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Historia de Xóchitl
Lo primero que teníamos que saber de Xóchitl, explicó Óscar, o al menos de la Xóchitl original, de la primera Xóchitl, por así decir, es que era una niña fresa, nos dijo, igual que él era un niño fresa. Los españoles le preguntamos qué diablos significaba aquello de ser «niño fresa». Él decía strawberry kid en inglés, a sabiendas de que aquello en inglés no significaba nada. El padre de Xóchitl, nos contó, era comisario de Abastos en el gobierno municipal del D. F., una gente que tenía mucha lana. Que tenían mucha plata, pues. Mucho dinero. Nos contó que Xóchitl y él eran chilangos, otra categoría humana que no conocíamos, y que los dos se conocían de chicos. Venían los dos de la misma colonia, la colonia San Cristóbal, dentro de la colonia Condesa, y habían ido juntos a la prepa y luego a la universidad. Le pregunté qué significaba aquello de «chilango». Chilangos nos dicen a los que vivimos en el D. F., nos explicó. Somos chilangos, y muy orgullosos de serlo. Chilango quiere decir una gente dinámica, moderna, vital. Todos los chilangos están orgullosos de ser chilangos y consideran que ser chilango es padrísimo y que los que no son chilangos están como un poco dejados de la mano de Dios, ¿no?, como un poco tiznados con esto de no ser del D. F., que viene siendo como el mero centro del mundo, güey, pues ¿qué hubo? Ya no mames más… «No hay que llegar primero, hay que saber llegar»…
Entonces, chilango significa nativo de la ciudad de México, le preguntamos Rosana y yo, muertos de risa.
Nativo, o que vive allá, dijo Óscar. Allá uno se diferencia por la colonia de donde viene, porque el D. F. es inmensamente grande. Nosotros venimos de Polanco, que es un barrio de la burguesía, con grandes centros comerciales y hoteles de estilo californiano, que le dicen, que son mansiones de principios de siglo con jardines al frente. Un barrio de embajadas, de galerías de arte, de restaurantes caros… Más allá de Polanco está el Bosque de Chapultepec, que es un barrio de gente de lana, pero de lana de verdad, y luego las Lomas de Chapultepec, donde te puedes encontrar verdaderas fortalezas futuristas colgando de las montañas, verdaderos palacios protegidos por ejércitos de hombres armados. En Polanco éramos más normales. Gente de clase media, pues. Nos la pasábamos haciendo bromas y chistes sobre los niños fresa pero la verdad es que nosotros éramos tan fresas como el que más.
Están los fresa y están los nacos. Y siempre hay discusión y ditirambo entre fresas y nacos. Los niños fresa visten ropa de Louis Vuitton, American Eagle, Chemise Lacoste, y los nacos playeras de color limón y tenis con luces intermitentes. Los niños fresa dicen «sale, vale», «o sea tú sabes, ¿no?». Dicen «o sea» todo el rato. «Tú me entiendes, ¿no?», «o sea, compréndeme».
Son los pijos, dijo Rosana.
¿Pijos los dicen allá?, dijo Roberto B. Pijo le decimos en Chile a otra cosa. Y no se lo explico porque hay damas delante.
En España es la pija, dije yo. La pija, también el pijo, la picha, el nabo, el rabo, la cola. La polla, vamos.
¿La polla? ¿Así le dicen?, preguntó Óscar.
Así le decimos, buey, dije yo.
Suena bien chido, «la polla». Es como decirle «el cisne». «La paloma». Tan poéticos los pinches españoles. Sácate el cisne, mi amor. Que mero mero te voy a hacer volar.
El pajarito también se le llama, dije yo. Rosana me agarraba del brazo, doblada por la risa.
La polla en México es el nombre de un ave, dijo Óscar. Ay, se sacó el cisne pero era mero colibrí. Y bueno, dejemos de hablar de pájaros, que parecemos maricones.
Los mexicanos, siempre tan machos, dijo Roberto B.
Pues ándele, dijo Óscar.
Pues jíjole, dijo Roberto B.
El niño fresa, siguió diciendo Óscar, es el que se santigua diciendo «en el nombre del papi, del junior, palomita buena onda, amén». Una niña fresa dice «whatever» y dice en general frases en inglés porque habla (o se le supone que lo habla) un inglés perfecto. Dice «I’d rather not» cuando no se le antoja hacer algo. Un niño fresa tiene una cita en el spa. Y en un bar pide «un ice cream de perdido» y si la llevan a un establecimiento que no considera de su clase dirá «cómo me chocan estos lugares». Sin embargo, la niña fresa o el niño fresa no se ven a sí mismos como fresas, del mismo modo que los nacos a veces están bien orgullosos de ser nacos, y lo consideran un gran honor, y otras veces son la pura naquez destilada y andan diciendo que no son nacos y haciendo bromas con los nacos, e incluso dicen cosas como «soy banana, pélame, ¿no?» o «escudo protector, actívate», como si no fueran nacos, que es lo que son en realidad.
Porque con el tiempo las categorías se han ido mezclando, y antes naco era un término insultante, pues, y ahora se considera que ser naco es chido. Chido, que está in, ¿tú me comprendes?
Chido, «guay», dije yo. Chido es «guay».
¿Así le dicen allá?, dijo Óscar. Guay. Hablan bien raro los españoles, carajo, hablan como pendejos, cabrón. Hacía un acento mexicano tan exagerado y lleno de manierismos que Rosana y yo llorábamos de risa. Roberto B. también reía.
O sea, «naco», tú me entiendes, es una gente que no tiene cultura. Y que viste de una forma rara. Y se hace cortes de pelo bien raros. Y habla raro. Habla como mero naco. La palabra «naco» significa indio. Viene del término «totonaco», que ya tiempo atrás tenía un matiz insultante. Es parte del complejo racial mexicano, saber que no eres blanco y odiar al blanco, y llamarlo gringo, español, huero, pero odiar todavía más al indio, al indígena, y llamarlo indito, indígena, naco, indio, lo peor que se puede ser es ser un indio. Y todo eso porque no nos miramos en el espejo, cabrón, que todos tenemos sangre india en las venas.
Entonces, ¿qué sois?, pregunté yo. Si no sois gringos y no sois indios, ¿qué sois?
Pues mexicanos, pues. Somos mexicanos. El mexicano es una gente orgullosa.
Pero tenéis mucha sangre india. Quiero decir que para un europeo, para uno que no sea de allí, ve que la mayoría de los mexicanos en realidad son indios. Quizá más que en otros países de Latinoamérica, ¿no?
Tú le dices a un mexicano que es un indio y es peor que si le mientas a la madre. Te mata, dijo Óscar. Pero te mata. Nos avergüenza la sangre indígena. Los indígenas, pero los indígenas puros, son una gente muy maltratada en México. Hay mucho racismo, mucho desprecio contra ellos. Son pobres y mugrosos. Son una gente que van descalzos y algunos ni siquiera hablan español. Hay muchos en Chiapas que no hablan español, o lo hablan muy mal, con un acento raro. La policía los mata, violan a las mujeres…
Joder, dijo Rosana.
Bueno, sigue.
Estamos con los nacos y los fresas. Un naco es una gente que lleva el carro lleno de calcomanías. Uno que pone un peluche en la parte de atrás del carro. Uno que ve pasar a una chava y le dice de barbaridades. Tienen una forma de vestir así bien rara, como para llamar la atención. Un naco es uno que pone en la puerta de su tienda un cartel que dice «Abrido. Bendo Varato», «bendo» con be grande y «varato» con be chica.
Una vez, dijo Roberto B., en un bar de Tlalpán vi un cartel que decía: «Los menores de 18 no pueden sacar tabaco. Al que le pillemos le partimos las piernas».
Los dos reían a carcajadas.
Yo vi uno en Tepoztlán, pintado en un muro, que decía: «STOP. Prohibido chocar», dijo Óscar, y otro en Taxco que decía: «Prohibido entrar y salir del consultorio».
Yo vi uno en el D. F. que decía «Doctor Reynaldo Oropeza. Ginecólogo. Especialista en mujeres».
Ése es bueno, dijo Óscar. Y uno que vi en un cartón amarrado a una verja en San Ángel, todo con las ces y las zetas y con las bes grandes y chicas cambiadas. «Varataz. Ce benden telebicionez y ci no la ay ce la conciguemos ha colores».
