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Los sueños del conde Balasz. Salomé, Maestra del Juego

La Sociedad de la Rosa Blanca, también llamada Hermandad de los Contempladores del Cielo, surge en Viena a fines del siglo XVIII como consecuencia de la difusión por Europa de las Mesas o Tabulae, sociedades más o menos secretas dedicadas a la práctica de los juegos del libro del conde Cammarano, en muchas ocasiones relacionadas con la masonería o con el movimiento Rosacruz.

La Sociedad de la Rosa Blanca se dedicó a la práctica obsesiva y continua de tres de los juegos incluidos en el libro de Cammarano: el Juego de la Isla (un juego de números de Alta Matemática), el Juego de la Rosa Blanca y el número XVII de los «Juegos de Silencio», incluidos entre los Ciento Ocho Juegos Secretos. Con esto la Sociedad no hacía sino seguir las tendencias de la época, ya que los adeptos a las Mesas hacía tiempo que habían desistido de la obligación inicial de practicar todos los juegos del libro.

Algunos adeptos se consagraron, de hecho, sólo al juego número XVII de los «Juegos de Silencio», llamado sencillamente (aunque su práctica, por simples que sean las instrucciones, no tiene nada de sencilla) «Contemplación del cielo», de donde proviene el nombre con que suele denominarse a esta sociedad. A fines del siglo XIX la Sociedad de la Rosa Blanca o Hermandad de los Contempladores del Cielo estaba regida por el conde Balasz, un noble húngaro de inmensa fortuna, zoólogo, botánico, músico aficionado, místico, alquimista, matemático, masón y aficionado a las antigüedades egipcias, que llegó a la conclusión, después de toda una vida de estudio y de contemplación, que el Juego de la Rosa Blanca, el Juego de la Isla y el Juego número XVII de los Juegos de Silencio eran en realidad el mismo, y que hacían referencia a un lugar que existía físicamente en el mundo.

De este modo, la isla aparecía de nuevo, después de siglos de olvido, en el horizonte de la imaginación moderna.

El nombre «Sociedad de la Rosa Blanca» surgía directamente de uno de los juegos del libro, dentro del cual también se mencionaba una supuesta «Sociedad de la Rosa Blanca» cuyos adeptos practicarían 108 juegos que estaban entre los más extraños y esotéricos de todos. Pero el conde Balasz comenzó a pensar que la Rosa Blanca y la Isla existían realmente en el mundo. Y dedicó el resto de su vida a buscarlos.

«La Rosa Blanca, si es que existe», escribe en uno de sus diarios, «ha de estar en la Isla Purgatorio, a la que otros llaman Isla Cammarano o Isla de las Voces. He llegado al convencimiento de que esta isla, que para muchos es tan simbólica como el Grial, Nibbelheim o Avalón, existe realmente en algún punto del océano Índico o bien del océano Pacífico».

Son los diarios del conde los que nos permiten reconstruir la epopeya de su búsqueda de esa que él llama Isla Purgatorio, Cammarano o de las Voces, y también las condiciones extraordinarias de su «encuentro» con la isla.

Este encuentro tuvo lugar durante la noche, a lo largo de muchas noches.

Durante el otoño de 1877, el conde Balasz tuvo una serie de sueños en los que una sociedad de monjes que vivía en una remota montaña le instruía sobre todo tipo de cuestiones esotéricas. En los sueños, los monjes le explicaban el verdadero significado de los juegos, el de la Isla, el de la Rosa, el de la Contemplación del Cielo, y le aseguraban también que el Jardín del Edén que se describe en la Biblia y que aparece nombrado o evocado en tantas tradiciones antiguas no era un mito, ni tampoco un símbolo de un «estado interior», sino un lugar real. El Jardín del Edén o Jardín del Paraíso, también llamado Jardín de la Resurrección, le decían, existía realmente en la tierra.

En el primer sueño, el conde Balasz se veía a sí mismo en un paraje de rocas, en medio de las montañas. Echaba a caminar por un sendero que ascendía entre árboles y plantas frondosas y enseguida llegaba a las puertas de un monasterio. Había allí un grupo de monjes esperándole que le saludaban por su nombre y le invitaban a pasar con suma amabilidad. Su voz había sido oída, le dijeron. Las altas autoridades de la Universidad habían decidido aceptarle como alumno oyente in somnii, es decir, alumno en sueños.

