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Estamos de vacaciones

Pasaban las horas, y nadie aparecía ni en el cielo ni en el mar. Casi todos los pasajeros se habían refugiado en la sombra de los cocoteros. Había muchos cocoteros en la playa, creando una amplia zona de sombra que era, además, refrescada por la brisa del mar. Eran los vientos alisios, que todos habíamos estudiado en el colegio cuando éramos niños. Joseph reclutó a un grupo de auxiliares para que le ayudaran con los enfermos. Tenía facilidad para hacerse obedecer y parecía además buen psicólogo, porque cada vez que se dirigía a alguien para pedirle que hiciera algo, la persona en cuestión le obedecía sin rechistar. Swayla fue una de las improvisadas enfermeras, pero enseguida empezó a ponerse blanca al ver las cosas que Joseph tenía que hacer, cortando y cosiendo heridas a lo vivo, restañando chorros de sangre con un puñado de kleenex sujetos con fuerza y entablillando brazos con cinturones, palos y cables, de modo que el médico la echó de allí enseguida, viendo que la joven no resistía la visión de la sangre. Por alguna razón, las mujeres parecían más dispuestas a cumplir con ese trabajo que los hombres. Una señora americana que debía de tener unos ochenta años se ofreció a ayudarle. Se llamaba Jean Jani y era de Ohio. Luego se ofrecieron también Sophie Leverkuhn, la esposa del famoso arquitecto de Los Angeles; Josephine Winslow, una mujer australiana, analista de sistemas subacuáticos de Sidney sin ninguna experiencia médica, y también Violeta Lubetzki, una señora argentina que, según dijo, había sido enfermera en su juventud y que en el presente era especialista en Tarot y en Ciencias Ocultas. Si sabes algo que yo no sé, le dijo Joseph, si sabes algo de magia, no nos vendría mal. Era encantador, aun en medio del desastre.

Éstas fueron nuestras valerosas enfermeras, ninguna de las cuales, a excepción de Violeta, tenía el menor entrenamiento médico: Jean Jani, de Ohio; Josephine Winslow, de Sidney; Sophie Leverkuhn, de Los Angeles; Violeta Lubetzki, de Buenos Aires; Ruth Sweelinck, la autora canadiense de ciencia ficción feminista, y también mi amiga Idoya. ¿Por qué sólo mujeres?

Wade, por su parte, juntó un grupo de tres hombres y dos mujeres y se fueron hacia el este para intentar localizar la cola del avión y ponerse en contacto con los supervivientes, en caso de que los hubiera. Volvieron una hora y media más tarde, aproximadamente. Habían caminado unos cuantos kilómetros por la costa sin avistar ni rastro del trozo perdido del avión. No era pensable que pudiera estar más lejos. El Boeing no podía haber avanzado más de dos kilómetros al caer al agua, y ellos habían caminado casi cinco costa abajo. De modo que todos imaginamos que la cola se había hundido en el mar y había arrastrado consigo a todos los desdichados que tenía en el interior, ya que de haber habido supervivientes, algunos, al menos, habrían logrado llegar a la costa. Esta noticia nos entristeció y nos asustó todavía más. De los cuatrocientos pasajeros que volaban en el Boeing, sólo habíamos sobrevivido unos ciento veinte. De los cuales, unos cuantos se debatían entre la vida y la muerte, mientras que unas tres decenas estaban heridos, con huesos rotos o con serias magulladuras.

Decidí no acercarme al improvisado hospital de Joseph. Cada uno conoce sus capacidades y sus limitaciones, y yo no puedo soportar las heridas ni la sangre. Además, me di cuenta de pronto de que estaba agotado. Agotado y sediento, tan sediento como no lo he estado en mi vida. Y no era el único en sentir el sufrimiento de la sed. La lancha, que ahora parecía haber quedado bajo la jurisdicción de Wade, acababa de partir en dirección a la aeronave para traer, entre otras cosas, todas las bebidas que hubiera a bordo. Durante mis expediciones al avión yo había tenido ocasión de beber, pero los náufragos de la playa, sometidos a una pérdida de líquido equivalente a la de un grifo mal cerrado, llevaban horas sin probar una gota. Recuerdo, sobre todo, el llanto de los niños. Lloraban de sed, de miedo, de cansancio. Pronto comenzarían a llorar de hambre.

Los siguientes viajes de la balsa se dedicaron a traer maletas del avión. Así fueron llegando a tierra cosas inverosímiles como, por ejemplo, una silla de ruedas (que, aparentemente, no pertenecía a ninguno de los supervivientes), unos palos de golf, también sin dueño, o un rifle de caza, un Lazzeroni dentro de su estuche de madera que pertenecía a Stephan Kunze, el millonario suizo. Había algunos que regresaban al avión para buscar sus cosas, e incluso se metían a nado en las bodegas inundadas para ver qué podían encontrar, poseídos por un espíritu que tenía mucho en común con el de los saqueadores de antaño o, realmente, de cualquier época. Es cierto que este saqueo estaba, al menos en parte, justificado: necesitábamos casi cualquier cosa que guardaran los equipajes, empezando por medicinas. Necesitábamos, en realidad, casi cualquier cosa que pudiéramos encontrar, prendas de ropa para fabricar vendas, bebidas, alimentos, productos de limpieza y de higiene. Pero no me parecía que todos los que iban al avión en estas expediciones de aprovisionamiento tuvieran propósitos loables. Yo mismo, que no tengo alma de ladrón, pensaba en las joyas, los diamantes, las pulseras, los relojes de marca.

