69
Adiós, hermano del viento

No sé cómo terminó la noche. Nos alejamos de la cabaña hasta llegar al límite de los árboles altos, buscamos un refugio entre las rocas donde pudiéramos estar protegidos de la lluvia y nos dormimos allí. Yo estaba tan agotado que me quedé dormido nada más tenderme en el suelo, sin siquiera quitarme el zapato derecho.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, vi que el cielo estaba cubierto. Pero no eran realmente nubes, sino niebla. Era una niebla tan espesa que no se veía a más de diez metros a la redonda. Rosana seguía a mi lado, durmiendo hecha un ovillo. Se había quedado dormida con las gafas puestas y tenía los labios apretados, como en un puchero infantil. Tenía la cabeza apoyada sobre su mochila, y el gesto de sus labios parecía pedir, u ofrecer, un beso.

Lewellyn no estaba, ni tampoco su saco ni su mochila. Me di cuenta de que había desaparecido durante la noche y que no volveríamos a verle. Supuse que estaba ya de vuelta a la Central, y que iría saltando por las rocas como alma que lleva el diablo, alejándose de la región peligrosa de las rocas flotantes. De modo que Rosana y yo estábamos libres. Estábamos abandonados en mitad de las montañas, pero libres.

Pensé alejarme unos metros para hacer mis necesidades y fui descendiendo por la ladera. Todavía podía ver a Rosana dormida bajo el reborde de roca donde habíamos instalado el campamento. Me puse en cuclillas entre los perfumados rododendros y evacué mis entrañas y luego me quedé unos instantes disfrutando del maravilloso silencio de la mañana. A lo lejos, muy lejos, gritaban los pájaros. Pero no había voces. Las voces de la Isla de las Voces habían callado para siempre.

Me puse de pie para regresar al campamento, pero entonces vi algo ladera abajo que me sorprendió. Era algo así como un muro o una pared de piedra, entrevisto entre los rizos vaporosos de niebla. Debía de tratarse de un efecto óptico producido por la niebla, pero a pesar de todo fui caminando hacia allá. Sí, para mi gran sorpresa, había allí una pared de piedra. Piedras antiguas, oscuras por la humedad y el liquen. Un muro de sillería bien construido, de unos tres metros de altura. ¿Sería aquélla la verdadera casa de Pohjola, la propiedad que llevábamos dos días intentando encontrar sin éxito? Fui caminando a lo largo del muro. Por aquella zona había muchos helechos, tan altos y espesos que dificultaban el avance. Luego aparecieron los zarzales cargados de moras. Deliciosas moras oscuras, brillantes de sazón y de jugo. Yo iba caminando por entre las hojas oxidadas y rojizas de los helechos y rodeando el avance de las ramas llenas de espinas de los zarzales. El muro era muy largo, y yo seguía caminando y caminando con la esperanza de que en algún lugar se abriera una puerta. El muro hacía una esquina y continuaba avanzando por entre la niebla, y yo continuaba avanzando entre los helechos, pisando el terreno húmedo e invisible, vadeando el espeso mar de hojas de helechos que me llegaban al pecho y a veces tropezándome por las irregularidades del terreno que no podía ver. El terreno se encharcó, y sentí cómo el agua fría me calaba un zapato. Entonces el muro de piedra desapareció. De pronto, me encontré perdido en medio de un helechal de tonos cobrizos, como en medio de un mar de humedad, empapado de pies a cabeza por la niebla y por el rocío, perdido, indefenso. Esperé a que la niebla se adelgazara para poder ver de nuevo el muro de piedra, pero el perfil del muro no se hacía visible por ningún lado. Esperé y esperé, porque sabía exactamente dónde debía estar el muro y no podía comprender cómo había desaparecido de aquel modo. Pasaron unos minutos y empecé a pensar que me había despistado, que había perdido la orientación y que el muro no estaba realmente donde yo creía. Rodeado de niebla y de helechos por todas partes, carecía de puntos de referencia. Sabía que el muro de piedra debía quedar a mi derecha, pero empecé a pensar que quizá me hubiera equivocado y que, intentando evitar lo más espeso de los helechos y los zarzales, lo había dejado en realidad a mi espalda. Pero ¿cómo podía haber sucedido todo tan rápido? Yo iba siguiendo el muro de piedra, y de pronto el muro de piedra había desaparecido y yo estaba perdido en mitad del bosque. Tenía tanto frío que me puse a tiritar. Decidí quedarme inmóvil y no dar ni un paso por el temor de caminar en la dirección equivocada y perderme todavía más. Me quedé inmóvil. Y después de pensarlo unos instantes, me puse a cantar.