¿Una Universidad?, se dijo el conde Balasz. ¿No un monasterio? ¿No un convento? Luego recordó que en la Edad Media la figura del estudioso y la del clérigo eran intercambiables, y se imaginó que aquellos frailes llamaban Universidad al lugar donde vivían por la sencilla razón de que habían decidido consagrar su vida al estudio.

Durante los primeros sueños, el conde Balasz habló con monjes jóvenes y viejos que le hacían preguntas y le instruían sobre distintas materias. Se llamaban «hermanos» unos a otros, como en las órdenes religiosas, pero no conseguía adivinar el sentido de sus jerarquías ni tampoco conseguía entrevistarse con el padre prior que dirigía aquella institución.

Otras veces sus interlocutores eran mujeres, aunque el conde entendía que no se trataba de monjas, sino de diaconisas, ya que tenían las mismas atribuciones y capacidades dentro de la orden que sus compañeros masculinos. Iban vestidas con largas túnicas color marrón bajo las cuales se hallaban desnudas, y al quitarse las túnicas (cosa que hacían a menudo) se ponían al mismo tiempo grandes máscaras cubiertas de pelo como de bisonte o de león, adornadas con plumas de faisán y cuernos de búfalo, de modo que cuando estaban desnudas sus rostros quedaban cubiertos por aquellas máscaras velludas e imponentes, y cuando se quitaban las máscaras, era su cuerpo el que quedaba cubierto por la túnica color marrón.

Era evidente que esta doble orden de hombres y mujeres tenía muy poco que ver con la iglesia habitual. Sus rituales y costumbres dejaban a veces al conde profundamente confundido. Por ejemplo, los rituales del baño, que realizaban en grandes piscinas de aguas termales y durante los cuales hombres y mujeres se bañaban juntos, ocasiones en que las diaconisas ni siquiera utilizaban sus máscaras monstruosas y que muchas veces terminaban con jóvenes parejas practicando la cópula entre las flores.

El conde Balasz contemplaba estas escenas mortificado, preguntándose si no estaría siendo objeto de una broma. Pero ¿quién ha oído de alguien a quien le gasten una elaborada broma en sueños?

Había un monje llamado Filemón, un hombre anciano, muy docto, de rostro apacible y ojos ligeramente irónicos, que le explicaba cosas sobre los números que el conde Balasz jamás había encontrado en ningún libro y que le llenaban de asombro. El monje Filemón le decía: «Dios ha hablado a los hombres a través de tres lenguajes, el de las matemáticas, el de la música y el tercer lenguaje». ¿Cuál es el tercer lenguaje?, preguntaba el conde Balasz infatigablemente. Pero Filemón no le contestaba. Cuando despertaba, el conde Balasz intentaba poner por escrito la solución de los grandes enigmas matemáticos que le habían sido mostrados durante el sueño, pero era incapaz de hacerlo. No es que no recordara los números vistos durante el sueño, sino que ahora que estaba despierto, esos números no tenían el menor sentido.

En uno de los sueños, una mujer de grandes ojos y largos cabellos castaños y rizados le decía que los tres juegos, el de la Isla, el de la Rosa, el de la Contemplación del Cielo, eran en realidad (como lo eran todos los juegos del libro del conde Cammarano) formas de encontrar un lugar que existía realmente en el mundo. Le decía que el conde Cammarano había escrito su libro bajo la forma de un enigma que permitiría al que lo leyera correctamente encontrar el lugar en el que ahora ellos estaban y en el que él había sido admitido como alumno in somnii. Este lugar estaba situado en una isla remota.

La isla tenía varios nombres. Isla Purgatorio la había llamado el conde Cammarano. Isla de las Voces, la llamaban otros.

