59
La segunda expedición. Descubrimos un silo

A la mañana siguiente, la mañana de nuestra salida, Wade vino a verme y me dijo que lo había pensado bien y que era posible que yo tuviera razón. Que pensaba posponer su búsqueda de la Pradera para más adelante, y que estaba dispuesto a encabezar el grupo de búsqueda, dado que él era el mejor rastreador de todos nosotros. Me dijo además que probablemente yo también acertaba cuando suponía que uno no puede encontrar la Pradera a voluntad, y que no le cabía duda de que si estaba en su destino volver a llegar a aquel lugar, lo haría, independientemente del camino que tomara.

No me extenderé, en esta ocasión, sobre los detalles de nuestro viaje a través de la isla. Creo que ya hemos tenido demasiado de árboles y plantas, de insectos y de pájaros, de marjales y de arañas, de cuestas y barrancos. ¿Qué diferencia hay, por otra parte, entre contar que nuestro grupo ascendió con dificultad o que se encontró tal o cual especie vegetal —o no contarlo? Nada más salir, por ejemplo, contemplamos una mona capuchina avanzando por el dosel de ramas con un monito de apenas una semana de vida agarrado del pelo abundante de su vientre. Estaba como a unos diez metros por encima de nosotros, y alguien levantó el arco para intentar cazarla. Y entonces el doctor Sutteesh dijo «¡stop!» en voz alta y clara.

—No se dispara a las madres que crían —dijo el doctor. Y la mona con su pequeño monito siguió avanzando por las ramas y así ambos salvaron su vida.

El doctor Sutteesh debía de tener poco más de treinta años, y era doctor en Literatura Inglesa por la universidad de Calcuta y una eminencia en la obra dispar de Samuel W. Coleridge y William Wordsworth. Era además un gran aficionado al críquet y un buen cantante de melodías indias tradicionales y de baladas irlandesas, que entonaba con una dulce voz de tenor. Era un hombre muy moreno, no muy alto, de cara redonda y olivácea adornada con un fino bigote bien recortado. Un hombre muy culto y refinado que era al mismo tiempo extraordinariamente simpático y cálido. Llevaba sólo cuatro años casado con Vrajavala, y en una de las pausas del viaje me contó que estaba muy enamorado de su mujer y que estaba dispuesto a morir, o incluso a matar, por ella. Que siempre había sido una persona pacífica, un estudioso de los antiguos poetas, que el olor de los libros (me dijo), la goma arábiga y la tinta china, le gustaba aún más que el de las rosas. Pero que se sentía tan desesperado que estaba dispuesto a todo. Y esto me lo decía sin perder su amable sonrisa, y moviendo la cabeza con esa ligera inclinación lateral tan típica de la gestualidad india y que a los occidentales nos sorprende siempre por lo que nosotros consideramos su blandura afeminada. Pero no había nada de afeminado en el pequeño y exquisito doctor Sutteesh, devoto de los poetas de los lagos.

Hay momentos, pequeñas acciones de la vida, que parecen revelarnos a una persona de una vez y para siempre. El grito «¡stop!» del pequeño doctor Sutteesh ante la aparición de la mona capuchina con su bebé, y la afirmación rotunda de que «no se dispara a las madres que crían», fue uno de esos momentos.

Bastará con decir que las huellas de nuestros captores nos llevaron hasta la meseta que ya conocíamos, una región despejada y poco arbolada que conducía hasta el farallón de roca que abría sobre el valle del Hombre Azul, y que cuando calculo que faltarían ya pocos kilómetros para llegar al farallón, Wade encontró que el rastro que íbamos siguiendo se separaba en tres caminos diferentes, uno que continuaba en dirección al sur, otro en dirección sudoeste y otro en dirección sudeste. Parecía necesario separarse, de modo que nuestro pequeño ejército se partió en tres.

