57
La noche antes de salir
Sólo dejamos pasar un día entre el ataque con gas somnífero y nuestra segunda expedición al interior de la isla. Lo justo para prepararnos, juntar algunas provisiones y tallar unas cuantas gruesas y sólidas estacas de acacia koa con las que defendernos en caso de un ataque cuerpo a cuerpo, ya que casi todas nuestras armas, incluso las más toscas, habían sido destruidas por los atacantes. De modo que nos decidimos por los palos, las armas de los pobres. Las armas de los campesinos que no tienen nada. Eso éramos nosotros entonces, los desheredados, la escoria de la tierra. Seguramente, de acuerdo con una conocida teoría, también la sal de la tierra. Pero no nos sentíamos la sal de la tierra.
Éstos son, si la memoria no me falla, los que nos marchamos en aquella ocasión: Wade Erickson, Joseph Langdon, Bruce Griffin, Christian, Henry y Diffy (Daffodil) McCullough, Lizzie, Rosana, Roberto B., Óscar Panero, Jimmy Bruëll, Lougarou, Vijay Balakrishnan, Jung Fei Ye, el señor Lee, Udo, Arno y Sophie Leverkuhn, el doctor Sutteesh, Mike Garson, Lily Whittfield, Joaquín, Ignacio, Siddhi, un joven sueco del grupo de meditadores, y quien os habla, Juan Barbarín, bajo su propia cuenta y riesgo y con el compromiso de darse la vuelta y regresar si no era capaz de seguir el ritmo de los otros.
En aquel pequeño ejército de desarrapados atemorizados y pobremente armados iban casi todos los afectados directamente por la reciente incursión de los Insiders. Vijay Balakrishnan era primo hermano de Leelavati. El doctor Sutteesh, el esposo de Vrajavala. Lougarou era el novio de Alphée. Lizzie, la joven madre de Seymour. Bruce Griffin el esposo de Gloria Griffin y padre de Branford, uno de los niños desaparecidos. Rosana, la madre de Syra. Henry y Diffy McCullough, los padres de Adele y Estelle. Óscar Panero y Roberto B., amigos de Xóchitl, la muchacha mexicana raptada por los salvajes. Udo el novio de Di Di, la camarera de Brigitte Kunze. Arno y Sophie Leverkuhn, los padres de Sebastian y Carl. ¿Qué fuerza podría tener un ejército así, formado por padres, por madres, por novios? Aparte de los incondicionales, Wade, Joseph y quien os habla, este extraño ejército contaba con la presencia insólita de Jimmy Bruëll, que hasta el momento no se había destacado precisamente por su altruismo.
Decidimos seguir el rastro de nuestros atacantes e ir todos juntos. La estrategia no estaba a nuestro alcance, ni tampoco podíamos contar con el efecto sorpresa. McCullough, el padre de Adele y Estelle, un diplomático australiano que había sido embajador en diversos países (en Bolivia, y luego en Líbano, y después en Sri Lanka), sugirió que quizá pudiéramos hacer valer nuestros derechos razonando con los raptores. Dijo que la situación que estábamos viviendo no tenía sentido, que aquellos llamados Insiders no tenían ningún motivo para temernos ni para atacarnos, y que si averiguábamos qué querían exactamente de nosotros quizá pudiéramos llegar a un acuerdo.
—El embajador sigue creyendo en la bondad innata del individuo —dijo Jimmy Bruëll—. ¿Le molestaría demasiado si le llamara Panurgo?
—Me da igual lo que me llame —dijo él—, con tal de que me ayude a encontrar a mis hijas.
Aquel Jimmy Bruëll me parecía un tipo curioso. Me preguntaba qué le había movido a unirse al grupo de búsqueda. ¿Le habrían influido de algún modo los acontecimientos de los días anteriores? ¿Habría también él, en alguna medida y de acuerdo con sus propios términos, tocado fondo? Joseph y él se evitaban, pero creo que después de los puñetazos del día anterior había aparecido entre ellos una especie de vínculo, algo salvaje y atávico que yo no acababa de entender pero que intuía más allá de mis razonamientos de hombre civilizado.