Le decía también que la práctica de los números nunca podría llevarle por sí sola a la isla donde estaba el Jardín del Paraíso. Esta mujer se llamaba Salomé, y era delgada, hermosa, suave, imponente, muy femenina y al mismo tiempo dotada de un aire entre hierático y maternal. Tenía una abundante cabellera rizada que rodeaba su rostro como una especie de aureola de rico y cálido color caoba, y los ojos muy bellos, ligeramente almendrados y de color avellana. Tenía unos cuarenta años, iba vestida con una fina túnica de lana marrón que moldeaba su pecho como un peplo griego y luego caía en largos pliegues hasta el suelo, y aparecía siempre solemnemente sentada frente a una mesa en la que había diversos objetos simbólicos: una rosa roja, una azucena blanca, una clepsidra, una espada, una calavera, un gallo de bronce, una granada partida, un montón de sal, un libro…

El conde Balasz interpretó esa mesa como una de las antiguas Tabulae de juego, y a Salomé, por tanto, como la Maestra del Juego. Era difícil saber cuál era exactamente la posición de esta mujer dentro del monasterio, pero pronto comenzó a sospechar que Salomé bien pudiera ser la de Madre Abadesa, que regía no sólo sobre las diaconisas, sino también sobre la entera población de hombres y mujeres de la Universidad. En cuanto a los símbolos que aparecían en la mesa (que cambiaban de sueño en sueño, o bien eran siempre los mismos aunque a él le parecían siempre diferentes), su elucidación e interpretación, que ocupó innumerables sesiones de la Hermandad de los Contempladores del Cielo, resultó imposible. La rosa roja y la azucena blanca podían ser interpretadas como el amor y el conocimiento (es decir, la filosofía), pero ¿qué representaba el montón de sal? ¿Y qué era el montón de sal en relación con el libro? ¿Y el gallo? ¿Un antiguo símbolo gnóstico?

El conde Balasz se obsesionó con la idea de encontrar en el mundo de la vigilia el Jardín del Paraíso o Jardín de la Resurrección, como también habían comenzado a llamarle, pero no lograba hacer progresos. Los miembros de la Sociedad de la Rosa Blanca habían logrado un dominio perfecto de los tres juegos, el de la Isla, el de la Rosa Blanca y el de la Contemplación del Cielo, y a pesar de todo, ninguna puerta se abría, ninguna senda se mostraba ante ellos. Sin embargo, noche tras noche Filemón y Salomé aseguraban al conde que aquel lugar existía realmente y que era posible llegar hasta allí.

Ahora soñaba todas las noches con la mujer llamada Salomé, pero ella, que aparecía siempre sentada ante su mesa, mirándole gravemente con sus hermosos ojos, ya no hablaba. No hablaba, pero sí cantaba. Sólo se dirigía a él cantando. Sus melodías eran intrigantes y tenían un aire oriental y remoto. Él a veces entendía las palabras de sus cantos con toda claridad, en otras ocasiones entendía las palabras pero no conseguía encontrarles el sentido. Otras veces no las entendía en absoluto.

Soñaba con Salomé sentada frente a su mesa, con una fila de diaconisas vestidas con túnicas marrones a un lado y una hilera de monjes vestidos con túnicas color marfil al otro. Ahora en vez de hablarle, los dos coros cantaban. Primero cantaban las diaconisas. Luego los monjes. Luego las voces de unos y de otros se entrelazaban en algo que no se parecía en nada a la polifonía que el conde conocía tan bien. Luego Salomé comenzaba a cantar. Su voz era inolvidable, aunque una vez despierto el conde no podría decir si se trataba de una contralto natural, de una mezzo, de una soprano dramática, de una soubrette o de una soprano coloratura. Salomé cantaba y él se esforzaba por comprender las palabras. A veces ella cantaba en latín, una lengua que el conde comprendía bien. A veces cantaba en griego, del que sólo podía entender palabras sueltas. A veces cantaba en egipcio. En el sueño, el conde sabía que era egipcio sin necesidad de que nadie se lo explicara. A veces cantaba en hebreo. A veces cantaba en sánscrito, una lengua cuyo estudio había estado de moda en Alemania desde fines del siglo XVIII y de la cual el conde conocía unos cien términos. Pero por lo general, el significado de las palabras de los cantos de Salomé le resultaba indescifrable. Ella, sin necesidad de palabras, le explicaba en comunicación directa, hablándole directamente al corazón, que tampoco era mediante las palabras ni mediante el significado de las palabras como lograría llegar a la isla. De modo que el conde se veía obligado a escuchar el puro sonido del canto, la música y muy especialmente la voz de Salomé. Cuando ella cantaba, los elementos simbólicos que había en la mesa comenzaban a flotar y a danzar por el aire. Luego comenzaban a transformarse.

