10
Abandonamos los cuerpos
Busqué a la señora mayor cuyo nombre, según creía recordar, era Jean Jani y la encontré en el hospital cuidando a los heridos. Le pregunté si era la misma Jean Jani que había sido pin-up de Playboy algunos años atrás y, para mi gran sorpresa, se echó a reír y me dijo que, en efecto, era ella, pero que no era posible que yo la hubiera reconocido. Le mostré la revista que habíamos encontrado en el interior de la isla. En la portada aparecía ella en la cubierta de un yate, vestida sólo con una chaqueta roja cuya cremallera se abría de forma insinuante mostrando el nacimiento de un seno y bajo la cual, aparentemente, no llevaba nada de ropa.
—Vuelve una y otra vez —dijo sonriendo—. Hace unos años mi hija la descubrió, descubrió que yo había sido pin-up. ¡Nadie sabía nada! Cuando se enteraron, todos estaban orgullosos. Yo pensaba que era algo que había quedado atrás para siempre. Pero ya ves, nada queda atrás para siempre. Todo vuelve una y otra vez.
Le dije que me parecía una casualidad asombrosa que hubiéramos encontrado aquella revista allí, pero a ella aquello no parecía extrañarle tanto. Playboy es una revista muy popular, y es posible hallar un ejemplar casi en cualquier sitio.
Me encontré con Rosana, que acababa de salir del mar y se secaba con una toalla sus largos y espesos cabellos negros medio oculta entre las palmeras y las bromeliáceas, en un entorno densamente aforestado que me recordó al encantador de serpientes del cuadro de Rousseau, aunque la piel blanca de Rosana entre las hojas oscuras y las polilobuladas flores rosadas contrastaba con la piel casi negra que el encantador de serpientes tiene en el cuadro. Pensé que se había ocultado entre las hojas para desnudarse, pero no tenía muda de ropa. Hablé un rato con ella, le conté nuestra aventura en el interior de la isla y le hablé del río que habíamos encontrado. Noté que ella me miraba de una manera especial y que sonreía, y entonces me di cuenta de que no llevaba aquellas gafas que llevaba siempre, cuyas lentes de mucho aumento le hacían unos ojos enormes. Le pregunté por sus gafas y me felicitó por mis dotes de observación. Al parecer, yo era la primera persona en todo el día que se daba cuenta de que no llevaba gafas. Me explicó que desde su llegada a la isla se notaba rara con las gafas, como si los cristales no le sirvieran. En un principio había pensado que sus dioptrías habían aumentado aunque, según me explicó, la enfermedad de sus ojos no era degenerativa y no había motivo para esperar que sucediera algo así. Pero al quitárselas descubrió que había sucedido lo contrario, y que ahora veía bien sin las gafas.
—¿Entonces? —pregunté.
—Mis ojos se han curado —me dijo—. No sé cómo, pero ahora veo perfectamente.
—¿Las llevabas desde hace tiempo?
—¡Desde que tenía cuatro años! —dijo Rosana—. Siempre he tenido unos ojos débiles. Cuando era niña me tapaban un ojo para que el otro no se hiciera perezoso. Tenía estrabismo, mucho estrabismo, y muchas dioptrías. Yo siempre he llevado gafas, siempre, todos los días de mi vida.
—¿Entonces?
—Yo qué sé, tío. Ahora veo de puta madre.
—Pero eso es muy extraño, ¿no?
—Es inexplicable.
Se puso la toalla alrededor del pelo como un turbante, esa clase de cosas que saben hacer las mujeres y que a mí tanto me admiran. Luego se calzó unas sandalias para caminar sobre la arena. Estábamos allí los dos solos, en medio de las palmeras y soplaba una brisa deliciosa. Le dije que era la primera vez que la veía sin los labios pintados, y entonces ella se me acercó, se puso un poco de puntillas y me besó en la boca. Fue un beso rápido, quizá fraternal, pero no tan rápido como para no sentir claramente el contacto mullido y curiosamente íntimo, quizá íntimo en exceso, de sus labios pequeños y compactos. Tenía la boca fría a consecuencia del baño que acababa de darse, pero a pesar de todo yo sentí el calor de su sangre por debajo del frío. No sé por qué me besó así de pronto. Quizá se debiera simplemente a que se sentía feliz. No supe cómo interpretar ese beso, pero me gustó.