Se decidió que cada uno de los grupos iría dirigido por alguien que tuviera experiencia como rastreador o, en su defecto, que conociera bien la isla. Los únicos cazadores que había entre nosotros eran Wade y Jimmy Bruëll, de modo que se decidió que Wade dirigiría el grupo que iba hacia el sudoeste y Jimmy Bruëll el que se dirigía al sudeste. Joseph quedaría al cargo del que iba hacia el sur, suponiendo que este rastro conduciría al Valle del Hombre Azul, que Joseph conocía todo lo bien que podía conocerse nada en la isla. Como mi deseo era estar al lado de Rosana para encontrar juntos a Syra, me uní al grupo al que ella decidió unirse, que fue el de Wade. Estaba formado por Roberto B., Óscar Panero, Joaquín, el Doctor Sutteesh, Lizzie y Lily Whittfield.

Bastará con decir que al tercer día de nuestra marcha, y al segundo después de que el grupo se partiera en tres, llegamos a un valle de verde paradisíaco donde las aguas de un río se extendían en una multitud de islas entre las cuales las aguas brillaban con una intensidad especial. En aquel valle inundado Wade perdió definitivamente el rastro que íbamos siguiendo. Hubo voces que sugirieron que regresáramos, pero Wade dijo que lo que debíamos hacer era seguir hacia adelante, y que era posible que al salir de la zona pantanosa volviéramos a encontrar el rastro perdido.

Llegamos así a una región rocosa y sin apenas plantas.

El terreno se elevaba y descendía. Rocas rojas surgían de la tierra. Las cordilleras del centro de la isla iban quedando a nuestra izquierda. El pico del volcán seguía, como siempre, cubierto de nubes. ¿Cuál será la razón de que los picos de las montañas atraigan de tal modo las nubes? Estoy seguro de que existe una explicación científica. Una montaña, una cresta, incluso un picacho no muy elevado, aparecen muy a menudo coronados de una masa nubosa, incluso en los días o en los climas más bien secos. Es como si el volumen de la montaña creara la masa nubosa, o bien como si el pico de roca enredara a la nube en su marcha volandera y no la dejara partir. He observado el fenómeno muchas veces en distintas partes del mundo, y siempre me fascina contemplar una cordillera montañosa y el mar de nubes que parece acumularse sobre ella, sobrepasándola en ocasiones y comenzando a derramarse por la ladera como una ola lentísima que nunca acaba de caer, o bien contemplar una roca aislada en mitad del paisaje y la forma en que incluso en un día de viento una nube, en ocasiones tan tenue como una masa de vapor, parece pegada a su cima como una especie de ondeante cabellera que nunca acaba de borrarse, o bien que se borra para ser sustituida inmediatamente por una nueva cabellera que surge, en apariencia, de la nada. Lo mismo sucedía con el pico del volcán central de la isla, que yo jamás había visto descubierto, y cuya forma completa desconocía.

Yo miraba todo el rato al cielo, pero el platillo volante, o la formación nubosa que nos habíamos acostumbrado a llamar «platillo volante», no aparecía en parte alguna.

El final del cuarto día nos deparó una nueva sorpresa. Avanzábamos por un valle lleno de rojas piedras volcánicas, algo que millones de años atrás debió de ser un río de lava vomitado por el volcán abriéndose paso en dirección a las olas del mar, cuando la vimos, netamente dibujada en mitad de las rocas. Se trataba de una escotilla de acero similar a la que uno esperaría encontrar en un submarino. Se abría con una gruesa manivela circular y tenía aspecto de encontrarse en buen estado. En uno de los lados del bloque de hormigón donde se abría encontramos el símbolo del SIAR, marcado en relieve. Después de un buen rato de intentarlo, logramos hacer girar la manivela y levantar la pesada puerta circular de la escotilla. Estaba muy sucia. El barro la había sellado y tanto el polvo como el barro cubrían el engranaje que la abría. Era evidente que hacía mucho tiempo que nadie abría aquella puerta que parecía conducir al interior de la tierra. Pensamos en un refugio antiaéreo de la Segunda Guerra Mundial. Pero ¿allí perdido, en el interior de la isla?