Yo vi uno en un papel en una parada de camión que decía: «Como lo vio en TV. Tarot, runas, carta astral. Luchador y astrólogo profesional».
Sólo en México, mano, dijo Óscar, puede un chavo ser al mismo tiempo luchador y astrólogo. Había un cartel en un campo de piedras en la universidad que decía «No pise el pasto». Aquello estaba cagadísimo. Cada que pasábamos por allá nos moríamos de la risa.
Éste es un clásico, dijo Roberto B.: «Si la bebida perjudica tu trabajo, deja tu trabajo».
Y luego están los tautológicos, dijo Óscar, que, son toda una clase en sí mismos. Por ejemplo éste, en un negocio en Ciudad Juárez: «20% en toda la juguetería de importación (excepto nacional)».
O ese que dice en una estación de gasolina, dijo Roberto B.: «Bolsas de hielo frío».
Yo vi carteles de hielo frío en varios lugares, dijo Óscar. Y este que vi en la entrada de una alberca, impreso en metal, no te vayas a creer: «Por favor no pasar. Si no sabe leer, pregunte en boletería. Gracias».
Otro tautológico, dijo Roberto B., «Empuje. Puede jalar si quiere, pero esta puerta es muy terca y no se va a abrir». Y otro más, visto en Tenancingo: «Pintamos casas a domicilio». Órale, cabrón, ¿cómo vas a pintar una pinche casa si no es a domicilio?
¿Fuiste a Tenancingo?, dijo Óscar. Yo tuve una novia que era de Tenancingo. Muy guapa chava. Su papá era ingeniero. Me gustaba porque siempre llevaba falda.
Las chavas siempre debieran llevar el pelo largo y vestir faldas, dijo Roberto B.
A algunas mujeres no les sientan bien las faldas, dijo Rosana.
Ay, hermana, te equivocas. A todas las mujeres les sientan las faldas, dijo Óscar. Hasta las que dicen que no tienen las piernas lindas, no saben qué lindas las tienen.
Roberto B.: Había un cartel en el cristal de un restaurante barato, en las afueras de Michoacán, que decía, «Jueves Viernes y Sábado el Hueso tiene: Tacotes bien chingones, Bistek, longaniza, chuleta, suadero, cesina enchilada, bien servida, no miserias. Micheladotas bien frías. Póngase hasta la madre por poco dinero. Ay, buey».
Ése te lo inventaste, dijo Óscar. Dilo otra vez.
Roberto B. lo repitió palabra por palabra, incluido ese mágico «ay, buey» que lo coronaba. Los dos lloraban de risa.
Óscar: Visto en un autocinema, estado de Guerrero, «Gel Boy», ¡es el chico que se da en los cabellos de champú del infierno…!
Roberto B.: «Exclusivo discapacitados de a pie» en el D. F.
Óscar: En un callejón, con el muro pintado de rojo y al lado de una imagen de la virgen de Guadalupe con su altarcito con flores y velas y qué sé yo, pintado con vigorosos brochazos blancos: «Chingue su madre el que tire basura acá».
Roberto B.: Y otro en Tlalpán. «Mucho ojo. Zona de no fumar. Si le vemos humo pensaremos que ud. se está quemando y le echaremos un valde con agua».
Óscar: Y un cartel de apoyo a Madrazo, portado por una señora, madre de familia: «Madrazo, de ti yo me embarazo».
Roberto B.: En un cartoncito colocado sobre una reja que cierra un negocio, «No orinar ni cagar aquí. Atte. Vicente», y debajo, en letra más pequeña: «Se partirá la madre al que lo haga».
Óscar: Te lo inventaste también.
Roberto B.: No, te juro que no.
Óscar: Nunca oí prohibir cagar con tan exquisita educación.
Roberto B.: Era un naco bien educado.
Óscar: En un negocio, cerca de la Alameda Central, «Prohibido robar. El gobierno no acepta competencia». Ése se ve en muchos lugares.
Roberto B.: Estado de Morelia, no recuerdo exactamente el nombre del pueblo. «Sr. ladrón, prohibido robar en este mercado. Hay acuerdo de desnudar, colgarlo y entregarlo a la PNP».
Óscar: Estado de Morelia: «El que salte esta valla y yo lo pille se va arrepentir de aber nacydo ijo de puta el que salte esta valla y maricón».
Roberto B.: En Michoacán, en una iglesia, «Garaje parroquial. Pecado parquear».
Óscar: Robertico, ningún sacerdote puede poner eso frente a una iglesia.
Roberto B.: Te juro que es cierto.
Los otros, los que no entendían español, nos miraban con cierta admiración al escuchar nuestras carcajadas.
Había muchos murciélagos gigantes. Quién sabe por qué precisamente entonces, precisamente esa noche. Los veíamos volar, recortados contra el cielo, en la radiante noche con luna. Sabíamos que eran inofensivos, pero a pesar de todo nos daban miedo sus inmensas alas y sus horribles cuerpos peludos.
Así es México, pues, dijo Óscar.
Así es México, dijo Roberto B.
Estábamos con los nacos y los fresas, les recordé yo.
Sí, bueno, dijo Óscar. Al final todo se confunde un poco, ¿no?, y luego continuó imitando un desmadejado acento fresa: Al final los nacos también sacan ropa American Eagle, Louis Vuitton o Chemise Lacoste. Sales a un antro, a un outlet, y cualquier persona trae esa ropa. O sea, por ejemplo, vas pasando y una persona trae Chemise Lacoste pero, o sea, en vez de ser un mini lagarto, o sea, está enorme, casi casi que abarca toda la camisa o blusa. O sea, ¿qué les pasa? ¿Qué está pasando con el mundo, o mejor dicho con la moda? En serio, o sea, en serio, esas personas que usan ese tipo de ropa ya tienen la «L» de looser marcada en la frente. O sea, hello! me tapo un ojo, me tapo el otro, o sea ¡nada que ver! En serio, por favor, ¡no sean nacos! Se ve tan mal que digan «qué onda con esa vieja», o sea, es que, en serio, se escucha tan vulgar que digan eso, neta, por favor, deberían de meter a los nacos a un lugar donde no puedan salir…
Pues ándele, dije yo.
Pues jíjole, dijo Óscar.
Les cuento todo esto para entender de dónde viene Xóchitl y cómo es la Xóchitl que entra en la universidad. Una linda niña fresa con su gorrito de ganchillo y sus shorts color cereza y su chemise Lacoste blanca. Que no se parece en nada a la que sale de la universidad. Como les digo, nosotros nos conocíamos de la prepa y también fuimos juntos a la universidad para estudiar la carrera de Sociología.
Nunca hubo nada romántico entre nosotros. Se equivocan los que dicen que hombres y mujeres no pueden ser amigos. Nosotros platicábamos durante horas, nos contábamos de los novios y las novias que teníamos, platicábamos de libros, de política, de todo lo divino y lo humano. Yo pronto descubrí que la carrera de Sociología no me gustaba, sobre todo por la estadística, esa obsesión de medirlo todo con gráficos, y a mitad estuve pensando en cambiarme a Antropología, pero no lo hice porque en realidad lo único que me interesaba de verdad era escribir, y me pasaba todo el día escribiendo poemas al estilo de Macedonio Fernández y José Gorostiza y escribiendo relatos en la onda de Cortázar y de José Arreola y de Borges y de Bioy Casares y andaba por las librerías del centro, por la calle Bucareli, por la Librería del Fondo de Cultura Económica de Coyoacán, donde conocí a este chileno indeseable de acá, que estaba de novio con una chava que trabajaba allá y era la chava más deslumbrante que ninguno de nosotros había visto nunca. Una huera de ojos asesinos que se llamaba Patricia. Y acá mi cuate se enamora de ella no más. Y empieza a salir con ella, y yo sentía una admiración… Este chileno piojoso con ese cuerazo de mujer.
Es la del poema que me recitaste, dije yo.
Sí, compadre, es la del poema, dijo Roberto B.
Yo anduve por la universidad como ave de paso, siguió contando Óscar. Mi verdadera universidad fue la calle Bucareli y las conversaciones con Abel Fiaco y con Fadrique Barrios Posada y con Lucía Elorrieta Camargo y con Robertico, los integrantes del proyecto Línea Dura, una revista de poesía experimental que hacíamos con ciclostil.