Después, todos los monjes y las diaconisas se desnudaban. Lo hacían con movimientos eficaces y ligeros, dejando caer al suelo las túnicas marrones y las túnicas color marfil. Eran casi todos jóvenes y esbeltos, aunque también había entre ellos cuerpos maduros y adiposos. Las mujeres se ponían sus máscaras de animales feroces, adornadas con pelo de león y cuernos de búfalo, y los hombres se colocaban guirnaldas de flores en el pelo. Y comenzaban a bailar unos con otros. Una de las mujeres y uno de los hombres se acercaban a Salomé, y le quitaban la túnica, haciéndola descender desde sus hombros hasta dejarla caída en el suelo y dejándola a ella también completamente desnuda. Y ellos seguían cantando mientras bailaban en parejas de hombre y mujer, dando vueltas y vueltas alrededor de la sala, y Salomé seguía cantando. De todas las mujeres, era la única que se mostraba desnuda sin cubrir su rostro.

El conde comprendía que la voz de Salomé escondía el mensaje más profundo y misterioso que había recibido hasta la fecha. Pero era incapaz de desentrañarlo. Se esforzaba por lograrlo, se esforzaba hasta las lágrimas, y entonces descubría que en realidad no había nada que desentrañar. El mensaje era la voz. No las palabras. No las notas. No los números. El mensaje era la voz. Así lo comprendió el conde por fin, y aquella noche despertó en mitad de su sueño y lloró de felicidad porque al fin había logrado desvelar el misterio.

Sentía tanto respeto ante esta mujer imponente que cuando los dos ayudantes le quitaban la túnica, el conde bajaba los ojos. Ahora este ritual se repetía noche tras noche, y cada vez que llegaba el momento en que los acólitos dejaban caer la túnica de Salomé, el conde bajaba los ojos respetuosamente y mortalmente confundido. Un día había vislumbrado los senos de Salomé antes de bajar los ojos, senos maternales y perfectos, y la visión luego le perseguía durante la vigilia, como si hubiera contemplado un misterio prohibido. A la noche siguiente Salomé le dijo, hablándole directamente al corazón, que no bajara los ojos, que no tuviera vergüenza de mirarla. Cuando los dos ayudantes le quitaron la túnica, el conde se forzó a mirarla a pesar de la violencia que sentía. Y vio por primera vez el cuerpo desnudo de Salomé.

Entonces pensó: el mensaje no son las palabras. No son las notas. No son los números. El mensaje no es ni siquiera la voz, su vehículo. El mensaje es el cuerpo.

Entonces los objetos simbólicos que flotaban en el aire y se transformaban unos en otros descendieron suavemente y se posaron en la mesa. Salomé terminó su canto. Los danzantes terminaron su canto también, se detuvieron, se besaron en los labios y regresaron cada uno a su lugar para ponerse las túnicas. Un monje y una diaconisa subieron la túnica de Salomé desde los pies hasta hacer que entrara por sus brazos y se colocara sobre los hombros.

Entonces Salomé volvió a hablarle. Le dijo que aquélla era la penúltima vez que soñaría con ella. Le agradecía sus esfuerzos y le llamaba «hermano espiritual», algo que al conde Balasz le emocionaba profundamente.

A continuación Salomé le dijo que le iba a pedir que hiciera algo en el mundo de la vigilia. El siguiente día 18 de Diciembre debía asistir al estreno de la última sinfonía de herr Anton Bruckner, que sería interpretada por la Orquesta Filarmónica de Viena bajo la dirección de Hans Richter. El conde preguntó varias veces para asegurarse que había oído bien. Pero las instrucciones de Salomé eran precisas y no dejaban lugar a dudas.

