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Sufro un accidente

La mañana del tercer día fui testigo de un espectáculo asombroso. Me desperté cuando amanecía y vi que el manto de nubes que cubría siempre la cima de la montaña había desaparecido de nuevo. Ahora veía con claridad el perfil de la cima y me daba cuenta de que, en efecto, se trataba de un volcán, y que en el interior debía de haber un cráter muy grande.

Los pensamientos suicidas del día anterior, mis fantasías de dejarme caer por un barranco de mil metros, me habían abandonado. Me sentía de excelente humor y lleno de energías. Tenía el cuerpo dolorido, es cierto. La pierna izquierda me dolía mucho y también la parte baja de la espalda. En cuanto al pie derecho, lo tenía lleno de llagas y heridas, y me lo curé aplicando sangre de dragón en las heridas, por el recuerdo de haber leído en algún sitio que aquella savia había sido utilizada por árabes y romanos por sus propiedades curativas. Apenas me escoció, pero al cabo de unos cinco minutos de aplicármela comencé a sentirme mucho más aliviado. Me dije que sería útil llevar conmigo algo de aquella sustancia medicinal y gasté la primera parte de la mañana en extraer savia de los dragos que crecían un poco más abajo con el cortaplumas que me había regalado Leverkuhn, a fin de guardar la mayor cantidad posible de aquella sustancia pegajosa.

Estaba engolfado en esta curiosa ocupación, hiriendo la corteza con el cortaplumas, extrayendo savia roja de los troncos de los dragos y guardándola en uno de los cocos partidos que usaba para beber de los arroyos, cuando de pronto sentí algo parecido a una cuchillada en el pie derecho. Grité y dejé caer el coco al suelo. Me volví a mirar y vi una escolopendra que se deslizaba entre las piedras. Acababa de clavarme sus forcípulas en el talón, inyectándome una doble dosis de veneno. Grité de furia e insulté al animal por atacar el único pie sano que me quedaba. El dolor era intenso, y no haría sino aumentar en las horas siguientes. Apliqué sangre de dragón a las heridas e intenté convencerme de que el bálsamo me proporcionaba alivio, aunque al cabo de una media hora aparecieron edemas en ambas picaduras, lo cual hacía la aplicación de la savia cada vez más difícil y dolorosa.

Regresé a la cueva donde había pasado la noche, recogí mis cosas y me puse en marcha. Me pareció que había seres que se movían entre los troncos de los dragos. Parecían niños y niñas vestidos con ropas de flores. Tenían la cara pintada de negro y los labios pintados de colores. Dios mío, ¿es que la picadura de la escolopendra me estaba produciendo alucinaciones? Cuando me fijaba bien, los niños desaparecían.

El dolor de los edemas era ahora abrasador, aunque me parecía que la cumbre estaba muy cerca y que con un esfuerzo de un par de horas lograría al fin llegar al cráter del volcán. Ahora veía caras y formas humanas por doquier. Las veía en las rocas, en los troncos de los dragos con los que me cruzaba, en la corteza quebradiza de los árboles de la mirra, incluso en las nubes. Rostros grandes y melancólicos me miraban desde las nubes, sonreían, lloraban. Otros fruncían el ceño y abrían la boca para advertirme. Unos me maldecían. Una mujer me gritaba. Un joven soplaba con los carrillos llenos, como impulsando una nube-carabela sobre una vasta extensión dorada. A veces me descubría mirándome con insistencia la mano derecha, como si las líneas de la mano fueran un mapa. A veces me daba la impresión de que podía ver a través de la mano, como si mi mano fuera en realidad una lente.