Xóchitl, en cambio, fue de esas personas a las que la universidad las transforma. Xóchitl venía de un hogar liberal, moderno, con una ideología claramente de izquierdas. Ya ven que hasta le pusieron un nombre náhuatl. Su mamá tradujo a Simone de Beauvoir y a Vita Sackville-West al español y era bien feminista, y Xóchitl creció escuchando todo aquello de que vivíamos en una democracia nominal y que no podría haber verdadera democracia hasta que no cesaran la violencia, la corrupción y las desigualdades sociales, pero todo ello asentado en una vida cómoda y burguesa, con una villa en Acapulco y viajes a Los Angeles, a París y a Madrid, con fines de semana en spas de lujo y en estaciones de esquí. De modo que al entrar en la universidad se encontró un ambiente decididamente radical, que le hizo sentirse avergonzada de todo lo que había sido su vida hasta entonces. Cuando entró en la universidad, lo invisible se le hizo visible. Es una historia bien conocida que los niños fresas acaban siendo los más revolucionarios de todos, como el famoso subcomandante Marcos, el del Ejército Revolucionario Zapatista de Chiapas, que fue identificado finalmente como un estudiante de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de México y profesor de la Universidad Autónoma Metropolitana. Xóchitl empezó a interesarse por el destino de las gentes humildes del país, especialmente de los indígenas, especialmente de las mujeres indígenas, y empezó a aprender cosas que nunca había sabido y a oír cosas que nunca había oído y a hablar con gentes con las que nunca había hablado y a enterarse de cosas pues que no sabía que pasaban en nuestra bienamada República. Porque es diferente saber que hay cosas y que pasan cosas y saberlo y aceptarlo como en sordina, como en segundo plano, que de verdad ponerse a pensar pero qué está pasando con este país, y por qué cuando voy a Los Angeles o a Madrid no pasa lo mismo que acá y por qué allá las cosas tienen un aspecto tan diferente que acá y por qué en Madrid la gente sale por la noche y pasea por las calles sin miedo de que los rapten o los maten y por qué allá uno no piensa cuando se sube a un taxi si el taxista lo llevará a un descampado para robarle ni se caga de miedo cuando ve un carro de policía cruzado en la vereda.
A mí me extrañaba el giro que iba tomando la vida de Xóchitl. Estaba un poco como obsesionada con el tema de las desigualdades sociales y de la injusticia, y apenas hablaba de otra cosa. Yo no le conocía novios, y había muchos chavos que hubieran matado por salir con ella, porque era un cuero, una mujer hermosa, lo sigue siendo, hasta que ella me confesó que estaba viéndose con uno de sus profesores, un tipo de cuarenta y cuatro años, casado y con hijos, con el que se encontraba todas las semanas en un hotel pequeño y discreto en el Pedregal, cerca de la Ciudad Universitaria. Era un hotel secreto, que ni siquiera tenía signo de hotel afuera, donde los dos tenían su nidito de amor. Creo que este tipo influyó mucho en Xóchitl, hablándole del problema social de México, del problema racial, de la situación de las mujeres, del México invisible, él que tenía esposa oficial y se chingaba a una chavita de veintidós años todos los jueves y se chingaba a todas sus alumnas en general como haría cualquier Pedro Páramo de este mundo, éste, éste era el más revolucionario y el más radical de todos. Y le decía tú eres mi princesa, y ella le decía pero Manuel, ¿tú no crees en un mundo sin princesas? Bueno, pues eres mi presidenta de la República. Y le regalaba el perfume de Dolce & Gabbanna que se ponía su esposa para que su legítima no fuera a sospechar nada.
Xóchitl se metió de lleno en el mundo de los estudios poscoloniales y ahora andaba usando una terminología bien complicada. Palabras como «segregación socioespacial», de la profesora Cristina Oemichén, otro de sus ídolos en la UNAM, «aporofobia», «endorracismo», «sociología de las emergencias» y «sociología de las ausencias» le venían a los labios como quien dice «nieve de mamey». Citaba a Maurice Barrès: «¿qué es la patria? La patria es la tierra y los muertos». Citaba a Zygmunt Bauman: «La patria no es materia de elección. No se puede “elegir libremente”…». Citaba a Michel Foucher: «El acto de trazar fronteras remite, de modo terrible, a lo sagrado». Citaba a Wallerstein en aquello de que debemos «impensar las ciencias sociales». Leía El cambio social en América Latina de François Loutard, de la teología de la liberación, otro de sus héroes; Estado, derecho y luchas sociales, de Boaventura de Sousa Santos; Los grupos étnicos y sus fronteras de F. Barth, un clásico; Identidad y etnicidad en América Latina, de Roberto Cardoso Oliveira; Oppressed But Not Defeated, de Silvia Cusicanqui… Estaba fascinada con el concepto de «etnia», que se opone al concepto decimonónico de «raza», con sus connotaciones de limpieza de sangre, y que es un ideal consensuado y definido libremente por sus miembros. Fascinada con el problema del mestizaje, el mito y el ideal del mestizo, tan necesario en nuestros países para la creación de una identidad nacional. Fascinada con el concepto quechua del sumak kawsay, el «buen vivir», que pretende incorporar la Naturaleza a la Historia y se opone tanto a la instrumentalización del ser humano por parte del neoliberalismo como al desprecio que profesó siempre el marxismo por la sabiduría ancestral…
Xóchitl tuvo que hacer un trabajo de campo para escribir su tesis de licenciatura y había que salir a la calle, hablar con la gente, hacer entrevistas. Salgan a las calles, nos decían, hablen con las gentes. La sociedad no está en el aula ni en los libros, está en las calles, en las oficinas, en los mercados, en las familias, en las pulquerías, en las lonjas. Xóchitl tenía una amiga unos años mayor que ella que se había hecho trabajadora social en Pahuatlán, en el estado de Puebla, donde operaba en colaboración con la Secretaría de Asuntos Indígenas del estado. La llamó por teléfono y le preguntó si ella podría orientarla sobre un trabajo de campo que tenía que hacer para su tesis de licenciatura. Ana María le contó que andaba trabajando con las mujeres indígenas naguas, y que con mucho gusto la acogería en su casa el tiempo que ella deseara. Que allí tendría material de sobra para escribir una tesis y también cien tesis sobre la pobreza, el desarraigo y la pinche situación de las mujeres indígenas en la sociedad mexicana. A Xóchitl le sorprendió que Ana María le dijera que se quedara en Pahuatlán el tiempo que deseara, dos semanas, un mes, pensó qué generosidad, y ni siquiera somos amigas íntimas, ya que imaginaba que Ana María tendría algún departamento chiquito o una casita chiquita quizá, y pensó que tendrían que estar las dos casi durmiendo juntas y se imaginaba a las dos tomando café de olla en la cocina y platicando durante horas, como dos estudiantes. De modo que Xóchitl hizo su petate, metió varias chemise Lacoste con su lagartito no de tamaño extra sino de tamaño normal, el libro Tristes trópicos de Claude Levy-Strauss, un librito de poemas de José Gorostiza o de Pablo Neruda, una chamarra con cierre relámpago para el frío y una gabardina roja para la lluvia y se fue para las montañas.
Pahuatlán le pareció majestuoso, un pueblo blanco de calles empedradas incrustado entre montañas cubiertas de niebla espesa. Largos caminos de piedra que se transformaban en caminos de grava y luego en caminos de tierra roja que corrían entre macizos de flores silvestres. Altivos pinos oscuros, ocotes resinosos asomándose por entre las nubes de lluvia. Palmeras revolviendo sus hojas en la brisa tras las bardas de las tapias blancas.
El camión se detuvo en una plaza grande, de pavimento empedrado, frente al edificio del ayuntamiento. A un lado había un campo de baloncesto y otro de fútbol donde jugaban los niños dando gritos. Varios perros vagaban por la plaza, alrededor de los campos, entre las tapias, perros grises, amarillos, blancos, perros hambrientos. Hacía mucho frío y el ambiente era húmedo. El pueblo estaba lleno del olor de la lluvia y del olor de los tamales que las mujeres vendían en la puerta de sus casas al caer la tarde, y le pareció que aquel olor era como la juventud. Era el olor del alimento joven y sencillo, el maíz de la tierra, el oro del atardecer. Xóchitl se sentía feliz, como si algo grande y blanco despertara en su interior. Era el frío y la pureza del aire de la Sierra Madre, el misterio de la aventura en el abrirse del país indígena, región de las flores y de las aguas termales. No veía a Ana María en parte alguna, y aquellos perros hambrientos y mojados por la lluvia la inquietaban tantito, de modo que subió por unas escaleras hasta unos arcos desde los cuales se dominaba la plaza en la que paraba el camión, se sentó en una mesa y ordenó un chocolate caliente y una torta de queso. Torta le decimos en México a los sándwiches. La mujer que servía en el café era una otomí de largas trenzas negras que se movía muy despacio. Cuando la vio, la miró atentamente y le dijo con una voz muy fina, como de pájaro, que le hizo sentir un escalofrío:
—¿Llegaste en el camión? Ay, a ti se te van a comer los espíritus.
