80
Vida de Cristina

—Después de pasar un año en el ashram, en Rishikesh, me fui a Nueva York —me dice Cristina—. El hecho es que de vez en cuando aparecían por el ashram alumnos de un discípulo de swami Kailashananda que tenía, desde hacía bastantes años, un pequeño estudio de yoga en Nueva York. Casi siempre se quedaban desilusionados o confundidos con su experiencia en Rishikesh. El swami les parecía muy altivo, muy distante. La vida en el ashram les parecía muy dura. Era todo karma yoga, karma yoga, karma yoga, ¿comprendes? Servicio al gurú, servicio al ashram, servicio desinteresado, trabajo continuo, siempre a los pies del gurú, siempre convertidos como una mota de polvo o un mosquito insignificante frente a la magnificencia luminosa del gurú.

»Sin embargo, cuando hablaban de Dharma, su maestro de Nueva York, se les iluminaban los ojos. Me decían que Dharma era totalmente diferente de su maestro. Apenas insistía en las cuestiones teóricas que eran gran parte del aprendizaje del ashram, todos aquellos términos sánscritos, todos aquellos apuntes sobre piedras, sobre planetas y sobre números que tomábamos y que llenaban cuadernos y cuadernos. Dharma hablaba poco, y cuando lo hacía decía cosas muy sencillas y con mucho sentido del humor. Me contaban que era un hombre muy humilde, y que aunque tenía muchos seguidores y estaba comenzando a hacerse muy conocido, afirmaba que él no era ningún maestro, que era “sólo un instructor”. “Yo no soy un gurú”, decía, “sólo un instructor”. Y me sentí poderosamente atraída por esta voz que me llegaba de lejos, por este hombre que afirmaba que no era un maestro —en un mundo en el que todos se sienten maestros y todos se comportan como tales.

»Estaba cansada de la India. La experiencia fue muy dura. Todo era duro: el clima, la dieta, la soledad, la suciedad, los insectos, los animales por todas partes, el verano abrasador y el gélido invierno, cuando todo se cubría de nieve. Las experiencias interiores eran de gran intensidad, pero después de unos meses dejé, incluso, de experimentar alegría. Tenía que volver a Occidente. Quería conocer a Dharma. Y me fui a Nueva York, y conocí a Dharma, y se convirtió en mi maestro de yoga durante tres años.

—¿Dharma es un nombre corriente en los círculos del yoga? —pregunto.

—Sí, supongo que sí —dice Cristina—. Es un nombre sánscrito que significa «ley». ¿Por qué lo preguntas?

—Cuando hablas de Dharma, el profesor de yoga de Nueva York, supongo que no te refieres a Dharma Mittra…

—Dharma Mittra, sí —dice Cristina.

—Dharma Mittra, que tiene un centro de yoga en Nueva York, casado con una mujer judía que se llama Eva y también se dedica al yoga… Un hombre de origen brasileño, fuerte, moreno, de pelo rizado…

—Pero bueno —dice Cristina riendo—. ¿Tú conoces a Dharma?

—Le he conocido aquí, en la isla. Venía en el avión con su mujer.

—No es posible —dice Cristina—. Me estás tomando el pelo.

—Está aquí, en la isla —le digo—. Está aquí en estos momentos, en el poblado de la playa. Fue él quien me fabricó la pierna de madera que perdí durante la ascensión al volcán.

—No es posible —dice Cristina.

—Sí, es otra coincidencia asombrosa.

—¿Él te fabricó una pierna de madera?

—Sí. Perfecta, y con una articulación en el tobillo.

—Dharma siempre ha sido muy mañoso con la madera. En el centro de Nueva York se pasaba el día construyendo cosas, muebles, paredes, armarios, mostradores…

—Fue él también quien me ayudó a construirme mi cabaña, a los pocos días de llegar. En un principio yo pensaba que era un simple ebanista.