La noche antes de partir me encontré a Wade sentado en la playa a la luz de las estrellas, contemplando el mar, alejado de los fuegos que se habían encendido aquí y allá y aparentemente, como suele decirse en las novelas, «sumido en cavilaciones». Cuando me vio (más bien cuando me oyó, ya que mi nueva pierna de madera hacía un ruido inconfundible sobre la arena y denunciaba mi presencia a muchos metros de distancia) me pidió que me sentara un rato para charlar con él. Tenía de nuevo aquel brillo en los ojos. Aquel brillo. Aquella sonrisa. Le pregunté en qué estaba pensando.
—Estoy pensando que a lo mejor nos estamos equivocando, John. Que a lo mejor no estamos reaccionando de la manera adecuada.
Sentado en el suelo, dibujaba runas y espirales en la arena con las yemas de sus dedos.
—¿Qué quieres decir?
—Tú has estado allí —me dijo—. Tú lo sabes. Tú sabes que en realidad es allí adonde deberíamos ir.
—¿Adónde? ¿Qué quieres decir?
—A ese lugar que tú llamas «La Pradera» —dijo Wade—. La expedición de mañana es inútil. Es inútil entrar en la isla y ponerse a perseguir a esos fantasmas que corren por el bosque. Tienen controlados todos nuestros movimientos. Nos observan con sus cámaras. Conocen la isla, disponen de armas, tienen aliados. No tenemos nada que hacer contra ellos. Jamás encontraremos a los niños si ellos no quieren que los encontremos.
»Hay un río, John. Al otro lado de las colinas —dijo, señalando hacia la oscura forma de la isla, que se elevaba a nuestra espalda—. Hay un gran río. Es una región templada. No hay selva por allí. Hay praderas a la orilla del río. Podríamos trasladarnos todos a vivir allí. Podríamos crear New Harmony allí, en las orillas del río. ¿Tú sabes lo que es New Harmony?
—Sí, lo sé. Nos lo contaste. Nos hablaste de Indiana y del río Wabash. Hay una isla llena de robles y de olmos. Hay una isla, y en la isla hay una pared de piedra. Y al otro lado de la pared hay una Pradera…
—Exacto, John, exacto. Mañana cuando salgamos yo no iré con vosotros. Tengo que regresar allí. Ahora he comprendido cuál fue mi error, John. Cometí un error. A lo mejor por esa razón he sido castigado.
Sostenía en la palma de la mano un poco de arena blanca, como si la arena fuera la prueba de su pecado. Polvo de crustáceos prehistóricos pulverizados, brillando a la luz de Orión y de las Pléyades.
—No has sido castigado, Wade —le dije, viendo cómo mi mayor esperanza se desmoronaba frente a mis ojos igual que la arena se desvanecía entre sus dedos entreabiertos. Viendo cómo la locura de la isla y cómo la injusticia profunda y el absurdo salvaje que estábamos viviendo habían empezado a minar su carácter de soñador y de héroe.
—¿No he sido castigado? —dijo Wade mirándome con su gran sonrisa—. Yo diría que todos estamos siendo castigados, John.
—Para que haya castigo tiene que haber culpa —dije yo—. Y tiene que haber un sistema de justicia, aunque sea un sistema perverso. Aunque sea cruel. Pero aquí no hay ninguna de las dos cosas. No hay culpa. Y no hay justicia. Por tanto, no hay castigo.
—No estoy de acuerdo contigo, John. Creo que cometí un error. Ya estaba dentro de la Pradera. En la Pradera hay dos niveles, uno más alto y el otro más bajo. Y en ese nivel más elevado hay una casa, con un gran árbol a cada lado. Tú lo sabes mejor que yo. Conoces ese lugar desde que eras un niño. Entrabas allí de niño y ni siquiera le dabas importancia. La casa está medio destruida. Los techos hundidos. Las ventanas rotas. ¿Es así como lo veías tú? ¿Era así también cuando tú estabas allí?
—Sí.
—Yo debería haber subido al nivel superior y debería haber entrado en la casa —dijo Wade mirándome con sus brillantes ojos azules—. Eso es lo que debería haber hecho. Eso es lo que uno debe hacer en la Pradera. Es también lo que debería haber hecho Santiago cuando encontró la Pradera. Debería haber subido a la parte superior y debería haber entrado en la casa. Sin embargo, hay distracciones. Hay trampas. La Pradera está llena de trampas. Parece que no hay nada, que está vacía. Eso es lo que nos maravilla de la Pradera, que está vacía. Pero no está vacía, John. Ahora lo comprendo.