Ana María tardó casi una hora en aparecer. Luego se disculpó con ella diciendo que había tenido una emergencia en un pueblo de la sierra. Se había roto el puente de la carretera principal y había tenido que dar un rodeo de varios kilómetros por pista de tierra para vadear el río. Xóchitl le contó lo que le había dicho la mujer que servía las mesas y Ana María rió y le dijo que ya se iría acostumbrando a Pahuatlán y al mundo de los indígenas. Le dijo que allá la población era de 16 000 gentes y de 32 000 espíritus. Vio a Ana María muy cambiada. Más fuerte, más segura de sí misma. Se había cortado el cabello y llevaba gruesas botas de agua. Conducía con soltura un Chevy pick up color hielo, un vehículo muy grande y muy alto. Parecía agrimensora más que trabajadora social.
Para su gran sorpresa, Ana María vivía en una casa muy espaciosa y bastante fea de las afueras del pueblo que compartía con un chavo llamado Miguelito. Era una casa de dos plantas construida con hormigón sin pulir y sin pintar y coronada con un tejado a dos aguas hecho con planchas de aluminio. El piso inferior, que era donde estaba la cocina y donde dormía Miguelito, carecía de ventanas, y por eso habían puesto en el techo que separaba las dos plantas unos tragaluces para que entrara la luz del piso superior. Como no los habían hecho bien, es decir, que los tragaluces no estaban al nivel del resto del piso, cuando uno caminaba por el piso superior por la noche tenía que ir casi tanteando para no romperse la madre con los tragaluces que se hundían en el piso. Miguelito ocupaba el piso inferior junto con otro chavo, un suizo que se llamaba Hermann y estaba allá pasando unos días antes de regresar al D. F., y Ana María y Xóchitl ocupaban el superior, pero el único baño estaba en la parte de arriba, de modo que Miguelito y Hermann tenían que subir allá también. En la parte superior estaban el baño, dos recámaras, la de Ana María y la suya, y una especie de sala o de zona común donde había un par de sofás y una pequeña estantería con libros, figuritas de barro pintado y minerales (carnita, ojo de tigre, amatista, malaquita, pirita, cornalina, obsidiana). Las paredes estaban decoradas con pinturas en papel amate, con una imagen de la virgen de Guadalupe, que es raro que falte en una casa mexicana, y con un gran mapa a colores del estado de Puebla. No había televisión, y había pocas lámparas y pocas bombillas. Ninguna de las habitaciones tenía puerta, y habían colocado trozos de tela anaranjada sujetas con tachuelas a los marcos para cubrir los huecos. Así que Xóchitl cuando utilizaba el sanitario estaba siempre incómoda pensando que cualquiera podría entrar allá en cualquier momento y tampoco podía cerrar la puerta cuando se daba un baño de regadera, ni tampoco por la noche mientras dormía, simplemente porque no había puerta. Creo que Xóchitl nunca se había sentido tan incómoda en toda su vida. La cocina estaba en la planta baja, pegada a la casa. Es la estructura típica de las casas indígenas, que dejan la cocina separada del cuerpo principal. Ana María y Miguelito pagaban el mínimo de acometida a la compañía eléctrica, de modo que la potencia que tenían no les llegaba para tener refrigerador. La puerta de la cocina no cerraba bien, y de noche allá se metían las ratas y devoraban cualquier resto de comida que quedara. No sé si Xóchitl había esperado encontrar en Pahuatlán la inocencia de la naturaleza y la paz del idilio campesino en vez de aquella vida de incomodidades y sobresaltos. Además, había grandes tlacuaches que caminaban por el techo de aluminio de la casa armando un mitote tremendo cada mañana. Los tlacuaches son como una especie de ratas gigantes que viven silvestres en las montañas del centro de México. Son grandes como gatos. Supongo que se ponían en las planchas metálicas porque estaban recalentadas por el sol, o a lo mejor bajaban allí de los árboles colindantes, el hecho es que Xóchitl oía el retumbar de aquellos animales asquerosos por encima de su cabeza pensando que un día una plancha se iba a doblar y un tlacuache gris y peludo le iba a caer en la cama. Son como zarigüeyas, las llaman ustedes, ¿no es así? Tienen una cola prensil muy larga, y se cuelgan de los árboles enrollando la cola. Y así es como se aparean, el señor tlacuache y la señorita tlacuache, colgando cabeza debajo de la rama de un árbol. Cuando están en temporada de celo dan unos chillidos muy desagradables. Y así se despertaba Xóchitl por las mañanas, oyendo por encima de su cabeza los chillidos de los tlacuaches en celo y las peleas feroces de los señores tlacuaches partiéndose la madre a dentelladas para chingar con alguna señorita tlacuache que andaba por allá contemplando la pelea, pensando que todo aquello era cagadísimo y pegando chillidos horrendos a su vez.
Miguelito, el compañero de casa de Ana María (en realidad era el dueño de la casa y también el que la había construido) era un tipo bien curioso. Era un mexicanito muy pequeñito, con aspecto de campesino, muy dulce, muy distante, muy suave. No vivía con Ana María, eran sólo amigos. Era un tipo muy solitario. Como Ana María se pasaba el día fuera yendo de un pueblo a otro en su Chevy pick up, porque su área de trabajo como funcionaria del gobierno era muy extensa, a Xóchitl le tocó platicar mucho con él. Este Miguelito era del mismo Pahuatlán, pero había vivido en distintos lugares de México y de Europa. Le interesaba el conocimiento, le dijo. Pero qué conocimiento, le preguntó Xóchitl. El conocimiento ancestral, le dijo Miguelito, el conocimiento que teníamos antes de la llegada de los españoles. Le contó que había vivido cuatro años en los altos de Chiapas, en San Andrés Larráinzar y en San Juan Chamula, aprendiendo con los ancianos del lugar y estudiando su lengua tzotzil para poder comunicarse. Pero ¿aprendiendo qué?, le preguntó Xóchitl. Allá en las montañas de Chiapas esos tzotziles mantienen el conocimiento del corazón, le dijo Miguelito. Ellos han preservado su vieja lengua maya, y también sus rituales, y llenan las iglesias con espuma de pino, y cuelgan espejos en las imágenes de los santos de las iglesias, y se miran en los espejos de los santos hasta que ya no se ven. Algunas veces andan tan pedo que ya no se ven. Se ponen pedísimos con pulque, con tequila, dijo riendo. Pero el objetivo no es andar pedo, sino borrarse el ego de tal modo que llega un momento en que te miras en el espejo y ya no ves tu propia cara. Le contó que en los altos de Chiapas el conocimiento ha sido preservado en forma de artesanía, de pintura, de música, especialmente de música, y que los viejos lo enseñan en la forma de tañer el arpa. Tienen allí muchas orquestas con arpas, que hacen una música muy delicada y misteriosa, algo que jamás oirás en ningún lugar del mundo. También tienen orquestas con marimbas, pero estas tocan para los gringos en los hoteles de San Cristóbal de las Casas. En los altos, en los pueblos de la sierra, son las orquestinas de arpas las que tocan en los bautizos y en las comuniones y en los aniversarios y en las bodas. Y él estuvo años y años aprendiendo con ellos, pero nunca llegó a entrar, no le admitían. No le admitían porque no era indígena. Tocar el arpa tampoco se le daba. Él era más hombre de imágenes, de colores, de palabras, de historias. No podía tocar el arpa, no le respondían los dedos, no lograba aprender, era torpe.