Cantaba el Adagio de la Octava Sinfonía de Bruckner.

La niebla mañanera comenzó a levantarse. La luz del sol caía ahora como fanales de lluvia, como cascadas difuminadas de luz amarillenta. La niebla se coloreaba de amarillo, de dorado y de rosado. En el bosque cantó un cuclillo y luego un ruiseñor. Pensé que faltaba una codorniz, y en ese momento escuché el canto de una codorniz. Claro que todo aquello no venía de la sinfonía de Bruckner, sino de otra sinfonía anterior, una sinfonía de maravillosa hermosura escrita por un compositor de Brabante cuyo nombre también comenzaba por B, en la que las voces de los pájaros habían quedado cuidadosamente anotadas en la partitura: ruiseñor, flauta; cuco, clarinete; codorniz, oboe.

Seguí cantando, y la niebla se retiraba a mi alrededor. Mi campo visual se ampliaba, y nuevos helechos iban quedando al descubierto en todas direcciones. Finalmente, pude ver el muro de piedra de nuevo. Seguía allí mismo, frente a mí, donde siempre había estado, donde siempre debería haber estado, abierto en una puerta coronada a ambos lados con esferas de piedra. Avancé hacia allí. Era una vieja puerta de madera de doble hoja, muy estropeada. Las hojas, que tiempo atrás debieron de estar pintadas de un color azul celeste, no estaban ni siquiera encajadas y era fácil pasar entre ellas. De este modo entré, y todavía seguía cantando.

Pero una vez dentro del recinto mi deseo, o mi necesidad de cantar, desaparecieron. Por encima de mí apareció el cielo azul. La niebla se retiraba, y me encontré una vez más dentro de la Pradera. Era muy grande, más grande que la Pradera de mi infancia, más grande que la Pradera a la que llegué a través de los túneles de la autopista, más grande que la Pradera de mi sueño. Una gran extensión de césped dividida en dos alturas, aunque ya no por un escalón de piedra caliza, sino por un muro de contención de unos dos metros de altura, un muro de sillería construido con piedras oscuras como las de la pared que rodeaba la Pradera y coronado por una balaustrada de piedra similar a las de los palacios ingleses del barroco. Había dos escalinatas a ambos lados, también con pasamanos de piedra sostenidos por balaustres, que permitían el acceso a la parte superior. En esta parte más elevada había una casa de piedra de estilo Tudor. A uno de los lados de la casa crecía un inmenso cedro. Al otro lado un roble varias veces centenario, con un tronco tan grueso que habría sido posible tallar en él una puerta por la que bien podría cruzar un carro tirado por dos bueyes. El césped estaba bien recortado, como si aquella pradera estuviera atendida por varios jardineros. Una nube en forma de platillo volante había aparecido en el cielo mañanero. Era de un blanco resplandeciente, y parecía inmóvil en mitad del cielo, aunque yo habría jurado que unos instantes antes no estaba allí. Pero ya sabemos lo sigilosos que son los trabajos de las nubes. Yo estaba inmóvil en mitad de la Pradera, en la parte inferior, sin saber qué hacer, abrumado por la felicidad. El tibio sol de la mañana me calentaba y comenzaba a secar mi pelo y mis ropas húmedas. Dejé de tiritar. Una deliciosa tibieza me llenaba. Sobre mí descendía la claridad. Suspiré profundamente, y aquella inundación de aire limpio en mis pulmones pareció limpiar también mi capacidad de oír, mi capacidad de ver. Las cosas resplandecían. Los perfiles de los objetos, la nitidez asombrosa de los miles de hojas del roble, que a pesar de la distancia me parecía contemplar una por una en todas sus nervaduras. Los alineamientos de la casa, las manchas del liquen en la vieja piedra, las líneas paralelas de las cornisas, el erizado perfil de las tejas y de las chimeneas, los marcos de piedra y los alféizares de piedra de las ventanas sostenidos por ménsulas acanaladas. Dios mío, qué maravillosa claridad. Qué mágica precisión.