Cuando logramos abrirla por fin, después de ímprobos esfuerzos, nos asomamos todos al pozo oscuro que se abría allí mismo, sin decidirnos ninguno a descender por la escalera metálica que corría por uno de sus lados.

Wade gritó: ¿hay alguien ahí abajo? ¿Alguien puede oírme? Por supuesto, nadie contestó. Wade dijo que era mejor no arriesgarse a bajar por allí, que era evidente que hacía años que nadie abría aquella escotilla y que era obvio, por tanto, que las personas a las que seguíamos no estaban allí dentro. Sin embargo, todos queríamos entrar. ¿Cómo pasar por alto un descubrimiento como aquél? ¿Cómo no desear averiguar lo que habría allá abajo? Era posible que diéramos con un silo lleno de comida, o quizá con una armería llena de rifles y municiones.

—Es una trampa —dijo Wade con un indefinible gesto de asco o de miedo—. Esta isla está llena de trampas. No desea que avancemos. Desea detenernos, entretenernos. No debemos entrar ahí. Los niños que buscamos no están ahí abajo. Ni tampoco las mujeres raptadas.

A pesar de todo, decidimos bajar. Simplemente, bajar por la escalerilla, ver qué había allá abajo y continuar.

Lo que había allá abajo era lo que más tarde nos acostumbraríamos a llamar el Silo. Se trataba de una estación subterránea construida a unos cincuenta metros de profundidad. Estaba compuesta por varias salas de paredes, suelo y techo de piedra, en las que un grupo de unas veinte personas podría vivir durante un año completo sin necesidad de salir al exterior. Nos preguntamos por qué los constructores del Silo habrían profundizado tanto en la tierra. Dudo que siquiera en tiempos de guerra y en un territorio sometido a severos bombardeos, hubiera habido ningún ejército que construyera búnkeres tan profundos.

Había cuatro zonas en el Silo, comunicadas entre sí mediante largos corredores de piedra: la cocina, los dormitorios, la biblioteca y la sala de controles. Para sorpresa de todos, la luz funcionaba en todas las salas perfectamente.

En la cocina había una despensa llena de comida. Todas las latas y paquetes estaban caducados, pero los víveres que probamos se encontraban en perfecto estado. De pronto teníamos arroz, aceite, tostadas, pasta, salsa de tomate, galletas, sopa, lentejas, garbanzos, dulce de guayaba, leche condensada y en polvo, jamón dulce, codornices, gallina en pepitoria, atún, sardinas en aceite, mejillones en escabeche, alubias, frijoles, salsa de ostras, ketchup, salsa de tamarindo, cuscús, melocotón en almíbar, piña en almíbar, mostaza de Dijon, arenques en salmuera, zumo de fresa, de fruta de la pasión, de naranja, de pomelo, de melocotón, uvas pasas, orejones de albaricoque, carne de cerdo, salsa boloñesa, albóndigas en salsa, ravioli de carne, de ricotta, de hongos y de calabaza con salsa marinara, salsa pesto, salsa de cuatro quesos y salsa de champiñones, gelatina con carne, pepinillos agridulces, cebollitas, pimientos, guisantes, almejas, ostiones, paté de hígado de cerdo, crema de cacao con avellanas, cacao soluble, café, té, manzanilla, además de whisky, vodka, brandy, ron añejo, armagnac, tokay, jerez, oporto rubí, Coca-Cola, soda, azúcar, sal, pimienta, harina de trigo y de maíz, preparado para gofres y para tortitas y muchas muchas cosas más. Lo primero que hicimos aquella noche, he de confesarlo, fue prepararnos una cena opípara en la enorme mesa de la cocina, un tablón de tales dimensiones que a su alrededor podrían sentarse veinticinco personas sin miedo a rozarse la rodilla con el comensal más cercano. Creo que jamás he comido una comida más deliciosa que la que hicimos esa noche con las latas caducadas encontradas en la despensa del Silo. Todos comimos demasiado, y luego yo me sentía mal, y algunos tuvieron indigestión y se pusieron enfermos y vomitaron. No creo que se debiera a que las latas estuvieran en mal estado, sino al exceso de comida y a la poca costumbre que tenían nuestros estómagos de ingerir alimentos tan grasos.