Eran duros estos mayas de los altos de Chiapas, le contó con un brillo de admiración en los ojos. Preferían la pobreza a perder su libertad, decía Miguelito, que idealizaba a los indígenas como nadie que ella hubiera conocido antes. Pero ¿qué libertad puede haber en la pobreza?, le decía Xóchitl, fascinada con las historias de Miguelito pero forzada por sus convicciones marxistas a salir del ensueño. Miguelito sonreía sin decir nada. Tenía esa maravillosa educación que es propia de las personas humildes. Era muy discreto. Muy suave, remoto como un espíritu. Cuando se convenció de que jamás sería admitido entre los mayas, se fue al otro extremo del país, al estado de Nayarit, al país de los huicholes. Y estuvo viviendo cuatro años con los huicholes. Aquéllos sí que le impresionaron por su fuerza. Fuertes como raíces, como rocas. Los huicholes, saben, son los herederos de la cultura vernácula, que huyó al norte después de las guerras de exterminio de los españoles. En México se les tiene un respeto muy especial por esa razón, como si ellos fueran los verdaderos herederos de Cuauhtemoc y del conocimiento ancestral. Allá, en lo alto de la Sierra Huichola, conservan la lengua náhuatl y mantienen los viejos dioses disfrazados de vírgenes y de santos. Allí los maarakames huicholes, algo así como sus sacerdotes, o sus chamanes que les dijéramos, dan la comunión no con una hostia, como el sacerdote en la iglesia, sino con un poco de peyote, y levantaban el peyote al sol y dicen «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo» exactamente igual que hace el sacerdote en la misa. Así que Miguelito se subió a la Sierra Huichola y habló con los ancianos de los pueblos y se ofreció a ayudarles a vender su artesanía en el D. F. y en otras ciudades grandes donde hubiera boutiques y tiendas de arte popular, pensando que así se ganaría su confianza y su aprecio y que a los huicholes les interesaría tener a una persona que les sirviera de intermediario con la gran ciudad. Pero los huicholes no querían tener ningún intermediario con la gran ciudad. Los huicholes son muy cabrones, le contó Miguelito a Xóchitl. Te llevan al campo, te meten en una cueva y te enseñan un hueso de dinosaurio que han encontrado allá. Te dicen: mira, éste es un hueso de dinosaurio que encontramos en esta cueva. Tiene millones de años, el pinche hueso de dinosaurio. Luego te regresan al pueblo. Y el 99% de la gente al día siguiente se vuelven solos a la cueva a buscar el hueso de dinosaurio para llevárselo y vendérselo a un museo y hacerse ricos y famosos. Sólo que cuando llegan a la cueva, allí no hay nada más que un pinche huichol muerto de risa. Y el hueso de dinosaurio es falso, claro está. Y tú no pasaste la prueba y ya no volverán a hablar contigo.
Son orgullosos, los pinches huicholes. Son duros, son correosos. Pero son la gente del corazón. Son la gente de la flor del cacao. Miguelito le contó algunas de las cosas que había aprendido con ellos. A respetar a la Madre Tierra. A no comer jamás pescado, un alimento que los huicholes consideran repugnante, basándose en la idea de que todos los excrementos van al agua y que los pescados viven en el agua y se alimentan, precisamente, del agua. Y otras cosas más importantes. A conocer la energía. A curar con la energía. A ver la energía con los ojos abiertos. A hacer curaciones energéticas y a limpiar el cuerpo y el espíritu, y a deshacer maleficios y maldiciones y mal de ojo, y a ver todos los chaneques y las porquerías energéticas que tiene una gente y ser capaz de jalárselos y dejarlo limpio. Y a hacer temazcales. Y a entrar en los sueños a voluntad, y a transformarse en espíritus de animales y a volar como un cuervo sobre las montañas y a ser un puma y un venado. Y a cazar el venado y sacrificarlo de manera ritual, el venado que es el sol y que eres tú. Sí, aprendió muchas cosas de ellos con el paso de los años, pero los huicholes no confiaban en él porque no era huichol. Era lo mismo que le había sucedido en los altos de Chiapas. Y una vez más, intentó convertirse en uno de ellos. Vivía con ellos, comía con ellos, trabajaba con ellos. Si había que talar un árbol agarraba la sierra y lo talaba. Si había que arreglar una valla, se iba con su rollo de alambre espinoso y la arreglaba. Si había que reparar un tejado roto, allá que se subía en la escalera y se ponía a repararlo. Si había que matar un guajolote, agarraba el hacha y mataba al guajolote. Si se perdía una res se metía en el monte a buscarla. Pero a pesar de todo no confiaban en él. Llegaron a darle un nombre huichol. Había una muchacha que le gustaba, y pensó en pedirla en matrimonio, pero el padre de la muchacha le dijo que no, que era imposible, que ellos no se casaban con españoles. Pero yo no soy español, decía Miguelito, ni siquiera soy huero. Soy mexicano. Pero para ellos sólo existían los huicholes, y los demás eran españoles o gringos. A veces iban extranjeros a ver su pueblo, a comprarles artesanía. Si eran gringos de verdad, si eran del Norte, entonces podían encontrarse cualquier broma, cualquier maldad. Les engañaban, se reían de ellos. Les pedían precios astronómicos por su artesanía, y no la vendían y se quedaban tan felices porque no querían venderles nada a unos pinches gringos. Iban italianos, austríacos, suecos, y para ellos eran todos gringos. No distinguían. Si no eran huicholes, eran gringos. Y si eran hueros, para qué hablar. El anciano que era el jefe de la comunidad le adoptó como hijo. Pero a pesar de todo, él seguía sin ser huichol. Y esperaba, con paciencia, con infinito amor, esperaba que algún día finalmente sería admitido en la comunidad como uno más. Hasta que llegó un momento en que se dio cuenta de que eso jamás iba a suceder. El plan de vender la artesanía en el D. F. tampoco funcionó, porque los huicholes no querían que sus creaciones salieran de su comunidad. La verdad es que todo México está lleno de artesanía huichola, que es la más bonita de la República. Los cuadros donde pintan las visiones del mezcalito, esos venados de colores y esos animales y flores y paisajes de colores, y los collares, las pulseras, las sonajas. Miguelito les decía que había mucha gente haciéndose rica con la artesanía huichola y que lo que él pretendía era que ellos recibieran la parte que les correspondía de aquella riqueza, pero era inútil. No confiaban en él. No confiaban en nadie. Seguían su vida en sus ranchos, con su ganado, con sus guajolotes, con sus puercos, con sus ancianos, con sus mujeres, con sus chamacos. Con todo su conocimiento, con sus tradiciones, con sus relatos de poder. Una vez al año peregrinaban al desierto de Wirikuta, en San Luis Potosí, y tomaban el mezcalito y bailaban en El Quemado, que es el cerro sagrado de los huicholes, y luego regresaban a Nayarit, a sus ranchos, a sus mujeres, a sus chamacos. Y vivían en la miseria. Algunos eran ricos, pero igual vivían en la miseria. No llevaban a los chamacos al médico, y muchos se les morían. No confiaban en la medicina del blanco. No les ponían nombre hasta que tenían dos o tres años de edad, por si no lograban sobrevivir los primeros años. Y Xóchitl decía que entonces para qué les servía tanto conocimiento. Que para qué les servía ser la gente de la flor del cacao, la gente del corazón, si no podían ni cuidar a sus niños. Miguelito le decía que ella no comprendía. Que el mundo de los huicholes nada tenía que ver con el nuestro, porque ellos vivían en el ensueño. Que las normas del hombre blanco no tenían nada que ver con ellos. Que no las aceptaban. Que no querían verse limitados por esas normas. Le contó que algunos maarakames tenían diez, doce mujeres, que esa limitación burguesa de tener sólo una mujer toda la vida que había inventado el hombre blanco, a ellos no les interesaba. Le habló de un maarakame de nombre Don Andrés que tenía setenta y cinco años y se había casado con una chavita de quince, a la que había dejado embarazada. Ésa es la fuerza del amor, la esplendorosa energía de la flor del cacao, flor del corazón. Estaba completamente ciego este maarakame, y tenía los ojos cubiertos de cataratas. Miguelito le decía: Don Andrés, ¿por qué no se opera de cataratas? Usted va al hospital y sale viendo de nuevo. Y no quería. No quería. No quería. Pero hacen bien en desconfiar del hombre blanco, porque el hombre blanco lo destruye todo. Es la fuerza destructiva más dañina del planeta. Pero eso es una bestialidad, le decía Xóchitl, un hombre de setenta y cinco años con una niña de quince. Eso es una violación. Una niña tan joven no puede querer andar con un hombre viejo. Eso son tus prejuicios, le decía Miguelito. Todo lo ves como los blancos. No puedes entender que haya otras formas de vivir que no sean las de los occidentales. Xóchitl salía frustrada y confusa de estas conversaciones. No sabía qué pensar. Era como si se le hubiera roto la vara de medir y ahora ya no supiera exactamente dónde estaba el bien y dónde estaba el mal, qué era dulce y qué salado.