Fui caminando hacia la escalinata de la izquierda, y subí al nivel superior de la Pradera. Vi la sombra de la nube sobre la Pradera. Estaba delante de la casa. Avancé unos pasos, y entré en la sombra de la nube.

Me volví a observar la casa. Pensé que debía entrar, que todo lo que había hecho durante toda mi vida no había sido otra cosa más que dirigirme hacia aquella casa, y que por fin había logrado llegar hasta ella, esa misma casa que Wade había buscado y que Lewellyn había buscado y que todos buscábamos, quizá, de un modo o de otro, y que ahora que estaba allí lo que tenía que hacer era entrar en la casa. Y sin embargo no sentía el deseo de hacerlo, porque no me imaginaba qué era lo que podría esperarme allí dentro, y porque el sol que había en aquel jardín era maravilloso y me llenaba de una sensación de calor que no quería perder de ningún modo. Me acerqué a la puerta de la casa, saliendo de la sombra de la nube pero sabiendo que ahora que había sido tocado por la sombra de la nube estaba de algún modo protegido contra cualquier cosa que pudiera sucederme, y entonces vi que la puerta se abría, y me detuve, y esperé. La puerta se abrió del todo y vi que era Wade quien aparecía en el interior. Estaba allí en el umbral, sonriéndome. Me pareció muy alto, más alto que nunca.

—John.

—Wade.

—¿Qué te ha pasado? —dije—. ¿Qué pasó dentro de la cabaña?

—Todavía no es tu tiempo, John —me dijo—. Antes tienes que subir a la montaña. Todavía no puedes entrar aquí.

—¿Qué montaña?

—Cuando salgas de aquí la verás —me dijo—. Sube a la montaña. Tendrás que hacerlo solo. Sube a la montaña.

No acababa de comprender qué hacía Wade en aquella casa. Parecía muy cómodo en aquel lugar, como si lo conociera de mucho tiempo atrás. Como si, en cierto modo, aquélla fuera su casa. Se recostó en el marco de la puerta y contempló el sol de la mañana con una ligera sonrisa que ponía pliegues a los lados de sus ojos. Tenía su cuchillo de monte en su estuche de cuero colgando del cinturón y era como el Wade de los primeros tiempos, los tiempos en que todavía teníamos grandes esperanzas. Iba vestido con sus pantalones verdes del principio y las botas militares que había encontrado entre los restos del naufragio del avión y que le sentaban como si fueran suyas aunque en realidad no eran suyas.

—Wade —dije—. ¿Eres tú? ¿Eres tú Wade Erickson, mi amigo?

—Todos nosotros —me dijo Wade— no somos más que sombras del señor Pohjola. Formas diversas y personalidades distintas que en realidad son coberturas externas, máscaras o impersonaciones del señor Pohjola. ¿Comprendes?

—Quieres decir que el señor Pohjola utiliza tu forma para hablarme —dije—. Quieres decir que se transforma en ti para ponerse en contacto conmigo.

—No sólo «utiliza mi forma» —dijo Wade cruzándose de brazos y mirándome como solía hacerlo, levantando ligeramente la barbilla como hacen los miopes incipientes, aunque sé que él tenía una mirada tan aguda como la de una rapaz—. No sólo «se transforma en mí» para hablarte. Todos somos formas y personajes del señor Pohjola. Yo soy Wade, tu amigo, pero también soy Pohjola. ¿Lo entiendes? Podrías verme bajo otra apariencia, ver aquí a tu padre, por ejemplo, o a algún viejo amigo, o a tu madre, o a alguien de tu pasado, una mujer, hombre, no importa, y seguiría siendo Pohjola, ¿comprendes?

—Creo que sí —dije—. Creo que comprendo lo que quieres decir.

—No, no, no comprendes —me dijo Wade, si es que era Wade el que hablaba—. Yo soy el señor Pohjola. Pero tú también lo eres. Somos formas de su sueño. Somos caracterizaciones suyas. Personajes de su imaginación. Meras formas. ¿Lo comprendes?

—¿Tú y yo? ¿Los dos?

—Correcto.

—¿Yo también soy una forma, un personaje del señor Pohjola?

—Me temo que sí.