Las otras secciones del Silo no eran tan inmediatamente atractivas, aunque una vez nos llenamos el estómago comenzamos a recorrerlas con un interés creciente. La zona de vivienda del Silo nos proporcionó, por ejemplo, un placer casi comparable al de comer verdaderos alimentos con verdadero sabor a comida. Me refiero a las duchas de agua caliente que, para nuestro infinito deleite, también funcionaban. En la despensa encontramos papel higiénico, champú, jabón líquido, espuma de afeitar y cuchillas, desodorante y todos los demás regalos de la civilización, y pronto estuvimos todos desnudos en las duchas, dando gritos de felicidad al sentir los chorros de agua caliente sobre la piel y al disfrutar el placer de hundir las manos en el cabello untuoso de champú perfumado. Había dos baños, de hombres y mujeres, pero yo me sentía tan feliz que después de darme una ducha interminable fui a visitar las duchas de mujeres, donde encontré a Lily, a Lizzie y a Rosana cada una en una cabina, en medio de una espesa nube de vapor. Me gritaron que me marchara de allí, pero enseguida se olvidaron del pudor, que nunca ha sido importante entre los salvajes.

Después de cenar opíparamente y de darnos una ducha con champú nos sentíamos, todos nosotros, casi como personas de nuevo. Nos pusimos entonces a recorrer el resto de las estancias del Silo. La biblioteca debía de contar con unos veinticinco mil volúmenes, colocados en muebles de madera de roble de algo más de dos metros de altura, distribuidos en una parrilla simétrica que ocupaba una amplia sala circular de techo abovedado que tenía pintado un mapa del cielo en el que las constelaciones estaban representadas mediante los animales y figuras mitológicas que les daban nombre. En el centro de la sala había una mesa rectangular con seis sillas y lámparas con pantalla de cristal verde, como las que suelen encontrarse en las bibliotecas americanas. Había también varios rincones con sofás y butacas para poder leer cómodamente. Me puse a caminar por entre los pasillos llenos de libros, la mayoría de los cuales habían sido encuadernados en piel, tal y como se hacía en el pasado en las bibliotecas públicas y privadas, cogí un volumen al azar y resultó ser una biografía de Anton Bruckner. ¿Lo llamaríais casualidad? Era una biografía que no conocía, escrita por un tal Andrew Munger, que corría por cerca de 500 páginas y parecía densamente documentada. Encontré además libros de poesía, de apicultura, de escultura griega, de derecho, de ingeniería, clásicos grecolatinos, biografías. Había un anaquel entero dedicado a Stalin. En otros anaqueles estaban todos los tomos de La ciudad de Dios de San Agustín. Colecciones de atlas antiguos. Libros de historia del arte. Las obras completas de Joseph Conrad. El Viajero Universal de Laporte. Libros de zoología, de anatomía, de numismática. Roberto B. y Óscar se perdieron entre los libros y yo escuchaba sus voces cada vez más alejadas entre los muebles de roble llenos de volúmenes, lanzando exclamaciones de delicia y de sorpresa.