—¿Dharma está aquí, en la isla?

—Sí.

—No me lo puedo creer —dice llevándose las manos a la cara.

Así es como descubro que un año después de regresar de Rishikesh, ella se marchó a América y se instaló en Manhattan, a unas ciento setenta millas de donde yo me encontraba en aquellos momentos, y que vivió allí nada menos que tres años. Por espacio de tres años yo viví en Oakland, Rhode Island, y ella vivió en el East Village de Nueva York. Por espacio de tres años, la ventana de su apartamento de Saint Mark’s Place, Lower Manhattan, estaba a unos doscientos kilómetros, a vuelo de pájaro, de la ventana de mi estudio de mi casa de Oakland. Tres horas y media en coche. Unas cinco horas cogiendo un tren en la Penn Station y luego un autobús Greyhound desde Midmay.

De pronto, toda mi vida me parece absurda.

Estamos sentados en una de las terrazas contemplando el paisaje del valle. Éste ha llegado a convertirse en mi lugar favorito de la Universidad Blanca. La baranda de la terraza es un banco corrido de piedra blanca, que va trazando una línea ondulante. La piedra está tan pulida que tiene el lustre graso de la seda. Una higuera crece en un círculo abierto en las losas. En la pared más cercana trepa una frondosa buganvilla cuyas flores de intenso color rosa o morado (hay, en realidad, dos buganvillas diferentes entrelazadas) son visitadas por diversas jerarquías de avispas y mariposas. Hay algunas flores de buganvilla secas caídas en el suelo. Parecen falsas flores de papel. Nos sentamos en el banco de piedra y contemplamos el valle. Las paredes del cráter, cubiertas de bosque, van trazando una larga, majestuosa circunferencia. Las nubes, inmóviles a distintas alturas en el cielo azul, parecen flores que flotan en un estanque. Como todas las tardes, las golondrinas giran en el cielo.

Le costó mucho tiempo olvidarme, me dice, muchos viajes, muchas lágrimas. Finalmente conoció a otro hombre, y se enamoró de él. Y entonces comenzó de verdad el largo, difícil negocio del olvido. Esto sucedió cinco años después de nuestra separación. Le conoció en México, me cuenta, en un curso. Éstos fueron los años en que estuvo explorando el mundo del chamanismo. Años de viajes a Perú y a México, de breves estancias en México que luego se harían estancias más largas. En México D. F., en San Miguel Allende, en Real de Catorce, en Oaxaca. Este hombre era amigo de una señora mexicana que era amiga, a su vez, de las personas con las que ella estaba trabajando. Esta señora vivía en México D. F., en Polanco, en la Colonia Irrigación, y organizaba en su casa todo tipo de reuniones esotéricas. Casi toda la actividad espiritual de México D. F. pasaba por su casa, ya fueran monjes budistas, alquimistas, gentes de Aurobindo o de Carlos Castaneda, y ella misma, me cuenta Cristina, conocía a Castaneda y pertenecía a su grupo. Le pregunto el nombre de esta señora y me dice que se trata de María Teresa Eloísa, y al ver mis ojos de sorpresa me pregunta riendo con incredulidad si la conozco, si también la conozco, si también estaba ella en el avión que se estrelló. No, no estaba en el avión, le digo, y tampoco la conozco en persona. Pero hay una muchacha mexicana en el grupo que sí la conoce. Una muchacha llamada Xóchitl, y le hablo de Ana María y de Miguelito. ¿Miguelito de Pahuatlán?, pregunta Cristina. Sí, Cristina también conoce a Miguelito, también estuvo en Pahuatlán en varias ocasiones, aunque al principio Miguelito tenía una casa muy sencilla, de piso de tierra y paredes de cemento y para calentarse tenía que encender un fueguito y el humo se iba por un agujero del techo. Conoce a Miguelito, con él aprendió a hacer temazcales, a escuchar las historias de la flor del maíz y de la flor del cacao, a tener paciencia, a tener humildad, escuchó sus historias a la luz de un fuego, en la montaña, esas historias que llevaban a todos a la Segunda Atención, al mundo del ensueño. En su relato, Miguelito parece muy diferente a como aparecía en el relato de Óscar Panero, más grande, más misterioso, pero no cabe duda de que es la misma persona. ¿Cómo son posibles tantas casualidades?, le pregunto. ¿Cómo es posible reunir a un puñado de personas de todo el mundo al azar y que tantos se conozcan entre sí? ¿Cómo es posible?