La pendiente era ahora pronunciada y continua. La brisa era fresca incluso a pleno sol, pero yo sudaba como un condenado a causa del esfuerzo. El cayado me resultaba de gran utilidad, y me daba cuenta de que no habría podido llegar tan lejos de no haberlo tenido. Ahora me apoyaba en él con fervor, casi con furia. Comenzaba a presentir que tampoco aquel tercer día iba a ser capaz de alcanzar la cima del volcán tal y como me había propuesto, y el mero pensamiento de un fracaso me ponía furioso. Pero el dolor del pie derecho iba en aumento, y cada paso que daba era una tortura. Ahora sentía espasmos musculares en la pierna derecha. De vez en cuando me detenía para untarme con savia de drago, pero veía que las mordeduras se iban poniendo rojas y me temía que de seguir así acabaría por declararse la necrosis. ¿Qué haría entonces, con un pie cortado y el otro necrosado? ¿No sería lo más sensato dar la vuelta y regresar antes de que fuera demasiado tarde? Pero mi determinación de llegar a la cumbre era inquebrantable. Inquebrantable y suicida, me diréis. Inquebrantable y estúpida. Es posible. Uno no puede decidir a quién ama ni con quién sueña, pero a veces es posible decidir la propia muerte.

En la montaña, como en la vida, uno es la víctima de sus propias decisiones. Haber tomado la senda de la izquierda o la de la derecha, buscar el atajo o dar un rodeo, determina los peligros que uno irá encontrando. Sobre todo cuando el caminante carece por completo de experiencia, como era mi caso.

Durante varias horas avancé por una cornisa muy estrecha que corría paralela al abismo. No sé cómo acabé allí ni tampoco cómo al encontrarme en aquella angostura no decidí dar media vuelta e intentar el ascenso por un lugar menos peligroso. La cornisa comenzaba como un camino bastante ancho y cómodo que parecía ir rodeando la montaña, pero poco a poco la inclinación de la pared se hizo más acusada y el camino se hizo más estrecho hasta que terminó por convertirse en una cornisa de menos de medio metro de anchura, con una caída al vacío casi vertical, por la que vuestro amigo avanzaba cojeando penosamente con su pierna de palo, su cayado y su pie edematoso lleno de veneno. Creo que todo el rato pensaba que si el camino se hacía demasiado estrecho o demasiado inseguro (había muchas rocas sueltas, y a veces tenía que tantear las rocas con el cayado antes de pisarlas para asegurarme de que no se soltarían) retrocedería, pero el camino se estrechaba cada vez más y las rocas estaban sueltas y muchas veces se desprendían y caían al abismo, y a pesar de todo yo continuaba, como si detenerme me resultara imposible. Era como si el vértigo y el miedo a morir que sentía, en vez de paralizarme, me exaltaran.

Más tarde me he preguntado cómo podía existir un camino así. No podía ser un camino artificial, tallado en la roca quién sabe cuánto tiempo atrás, ya que se encontraba en una zona casi inaccesible de una montaña abandonada y por la que no había, ni seguramente había habido nunca, tráfico ninguno. No podía ser un camino hecho por los hombres, o por el paso de hombres y bestias. Tenía que ser una formación natural, un reborde que recorría la falda de la montaña en una zona donde ésta era casi vertical, seguramente el borde superior de una inmensa laja de roca.

Me preguntaba qué sucedería si el reborde por el que avanzaba se hacía todavía más estrecho, o si quedaba cortado por un desnivel ascendente o descendente que me fuera imposible de superar. Una voz me decía que me diera la vuelta, que si seguía avanzando por aquella ínfima cornisa suspendida sobre el vacío acabaría por matarme, pero la fuerza que me había llevado hasta allí seguía impulsándome. Llegó un momento en que el reborde por el que avanzaba era tan estrecho que tuve que hacer lo que tanto me había temido: tuve que ponerme pegado a la pared de roca y avanzar de lado, moviendo un pie y luego el otro, ya que no había anchura suficiente para caminar de frente. El reborde era ahora tan estrecho que las puntas de mis zapatos sobresalían sobre el vacío.

Intentaba no mirar hacia abajo, pero al mismo tiempo me resultaba imposible no hacerlo. Era aquél el lugar más hermoso del mundo. Ni siquiera el terror y el vértigo que sentía lograban mitigar la sensación de la belleza de aquel lugar. Estaba por encima de las nubes, alguna de las cuales flotaban sobre los barrancos, cañones y quebradas que me rodeaban, moviéndose lentamente hacia el nordeste.