En cuanto a la sala de control, estaba ocupada por una serie de mesas llenas de aparatos cuya finalidad y funcionamiento se nos escapaban. Supongo que algunos eran emisores y receptores de radio, así como amplificadores de señal y mesas de sonido. Sí, eso era lo que supusimos entonces, que la misión de todos aquellos trastos era la de comunicarse con el mundo exterior, algo que no parecía tan fácil en aquella isla. Algunos de los aparatos contaban con pantallas esféricas de vidrio similares a las de los radares que yo había visto en las películas de los años setenta y ochenta. Otros no se parecían a nada que yo hubiera visto nunca. En la pared del fondo de esta estancia, que era rectangular y estaba construida a un nivel un poco más elevado que las demás, había unos cuarenta monitores de televisión. El signo del SIAR estaba por todas partes, en los gruesos manuales de instrucciones, en los soportes metálicos de los monitores de televisión, en los respaldos de las sillas de plástico.

Después de varios intentos y de descubrir un panel de fusibles con varios conmutadores en posición cerrada, logramos encender parte de los aparatos de la sala, así como unos cuantos monitores de televisión. Mostraban imágenes en blanco y negro de baja calidad que debían de provenir de cámaras de vídeo situadas, en muchos casos, en lugares pobremente iluminados.

Roberto B., Óscar y el doctor Sutteesh se habían quedado en la biblioteca, maravillados ante las rarezas bibliográficas que se guardaban allí. Lily Whittfield y Lizzi se habían puesto a hacer un inventario de los víveres que se guardaban en la despensa. De modo que en aquel cuarto de control estábamos solamente Rosana, Joaquín, Wade y yo.

En uno de los monitores se veía un parque infantil al borde del mar. Se veía un tobogán, una rueda giratoria y un sube y baja, y varios niños de entre cuatro y diez años jugando acompañados de sus madres y cuidadoras. Lily dijo que ese parque estaba en San Francisco, y que una sombra que se veía hacia la derecha sobre el agua del mar era la del Golden Gate.

En uno de los monitores se veía un campo de arroz en algún lugar del sur de Asia, quizá en una isla de Indonesia. Hombres y mujeres semidesnudos y con la cabeza cubierta con amplios gorros de paja trabajaban en el campo hundidos en el agua hasta las rodillas. Había también un búfalo de agua con un niño como de unos nueve años subido en su lomo.

En uno de los monitores se veía nuestro poblado. Se veía el humo de una hoguera y varias cabañas, algunas de ellas con paredes destrozadas. No se veía a nadie en parte alguna.

En otro de los monitores se veía una habitación similar a aquella en la que nos encontrábamos, donde había cinco o seis hombres y mujeres vestidos con monos blancos. Estaban todos mirando en la misma dirección, unos de pie y otros sentados, quizá viendo algo en la televisión.

En otro de los monitores se veía el Despacho Oval de la Casa Blanca, o al menos una réplica exacta del Despacho Oval. En ese momento, la mesa presidencial estaba vacía, y una mujer de la limpieza pasaba la aspiradora sobre la alfombra.

En otro de los monitores se veía lo que parecía un campo de vacaciones de unos niños. Estaban todos en bañador a la orilla de un río, escuchando lo que les decía un instructor vestido con ropa militar.

En otro de los monitores se veía a una mujer desvistiéndose en su habitación. La mujer se quitaba el vestido y se quedaba en bragas y sujetador, y luego comenzaba a caminar por la habitación entrando y saliendo de la imagen. Estaba fumando.

En uno de los monitores se veía una película en blanco y negro de Mickey Mouse. Luego saltó a una selección de escenas de Buster Keaton.

En otro de los monitores se veía un campo rodeado de alambradas y a varios hombres armados de pie al lado de las alambradas. Llevaban ropa militar de camuflaje, y uno de ellos fumaba. El paisaje bien podría ser de nuestra isla. Se veían palmeras al fondo.

En otro de los monitores se veía una sección de un túnel subterráneo con muros y suelo de piedra y tenuemente iluminado mediante lámparas en el techo.

En otro de los monitores se veía un dormitorio en el que había una enorme cama de matrimonio con dos lámparas de lectura a ambos lados. Rosana dio un grito cuando vio aquella imagen, y dijo que aquélla era su habitación de su casa de Madrid. No había duda posible. Sobre el cabecero de la cama, que había comprado en una tienda de antigüedades en Bruselas, había una tela india que representaba el episodio de Krishna con las gopis y que ella misma había hecho enmarcar.