Me senté en la arena para descansar a la sombra de los cocoteros. Me quité la chaqueta, la camisa y los zapatos y dejé las prendas de ropa dobladas sobre los zapatos. Llevaba, he de confesarlo, un absurdo traje color amarillo huevo, una camisa blanca con gemelos, una pequeña corbata color espinaca y un sombrero Stetson comprado unos años atrás a través de un anuncio de esos que aparecen en los márgenes de The New Yorker. Uno de mis absurdos trajes de Aschenbach que, según creía, me daban un sofisticado aire europeo e impresionaban a las damas de Oakland, una estúpida vestimenta de sahib, que ya resultaba excesiva en los veranos de Rhode Island y que aquí, en el trópico, era decididamente ridícula. Sí, ahora me resulta difícil entender por qué me había dado por vestir así. Creo que desde ese momento en que me quité el traje para vestir con ropa más ligera, ya no volví a ponérmelo. Ni siquiera sé qué fue de él.

A través de los gráciles troncos de las palmeras, la escena de la tragedia se transformaba en una escena de vacaciones. Algunos náufragos lloraban unos en brazos de otros. Otros estaban tendidos en el suelo, muriendo, algunos rodeados de amigos o de familiares, otros muriendo solos. Algunos sabían que estaban muriendo y lloraban y otros no lo sabían. Pero había no pocos de los náufragos que hablaban tranquilamente en grupos o paseaban relajadamente charlando sobre deportes o sobre atracciones turísticas de la India, el destino final de muchos de ellos. Algunos consultaban mapas o guías de viaje, Fodor’s, la Michelin, Lonely Planet, utilizando maletas a modo de asientos. Vi pasar a Christian y a Sheila, los dos jóvenes chilenos, caminando por el borde del agua. Habían recuperado sus trajes de neopreno y sus tablas de surf, y se dirigían a la boca de la bahía en busca de las grandes olas de mar abierto. Unos cuantos se bañaban en las aguas verdes maravillosamente tranquilas y transparentes de la bahía, algunos en bañador, otros en ropa interior. De pronto, me sedujo la idea de darme un baño, de sentir el frescor de las olas arrancándome el sudor y el cansancio, de modo que me incorporé y me dirigí hacia la orilla. Vi también a Swayla, que caminaba como yo en dirección al agua con un exiguo bikini naranja que revelaba al mundo la esbelta, huesuda, dorada cualidad de su belleza. Supongo que ya habréis adivinado lo mucho que le gustan las mujeres a vuestro viejo amigo Juan Barbarín. Supongo que ya sospecharéis que Ballard, el gentil perro de lanas, es el compañero solitario de un solterón impenitente, y que en la casa rodeada de olmos de Oakland, Rhode Island, un único cepillo acodado indolentemente en el borde de su vaso se refleja, noche tras noche, en el espejo del cuarto de baño. Normalmente no me siento atraído por las mujeres tan delgadas, ese tipo espigado y sinuoso que favorecen las revistas de moda y las pasarelas, pero en aquella ocasión mi fascinación fue absoluta. Swayla caminaba abstraída, mirando el suelo, nítidamente recortada sobre el resplandor del arenal, con el turquesa del mar a sus pies y el esmeralda del palmeral a su espalda, y por un instante me pareció estar contemplando a Eva dando sus primeros pasos en el Edén original. Tenía el pelo rubio cortado en media melena y un largo cuello que la asimilaba al reino de las aves o, quizá, al más apto de las gacelas. Le dije «Hey» y ella levantó los ojos y me dijo «Hey». ¿Te sientes mejor? le pregunté. Y ella me dijo: gracias por sujetar mi mano. No problem, dije. ¿Te vas a bañar? me dijo muy alegre. Ven, ven al agua. Tenía un vientre tan plano que los sobresalientes huesos de la cadera obligaban al bikini a separarse casi dos centímetros de la piel pálida y tensa, para luego marcar casi exageradamente la prominencia de la hipófisis púbica y el mons veneris. Le dije que no tenía bañador, y contemplé cómo Venus regresaba corriendo a la espuma. Tú no necesitas bañador, me dijo dejándose caer hacia atrás en las olas con los brazos abiertos. Regresé a las palmeras, me quité los pantalones, los coloqué doblados sobre mi pila de ropa y volví al agua vestido con mis boxers blancos de tela. El agua estaba tibia en la orilla, y avancé caminando sobre la arena hasta que me cubrió hasta el cuello. La maravillosa frescura del agua. El poderoso músculo del mar. El placer del baño después del sudor. Uno de los grandes peces rosados que había visto desde la balsa pasó apenas a un metro de mí por el agua transparente. No parecía agresivo, pero pensé en los enormes dientes de las barracudas y me dio miedo su compañía, de modo que regresé hacia la orilla.

Brilla, mar del Edén
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