—Entonces, cuando tú y yo hablamos, el señor Pohjola habla consigo mismo.

—Correcto de nuevo —dijo sonriendo.

—¿Y la Pradera? ¿Y la isla?

Wade quedó en silencio. Las decenas de pliegues paralelos de su frente formaban algo así como olas onduladas cuando levantaba los ojos para mirar el cielo, para mirar a su alrededor como queriendo absorberlo todo, la luz, la frescura tibia de la hierba, la balaustrada de piedra con sus amarillentas manchas de liquen antiguo, la sombra de los dos árboles gigantes que flanqueaban la casa, el quejido de un pájaro lejano.

—¿También son Pohjola esta Pradera, la isla entera? —pregunté yo—. El señor Pohjola no es un ser humano, ¿verdad? En realidad se trata de la isla.

—Sí, eso es —dijo Wade—. Pero una isla sólo puede ser uno. Una isla es uno, del mismo modo que uno es una isla. Ésta es tu isla, hermano —añadió guiñándome un ojo—. Esta isla eres tú.

—¿Cómo?

—Ya lo has oído. Te la entrego, amigo. Es tu isla. Es para ti.

—Yo siempre había pensado que esta isla era tuya, hermano —le dije—. Tu isla, hermano Wade. Tu isla, hermano del viento. La isla del hermano del viento.

—Sí —dijo Wade sonriendo y descruzando los brazos y estirándolos a lo alto con placer—. Es cierto. Soy el hermano del viento. Tienes razón, Johnny boy.

—Claro que lo eres. Siempre lo has sido.

—Siempre moviéndome de aquí para allá. Siempre siguiendo el vuelo del petirrojo. Siempre cuidando de estar del lado correcto de las alambradas. Ser el curioso que mira desde fuera, no el pollo encerrado. Sí, hermano de la lluvia, tienes razón. ¿Cómo he podido olvidarlo?

—¿Hermano de la lluvia? —dije riendo—. ¿Ése soy yo?

—Sí, hermano —me dijo Wade—. Nunca he tenido hermanos, John Barbarin. Pero tú has sido como mi hermano.

—Yo tampoco he tenido hermanos, Wade Erickson —dije yo—. Tú también has sido como mi hermano.

—Hermano de la lluvia —me dijo Wade como si por fin hubiera encontrado un nombre por el que llamarme—. Caes del cielo y te pierdes en la tierra, hermano de la lluvia. Vienes de las alturas y te conviertes en barro. Tú lloverás sobre mi tumba, hermano de la lluvia, y yo soplaré sobre la tuya. Tú limpiarás los viejos huesos y yo los arrojaré para que se mezclen con las hojas del bosque.

—Todavía queda tiempo para eso —le dije—. Todavía quedan muchas cacerías, hermano del viento, muchas excursiones por el bosque, muchos paseos por la orilla de los arroyos. Muchos días de pesca y de dormir al raso.

—Sí —dijo Wade cubriéndose los ojos con la mano y mirando al cielo para comprobar el tiempo—. Esta tarde lloverá, pero ¿qué importa? Podemos salir de todos modos. Lo importante es no construir templos, ¿comprendes hermano de la lluvia? Lo importante es no construir templos.

—No construir templos, ¿eh?

—Hay que tener cuidado de no hacerlo —dijo Wade guiñándome un ojo.

—Sí, uno tiene que tener cuidado.

—Nunca se es suficientemente cuidadoso.

—Puedes apostar.

—Seguro que puedes.

—No construir templos —repetí yo.

—Así es.

—Tú los construiste —dije yo—. Yo también los he construido.

—Todos lo hacemos —dijo él—. Lo hacemos porque tenemos deseos de morir. Por eso construimos templos, porque nos hemos cansado de vivir y deseamos ser esclavos y buscamos un amo, cuando sólo deberíamos buscar sendas y perfumes y nuevas canciones que cantar.

—Perfumes —dije yo—. Yo no he buscado perfumes ni sendas, he buscado mujeres.

—Mujeres —dijo Wade con un suspiro—. Sí, tienes razón. Mujeres. Madres, hermanas, amantes. Yo pasé años buscando a mi madre.

—Lo recuerdo —le dije—. Y cuando la encontraste vivía en Florida y no quería saber nada de ti.