—La idea de que en el mundo hay miles de millones de seres humanos nos hace perder la perspectiva —dice ella—. A lo mejor lo que sucede es que todos somos, en realidad, una familia. Una pequeña familia.

—Esta muchacha, Xóchitl, tuvo una horrible experiencia en Pahuatlán. Y esa señora mexicana se lo advirtió, le dijo que no volviera allí, que era peligroso. No sé qué vio en ella, o en lo que ella le contaba, que le hizo percibir un peligro.

—María Teresa es muy sorprendente —dice Cristina—. Es una mujer de conocimiento.

—La admiras.

—Es mi maestra, y también mi hermana —dice Cristina—. Si ella estuviera aquí, yo desearía que ella fuera Salomé.

Pero no quiero desviarme del tema que más me interesa. Ella me contaba que conoció a este hombre que sería su marido en casa de la señora María Teresa Eloísa, una noche, durante una reunión informal de amigos, y que al salir de la casa de María Teresa, caminando por las aceras en dirección a una avenida grande para coger un taxi, en una de esas noches verdosas de México, me dice, aunque no entiendo por qué las noches de México son verdosas y no azules o rosadas, se pusieron a charlar y se pasaron casi toda la noche hablando y caminando por la ciudad de México, por calles solitarias flanqueadas de jardines donde crecían grandes mimosas dormidas y árboles del coral y luego cafés nocturnos y locales decorados como en los años setenta y así terminaron, arrostrando todos los peligros de la noche mexicana, en la Alameda Central, hablando sentados en un banco y contemplando la aparición del amanecer por encima de los cristales azules de la Torre Latinoamericana. Él era bastante mayor que ella, un hombre maduro, me contó, lleno de humor y de experiencias, un hombre recio y apacible, gran caminador, con una larga vida a sus espaldas, con hijos ya crecidos y un par de esposas y alguna tragedia en su pasado, sin una fibra de imprecisión en su alma, sin nieblas ni rencores, con una mirada directa y tranquila, al tiempo realista y soñador. Y seis meses más tarde ya estaban casados. Se casaron en Baltimore, me dice, donde él estaba viviendo en aquellos momentos, en la iglesia de St. Stephen, un diecinueve de marzo. Me sorprende que el hecho de casarse, la fecha, el momento de la boda, sean importantes para ella. Cuando nosotros vivíamos juntos, en nuestra larga e intensa relación, nunca surgió el tema del matrimonio, y creo que para ninguno de los dos, al menos entonces, era importante sellar nuestra relación con un documento legal. Le pregunto si ella iba de blanco y me dice que sí, aunque no llevaba un traje de novia convencional. Le pregunto si llevaba algo azul, algo prestado, algo nuevo, y me dice que sí, sí, sí, claro que sí. De modo que Cristina se casó por la Iglesia vestida de blanco y con un ramito de flores de azahar en la mano. No, no eran de azahar, eran flores de endrino, me dice, preciosas y diminutas flores blancas de endrino. Le pregunto si sigue casada con él y me dice que sí. Sé que no tengo derecho a sentir dolor, pero a pesar de todo siento dolor. El dolor nunca pide permiso. Siento dolor y miro sus dedos, y vuelvo a ver en su anular el anillo que ya observé el primer día.

—Yo nunca te he olvidado —le digo.

—¿No?