Finalmente, Miguelito había conocido a otras personas también interesadas en el conocimiento, y también a algunos gringos que venían a México a estudiar, e incluso a españoles que venían a México a tomar peyote siguiendo los pasos de Carlos Castaneda, o a tomar los honguitos a Oaxaca siguiendo los pasos de María Sabina. Y la verdad, empezaron a gustarle los hueros, le contó. Empezaron a quitársele los prejuicios que él mismo tenía ante ellos. Eran gentes diferentes. Traían un aliento nuevo, un estilo nuevo. Eran grandes, torpes, ruidosos, no comprendían bien las cosas, pero deseaban aprender. Venían de su mundo muerto a nuestro mundo vivo, le decía Miguelito. Venían de su mundo sin corazón para conocer al pueblo del corazón. Tenían toda su energía descompuesta, ya no sabían qué era lo importante, habían perdido el sentido del orden natural de las cosas, el sentido del sol y de la luna, del hombre y la mujer, del amor y de la vida, pero precisamente por eso iban a México a buscarlo, aunque muchas veces no sabían muy bien lo que buscaban y estaban tan confusos que entraban en tremendas catarsis y a veces la pasaban mal, pero mal de verdad. Siempre hablando de los que tenían una búsqueda auténtica, no de los pachecos, le decía Miguelito, esos que vienen a México para tener «la experiencia». «Pachecos» le decimos en México a los que fuman mucha mariguana y andan así todo el día, ¿no?, con los ojos rojos y una sonrisa de pacheco en la cara, porque son puros pachecos nomás. No, los gringos que llegaban allá arriba eran gentes que tenían un verdadero deseo de comprender y de llenar un vacío que tenían en el centro del alma. Y las gringas le gustaban, aquellas mujeres altas como caballos y con aquellos muslos fuertes y desnudos y aquellas melenas doradotas como cabellito de elote. Tan fuertes y tan débiles al mismo tiempo. Tan hermosas, tan mujeres y tan poco mujeres al mismo tiempo. Tan poco femeninas al lado de las mujeres mexicanas. Tan atractivas y tan poco seductoras, al mismo tiempo, desconocedoras del arte de la seducción y del coqueteo que las mujeres mexicanas dominan a la perfección. Mujeres que eran mujeres y hablaban como hombres, pero no porque fueran masculinas en modo alguno, sino porque habían perdido la esencia de su feminidad, le decía Miguelito con su voz suave y apenas destacada del silencio. Tan deseosas de encontrar hombres de verdad, ya que en Europa los hombres de verdad ya no existen, le contó Miguelito. Y esto se debe a que el hombre blanco ha olvidado el camino del corazón, y por eso en Europa ni los hombres son hombres ni las mujeres son mujeres, ni los hombres son masculinos ni las mujeres femeninas y todo anda confundido y lo único que hacen allá todo el tiempo es trabajar y ganar dinero. Y descubrió también que para todos ellos, y especialmente para ellas, para las gringas, las europeas, las españolas, él era un ser fascinante y mágico, y que cuando se ponía a hablar de los huicholes y a contarles Historias de Poder a la noche, alrededor del fuego, y les hablaba del venado y cómo el venado es el sol que muere cada noche y el sol que nace cada mañana y cómo el venado eres tú, y cómo dentro de cada mujer hay una diosa, y cómo el hombre piensa con el cerebro y la mujer piensa con el cerebro y además con la matriz, de modo que la mujer tiene realmente dos cerebros y entiende cosas que el hombre no puede entender, se quedaban todos embobados escuchándolo, especialmente las mujeres, que le miraban con sus ojos verdes, con sus ojos azules, como tocadas en lo más hondo. Ahí Miguelito se perdía, le contó Miguelito a Xóchitl. El ego le traicionaba. El deseo de agradar. El deseo de gustar.
Y conoció también a una señora del D. F., llamada María Teresa Eloísa, que llevaba muchos grupos de europeos y de mexicanos y de norteamericanos a los lugares de poder de México, a Teotihuacán, a Tula, a Monte Albán, a Malinalco, y Miguelito y ella se entendieron bien y él comenzó a acompañarla en sus viajes y a veces se encargaba de hacer temazcales con los grupos que traía la señora María Teresa. Así fue como, gracias a la influencia de la señora María Teresa, fue terminando su experiencia entre los huicholes y como regresó al mundo cotidiano, le contó, gracias a la señora María Teresa, que le dijo que ahora todas aquellas cosas que había aprendido conviviendo con los indígenas podía compartirlas con otros que también andaban buscando lo mismo que él buscaba. De modo que comenzó a acompañar a María Teresa en sus viajes y en sus paseos y hacía temazcales bien poderosos, como había aprendido a hacerlos con los huicholes, y muchos de los españoles y los europeos casi no los resistían. Les entraba miedo, o flojera, qué sé yo. ¿No saben lo que es un temazcal? Un sweat lodge, como los que hacen los indios americanos. Una sauna ritual, en la que uno se purifica y se limpia, normalmente antes de tomar el peyote, o como ritual de purificación para entrar en el mundo del ensueño y tener visiones. Se hacen calentando piedras en el fuego toda una tarde hasta que están al rojo vivo, y luego se ponen en un agujero de la tierra y se coloca una tienda de campaña encima con ramas y con telas para cerrarlo todo bien y que no se escape el vapor, y se meten todos dentro, desnudos si se hacen de hombres y mujeres separados o en bañador si se hacen juntos, y alguien, el que conduce el temazcal, va echando agua perfumada con hierbas sobre las piedras calientes y va guiando las visualizaciones, los viajes interiores. Hay tres puertas. Cuando termina una puerta, se abre la tienda y todos salen, o si se hace en una cueva o en un lugar bajo tierra se abre la puerta y todos salen y se dan un baño de agua fría durante un minuto. Luego se vuelve a entrar inmediatamente y comienza la siguiente puerta.
Pero déjenme que les platique tantito sobre esta señora María Teresa.
Había estado en diversos caminos de conocimiento, con los alquimistas, con el Cuarto Camino, con Aurobindo, con Richard Moody y toda aquella historia de las Experiencias Posteriores a la Muerte, con el nagual Carlos Castaneda. Desde niña había sido vidente y durante años había trabajado para la policía en casos de desapariciones y de asesinatos. Le daban una frazada de una muchacha desaparecida y ella se concentraba y decía: está enterrada en el kilómetro 47 de la carretera tal y tal. Luego conoció a un español y se casó con él, y tuvo tres hijos. Y vivió la peor parte de su vida siendo ama de casa y amante esposa de aquel español jugador y bebedor que al final dejó a la familia en la ruina, hasta que ella pidió el divorcio y se puso a trabajar y de nuevo reanudó su vida, su búsqueda. Durante una temporada vivió en Acapulco, donde puso tres neverías. ¿No saben lo que son neverías? Son establecimientos donde se venden nieves y licuados de fruta, sí saben lo que son nieves, ¿no?, como ice cream de frutas, de tamarindo, de flor de Jamaica, de piña, de guanábana, y se pasaba el día viajando en moto de una nevería a otra hasta requemarse la piel y llenársela de pecas y estropeársela para siempre, y luego regresó al D. F. a la casa familiar y continuó con sus reuniones, con sus grupos. Vivía en Polanco, en la Colonia Irrigación, y su casa era un centro de encuentro de todo tipo de gentes y siempre estaba abierta a todo el mundo. Grupos de meditación. Grupos de mujeres. Grupos del Cuarto Camino. Y su búsqueda la iba llevando cada vez más a las raíces del conocimiento tolteca, la antigua sabiduría de México, hasta que conoció al nagual Carlos Castaneda en aquellos años en que vivía completamente oculto y en que nadie le había visto jamás y lo único que se sabía de él era que escribía aquellos libros fascinantes que la mayoría de la gente leía como si fueran novelas.