—Me dio doscientos dólares —dijo Wade sonriendo—. Sacó doscientos dólares de la caja de galletas. Por un momento pensé que me iba a dar galletas. Pero esos billetes eran la golosina más dulce que estaba dispuesta a darme. John, ésa es la cosa más triste que me ha sucedido jamás. Es lo que me rompió el corazón.

—¿Todavía piensas en ella?

—Sí. Imagino que quizá por eso nunca quise tener una familia, para no partirle yo el corazón a otro.

—Pero no todos… —comencé a decir—. Quiero decir que no siempre… No todos los padres…

—Todos terminamos por partirnos el corazón unos a otros —dijo Wade—. Eso lo he aprendido. No puede evitarse. Los padres a los hijos, los hijos a los padres, los padres entre sí… los amantes, los hermanos, los amigos… no puede evitarse…

—Pero un corazón puede sanar. ¿No crees que es posible que un corazón sane?

—Creo que no —dijo Wade—. Creo que una vez roto ya no puede sanar.

—¿No crees que el viento puede sanar tu corazón? —pregunté yo.

—El viento… —dijo Wade pensativo—. El viento no sabe de esas cosas. El viento cura, es cierto, pero lo hace a su manera. Lo que hace el viento es escribir historias. Ésa es su forma de curar. Ésa es la tarea del viento. Es el gran contador de historias. Es el que mueve a los hombres a través del paisaje.

—Nos mueve a todos, supongo.

—A unos más que a otros —dijo Wade—. El viento no es amigo de todos. No todos responden a su estímulo viajero y plumoso. Pero todos necesitan sus historias.

—¿Crees que las historias sirven para eso? ¿Para sanar el corazón roto?

—¡Qué sé yo! —dijo Wade de buen humor—. No lo sé. No soy un profesor. Yo no sé nada. Sólo estoy hablando.

—Como el viento.

—Exacto, como el viento.

—Contando historias.

—Sí —dijo Wade—. Supongo que eso es lo que hace el viento. Contar historias. Historias y poemas. En realidad son lo mismo las historias que los poemas. Son todo historias, ¿no crees?

Quedamos los dos en silencio. Wade sacó una nuez del bolsillo. No sé dónde la había conseguido, pero ya en muchas ocasiones me había maravillado su habilidad para encontrar algo que masticar prácticamente en cualquier situación en que se encontrara. Se sentó en los escalones de la entrada, sacó el cuchillo de monte de su funda y partió la nuez introduciendo la punta del cuchillo en el hueco que hay entre las dos mitades, extrajo los trozos de carne de nuez y se los metió en la boca. Las cáscaras las tiró a la hierba. Pensé que le había visto muchas veces en aquella misma postura, sentado en el suelo y con los brazos sobre las rodillas y partiendo algo de fruta y comiéndola mientras miraba a su alrededor, o bien sentado en cuclillas, o con sólo una rodilla en tierra, comiendo una nuez de cola, o un noni, o un trozo de coco.

—¿Ya no comes cerezas? —le pregunté.

—¿Cerezas?

—Una vez te vi comiendo cerezas.

—¿Cerezas?

—Sí.

—No, ése no era yo —dijo Wade negando con la cabeza.

Sacó otra nuez y me la ofreció sosteniéndola con dos dedos. Yo negué también con la cabeza.

—¿Crees que yo podría ir contigo? —pregunté—. ¿Crees que yo podría entrar ahí también?

Él se volvió y miró al interior de la casa. Yo sólo veía una pared pintada de blanco, un suelo de madera rojiza y bruñida, nada más.

—Nah —dijo negando de nuevo con la cabeza—. Ya te he dicho que todavía no, Johnny boy. Todavía no estás listo. Tienes que subir una montaña. ¡Tienes una buena montaña que subir!

—¿Por qué?

—¿«Por qué»? —repitió él, como si mi reacción le divirtiera en extremo.

—Sí, ¿por qué?

—Si hubiera un porqué, habría un sentido —dijo él.

—Si no hay sentido, no hay razón para hacerlo —dije yo.

—Eso es cierto —dijo él.

Partió la nuez como había hecho con la otra, se la comió y volvió a tirar las cáscaras a la hierba.

—Simplemente hazlo, ¿ok? —me dijo.

—Ok —dije.