Desde allí se veía gran parte de la isla. Me maravillaba encontrarme en un lugar desde el que podía contemplarla, si no en su totalidad, ya que la montaña por la que ascendía me impedía ver todo el lado occidental, sí de un extremo al otro, desde el océano del norte al océano del sur. Me maravillaba que fuera posible verla entera, abarcarla de una sola mirada. Veía también a los buitres volando por debajo de mí con sus alones pardos extendidos, oteando posibles presas en los valles y en el fondo de los cañones, y me dije que si aquellos animales enormes se decidían a atacarme, con sólo el roce de una de sus alas perdería el pie y caería al abismo. En lo alto, como surgiendo de la invisible cumbre, vi la nube blanca moviéndose lentamente, como un nenúfar blanco a la deriva en el inmenso estanque del cielo. Su movimiento no seguía el de las otras nubes, quizá debido a que se hallaba a mucha más altura. Estaba por encima de mí, pero no mucho más alta, me pareció, del punto donde yo me encontraba. Parecía estar realizando un viaje de reconocimiento por encima de la isla. Giró, siguiendo la forma del despeñadero y pasó por encima de mí y enseguida la perdí de vista a causa del desplome de la ladera.

El movimiento de la nube en lo alto, el movimiento de los buitres que planeaban sobre el valle con sus grandes alas extendidas, el movimiento de las sombras de las nubes sobre el paisaje, el movimiento de los ríos hacia la llanura y hacia el mar, el giro pausado del planeta. Movimientos que sucedían todos a la vez y eran, sin embargo, totalmente independientes unos de otros. Un concierto de voces pero una composición musical ausente. Heterofonía. Voces que suenan al mismo tiempo, sin verdadera relación entre sí. Había una desolada belleza en todo ello. Una belleza extraña que no solemos atrevernos a considerar, la belleza de lo que está ahí quién sabe por qué, la belleza de la vastedad de las cosas y también de su indiferencia, la belleza de la inmensidad anónima del mundo.

Creo que jamás había sentido de forma tan salvaje y pura la soledad. Recordé la sensación de Robinson cuando asciende a una altura y contempla por primera vez su isla. Me poseía esa especie de frenesí que debe ser común a los suicidas y a los santos. La sensación de haber llegado a un límite, eso que nunca sentimos en la vida y que siempre buscamos oscuramente. La sensación de la verdad, de vivir verdaderamente y de estar verdaderamente allí donde estamos y de ser verdaderamente, y de experimentar la existencia como la existencia debería ser, como sospechamos alguna vez que debería ser. Una sensación de águilas y de tiempo, de celebración y de vacío.

Esplendor, sensación de estar vivo. Por fin, por fin experimentar la existencia, por fin poder decir: soy yo, soy Juan Barbarín, y estoy aquí, y estoy vivo.

Grité al vacío que estaba vivo, y grité mi nombre, y nada en el vasto paisaje se conmovió de ningún modo. Mi grito de plenitud fue acogido por el mundo con serena aquiescencia.

Continué caminando por la cornisa durante mucho tiempo, no sabría decir cuánto. A mi me parecieron horas, pero es posible que fueran sólo treinta o cuarenta minutos más, porque el peligro y el miedo deforman nuestra sensación del tiempo. Llegó un momento en que el paso se hizo más ancho y pude seguir caminando de frente, poniendo un pie frente a otro y me di cuenta de que lo peor había quedado atrás y que había logrado superar el paso peligroso. La pared casi vertical que llevaba quién sabe cuánto tiempo rodeando se terminó. De nuevo pude acceder a una ladera por la que era posible ascender caminando. Al verme fuera de peligro, caí de rodillas sobre el suelo y di gracias a los poderes que me habían llevado hasta allí. No sé con quién hablaba ni a quién le daba gracias. No lo recuerdo.

Me encontraba en un canchal de rocas sueltas por el que el ascenso no era fácil, pero a mí me parecía cómodo como una avenida en una ciudad después de la cornisa estrecha por la que había llegado hasta allí.

La pendiente era bastante pronunciada, una cuesta de tierra morada salpicada de tefra, lágrimas de lava petrificadas en el aire millones de años atrás. Se habían creado en un día, durante una violenta explosión de lava y de rocas, y seguían en su lugar a través de los millones de años, y así seguirían, inmóviles en su lugar, durante millones de años más.