—¿No está vacía?
—Está llena. Está llena de sí misma. Siempre llamamos «vacío» a un sitio donde no hay personas. En la Pradera no hay personas, pero está la propia Pradera. La Pradera en sí. Se trata de un lugar inteligente, John. Es un lugar lleno de trampas. Es un ser inteligente que se deleita engañándonos. Nos pone pruebas, una tras otra, y todos fracasamos, nunca logramos pasar las pruebas. Por ejemplo, la trampilla que hay justo en el centro, al pie del escalón que separa los dos niveles. ¿La recuerdas?
—Claro.
—¿Tú también la has visto, esa trampilla?
—Sí, creo que sí. Y también estaba cuando Santiago encontró la Pradera. Pero esa trampilla nunca me ha llamado especialmente la atención.
—Yo debería haber ignorado esa trampilla. Debería haber seguido hacia arriba, subir las escaleras que comunican con el nivel superior y entrar en la casa. Pero no lo hice. Me entretuve. La Pradera me engañó, y yo caí en el engaño. Me metí en la trampilla, bajé por aquella escalera hasta las entrañas de la tierra. Tenía el Paraíso a mi disposición, John, y me metí en el infierno. ¿Por qué?
—Cuando yo encontré la Pradera —dije yo, buscando las palabras cuidadosamente para intentar hacer entrar a Wade en razón—, quiero decir, cuando la encontré aquí en la isla, al fondo del túnel de la autopista, subí al nivel superior y me metí en la casa. No bajé por la trampilla. En mi Pradera también había una trampilla metálica en el mismo sitio. Pero yo no abrí la trampilla. Subí al nivel superior y entré en la casa, y no sucedió nada. No sucedió nada. Recorrí todo el interior de la casa, fui entrando en una habitación tras otra. La casa no es el Paraíso, Wade. La casa es sólo una casa. Es una casa en ruinas, con el techo hundido y las ventanas rotas, como tú mismo has dicho.
—No, no, no, John, no —dijo él agarrándome con fuerza de la mano y apretando la mandíbula con frustración y con furia—. Te engañó. Nos engaña todo el rato. Toda esta isla debe de ser su mayor engaño. Es posible que su capacidad de engaño y de ilusión alcancen a todo el planeta. Es posible que todo el planeta Tierra no sea otra cosa que una creación de la Pradera. Un laberinto de engaños para conducirnos a ella sutilmente y al mismo tiempo para evitar que la encontremos.
»Tú entraste en la casa… Interesante —añadió mirando al vacío con sus grandes ojos azules—. Sí lograste entrar… Pero no viste nada, no encontraste nada. Recorriste toda la casa y no encontraste nada.
—No había nada, Wade —dije yo.
—Sí, sí, tenía que haber algo en esa casa, algo que pasaste por alto. Seguramente viste algo, encontraste algo. Mira, hay sólo tres personas en esta isla que hayan encontrado la Pradera, y de los tres, sólo tú has podido entrar en la casa. Sólo tú lo has logrado, John.
—No había nada, Wade. Ya te lo he contado. Había unos cuantos muebles rotos. Un hombre azul pintado en la pared.
—Un hombre azul, sí.
—Ahora dime tú qué significa.
—Y el platillo volante. Estaba allí, ¿verdad?
—Sí, estaba allí.
—El platillo volante flotando por encima de la Pradera.
—Es una nube, una pequeña nube blanca.
—Llámalo nube si quieres —dijo Wade—. Eso no cambia nada.
—Wade, sabes que no es posible volver a ese lugar, porque ese lugar no existe. No existen ni ese río, ni ese valle lleno de olmos donde hace frío, ni la isla, ni la pared de piedra.
—Pero tú estuviste allí. Entraste por el túnel de la autopista y llegaste allí.
—Sí. Pero si ahora volviera a entrar por ese túnel no llegaría otra vez a ese lugar. Y si tú buscas ese valle donde estaba el río con su isla tampoco lo encontrarás. Esos lugares no existen, Wade. Son sueños, proyecciones. No sé qué son. Es posible que la isla tenga la capacidad de conocer nuestra alma y hacer realidad lo que ve en nuestro interior. No lo sé.
