46
Veo cosas raras en una palmera.
Roberto B. recita un poema

Wade y Santiago colocaron dos de las butacas del avión frente a la laguna, en una zona sombreada de palmeras, y ahora me pasaba allí sentado la mayor parte del tiempo, recuperándome de la fiebre y de la debilidad y leyendo los libros al azar que me traían mis amigos tomándolos prestados de la biblioteca de Jimmy Bruëll. La laguna ya no estaba tan animada como antes ahora que casi no había niños en el poblado, pero seguía siendo un lugar muy agradable, a medio camino entre las cabañas del poblado y la playa, un lugar tranquilo y refrescado por los vientos alisios, que me traían el aroma medicinal de los alcanforeros que crecían al otro lado. Leí mucho durante esos días. La temporada de lluvias iba quedando atrás y las temperaturas descendían. Ahora ya no llovía todos los días, y los chaparrones que caían eran breves y poco intensos.

Allí, sentado en mi butaca frente a la laguna, también recibía visitas. El gato me visitaba de vez en cuando. A veces soltaba un débil maullido. Me miraba a los ojos y ladeaba la cabeza. Yo le decía mentalmente ¿qué quieres?, ¿quién eres?

Un día estaba solo, sentado en mi butaca en mi lugar habitual, intentando leer una novela de ciencia ficción de Philip José Farmer, cuando de repente vi a Roberto B. caminando rápidamente en dirección a una de las palmeras más altas de la playa. Vi cómo se acercaba al tronco de la palmera y cómo empezaba a trepar por el tronco largo y pálido con la agilidad de un mono. Me quedé francamente sorprendido. No esperaba tanta fuerza física ni tanta ligereza en un intelectual que, por lo que a mí se me alcanzaba, tenía una existencia de lo más sedentaria. Vi cómo trepaba por el tronco a toda velocidad y luego desaparecía entre las hojas balanceantes de la copa. Pero ¿qué hacía aquel hombre allí arriba? Un rato después vi aparecer a Sheila, vestida con un exiguo bikini negro, y también la vi trepar por el tronco de la palmera y desaparecer entre las ramas de la copa. Pasó una media hora. Yo estaba sorprendido, y aún más, escandalizado. ¡Sheila y Roberto B. subidos los dos a una palmera! ¡Un encuentro secreto! Las grandes palmas rizadas del cocotero ocultaban lo que sucedía en el interior. El viento movía las palmas y hacía oscilar el largo tronco de quince metros de altura. Luego vi el rostro de Sheila aparecer entre las hojas de la palmera. Se había deshecho el moño, y la larga cabellera oscura le caía por los hombros. Bajó torpemente por el tronco hasta el suelo, miró a todas partes con aprensión sin llegar a verme, y desapareció. Unos minutos más tarde descendió Roberto B.

Él sí miró en mi dirección. No sé si me vio en un principio, pero yo levanté el brazo empuñando el libro que tenía en la mano y lo agité a modo de saludo. Él levantó el brazo y me saludó también desmayadamente. Luego echó a andar hacia donde yo estaba. Venía mascando un trozo de mandioca.

—¿Cómo se encuentra, compadre? —me dijo—. ¿Te queda tabaco, compadre?

—No fumo —dije—. En respuesta a la primera pregunta, tengo que decir que sin novedades, gracias.

—Philip José Farmer. A vuestros cuerpos dispersos —dijo leyendo el título de la novela que yo tenía en las manos—. No lo leí. ¿Es bueno?

—Dime una cosa, Roberto —dije—. ¿Qué andas haciendo tú con Sheila?

—¿Cómo? ¿Yo con Sheila? —me dijo subiéndose las gafas redondas sobre el tabique nasal y aparentando una absoluta inocencia.

—Os he visto —dije señalando la palmera—. Cualquiera podría haberos visto.

—Ah, eso —dijo siguiendo la dirección de la mirada—. Eso no es nada, compadre. La Sheila viene a que le corrija sus poemas, eso es todo.

—¿Sheila escribe poemas? —pregunté con incredulidad.

—Sí, hermano —me dijo—. Y muy buenos. Con mucha fuerza. Es una muchacha excepcional, la Sheila.

—O sea que ella te enseña sus poemas y tú se los corriges —repetí yo fascinado—. ¿Y Christian?

—¿Christian? —dijo él sorprendido—. ¿Qué pasa con Christian?

—¿Dónde encaja Christian en todo esto?

—Christian no escribe poemas, compadre. Y si los escribe, no necesita que yo se los corrija.

Hubiera querido indignarme, insultarle, decirle que dejara en paz a aquella muchachita. Pero no me salían las palabras porque mi indignación no era sincera. En realidad, me sentía poderosamente atraído por aquel chileno desgarbado, insolente, seductor, y no servía de nada que me dijera a mí mismo que aquel tipo no tenía escrúpulos, que era un Till Eulenspiegel y que se merecía el mismo destino que Till Eulenspiegel. Pero en vez de continuar con mi defensa moral de la amistad y de los lazos de la pareja, esto fue lo que salió de mi boca:

—Roberto B., ¿tú recuerdas alguno de tus poemas de memoria?