La señora María Teresa estuvo muchos años en el grupo del nagual Carlos Castaneda. En esos años, el nagual (ellos jamás le llamaban «Carlos» ni «Castaneda», siempre le llamaban «el nagual», porque era su parte mágica lo que les interesaba de él, no su personalidad social, y la señora María Teresa decía incluso que él no siempre era el nagual, que a veces era el nagual y a veces no lo era), en esos años, pues, el nagual tenía dos grupos, uno en México y otro en Madrid. Quién sabe por qué se decidió a formar aquel grupo de Madrid. Iba a Madrid un par de veces al año y les hablaba y les contaba cosas y practicaba con ellos, y llegó un momento en que ambos grupos se encontraron, los del grupo de Madrid fueron a México y ambos grupos se conocieron.
Los años de María Teresa cerca del nagual, junto con las otras brujas, Florinda Donner, Taisha Abelar, Carol Tiggs, que era «la mujer nagual». La señora María Teresa estuvo muchos años con el nagual. Cerca de él aprendió muchas cosas y vivió muchas cosas. Su vida se transformó completamente, y a partir de entonces siempre consideró que él era su nagual. Su guía, por así decir, no su maestro, en el linaje de los brujos nunca se habla de maestros ni de discípulos. Pero ésa es otra historia. Otra historia distinta. La cosa es que cuando el nagual desapareció, entonces la señora María Teresa se concentró en sus cursos, cursos de silencio, de meditación, de energía femenina, de concienciación femenina, de recapitulación, de manejo de la energía, de despertar interior, de crecimiento personal, vaya, y pensó además que había que hacer algo con la pinche situación de las mujeres indígenas y de las mujeres pobres en México y fundó una asociación sin ánimo de lucro llamada «Las Beguinas», inspirada en el movimiento religioso medieval y en la obra de la abadesa Santa Hildegarda de Bingen, una asociación cuya finalidad era ayudar a las mujeres mexicanas sin recursos, y especialmente a las madres abandonadas, un fenómeno muy corriente en las zonas rurales, y también a los niños y especialmente a las niñas de las zonas rurales y de los barrios pobres de las grandes ciudades. Niños y niñas que tienen que vivir una cotidianidad llena de carencias, llena de violencia, niños que abandonan la escuela, niños maltratados…
Ahora María Teresa impulsaba a sus Beguinas en todos los lugares a los que viajaba, Nueva York, Madrid, Valladolid, Cádiz, Bilbao, Viena, Constanza, Berlín, Hamburgo, Budapest, y había Beguinas en España, en Alemania, en Hungría, en Austria, en Estados Unidos. No era el centro de su trabajo. El centro de su trabajo era el trabajo en la evolución del ser humano, el trabajo en la conciencia. Pero lo que me parece admirable es cómo ella logró trabajar y desarrollar ambos lados, ¿no es cierto?, el trabajo interior y también el trabajo exterior. Como en México las Beguinas trabajaban a menudo en colectividades de mujeres indígenas, uno de los proyectos de María Teresa era vender en Europa los manteles, camisas y bolsos fabricados por estas mujeres de acuerdo con los diseños mexicanos tradicionales. Con el dinero obtenido María Teresa tenía la intención de crear casas de acogida para madres sin recursos y centros donde los niños y las niñas pudieran aprender oficios, hacer las tareas escolares o incluso hallar un refugio para un mundo hostil en el que sólo podían encontrar drogas, enfermedades y padres alcoholizados que les sacudían la madre todos los días. Era un proyecto que parecía un sueño, pero que misteriosamente, quizá milagrosamente, se iba concretando en actos y en cosas tangibles. En Madrid, por ejemplo, entró en contacto con un sacerdote mexicano que era dueño de unos terrenos en la zona de Teotihuacán. Cerca de las pirámides, le contó, en realidad, dentro del territorio de las pirámides, porque gran parte de Teotihuacán sigue todavía sin excavar y hay innumerables pirámides todavía cubiertas de tierra y de hierbajos. Y María Teresa se entrevistó con él y le pidió que se lo cediera para construir allá un colegio para las niñas indígenas a fin de enseñarles oficios para que tuvieran recursos para ganarse la vida. El sacerdote le preguntó que de dónde venía, si era católica, qué pensaba de Dios y de la Iglesia, y después de asegurarse de que en aquel colegio suyo jamás entrarían ningún cura ni ninguna monja y que María Teresa no tenía nada que ver con la Iglesia católica, le regaló los terrenos. Así nomás. Se los cedió a la organización de las Beguinas.
Miguelito comenzó a acompañar a María Teresa en sus viajes por Europa. María Teresa llevaba muchos años viajando y creando grupos a los que les hablaba del camino del guerrero, del camino del corazón, de las enseñanzas del nagual Carlos Castaneda. Daba cursos de concienciación de la mujer, de recapitulación (una técnica que Don Juan había enseñado al nagual y gracias a la cual uno podía limpiar los hilos energéticos que le mantenían apegado al pasado), de silencio, de limpieza de relaciones tóxicas, de percepción extrasensorial, y Miguelito se encargaba de hacer el trabajo de campo, de sacar a los grupos a la naturaleza, de hacer «marchas de poder» para parar el diálogo interno de la mente, de organizar temazcales de purificación, de contar historias de poder alrededor del fuego. Siguiendo a María Teresa en sus viajes llegó a quedarse a vivir dos años en Viena, donde se echó una novia vienesa que se llamaba Uta y estaba completamente loca y que un día llegó a amenazarle con un cuchillo por puros celos infundados, una mujer que le duplicaba en corpulencia, decía Miguelito riendo, y con la que nunca había podido comunicarse muy bien porque ella no hablaba bien español y él, desde luego, no hablaba ni palabra del pinche alemán, y luego había vivido en Guadalajara, España, en un pueblecito cerca de Hita, con una norteamericana que estaba allá perdida que se llamaba Anne Cadenasso, aunque sin ser novios, sólo como amigos nomás, hasta que finalmente había decidido que México era su patria y que no tenía sentido vivir en ningún otro lado, y había regresado a Pahuatlán, con idea de colaborar allá con las Beguinas y con Ana María, a la que había conocido también a través de María Teresa, y que por esas casualidades de la vida trabajaba ahora en Pahuatlán, precisamente en Pahuatlán.
Miguelito tenía una casita pequeña en Pahuatlán, una casita como la de los indígenas, con suelo de tierra y con un agujero en el techo para dejar salir el humo de las ramitas que quemaba para calentarse, sin agua corriente, nomás con un caño de agua en el patio, pero María Teresa le había dicho que ya tenía que arreglar lo de su casa y que tenía que tener una casa de verdad, y así fue como se había construido aquella casa en la que estaban ahora, donde tenía agua corriente y regadera y espacio para trabajar con grupos y también lugar suficiente para que durmieran bastantes gentes si hacía falta, aunque la idea de la comodidad de Miguelito estaba tan lejos de la idea de la comodidad citadina que finalmente la casa no llegó nunca a usarse para llevar a grupos, aunque siempre había alguien que andaba por allá durmiendo arriba o abajo, como aquel chavo, Hermann, el suizo, que había ido a pasar allá un par de días y ya llevaba dos semanas.
Miguelito llegó a casarse con una española a la que conoció en alguno de los cursos, una muchacha de nombre Paloma. Según pudo deducir Xóchitl de las discretas palabras de Miguelito, aquella Paloma era una mujer apasionada y sensual, muy hermosa e incluso un poco más alta que él. Era de Carabanchel, un pueblecito cerca de Madrid. ¿Porqué se ríen? ¿Dónde está Carabanchel? Ella, cuando le preguntaban de dónde era, decía que era española, y si le preguntaban de dónde, de Madrid, de Barcelona, decía «de Carabanchel». Miguelito le explicó a Xóchitl, con sencillez, sin fanfarronear, que tal como les sucedía a la mayor parte de las mujeres europeas, su esposa, Paloma, jamás había tenido verdaderas experiencias sexuales. Que había tenido una sucesión de amantes mediocres y poco viriles que no habían logrado despertar en ella su verdadera feminidad y jamás había tenido un verdadero orgasmo. Pero ¿te casaste con ella de verdad? Le preguntó Xóchitl, que no podía imaginar a Miguelito en una iglesia con un traje oscuro. Miguelito dijo que sí, que se habían casado de verdad, con todas las de la ley, de acuerdo con el rito huichol. Que ahora eran marido y mujer, y que el rito huichol era tan bueno y tan sagrado como cualquier otro, para él mucho más sagrado que la boda por la Iglesia. Aunque estaban separados, y no era probable que volvieran a verse.