—Creo que no ha habido ni un solo día, en todos estos años, que no haya pensado en ti.

—Pero había otra mujer —dice ella.

—¿Qué quieres decir?

—Entonces. Cuando yo estaba en Rishikesh.

—No. No había otra mujer.

—¿No?

—No había otra mujer. Nunca hubo otra mujer.

—¿No?

—No.

—Yo estaba convencida de que habías conocido a alguien. Siempre pensé que yo había sido la culpable de nuestra separación por dejarte tanto tiempo solo en Madrid. De pronto me marché, desaparecí, y estuve fuera casi un año. Y yo sabía que tú no sirves para estar solo. Sabía que no podrías estar solo tanto tiempo. Fue una irresponsabilidad por mi parte. Yo tuve toda la culpa de lo que pasó.

—En una cosa te equivocas —le digo—. Al final ha resultado que soy un verdadero maestro en eso de estar solo.

—Ah, ¿sí?

—He vivido solo desde entonces.

—¿Sí?

—Sí.

—Entonces, ¿no conociste a nadie mientras yo estaba en la India?

—No.

—Vaya, eso sí que es una sorpresa —dice.

—¿Por qué crees que conocí a alguien?

—Siempre he supuesto que eso fue lo que pasó.

—Nunca hubo nadie, ni entonces ni después.

—Pero habrás tenido relaciones.

—Muchas —digo—. Es decir, ninguna.

—Quiero decir que te habrás enamorado.

—No, nunca he vuelto a enamorarme.

—Pero habrás vivido con alguien, aunque sea una temporada.

—Pues no, la verdad es que no.

—¿No? ¿Nunca has vivido con nadie?

—No más de una semana.

—¡Una semana! —dice ella poniéndose las manos en la cara con cómica sorpresa.

—Siempre he sido un gato solitario —digo—. Un gato en busca de sensaciones.

—Entonces no te has casado, no tienes hijos —me dice.

—No.

—Pensaba que estarías casado y que tendrías hijos y que serías muy feliz en algún lugar de Estados Unidos. Siempre he pensado eso.

—No, Cristina. No tengo mujer, no tengo hijos. No tengo nada. Sólo tengo a mi perro Ballard. Él es el único que me espera.

—¿Tienes un perro? —ríe ella—. Jamás habría imaginado que tú tuvieras un perro. A ti no te gustaban nada los animales…

—No.

—¿Y entonces? ¿Cómo acabaste con Ballard? ¿Te lo regalaron?

—Lo heredé, por así decir. Pero enseguida me gustó tener un perro. Tener un alma que depende de mí, que me busca, que me espera, que me necesita. Oír su ladrido al llegar a casa.

Ella queda en silencio y se pone a mirar al valle, a lo lejos. Estamos envueltos por la sombra y por el perfume dulzón de la higuera. Pienso que sería muy fácil encaramarse al borde y saltar al vacío y terminar con todo.

—Cristina —le digo—. Tu marido… Ese hombre al que conociste en México y con el que te casaste…

—¿Sí?

—Es Ciran, ¿verdad?

—Sí —dice ella—. Es Ciran.

Ahora soy yo quien queda en silencio.

—Me gusta mucho Ciran —digo finalmente, sintiendo que me tiemblan los labios y las manos—. Nos hemos hecho buenos amigos.

—Sí, lo sé.

Ciran es su marido. Sí, lo sabía, lo intuía. Sin que nadie tuviera que decírmelo ya lo sabía. Pero las cosas no duelen de verdad hasta que no se manifiestan y las podemos decir con palabras. Lo que hace más daño no son las cosas, sino los nombres que les ponemos a las cosas. Ciran es su marido. Cristina es su esposa. No es mi esposa, sino la esposa de otro.

Entonces, ¿para qué he subido hasta aquí? ¿Por qué debía ascender hasta lo alto de la montaña?

Brilla, mar del Edén
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