Era la primera vez que Salomé hacía referencia al mundo de todos los días. Intrigado, el conde Balasz consiguió entradas para el concierto a pesar de las dificultades (era un concierto por suscripción, en los que se venden las entradas por anticipado) y el día señalado se dirigió al Musikverein. Se trataba de la Octava Sinfonía de Anton Bruckner, cuyo estreno llevaba años posponiéndose por las más variadas razones, en unos casos porque los directores la consideraban una obra absurda y sin sentido y en otros porque las orquestas eran incapaces de dominar sus dificultades técnicas. Bruckner la había revisado varias veces para intentar subsanar sus supuestos errores. Claro que el conde Balasz no conocía estos detalles. Era amante de la música, pero no seguía de cerca las incidencias de la música contemporánea. Tampoco había oído nunca música de Bruckner.

Al escuchar aquella música infinita, apasionada, fabulosamente simple y al mismo tiempo dotada de una extraordinaria complejidad psicológica; grandiosa y banal; sublime como la arquitectura de piedra de una basílica y tierna como las flores de la orilla de un arroyo; majestuosa hasta el exceso y al mismo tiempo transida por una misteriosa nostalgia, el conde creyó haber encontrado por fin el camino. Cuando regresaba a casa, todavía con la música de Bruckner resonándole en la memoria, se sentía poseído por la exaltación y arrastrado por un maravilloso vuelo interior que le hacía elevarse, como en una amplia espiral ascendente, por dentro de sí mismo. No quiso hablar con nadie después del concierto, ni participar en ninguna reunión ni en ninguna ocasión social que pudieran borrar la impresión que había dejado en él la música de Bruckner. De modo que se fue directamente a su casa y se encerró en sus aposentos ordenando que no le molestara nadie. Practicó los tres Juegos, el de la Isla, el de la Rosa Blanca y luego el de la Contemplación del Cielo, y a continuación se acostó para dormir.

Esa noche fue la última vez que soñó con la montaña, con el monasterio, con los monjes, con las sacerdotisas y con Salomé. Fue el sueño más extraño de todos.

En el sueño, los monjes le recibían a la entrada de la montaña sagrada, le conducían hasta el monasterio y le hacían pasar a las estancias del templo, llenas de guirnaldas de flores y de velas encendidas, como en una gran celebración, y le conducían hasta la Tabula de Salomé. Ella le preguntaba si había escuchado lo que le había pedido que escuchara. El conde contestaba que sí, y preguntaba a su vez si la respuesta a sus cuestiones estaban en aquella música, y si debía intentar comprender aquella música por medio de los números, ya que estaba convencido, a pesar de todo, de que la solución del enigma estaba en los números.

Salomé le dijo: «La solución del enigma es ésta: no hay enigma. Todo es lo que se muestra, tal y como es».

«Señora», dijo el conde bajando los ojos respetuosamente, «el otro día os contemplé desnuda, y escuché dentro de mi corazón una voz que me decía: “el mensaje es mi cuerpo”. Pero yo no puedo comprender que el cuerpo sea superior a la música o a los números».

«El cuerpo es el vehículo», dijo Salomé. «Es lo que nos hace humanos. Es lo que nos permite evolucionar y comprender. Es el centro de nuestro trabajo espiritual. Odiar o temer el cuerpo nos conduce al infierno. La belleza y la dignidad del cuerpo son un reflejo de la belleza y la dignidad de nuestra parte invisible. Honrar el cuerpo es honrar nuestra alma. Trabajar en el cuerpo es trabajar en la parte invisible. Tres cosas hemos de trabajar: el cuerpo, la emoción y la atención. Pero todo comienza con el cuerpo».

El conde Balasz bajó la cabeza, intentando asimilar las palabras de Salomé.

«Muy bien», dijo Salomé. «Ahora contempla esta representación teatral que hemos preparado para ti».

Salomé hizo una señal y entonces todos se apartaron a los lados de la gran sala en que se encontraban para dejar espacio libre en el centro.

La representación teatral era de un realismo y una crueldad indescriptibles. Se componía de tres cuadros: el primero se titulaba «La juventud de Isolda». El segundo, «El nacimiento de Afrodita». El tercero, «La anunciación a María». Había una muchacha rubia, muy alta, dotada de uno de esos cuerpos grandes y como sin acabar de desbastar que poseen a veces las mujeres alemanas, que interpretaba a las tres mujeres, Isolda, Afrodita, María. Aquella muchacha, una de las diaconisas más jóvenes, le conmovía intensamente. Había algo tierno y grácil en ella, en la ternura rosácea de su piel y en la rotundidad de los signos de su feminidad. Estaba seguro de que sus hombros y su cuello olían a leche, igual que los de un cervatillo joven.