Alcancé la otra vertiente de la cresta por la que ascendía y pude comenzar a contemplar los valles y quebradas del lado occidental de la isla. La isla era más pequeña por este lado, y vi hacia el sur una amplia península que, supuse, era donde vivían los Insiders y donde se encontraba la Central. Vi una manchita blanca cerca de la costa, y supuse que aquello era Likkendala City.

La pendiente caía en derrota, casi vertical, en dirección a unas rocas de esas que suelen llamarse «chimeneas de las hadas», y que son creadas por la erosión del viento. Fue entonces cuando sucedió. Ya me había caído otras veces, pero nunca había experimentado una caída como aquélla. Supongo que tropecé con una piedra por no mirar con atención o que pisé con demasiada confianza una laja desprendida. De pronto mis piernas fallaron y me encontré volando por los aires y luego aterrizando dolorosamente sobre mis cuartos traseros y cayendo pendiente abajo. Caía y caía por una pendiente que me parecía casi vertical, compuesta por tierra y guijarros que caían conmigo levantando nubes de polvo violeta y sin poder agarrarme a ningún lado para detener mi caída. Veía confusamente que me acercaba a un abismo y me esforzaba por incorporarme y mirar hacia abajo para ver dónde podría agarrarme a fin de no ser arrojado al vacío y despeñarme. Vi que el terraplén terminaba en las erectas «chimeneas de las hadas» que acababa de admirar desde arriba, cada una coronada por su piedra suelta, y que más allá se veía el paisaje del valle en una caída libre de mil o dos mil metros. Pensé que iba a morir, y todavía seguía intentando agarrarme a algún sitio sin lograrlo. Finalmente, llegué a las rocas. No sabía cómo protegerme del impacto. Iba cayendo con las piernas por delante, que mantenía ligeramente dobladas. El choque con las rocas lo recibieron, pues los pies y las piernas. Sentí un violento tirón en la pierna izquierda, y noté que las correas que unían la pierna de madera al muñón se soltaban con fuerza y que la pierna de madera salía volando. Era como si verdaderamente me hubieran arrancado uno de mis miembros, aunque no había ninguna sensación de dolor. Vi cómo la pierna de madera saltaba por los aires, pasaba por entre dos «chimeneas de las hadas» y caía por las rocas. En el silencio que siguió la oí rebotar un par de veces más en las rocas, ladera abajo. No sé dónde cayó exactamente. A lo mejor sólo estaba a unas decenas de metros por debajo del lugar donde yo me encontraba, pero descender por aquel abismo con sólo una pierna y sin siquiera una soga para poder asegurarme hubiera sido un acto suicida. Era más que probable, por otra parte, que se hubiera destrozado en la caída. De modo que mi pierna izquierda había desaparecido, y ahora yo era un inválido perdido en mitad de la montaña.

Evalué rápidamente mi situación. Mi mochila seguía sobre mis hombros y había servido además para amortiguar posibles golpes en la cabeza y en la espalda. Me había dado un golpe tremendo en el coxis, tenía las manos desolladas y ensangrentadas por mis esfuerzos de frenarme durante el resbalamiento y la pierna derecha llena de arañazos, pero no tenía ningún hueso roto. La piel de los edemas de la picadura de la escolopendra no se había roto, como yo temía. Me incorporé ligeramente para contemplar mi situación, apoyándome en las manos y levantando el torso hasta poder poner en el suelo el pie derecho e impulsarme con él hacia arriba, y pude comprobar que más allá de las rocas y las «chimeneas de las hadas» que me habían detenido en mi descenso, se abría un abismo casi vertical. La pierna de madera estaba perdida.

Me volví a mirar el terraplén por el que había caído. Podría tener muy bien unos cien metros de caída, y me pregunté cómo diablos iba a poder subir por allí, dado que eran todo tierra y guijarros y no había puntos en los que apoyarse.