Contemplé cómo partía y se comía una tercera nuez.

—Los distintos hermanos hacen distintas cosas —dijo entonces Wade, moviendo el cuchillo de monte en el aire como para ayudar a su razonamiento, y mientras seguía masticando la nuez—. El hermano del viento camina siguiendo a los pájaros. El hermano de la lluvia une el cielo con la tierra. El hermano del fuego quema las cosas. Y la hermana de las piedras sostiene el mundo.

»Y todos tienen voz, pero una voz particular. El hermano de la lluvia hace sonar las cosas. El hermano del viento habla con palabras. La hermana de las piedras canta. El hermano del fuego escucha. Ésas son las cuatro voces.

»Luego los cuatro hermanos deben aprender aquello que no les es natural. ¿Comprendes? Quizá algún día yo aprenda a cantar. Quizá algún día la tierra se mueva y el agua escuche. Quizá algún día el viento se quede inmóvil.

—¿Ya no volveré a verte, Wade Erickson? —pregunté.

—Oh, sí, nos veremos, volveremos a vernos. Te lo aseguro.

—¿Cuándo? —pregunté.

—En primavera —dijo, ocupado ahora con otra nuez que no se dejaba abrir, quizá porque estaba demasiado cerrada y carecía de la fisura que tienen casi todas—. Cuando la primavera regrese a las orillas del Wabash. Ve a Hammerstown, sube unas tres millas río arriba. Busca un nido de petirrojo entre los olmos. Allí estaré yo.

Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas.

—No sientas pena, Johnny boy —me dijo—. Éste es un mundo de lágrimas. No sientas pena.

—Mis viejos amigos los perdí para siempre —dije—. Me he reencontrado con ellos, estaban todos en el avión. ¡Los amigos de mi adolescencia! ¿Cómo es posible? ¿De dónde habían salido? Estaban todos allí, y ni siquiera puedo hablar con ellos. Me he convertido en un extraño para ellos y ellos en unos extraños para mí. He roto todos mis vínculos con el pasado, y ni siquiera sé por qué. Mis padres han muerto los dos, pero antes de que murieran me pasé años sin hablar con mi padre y luego años enfadado con mi madre no sé muy bien por qué causa. No tengo hermanos. Sólo he amado a una mujer en la vida, y la abandoné. La abandoné, Wade. Sin decirle ni una palabra. Escapé como un ladrón. Ella se quedó esperándome y supongo que me esperó durante un tiempo hasta que comprendió que yo no volvería y siguió con su vida y me olvidó. Todo me olvida, todo se aparta de mí. Todo lo he perdido, todo lo he abandonado, y lo he hecho a cambio de nada. Me he vendido a cambio de nada. Dime, ¿qué sentido tiene mi vida?

—El sentido de tu vida está en el momento en que tu corazón se rompió —me dijo Wade; y luego añadió, señalando las cáscaras de las nueces caídas en la hierba—: Pero mira estas cáscaras, ¿podrías con ellas hacer la nuez de nuevo?

—No lo sé, amigo, ¿podría?

Wade se puso a observar con atención la nuez intacta que tenía entre los dedos. Luego se incorporó y se sacudió de los pantalones y de la camisa los restos de cáscaras de nuez.

—Toma —me dijo—. Guárdala, y sé completo de nuevo.

Me acerqué, estiré la mano y cogí la nuez. Estaba caliente.

—Gracias —dije.

—Adiós, hermano de la lluvia —me dijo Wade.

—Adiós, hermano del viento —dije yo—. Jamás te olvidaré.

—Si alguna vez sales de este lugar —me dijo Wade—. Si alguna vez vas al sur de Indiana…

—Dime.

—Nah, no importa —dijo—. No importa. Sólo recuerda lo que te he dicho, ¿de acuerdo?

—Me has dicho muchas cosas.

—Es cierto —dijo él riendo, pero me pareció que tenía también los ojos llenos de lágrimas.

Me pareció que se volvía ya para entrar en la casa y para desaparecer para siempre, pero en ese momento comenzó a soplar la brisa, y Wade se detuvo y se volvió para disfrutar de la caricia del viento.

