencia del hinduismo. Años atrás, cuando era joven, me había sentido poderosamente atraído por el arte indio y me había convertido en una pequeña autoridad en estilos y períodos, y sabía que no había muestras de arquitectura india clásica más al este de la isla de Bali. Los estilos arquitectónicos más tardíos, los de Camboya, Tailandia o Java, tampoco se parecen mucho al estilo de Orissa, de modo que resultaba inexplicable encontrar templos tan antiguos hallándonos tan al este de las Célebes. Pasamos dos semanas en aquel conjunto de templos, y creo que tuvimos ocasión sobrada de comprobar su antigüedad. No eran construcciones cómodas ni estaban pensadas para la habitación de los humanos, y nuestros captores vivían allí como animales, durmiendo en lechos de paja o bien directamente sobre el suelo. Las estancias de los templos y sus elaborados techados piramidales o bulbiformes de piedra silícea sólo les servían para protegerles de la lluvia.
Los guerrilleros, como los llamaré de ahora en adelante, parecían muy alegres y siempre estaban en un estado de exaltación y casi de histerismo que yo no acababa de explicarme y que seguramente se debía al consumo de alguna sustancia psicotrópica que obtenían en la selva de forma natural. Zacarías, su líder, era un boliviano de unos cuarenta años bastante alto y fornido y con el rostro adornado de una rabiosa barba negra. Había además varios latinoamericanos, aunque debían provenir de países como Honduras, Perú, Nicaragua o El Salvador, cuyos acentos yo no sabía reconocer ni diferenciar, y había además varios norteamericanos, varios europeos (italianos, alemanes, un islandés, un español que se llamaba Pere y que siempre estaba mascando unas raíces blanquecinas y lanzando salivazos por el colmillo) y dos orientales, seguramente coreanos. Entre las mujeres había una rubia de grandes pechos que era la compañera de cama de Zacarías y a quien todos llamaban «Estrella Roja» y que era algo así como su lugarteniente. Digo compañera de cama porque ellos compartían a las mujeres a excepción de Zacarías, que sólo dormía con Estrella Roja, aunque tengo la impresión de que en ocasiones se la prestaba a sus dos correligionarios, un americano llamado Charlie que tenía un parche en un ojo y un italiano al que llamaban Ventimiglia y al que le faltaba la oreja derecha. Creo que Estrella Roja era nórdica, quizá noruega o alemana. Las demás mujeres, a las que sólo era posible distinguir de los hombres por su carencia de barba y el bulto de su pecho en la ropa, eran propiedad común, con lo cual los guerrilleros querían manifestar su repudio a la hipocresía de las normas burguesas y su desprecio por las instituciones tradicionales.
Se llamaban a sí mismos Ejército Popular de Liberación, y lo primero que nos dijeron, nada más llegar a su refugio y obligarnos a ponernos de rodillas sobre el suelo de piedra, a la entrada del más grande de los templos, fue que no esperáramos ningún trato especial, que todos nuestros «privilegios» quedaban abolidos, que éramos «enemigos de clase» y que lo más importante por el momento era nuestra reeducación política. Joseph dijo que lo más importante no era eso, sino atender al herido que traíamos con nosotros, y Estrella Roja examinó mi herida con notorio desinterés, y a pesar del aspecto espantoso que tenía el orificio de entrada, que era el único que yo era capaz de ver, declaró que era una herida limpia, que la bala había entrado y salido, y que no requería de cuidados especiales. Luego nos ataron los tobillos para que no pudiéramos escapar y compartieron con nosotros una cena frugal de raíces hervidas y de grisáceos trozos de carne asada cubiertos de moscas que me inspiraron un asco insuperable y que, a pesar del hambre que sentía, no quise ni probar. Vi que mis compañeros también miraron con desconfianza aquella carne. Wade preguntó de qué animal provenía, y los guerrilleros dijeron de muy buen humor y con muchas risas que se trataba de puerco. Pero no hay cerdos en esta isla, dijo Wade. Oh, sí que los hay, dijo Sebastian. Cerdos oscuros, una especie de cerdos salvajes muy peligrosos. Los cazamos a tiros. Como reían tanto, yo no estaba seguro de qué era lo que estaban diciendo ni tampoco si aquella carne provenía realmente de un animal comestible, quiero decir, de un animal.