En otro de los monitores se veía un jardín con una piscina. Una mujer de unos cuarenta años estaba sentada en una tumbona tomando el sol, y cerca de ella había varios niños jugando a mojarse con una manguera.

En otro de los monitores se veía una celda, o una habitación que parecía una celda. Había una mesa metálica a un lado y un camastro al otro. Al fondo, un retrete sin tapa. En el camastro había una mujer tendida, vestida con una especie de pijama, y con la larga cabellera rubia recogida en la nuca. Otra mujer, vestida con un uniforme similar, estaba sentada frente a la mesa, comiendo un yogur directamente del envase con una cucharilla. Intentamos averiguar si era alguna de las mujeres raptadas, pero no conseguíamos reconocer a ninguna.

En otro de los monitores se veía el salón de una casa, una estancia amplia y luminosa con el suelo cubierto de moqueta, muebles de madera estilo Reina Ana pintados de blanco y cortinas estampadas de flores. ¿De quién sería aquella casa? ¿Dónde estaría? ¿En qué continente?

En otro de los monitores se veía una casa antigua con un porche de madera en el que había dos mujeres vestidas con saris sentadas en sendas sillas de mimbre. El doctor Sutteesh dijo que era la casa de sus padres en Calcuta. Una de las mujeres era su madre; la otra, la hermana de su madre, que también vivía en la casa desde que murió su marido. Vi el brillo de una lágrima en los ojos amarillentos del pequeño doctor Sutteesh. A mí aquello me parecía imposible, inconcebible. Pero el doctor Sutteesh nos aseguró que era cierto, que aquélla era su casa y que aquella señora de la izquierda era su madre. ¿Acaso un hombre no es capaz de reconocer a su propia madre?

En otro de los monitores se veía un dormitorio que tenía un vago aire marino. Paneles de maderas oscuras, el cuadro de un bergantín inclinado sobre las olas en la pared, una brújula de latón. Sobre la cama había una repisa llena de libros y también varias botellas llenas de caracolitos blancos cogidos en la playa. Era el dormitorio de mi casa de Oakland. Mi dormitorio. Y había alguien durmiendo en la cama, en mi cama. Dos figuras, durmiendo plácidamente bajo las sábanas.

—¡Es mi habitación! —grité—. ¡Es mi cama, mi habitación, es mi casa de Oakland!

—Hay alguien en tu cama —me dijo Rosana—. ¿Tiene alguien la llave de tu casa?

—Martha, la señora de la limpieza —dije yo, contemplando la imagen fascinado—. Sólo ella.

Los que estaban en la biblioteca vinieron al escuchar nuestras voces y se pusieron a mirar los monitores de televisión a su vez.

En algunos de los monitores, las imágenes iban cambiando de minuto en minuto, y aparecía en la esquina superior derecha el número de la cámara correspondiente. Mi habitación pronto dio paso a otro dormitorio, y luego a otro, y luego al salón de una casa, y luego a otro dormitorio, hasta que finalmente volvió a aparecer mi dormitorio de nuevo, con las dos figuras todavía bajo las sábanas en la misma posición.

—Todo esto es una trampa —murmuraba Wade mirando a un lado y a otro con aire de sospecha—. Deberíamos salir de aquí cuanto antes. Cargar las mochilas con todos los víveres posibles, y salir de aquí.

—¿Por qué dices que es una trampa? —preguntó Rosana—. ¿Cuál es la trampa?

—La trampa consiste en impedirnos avanzar. En disuadirnos de que vayamos a donde deberíamos ir.