Comenzó a soplar la brisa, y eso es algo que nunca olvidaré, la sensación de la brisa sobre la hierba de la Pradera y la forma en que esta brisa parecía erizar toda la hierba como si miles de manos arrancaran de su sueño a las verdes cuerdas de un arpa, la tristeza y la sensación de desolación de todo aquello y la belleza de todo aquello, como si aquella brisa estuviera soplando en realidad en un distante osario de las montañas de México, en Pahuatlán, un osario lleno de cuerpos de mujeres jóvenes, o en la orilla de un lago, cerca del monte Fuji, donde los asesinos arrojan al agua las cenizas de un hombre viejo, o en una isla llena de robles en el río Wabash, en Indiana, donde un Impala rojo contempla desde la orilla el nacimiento del amor en la Isla de las Cabezas Cortadas, una ciudad en ruinas, el escenario de una batalla, o en Rishikesh, en la orilla del Ganges, entre los templos con forma de pagoda y las estatuas azules del dios mono o entre los olmos de Oakland, Rhode Island, por donde asoma la torre del reloj de la Facultad de Ciencias, por el camino de losas de piedra amarillenta que yo recorría todas las mañanas contemplando las piernas de las muchachas jóvenes… La brisa soplaba sobre la Pradera y traía el recuerdo de todas las cosas tristes del mundo y traía también el recuerdo de todos los muertos porque la pradera era en realidad un cementerio, un inmenso osario en el límite del mundo, y entonces comprendía yo por qué era una pradera, y por qué estaba vacía y solitaria y por qué estaba rodeada de una gran pared de piedra y por qué crecía en ella la hierba: verde hierba de oleadas de millones, millones y millones de hojas verdes, una por cada hombre y por cada mujer que vivieron alguna vez. Dudé si preguntarle a Wade acerca de todo aquello por miedo a que me contestara que estaba en lo cierto, que por fin había adivinado la verdad, que aquel jardín maravilloso cubierto de verde hierba que yo llevaba toda la vida buscando era en realidad un camposanto, que la Pradera era en realidad un cementerio. Y que eso es la vida en el fondo, un peregrinaje que acaba siempre entre cipreses, un paseo que termina al atardecer frente a una puerta en la que se lee: «Muchos entran, ninguno sale». Me volví para mirar la extensión de la Pradera diciéndome que bajo aquella hierba tan bien cuidada los muertos debían llevar varios siglos acumulándose y que probablemente ahora que había descubierto lo que era aquel lugar en realidad, sería al fin capaz de ver las lápidas y las cruces. Pero no había nada, sólo hierba. Y había comenzado a soplar la brisa.

Aquella brisa lo cambiaba todo y me orientaba al verdadero sentido de la Pradera. Porque aquella brisa era en realidad la vida de la Pradera, la conciencia que la Pradera tenía de sí misma. La Pradera revivía y no era en realidad un cementerio sino un jardín que guardaba el dulce sueño de los muertos, el lugar de los milagros, el Jardín de la Resurrección que había buscado la Sociedad de la Rosa Blanca, y la nube no era una nube ni menos aún un platillo volante sino la Rosa Blanca que flota por encima de nosotros y que abre nuestra mente a la mente del cosmos, y todo esto se me hacía inteligible en un parpadeo cuando la brisa soplaba, la brisa que era la conciencia de la pradera, su inteligencia, su memoria, y esa brisa sigue soplando ahora, en este mismo momento, en algún lugar del mundo, haciendo que la esperanza todavía sea posible.

—El viento —dijo Wade extendiendo una mano para sentirlo en la palma—. Mira, John, viene a despedirse de mí.

—¿De veras? —dije yo—. ¿No sientes, más bien, que sopla desde algún lugar?

—¿Desde algún lugar? —dijo él—. ¿Qué quieres decir?

—Siento que sopla desde otras Praderas. Siento que éste es viento que viene de otro mundo.

—Qué sé yo —dijo Wade—. Morir no le hace a uno más listo. Ha sido un placer conocerte.

Me di cuenta de que iba a marcharse, que no podía quedarse más tiempo conmigo, y supe también que ya no volvería a verle.

—Adiós, hermano del viento —dije levantando mi mano derecha.

—Adiós, hermano —dijo él—. Yo tampoco te olvidaré.

Se dio la vuelta lentamente, entró en la casa y cerró la puerta tras de sí.

Brilla, mar del Edén
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