—Se nota que no habéi tratado mucho con poetas, compadre, porque ésos normalmente se saben TODOS sus poemas de carrerilla.

—¿Y tú?

—Yo me sé algunos solamente —dijo—. ¿Quieres escuchar uno?

—Por favor.

—Éste lo escribí con veinticinco —dijo después de pensar unos instantes—. Es un poco ingenuo, pero todavía me gusta. Se titula «Balada de Coyoacán».

BALADA DE COYOACÁN

Lo que sabemos

es sólo una parte de la historia,

seguramente no la mejor.

Todo es triste,

todo es siempre

triste al final.

El teléfono en la mano

el semen en la mano

una carta en la mano

un naipe marcado

siempre un naipe marcado.

Y sin embargo, a pesar de todo,

recuerdo la luz

en Coyoacán.

Recuerdo el camión

que corría entre los árboles

cuyas semillas rojas eran

como el coral.

Recuerdo a mi novia de la universidad,

su cabello largo

sus labios largos

sus pechos largos

acogedores como un puerto

lleno de silbos y duraznos

suaves como duraznos.

Recuerdo el rumor de la plaza

y la estatua

de los enormes perros plateados

y el pajarito amarillo

que elige tu destino.

Ella trabajaba en la librería.

Odiaba a Octavio Paz.

Todos lo odiábamos entonces

simplemente porque él era Octavio Paz

y nosotros no éramos nada.

Éramos trotskistas.

Leíamos a Gramsci y a Pasolini.

Éramos marxistas-leninistas.

Leíamos a Mao.

Ella se entregaba a muchos,

yo no me hacía ilusiones,

pero sus largos pechos me fascinaban

y también sus largas piernas

y el lugar donde se partía su cuerpo.

Odiábamos a los burgueses

y su moral posesiva.

Fumábamos después de hacer el amor.

Sudábamos sobre las sábanas calientes.

Bebíamos cerveza.

Ella tenía a otros

y yo sufría, sufría horriblemente.

Uno casi siempre sufre

cuando es feliz.

Había entonces muchos

flamboyanes

en Coyoacán.

En primavera se abrían:

fuego morado

invadía el mundo.

Todos decían: qué hermoso.

Pero yo veía vísceras

abiertas como en una carroña.

Vestigios de noches

de otro planeta.

Reflejos de horribles

mares morados

iluminando la noche

del día de Coyoacán.

Luces de nebulosas lejanas

en el cielo de las cafeterías.

Nebulosas en Arturo o en Andrómeda

donde todos vivíamos

otras vidas

como máquinas,

o éramos esclavos

de reyes extraterrestres.

Insectos en la lámpara

borrachos de sol y de tristeza.

Insectos en tus muslos iluminados,

abiertos como en la disección

de un batracio.

Ah, tu chingada madre.

Maldita huera.

Su abuelo era alemán,

maldita huera.

Recuerdo mis dedos dentro

de ella,

igual que los gusanos blancos

dentro de un mamey.

Ella era viscosa por dentro,

cálida,

me daba un poco de asco

pensar que allí dentro había

tantos gusanos blancos.

La vi un día morder un mamey

agusanado

y no dejar de comer,

con delicia,

con vergüenza.

Yo le escribía poemas,

ella los leía,

luego subíamos a su recámara,

hacíamos el amor,

y luego llovía

y yo lloraba

y ella se lavaba la vagina

en el lavabo,

a veces lloraba ella

y yo me limpiaba el pene,

a veces éramos los dos

los que llorábamos,

no sé,

a lo mejor no llorábamos y era

México, sólo eso,

la lluvia sobre México.

A pesar de todo

recuerdo Coyoacán

y los días de entonces

y el amor

y el camión pasando

bajo los árboles de coral

y los libros del Fondo

de Cultura Económica

y ella comiendo una guanábana

sin gusanos,

llena de pepitas negras,

y las sábanas manchadas.

Porque eso es ser joven:

tener las sábanas manchadas.

Eso es ser joven:

ver Hiroshima mon amour,

sentirse viejo,

sentirse muerto

sentir que todo ha terminado

amar sin esperanza

mientras cae la lluvia

en la ventana.

Eso es ser joven

sentir la lluvia

sentir la muerte

sentir la vida.

Nosotros sentíamos entonces la vida,

¿te acuerdas, huera?

Maldita huera

hija de la chingada.

Bella como la muerte,

llena de gusanos,

bella como una fruta

bella como el coral.

—¿México? —dije—. Pero tú eres chileno.