Estábamos todos como hipnotizados. Rosana miraba su dormitorio. Yo el mío. El doctor Sutteesh había creído descubrir a su esposa en el monitor donde se veía una celda. En realidad, la imagen iba cambiando de unas celdas a otras. No se trataba de Vrajavala, sino de Leelavati. Estaba con Gloria Griffin en una celda. En otra celda estaban Alphée y Di Di. En otro de los monitores, la imagen saltó a la de los templos indios perdidos en medio de la selva donde habíamos estado bajo el poder de los guerrilleros. Yo no podía ver aquellas imágenes sin temblar. Se veía con claridad la escalinata de entrada del templo principal, donde habíamos estado prisioneros.

—No, John —me dijo Wade—. Ésos no son los templos donde tú estuviste.

—Yo creo que sí —dije yo.

—Te equivocas —dijo Wade—. Eso que ves no es esta isla sin nombre. Es Farber, Connecticut. Ésos son los templos que yo construí. Pero no quiero mirarlos. No quiero ponerme a mirar en esa triste pantalla en blanco y negro y medio desenfocada mi pasado desenfocado y en blanco y negro.

—¿Estás seguro? —pregunté—. ¿Eso es Connecticut?

—Completamente seguro —dijo Wade.

Óscar Panero dio un grito. En uno de los monitores se veía una habitación con una cama y muchas estanterías llenas de libros. Sobre la cama, en el lugar donde otro hubiera tenido un gran póster de Madona o una foto de Prince o de Silvio Rodríguez, había una enorme foto de James Joyce en blanco y negro.

—Es mi recámara en la casa de mis padres —dijo Óscar—. Pero ¿dónde carajo está esa cámara de video? ¿Quién la puso allá?

—Ay, buey —dijo Roberto B., que podía hablar español mexicano con la misma soltura que un nativo—. Imagínate, nada más.

—Ay, si la Brendita se entera de esto —dijo Óscar, que se había llevado las manos a la cabeza—. Cuántas cosas no habrán pasado en esa cama.

En ese momento, una mujer entró en la habitación que se veía en la pantalla, la atravesó en diagonal, cerró la ventana y corrió las cortinas.

—Es mi mamá —dijo Óscar—. Ventila mi recámara todos los días.

—Llevan observándonos desde hace años —dije yo—. Observan todos nuestros movimientos, con quién nos acostamos, qué libros leemos, qué comemos… ¿Quién es esta gente?

—No sabemos cuánto tiempo lleven observándonos —dijo Óscar—. ¿Por qué dices que llevan años? No lo sabemos.

—Imagínate que llevan observándonos desde que nacimos —dije yo—. Que todas nuestras vidas han sido estudiadas, examinadas con todo detalle desde el principio.

Joaquín, que llevaba un rato investigando en los armarios y archivadores metálicos que había al fondo de la habitación, se acercó a nosotros con ojos brillantes. Había encontrado varios vídeos de VHS en sus cajas, que nos mostró con aire de misterio.

—Son vídeos de instrucciones del SIAR —dijo—. Mirad, están marcados como «Vídeo de instrucciones» número uno, dos, tres…

—Deberíamos visionarlos —dijo Wade cogiendo uno de los cartuchos y contemplando en la carátula de la caja el signo del SIAR, el conocido león jugando al ajedrez con la cabra—. En esos vídeos puede haber información que nos resulte útil.

Ahora también él está atrapado, pensé yo. Ha resistido la prueba de mirar su propio hogar, los templos que él mismo construyó con sus manos en Connecticut, pero no ha resistido esta prueba.

—Hay aquí varios lectores de VHS —dijo Joaquín—. Y aparentemente funcionan.

Fuimos todos al fondo de la sala, donde había varios aparatos para reproducir VHS y también, creo, para copiarlos. Joaquín encendió uno de los lectores y metió en el cargador el cartucho marcado como «Vídeo de instrucciones # 1». Después de unos segundos de ruidos mecánicos en el interior del viejo aparato, apareció en la pantalla el signo del SIAR. Salieron unas rayas horizontales que hicieron temblar toda la imagen. Luego el auto tracking se puso en marcha y las corrigió.

Brilla, mar del Edén
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