Después de la extraña cena nos hicieron entrar en el interior del templo. Había varias estancias consecutivas. En la primera dormían todos ellos en jergones de paja y la siguiente la usaban como arsenal. Al fondo estaba el templo en sí, que en los lugares indios clásicos de culto no está pensado para recibir a los fieles, sino simplemente para proporcionarle una vivienda al dios, de modo que estos sancta sanctorum no suelen ser amplios ni acogedores ni mucho menos ventilados ni luminosos. Lo cierto es que el olor que había en el interior de aquellas paredes era indescriptible, un hedor mareante a excrementos y orines que se mezclaba con un nauseabundo olor a sangre, a carne podrida y a muerte. Para nuestra sorpresa, los guerrilleros iluminaban el interior con velas, que seguramente fabricaban ellos mismos, aunque no puedo imaginar de dónde obtenían los materiales para hacerlo. Nos condujeron directamente a la estancia del fondo, la correspondiente al templo y que se abría justo bajo la sikhara, la gran torre de piedra que tan impresionante resultaba desde fuera. Había allí dentro una monstruosa estatua de piedra de Hanuman, el dios mono, en una hornacina iluminada por las luces temblorosas y cambiantes de treinta o cuarenta velas, y las paredes estaban llenas de estatuas de apsaras (ninfas celestes), de nagas (hombres serpiente), de elefantes con howdahs y de parejas practicando el maithuna, todas ellas vigorosamente cinceladas por las sombras producidas por la luz de las velas y danzando sinuosamente con el movimiento de las sombras, aunque a diferencia de los templos indios dedicados verdaderamente al culto, la gran escultura del dios del viento estaba limpia y no cubierta de mantequilla roja, de ceniza y de pétalos de caléndula. Pero allí también había un culto, un culto de cierta clase. A los pies del dios mono, colocadas apretadamente detrás de las velas, había un gran número de fotografías en blanco y negro de distintos tamaños, muchas de ellas grises por la lluvia o amarillas por el exceso de sol, enmarcadas en marcos dorados desconchados por los golpes. Eran todas retratos de grandes líderes revolucionarios, y en medio de mi delirio (a decir verdad, no estoy seguro de qué parte de todo esto que estoy contando corresponde a la verdad y cuál al ensueño producido por la fiebre) reconocí a la luz fantasmagórica de las velas a Stalin, a Lenin, a Trotski, a Beria, a Marx, a Engels, a Pol Pot, a Béla È, al mariscal Tito, a Ceausescu, a Che Guevara, a Fidel Castro, a Mao Zedong, entre muchos otros rostros que no conseguía reconocer. Resultaba fascinante ver todas aquellas fotografías colocadas en el altar de un templo como si se trataran de imágenes de dioses, aunque no creo que los guerrilleros captaran la tremenda ironía de todo aquello. Los rostros en blanco y negro también parecían vagamente animados por el oscilar de las llamas. Yo los veía como rostros de animales, como cabezas de monos monstruosos. Pero he pensado más tarde, al reflexionar sobre este templo que reaparece a menudo en mis pesadillas, que quizá los seres humanos no seamos más que animales y monstruos, y que aquel templo levantado en honor al dios mono estaba en realidad dedicado a aquello que lo humano tiene de monstruoso. Nos hicieron sentarnos en aquel lugar oscuro, húmedo y maloliente y contemplar los rostros de todos aquellos dioses y semidioses del culto comunista, entre los cuales se encontraban algunas de las bestias más sanguinarias que ha producido la raza humana. Nuestra «reeducación política» comenzó esa misma noche.
Nos preguntaron si habíamos leído El manifiesto comunista. Yo dije que sí, pero al ser interrogado al respecto sólo pude recordar la primera frase del texto, que dice «un fantasma recorre Europa», y la última, «proletarios de todos los países, ¡uníos!», y fui incapaz de contestar las otras preguntas que me hicieron, todas ellas formuladas utilizando la más recóndita y esotérica jerga marxista. Utilizaban continuamente palabras como «praxis» y «dialéctica», «lucha de clases» y «pequeñoburgués», y se llamaban entre sí «camarada» o «ciudadano». A continuación Zacarías nos preguntó si conocíamos a los retratados en aquellas fotos. Entre todos no logramos decir los nombres ni siquiera de la tercera parte, de modo que quedaba demostrado que éramos «enemigos de clase» (de acuerdo con la presuposición de que todo aquel que no es marxista-leninista es un enemigo de la clase obrera) y también perfectos candidatos para una reeducación política que nos arrancaría las telarañas que llenaban nuestra cabeza y nos haría ver, por fin, las cosas con claridad.