Grité de furia. Dije palabrotas, las peores que conocía en español y en inglés y luego en español de nuevo. Le grité a la isla. Le grité al Pohjola. Llamé a Wade a gritos. No había ninguna respuesta. Por encima de mí, los buitres volaban en círculos en busca de carroñas. El aire silbaba. Llamé a la nube. Llamé a Omé, el gigante azul. Le grité a Dios. Le dije cosas horribles, yo que jamás he creído en ningún Dios, pero a pesar de todo le grité a Dios, como si Dios fuera alguien y pudiera oírme.

Luego, con la garganta ronca de tanto gritar, temblando, sin aliento, decidí que si no intentaba salir de allí me vería sorprendido por la noche. Me di la vuelta y me enfrenté a la larga pendiente de guijarros. Curiosamente, y en contra de lo que había esperado, ascender por allí no resultaba muy difícil. Avanzaba con cuatro miembros, apoyando los antebrazos, la rodilla derecha y el muñón izquierdo y dejándome caer sobre el abdomen cuando me resbalaba a fin de apoyar la mayor cantidad posible de superficie corporal y detener la caída. Pero con tan poca inercia, cuando resbalaba y caía, apenas descendía unos metros. Y todo el rato seguía repitiendo insultos e inventando nuevos insultos. A veces lloraba de desesperación. A veces me reía, y las carcajadas me sacudían con tanta fuerza que tenía que dejarme caer al suelo y esperar a tranquilizarme, y luego volvía a ponerme a cuatro patas y a ascender y a soltar insultos a todo, a Pohjola, a Lewellyn, a Marianne, a Kunze, a Omé, a la isla, a la nube, a Dios, a la India, a Rishikesh, a los Estados Unidos de América, a Pierre Boulez, a Theodor W. Adorno, a los Cursos de Darmstadt, al serialismo integral, a las jotas, a la tuna, a España, a todas las cosas que he odiado en mi vida.

Logré llegar a lo alto de la rampa cuando se hacía de noche. Mi cayado estaba allá arriba, en el lugar donde yo había resbalado y caído. Me abracé a él como si se tratara de un viejo amigo. Avancé todavía a cuatro patas unos metros para apartarme de la peligrosa pendiente, y luego me incorporé con dificultad, apoyándome en el cayado y en mi dolorido pie derecho. El dolor que me causaba estar de pie era tal que me temblaba todo el cuerpo.

Estaba agotado y dolorido, pero tenía que buscar un lugar para pasar la noche. Avancé penosamente por entre las rocas, siempre hacia arriba. Olía a agua y a árboles del incienso y olía a hierba. Ya era casi noche cerrada cuando descubrí el brillo del agua de un pequeño estanque entre las rocas. Me maravillaba que a tanta altura y ya tan cerca (o al menos eso creía yo) de la cumbre del volcán, el agua pudiera brotar de la tierra de aquel modo. Por un momento pensé que se trataría de una poza mefítica llena de agua de lluvia estancada, pero olía a agua limpia. Había grandes rocas planas alrededor del estanque. Todavía conservaban el calor del sol. Me arrodillé al borde del agua, llené las botellas y bebí golosamente el agua fría, que tenía un ligero sabor mineral. Busqué un lugar con hierba cerca de las rocas. Me tendí en el suelo y me unté una vez más la picadura de la escolopendra con resina de drago. Estaba cada vez más espesa, y calculaba que al día siguiente estaría sólida y ya no podría utilizarla. El dolor no disminuía, y los edemas habían crecido de tamaño. Yo sentía el veneno circulando dentro de mi sangre, alcanzando el corazón, subiendo hasta el cerebro, deslizándose por las venas y por el sistema nervioso. No creía que el veneno de la escolopendra pudiera matarme, y tampoco parecía posible que después de tantas horas pudiera producirme parálisis, pero tenía convulsiones y me sentía muy mal, con fiebre, con frío. Estaba asustado, tanto que pensé en la posibilidad de rezar. Pero ¿a quién podría yo rezar?

Me acurruqué en el suelo, me cubrí como pude con el chal y a pesar de mis dolores y del frío y del miedo que sentía, enseguida me quedé dormido. Estuve toda la noche soñando con Cristina y con caballos blancos y con ciervos que entraban y salían de una casa muy grande que no tenía puertas.

Brilla, mar del Edén
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