Un coro masculino y otro femenino iban comentando y explicando alternadamente la acción. Cantaban en latín.

En «La juventud de Isolda», la princesa de Irlanda aparecía como una mujer sabia dedicada a la curación mediante las hierbas. La actriz aparecía vestida con una peluca de largos cabellos blancos que cubrían por completo su larguísima cabellera rubia, y con un manto de druida lleno de ramitas de árboles diversos, flores secas, plumas de pájaro y conchas marinas. Aunque debía representar a la joven Isolda, a causa de los largos cabellos blancos parecía en realidad una Isolda anciana. Dos grandes perros amaestrados, o bien dos lobos, uno de piel oscura y otro albino, se acercaban hasta ella y se ponían uno a cada lado de la joven. Entonces el lobo de piel oscura se ponía a cantar con la voz de un hombre joven, y luego la loba de piel blanca se ponía a cantar con la voz de una mujer humana, y finalmente Isolda se ponía a aullar como aúllan los lobos. El lobo cantaba en latín, la loba en alemán antiguo e Isolda cantaba en el idioma de los animales. Entonces se oía una voz que decía: «Isolda jamás había olvidado su mitad salvaje». El conde no sabía exactamente dónde sonaba esa voz ni de dónde provenía. ¿Era él el único que la oía? ¿Sonaba en el aire? ¿Era Salomé la que pronunciaba aquellas palabras?

A continuación venía la escena del «Nacimiento de Afrodita». El coro cantaba hermosas melodías alternas celebrando la aparición de Afrodita de la espuma del mar de Chipre, y la joven actriz se quitaba el manto y la peluca blanca y se mostraba desnuda, avanzando desde el fondo de la sala encaramada a una enorme concha tirada por dos niños que parecían arrastrar la valva calcárea y a su ocupante sin la menor dificultad. La muchacha se cubría púdicamente los pechos y el sexo, sin llegar a contener la rosada opulencia ni a ocultar del todo el tenue vello castaño. Al llegar al centro de la sala, apartó las manos y entonces el coro femenino y luego el masculino cantó: «Gloria a ti, Afrodita, diosa del amor». Entonces aparecieron varias figuras vestidas de silenos por ambos lados, armadas con largos vergajos, y comenzaban a azotar a la muchacha. La azotaban con tanta furia que pronto estuvo completamente cubierta de sangre, y a pesar de todo los verdugos seguían azotándola. La actriz tenía la piel tan fina y la carne tan tierna que los vergajos cortaban su piel y su carne, y a pesar de todo la muchacha seguía inmóvil en la misma postura, sin intentar protegerse, mientras los vergajos caían sobre su espalda, sobre su vientre, sobre sus muslos. La visión de un cuerpo tan joven y tan hermoso castigado de tal manera era casi imposible de soportar, pero el conde Balasz se forzó a mirar a pesar de su horror y su compasión. Entonces la voz decía: «¡Mirad lo que habéis hecho con Afrodita!».