Al caer la tarde hubo una especie de gran asamblea en la que participaron todos los náufragos y en la que, a la luz de una gran hoguera, nos enfrentamos por primera vez colectivamente a la situación incomprensible en la que nos encontrábamos. Wade informó de nuestro descubrimiento, es decir, que unos cinco kilómetros playa abajo, hacia el oeste, desembocaba el río que habíamos encontrado y que aquél era el lugar ideal para instalarnos. Sin embargo, muchos de los náufragos, especialmente los liderados por los Kunze y el obispo Tudelli, se manifestaron en contra de abandonar «nuestra» playa. La ayuda no tardaría en llegar, afirmaban, y si desaparecíamos todos de la playa sin dejar ni rastro, nuestros salvadores podrían suponer que estábamos todos muertos y ahogados. El razonamiento no era absurdo, pero el problema que planteaban admitía una fácil solución: dejar un puesto de vigilancia en la playa del accidente para recibir a unos hipotéticos salvadores.
Joseph resumió nuestras prioridades básicas: encontrar agua, enterrar los cadáveres que aún seguían en el avión, construir refugios contra la lluvia que caía en la isla constantemente y organizar grupos diferentes para encontrar comida. Insistió en que si queríamos sobrevivir y mantenernos sanos hasta que llegaran a rescatarnos, tendríamos que organizarnos y trabajar en equipos.
Discutimos también sobre la necesidad de enterrar a los cadáveres del avión pero finalmente, y después de varias intervenciones muy airadas, decidimos que nuestras prioridades eran otras, y que no teníamos ni los medios ni el tiempo para trasladar casi doscientos cadáveres ya en estado de descomposición hasta la costa y cavar doscientas tumbas. Nadie que no lo haya intentado sabe lo difícil que es cavar una tumba en la dura tierra sin las herramientas adecuadas. Jimmy Bruëll resolvió la cuestión con elegancia al pedir voluntarios para ir al avión a recoger cadáveres malolientes, luchar contra los pájaros que se abalanzarían sobre nosotros, traerlos a la isla y luego pasarse dos o tres días abriendo fosas en la tierra hasta lograr inhumarlos a todos. Sólo se levantaron tres o cuatro manos, de modo que el problema se deshizo por sí solo. El obispo Tudelli clamó con indignación contra Bruëll diciendo que aquello de dejar que los cuerpos se pudrieran al aire libre y fueran devorados por los animales no era cristiano.
—Entonces ve tú al avión, hermano —le dijo Jimmy—. ¡Nadie te detiene!
—¿Es que no tienen ustedes sentimientos? —preguntó Tudelli—. ¿Es que no tienen ustedes compasión?
—Yo sólo digo que no pienso hacerlo —dijo Jimmy—. Que los muertos se ocupen de los muertos. ¿No dice eso el Buen Libro?
Tudelli le miraba desconcertado. Seguramente no estaba acostumbrado a que nadie le hablara de ese modo. A pesar de todo, seguía sonriendo.
—Está hablando con un apóstol de la Iglesia —le dijo entonces Kunze a Jimmy muy enfadado—. ¡Muestre un poco de respeto!
Kunze, el millonario suizo, era un hombre septuagenario, pero había algo en él que imponía respeto. Algo físico, quiero decir. El poder, la riqueza, la autoridad emanaban de él de forma natural.
Jimmy se volvió a mirarle con un gesto extraordinariamente simpático y amistoso, aunque en sus ojos rubios había un brillo de violencia y de desdén que casi me asustaban.
Era una de esas conversaciones imposibles, la charla de un millonario con un criminal.
—Su amigo Puccini será apóstol, Dalai Lama, Gran Pachá o incluso Lord Sith en el sitio de donde viene —dijo Jimmy—. Pero aquí somos todos iguales.
—¡Es usted un bárbaro! —dijo Kunze.
—Llámeme Conan —dijo Jimmy guiñándole un ojo.