—Viví mi adolescencia y mi juventud en el D. F., compadre —me dijo—. Allá me hice poeta. Allá comencé a escribir.

—Me ha impresionado mucho —dije—. Es un poema de amor. Y de odio. De odio, y de amor, y de nostalgia, y de sexo. Y tiene como colores de ciencia ficción.

—Sí, compadre. Sobre todo en esa época yo andaba loco con la ciencia ficción.

—¿Y ahora? —le pregunté.

—Ahora las cosas cambiaron, compadre. Antes existía un género llamado «ciencia ficción», ¿no es cierto? A unos les gustaba y a otros no les gustaba. Pero ahora ya todo es ciencia ficción.

—¿Todo es ciencia ficción? —pregunté.

—Sí, huevón. ¿No te parece?

—Nunca lo había pensado —dije.

Roberto B. señaló la novela que yo tenía sobre las rodillas.

A vuestros cuerpos dispersos, huevón. Yo pienso mucho en ese libro desde que estamos aquí. Pienso en ese libro y en La invención de Morel y en Trama celeste desde que caímos en este lugar. Ves, esto que nos está pasando a nosotros, ¿no es ciencia ficción?

—Pensaba que no lo habías leído —le dije, un poco irritado e intentando no mostrar mi irritación.

—Yo lo he leído todo —me dijo con una sonrisa triste cuando se despedía, alejándose de mí con una mano levantada como el que se aleja por la noche en una estación de tren—. Sigue bien, compadre. Sigue bien.

Me daban ganas de decirle, ¿por qué mientes siempre? ¿Por qué siempre ocultas lo que piensas y lo que sabes? ¿Por qué siempre trucos? ¿Por qué siempre máscaras, fingimiento, por qué, por qué? ¿Es ésa tu forma de salirte con la tuya? ¿Es eso lo que has aprendido, lo que te han enseñado? ¿No conoces otra manera de hacer las cosas?

Sin embargo, los árboles del coral y la luz en Coyoacán, un barrio de ciudad de México en el que yo no había estado jamás, seguían como flotando en el aire. De pronto, todo aquello había cobrado realidad para mí. No sé, quizá fuera su voz. El camión entre los árboles del coral. El mamey agusanado. Luego pensé que el «camión» del que se hablaba en el poema debía de ser en realidad un autobús.

Uno de aquellos días tuve al fin ocasión de hablar con Sheila a solas. Le pregunté casi a bocajarro qué andaba haciendo con Roberto B. y vi que la muchachita se ponía de pronto muy nerviosa y se ruborizaba y no sabía adónde mirar.

—Ay, Johnny —me dijo, porque por aquellos días casi todos los latinos del grupo me llamaban así—. No sé qué decirte, huevón. Me enamoré de él. Me enamoré de él totalmente, y no puedo hacer nada por evitarlo. Lo intenté por todos los medios, pero no puedo, no puedo. Pero no digas nada, por favor, nadie sabe nada. No lo conté a nadie, y no quiero que nadie lo sepa. Y yo al Christian lo quiero, claro que lo quiero, lo quiero harto. Pero es que nosotros llevamos juntos casi desde que somos cabros. Desde que somos chicos… Yo siempre lo he querido al Christian, y nunca pensé en querer a otro, Johnny. Pero esto es más fuerte que yo. Cuando hacemos el amor siento cosas que no sentí nunca con ningún otro.

—Ay, Sheila —le dije—. Pero ¿qué estás haciendo muchachita? Y además en lo alto de una palmera. ¿A quién se le ocurre?

—¿La palmera? —dijo ella desorientada. Luego se puso roja—. Ay, no, Johnny. No, huevón. ¿Que tú pensaste que yo andaba garchando con Roberto B. en lo alto de la palmera? Ay no, Johnny, allá subo sólo para que me corrija mis poemas. Él sabe harto de poesía. Sabe harto. Me ve como en rayos X. Ve mis poemas como en rayos X. Es increíble.

—¿Tú escribes poemas? —pregunté.

—Ay, sí, desde que era cabra chica. Tú estás loco, Johnny, ¿eh? —me dijo riéndose y dándome puñetazos en el pecho y en los hombros—. ¿Pensabas que estábamos garchando allá arriba?

—¿Y qué voy a pensar?

—Eso sucede sólo en sueños —dijo Sheila—. En sueños él viene a mí y me hace el amor. Y es tan dulce, tan irresistible, Johnny. Y me dice cosas tan lindas, tan lindas. Pero es en los sueños. Es en los sueños, Johnny.

—Bueno, entonces no hay ningún problema —dije yo—. Sueñas con Roberto B. Tampoco es para ponerse así. Yo una vez soñé que hacía el amor con mi madre. Varias veces, de hecho. Los sueños son sólo sueños.

—Acá no, Johnny —dijo ella muy seria—. Acá los sueños no son sólo sueños. Acá los sueños son reales.

Brilla, mar del Edén
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