La muchacha, a punto de desmayarse por el dolor y por la pérdida de sangre, se disponía entonces a interpretar la última escena, la de «La anunciación de María». Dos mujeres se le acercaban, la ayudaban a sentarse en un escaño de madera que habían movido hasta el centro de la estancia y le cubrían los cabellos con un velo que le caía por los hombros pero no llegaba a cubrir su cuerpo desnudo y ensangrentado. El sufrimiento de la muchacha era bien visible, ya que sus heridas y su sangre eran reales, y el conde Balasz se sentía emocionado hasta las lágrimas. Aparecía el ángel y el coro cantaba las conocidas palabras: «María, yo te saludo en nombre del Señor; vengo a anunciarte que tendrás un hijo». Entonces algo tremendamente extraño sucedía. La muchacha que ahora representaba a la virgen María se incorporaba en su escaño y su vientre comenzaba a crecer y a hincharse. Enseguida rompía aguas y le llegaban las contracciones del parto, y la muchacha volvía a sentarse en el escaño, separaba las piernas al máximo y todos los presentes podían observar cómo su pequeña vulva juvenil comenzaba a abrirse y dilatarse por el empuje de algo así como una esfera que brotaba del interior de su cuerpo abriendo la entrada vaginal, cuyos labios se estiraban y abrían sin aparente esfuerzo, aunque la muchacha comenzaba a gritar de dolor. La vulva se abría al doble, al triple, al cuádruple de su volumen habitual y seguía creciendo, y pronto se hacía visible la cabeza de un bebé, la frente, los ojos, la nariz, los labios, y luego los hombros, los brazos, el cuerpo, el cordón umbilical. La muchacha gritaba y gemía como un animal, y al mismo tiempo cogía al bebé que surgía de su interior brillante y húmedo, cubierto de sangre y de líquido amniótico, y una vez todo el cuerpo del niño estaba fuera, lo levantaba en sus brazos y lo estrechaba contra su pecho, todavía con el retorcido cordón umbilical blanco y violeta sin cortar. Entonces los dos niños volvían a aparecer por el fondo de la habitación arrastrando la enorme concha, mientras desde las galerías superiores de izquierda y derecha lanzaban al aire puñados de polvo dorado y pétalos de geranio y de ciclamen sobre la madre y el niño cubiertos de sangre, y el polvo dorado y los pétalos se quedaban pegados a la piel de ambos. El escaño se iba hacia atrás, alguien retiraba el velo de los cabellos de la muchacha y ésta, todavía con el niño unido a ella mediante el grueso cordón umbilical que surgía reluciente y retorcido de su vulva, avanzaba tambaleante y se subía a la concha de Afrodita. Una especie de lluvia finísima comenzaba a caer entonces del centro de la bóveda, empapando las figuras de la madre y del niño y arrastrando consigo toda la sangre de la flagelación y del parto y dejando a ambas figuras casi completamente limpias. Y la voz decía: «No habéis entendido que María y Afrodita son una».

En ese momento, el conde se despertó en su cama, sudando como si tuviera una fiebre altísima. Las últimas palabras seguían resonando en su memoria. «No habéis entendido que María y Afrodita son una». El conde estaba sólo en su cámara. A través de la ventana, la luz de la luna brillaba sobre los tejados de Viena. Quiso volver a dormirse para contemplar el final de la representación, si es que quedaba algo que contemplar. Pero no conseguía volver a dormirse.

¿Qué es lo que he visto?, se preguntaba el pobre hombre, confuso y desorientado. ¿Qué significa? «¡No habéis entendido que María y Afrodita son una!». Todas las cosas que he visto atentan contra la verdadera religión. Son un escándalo, y si las relatara públicamente terminaría por ser excomulgado. ¿Cómo es posible que la práctica de un juego de Alta Matemática me haya llevado hasta este país onírico?

Se preguntaba si se había enamorado de aquella mujer a la que veía en sueños. No lograba comprender lo que sentía hacia ella, ni tampoco si ella era una especie de santa o bien una vulgar meretriz carente de la menor modestia femenina. ¿Qué era Salomé? ¿Era la hierática abadesa de un convento o la Gran Ramera de Babilonia? ¿A qué dedicaba su vida? ¿Al amor de Dios o a la lujuria? ¿Era una paloma del amor o una diablesa?

Él era un hombre de ciencia, un sabio riguroso y consagrado al estudio. Estaba casado con la princesa Wilarda Philarda, una mujer piadosa, de rostro caballuno, que provenía de una rancia familia prusiana y le había dado una hija a la que adoraba, pero hasta aquel momento jamás había imaginado que una mujer pudiera causarle la impresión que Salomé le había causado.

Hasta aquí llegan las anotaciones de los diarios del conde Balasz. Sabemos que poco después la hija del conde sufrió una crisis nerviosa y hubo de ser internada en el sanatorio psiquiátrico de Bad Kreuzen, precisamente en el mismo donde herr Bruckner estaba pasando una temporada de reposo tras la depresión que siguió al estreno de su Octava Sinfonía. Sabemos que el conde Balasz se encontró con Anton Bruckner en Bad Kreuzen, y que habló con él en varias ocasiones. No sabemos mucho más.

Brilla, mar del Edén
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