—¡Todos esos hombres! —gritó Zacarías señalando las fotos que brillaban a la luz de las velas, hablando en un inglés macarrónico que a veces pasaba al español—. ¡Todos esos héroes de la revolución han sido calumniados! ¡Sometidos a campañas de desprestigio pagadas con el dinero de Wall Street y apoyadas por la prensa burguesa! ¡La propaganda capitalista ha hecho un buen trabajo! ¡Mentiras pagadas con la sangre de los explotados! ¡Los llaman asesinos! ¡Los llaman dictadores! Mirad con atención la sonrisa del padrecito Stalin. Observad sus ojos tímidos y bondadosos, llenos de la paciencia del campesino georgiano. ¿Es la sonrisa de un asesino? Observad la expresión del rostro del camarada Lenin, ese gesto lleno a partes iguales de inteligencia y de esperanza. ¿Es el gesto de un carnicero? No, no eran asesinos ni carniceros, lo que pasa es que tuvieron el valor, ¡los cojones, carajo!, de atreverse a cambiar el mundo. Hicieron lo que tenían que hacer. Y si algún burgués, algún explotador, algún capitalista acostumbrado a alimentarse con sangre humana cayó en el camino, carajo, esa pérdida no hará que derramemos lágrimas. ¿Cuántos siglos llevan ellos explotándonos, tratándonos como animales, comprándonos y vendiéndonos como una mercancía? ¿Asesinos? ¡Los asesinos son ellos!
Yo le dije, con ese valor temerario que da la fiebre, que no comprendía por qué nos llamaba a nosotros «enemigos de clase», que él no sabía nada de nosotros. Le dije que yo era de izquierdas y que siempre lo había sido. Al oír aquello, soltó una carcajada. Me preguntó mi profesión y le dije que era profesor de música. Me preguntó que dónde enseñaba y le dije que en una universidad de Estados Unidos. Luego preguntó las profesiones de los demás. Joseph dijo que era cirujano, Christian dijo que era masajista y Sheila dijo que era estudiante, Santiago dijo que era camarero en un restaurante de comida rápida en Sausalito y Wade, mucho más listo que todos nosotros, afirmó que era mecánico de automóviles. Esto último pareció complacer a Zacarías, ya que si Wade trabajaba en un taller era parte de la clase trabajadora, aunque fuera un proletario sin conciencia de clase y totalmente ignorante de los mecanismos objetivos de la historia. Me maravillé de que no se diera cuenta de que Wade le estaba tomando el pelo.
—Ya sé lo que quieres decir con eso de que eres «de izquierdas» —me dijo entonces, feliz de tener la oportunidad de tener una «charla política» conmigo—. Quieres decir que a pesar de que todos tus valores son burgueses y vives cómodamente en el paraíso del capitalismo, tienes una cierta dosis de mala conciencia y sabes que eres un parásito y que todo tu bienestar proviene de la explotación inmisericorde del Tercer Mundo. Y quiere decir también que tienes ciertas «ideas» progresistas pero que en realidad no pretendes cambiar nada y deseas con todas tus fuerzas que la revolución no llegue jamás. Esa «izquierda» tuya es una mierda, hermano —me dijo luego en español, habiendo comprendido que yo hablaba la lengua en que se sentía más cómodo—. ¡Democracia! ¡Libertad! Tú serás de los que defienden la libertad —dijo con tono sarcástico. Y luego continuó en su inglés macarrónico—: ¡Libertad! ¡La libertad burguesa es la libertad de comprar y vender! ¿De qué le sirve al proletario esa libertad? ¡Teoría, carajo! ¡Eso es lo que necesitamos acá! ¡Te-o-rí-a!
Siguió así, hablando a gritos, durante mucho rato. Nosotros nos quedábamos dormidos, y los otros guerrilleros nos despertaban a bastonazos. «¡No te duermas!», nos gritaban. «¡Dormir es de capitalistas! ¡Mantente despierto!».
Todos ellos miraban codiciosamente a Sheila. Sebastian nos explicó que en el Ejército de Liberación Popular no existía la propiedad privada ni tampoco la propiedad de los seres humanos, es decir, que las mujeres eran compartidas y que podíamos acostarnos con cualquiera de sus mujeres (excepto con Estrella Roja), y que Sheila tenía que entregarse también a los camaradas que desearan yacer con ella. Al ver lo furiosos que nos poníamos ante esta idea desistieron por el momento, pero era evidente que en el caso de que desearan disfrutar de la muchachita, quiero decir violarla, podrían hacerlo delante de nuestros propios ojos, ya que éramos pocos y estábamos atados y desarmados. Varias mujeres se quitaron sus camisas de camuflaje y mostraron sus cuerpos sucios, cuerpos de sorprendente belleza en algunos casos, ya que uno siempre se puede esperar cualquier cosa cuando una mujer se desnuda, y he comprobado que muchas veces son las mujeres menos agraciadas las que tienen los cuerpos más bonitos. Claro que ninguno de nosotros estaba de humor para aceptar tan generosa oferta. De modo que nos ataron de nuevo las manos y nos encerraron a los seis en un cuartucho que se comunicaba con la sala que utilizaban de arsenal, desde donde podíamos oír su orgía, que duró horas y horas y se prolongó, creo, hasta el amanecer.