Cuando regresaba al poblado, me encontré con Rosana en uno de los fuegos. Estaba, como dice el poema clásico, «sola en medio de la multitud», sentada en el suelo y mirando al vacío. Quizá esa noche estuviéramos todos así. Me senté a su lado y le pregunté qué tal estaba.
—Estoy muerta de miedo —me dijo, mirándome con una expresión de horrible tristeza y con los ojos enrojecidos de llorar—. No puedo parar de pensar, Juan Barbarín. No puedo parar de pensar en lo que le puede estar pasando. No sé cómo voy a sobrevivir a esta noche. Nunca me he sentido tan mal. Nunca he tenido tanto miedo en mi vida.
—Iremos a buscarla —le dije—. La encontraremos y la rescataremos.
—No pienso volver sin ella —dijo Rosana con determinación—. Tendrán que matarme, porque no pienso volverme sin ella. Juan Barbarín, nunca he tenido más miedo en toda mi vida. Creo que me voy a volver loca.
—Háblame —le dije—. Cuéntame cosas. Háblame de cosas. No sirve de nada que te obsesiones.
—¿De qué quieres que te hable?
—De lo que sea —dije yo—. De cualquier cosa que no tenga que ver con esta isla. De tu vida en Madrid. De tus amantes. De lo que quieras.
—¡Mis amantes! —dijo ella—. No tengo amantes. Y a lo largo de los años, desde mi divorcio, he tenido muy pocos. Casi me da vergüenza que hayan sido tan pocos.
—Eso es raro —dije—. A lo mejor es que eres demasiado selectiva. A lo mejor es que no querías tener amantes, sino sólo un gran y verdadero amor.
—Al principio era así —dijo Rosana—. Luego, con el paso de los años, las cosas fueron cambiando. Ahora creo que ya no tengo edad para buscar ningún gran amor.
—Qué tontería. El amor puede aparecer a cualquier edad.
—¿Es ésa tu experiencia?
—No.
—Estoy todo el día pensando en que si la recupero, jamás voy a volver a gritarla —dijo Rosana después de una pausa—. Haga lo que haga. Por desastre que sea, por mal que vaya en el colegio. Aunque me mienta, aunque me oculte cosas, nunca volveré a gritarla. Estoy todo el rato pensando en las cosas que he hecho mal y en las cosas que puedo arreglar.
—Piensa también en las cosas que has hecho bien. La has adoptado. Ella no tenía padres ni casa y tú le has dado todo eso. ¿Qué habría sido de su vida si no la hubieras adoptado?
—Probablemente habría muerto. Tiene una salud muy frágil. Coge todas las enfermedades, todas las infecciones. Tiene toda clase de virus, de pólipos. Tiene un sistema inmunitario desastroso.
—Háblame de tu vida en Madrid. Háblame de tu exmarido.
—No, no, prefiero hablar de otra cosa.
—Deberíamos dormir. Mañana nos espera un día agotador.
—Yo no puedo dormir. ¿Tú puedes echarte a dormir ahora?
—No.
—Mira —dijo señalando los fuegos de la playa—. Nadie duerme esta noche.
—Sí, es difícil dormir —dije yo.
—Tengo mucho miedo, mucho mucho miedo, Juan Barbarín.
—Ven —dije—. Vamos a hablar con los otros. Vamos con los latinoamericanos.
—Sí, buena idea —dijo ella—. Sí, vamos con los latinoamericanos.
—Siempre andan contando historias. Son divertidos.
—Sí, son divertidos.
Nos acercamos a la hoguera donde estaban los latinoamericanos, Christian, Roberto B., Brenda Esquivias y Óscar Panero, y mis viejos amigos, Ignacio e Idoya, Julián y Matilde, además de Joaquín y unos cuantos americanos. El tema de conversación era la muchacha mexicana desaparecida, Xóchitl, de la cual ninguno de nosotros sabía mucho.
Joaquín y ella habían llegado a hacerse muy amigos y últimamente se les veía juntos en todas partes. Pero tampoco Joaquín sabía mucho de ella, y tampoco conocía la historia de Xóchitl. No todas las personas tienen una «historia», pero Xóchitl sí tenía una. Resultó ser, además, una gran historia.
Fue Óscar Panero el encargado de contarla. La conocía bien, porque Xóchitl y él eran viejos amigos.