Paloma también había estado en varios cursos en España y en México y estaba enamorada de México y del camino tolteca y se sabía los libros de Castaneda de memoria. Pero no había podido resistir la vida en México. Tenía dentro la intranquilidad, esa especie de serpiente furiosa que devora por dentro a los blancos, le dijo Miguelito. Una tremenda importancia personal, esa enfermedad que consiste en pasarse el día diciendo «yo, yo, yo, yo…». Cuando iban a la Sierra Huichola, Miguelito le decía que tenía que comportarse como el resto de las esposas huicholas. Paloma en un principio estaba encantada, incluso fascinada con aquello de comportarse como una esposa huichola y con ser parte de la comunidad huichola. Pero lo primero que le dijo Miguelito es que mientras estuvieran con los huicholes ella no podía caminar a su lado, que tenía que caminar detrás de él, a unos metros de distancia. Para mí tú y yo somos iguales, le dijo Miguelito. Yo sé que esto son costumbres antiguas y que no tienen ningún sentido. Pero aquí, entre los huicholes, así es como se hace y así es como lo haremos nosotros. Tenía que caminar por detrás de él como si fuera su criada. Servirle en la mesa. Retirarle el plato. Ir a lavar la ropa con las otras mujeres huicholas. No lo resistió. Se marchó a España a los tres meses de su boda. Otra víctima del feminismo, dijo Miguelito. Las españolas están locas, dijo Miguelito. Con tanto feminismo han castrado a sus machos, y ahora andan desesperadas porque los hombres son como niños, porque no son hombres de verdad. ¡Pero si fueron ellas las que los castraron!
Es increíble lo que me estás contando, le dijo Xóchitl. ¿De veras esperabas que una chava europea aguantara una cosa así? Ni siquiera una mexicana educada aguantaría una cosa así. Yo no lo aguantaría. ¿Por qué voy a ir yo caminando por detrás de ti?
Son las costumbres huicholas, decía Miguelito con voz muy suave, sonriendo apenas. Yo no creo en eso, creo en la igualdad de hombres y mujeres tanto como tú, pero son sus tradiciones y hemos de respetarlas.
Xóchitl se dijo que había ido a Pahuatlán a aprender, y que debía abstenerse de juzgar apresuradamente. Que dejaría como en suspenso todo lo que le había contado Miguelito, y que se limitaría a escuchar, a impregnarse de las voces y los colores del lugar. Que el momento de hacer juicios y de establecer límites ya llegaría más tarde. Si es que llegaba alguna vez.
Le preguntó que a qué se dedicaba, cómo se ganaba la vida, y Miguelito le contó que hacía un poco de todo. Que hacía curaciones y sanaciones, que hacía limpiezas energéticas de habitaciones y de casas, que limpiaba males de ojo y maldiciones, que hacía temazcales, aunque esto sólo cuando venían grupos de gringos o de europeos, nunca para los de allá, y que también realizaba pequeñas reparaciones, pequeños trabajos caseros, y que además pintaba dibujos en papel amate y los vendía en los mercados. El papel amate es uno de los principales productos de Pahuatlán y él conocía aquella artesanía desde que era niño. Le enseñó los papeles amate, los oscuros y los claros, y los dibujos de flores y de animales que hacía, algunos de los cuales estaban clavados en las paredes y eran como son siempre los dibujos tradicionales en papel amate, ni más bonitos ni más feos, ni mejores ni peores que los típicos dibujos en papel amate, que siempre representan flores, pájaros y venados y pueblos en fiesta y danzas y voladores y nopales y soles y ángeles y lunas y ahuehuetes y pirámides. Más tarde, Xóchitl comprendió que aquellos pocos dibujos clavados en las paredes con tachuelas, no más de cinco, eran todos los dibujos que había hecho Miguelito en su vida y llegó a enterarse de que su proyecto de venderlos aún no se había hecho realidad y que no había llegado a vender ni uno solo. De modo que Miguelito no hacía prácticamente nada. Vivía sin trabajar. Igual que los espíritus. Igual que las flores.
Miguelito no fumaba, no tomaba, hablaba con voz muy suave, sonreía siempre y era siempre muy discreto, como si en vez de gente fuera sólo una sombra. Una sombra sigilosa, un espíritu sonriente. Tenía algo de angélico y también algo de misterioso y oscuro. Era como un hombrecito salido de ninguna parte, imposible de clasificar. Todos somos algo, fresas, nacos, pijos, como dicen ustedes, gringos, indígenas, o bien tenemos una profesión, una carrera. Miguelito no era nada. Era sólo él. Era imposible saber si alguna vez había leído un libro o si alguna vez había ido al cine. Esas cosas no le interesaban, aunque sí le interesaban las historias y se pasaba el día escribiéndolas con una pluma azul en un cuaderno escolar grande, historias mágicas de transformaciones de animales, historias de amor y de sexualidad sagrada, historias de enamorados y de brujos. Xóchitl le oyó contar a Hermann que cuando Miguelito se ponía a leer sus historias en voz alta, todo el mundo entraba en el ensueño. El ensueño es una cosa de los brujos, algo así como vivir dentro de los sueños o soñar despierto. Algo así como el dreamtime de los aborígenes australianos. Que era muy difícil escuchar una de las historias de Miguelito y permanecer en esta realidad. Que al escucharlas uno saltaba sin darse cuenta a la segunda atención. Xóchitl no había leído los libros de Carlos Castaneda y no sabía lo que era la segunda atención. Pero se lo imaginaba.
Segunda atención. Atención que nos lleva a percibir otro mundo que está detrás de este mundo. Algo así se imaginaba. De una forma vaga, indecisa, porque no tenía un temperamento místico ni le interesaban en absoluto los temas esotéricos. Uno de los temas que obsesionaban a Miguelito era el de la «fijación» de algo llamado «punto de encaje», que hace que todos percibamos esta realidad como si fuera una realidad sólida e inmutable y como si fuera la única realidad. Todo esto lo había aprendido a través de la señora María Teresa, en los cursos de la señora María Teresa.
Era el dreamtime. Era vivir en el ensueño. Era vivir soñando, dijo Xóchitl. Pero Miguelito le decía: no, es lo contrario. Es despertar dentro del sueño.
Había que bajar por una larga pendiente de barro y piedras para llegar al poblado indígena donde vivían las mujeres de la comunidad de bordadoras. Lo llamaban San Barros, aunque el nombre oficial era San Pablito. Había allá una casa de costura donde las mujeres se reunían a tejer y a bordar juntas, porque ésta es la actividad principal de las indígenas. Se pasan la vida tejiendo y bordando, y luego van a los mercados a vender la ropa que tejen. Hacen blusas, blusones, camisas, faldas, manteles, servilletas, adornos para la mesa. Hacen figuras geométricas y también bordados libres, flores y animales de colores muy vivos, todo muy florido, muy alegre y muy bello.
Las primeras veces, Xóchitl iba con Ana María, que conocía a todas las familias. Las mujeres la apreciaban y le tenían respeto, y aceptaron a Xóchitl sin problemas. Les hacía gracia que tuviera nombre nahua y no supiera hablar su lengua. Eran todas muy simpáticas, muy listas, muy vivas. Luego Xóchitl visitó sus casas. Algunas vivían en cabañas de adobe con el techo de paja, otras en casas de cemento, aunque todas las viviendas tenían piso de tierra. No tenían agua corriente ni baño, y muchas no tenían luz eléctrica, aunque algunas tenían un cable que venía de algún lugar, quizá de un poste de la luz del que salían decenas y decenas de cables, y disponían de una bombilla colgada del techo en el centro de la habitación. Para hacer las necesidades corporales salían al campo o iban al corral, los que tenían corral, donde los excrementos humanos se juntaban con los de las gallinas, y donde los niños vivían siempre con el terror de que una gallina les diera un picotazo en las pompas mientras defecaban. La cocina era de carbón o de leña, normalmente una estancia con una puerta metálica que daba directamente a la calle. Cuando llovía, todo aquello se convertía en un barrizal. Y en Pahuatlán llovía continuamente, de modo que tenían siempre los zapatos llenos de barro. Colocaban piedras planas en la calzada para ir caminando por las piedras y evitar el barro, pero a menudo las piedras no bastaban, y al final era inevitable caminar por el barro. Le pregunté que si ésa era la razón de que llamaran al pueblito «San Barros» y me dijo que nunca lo había pensado, que nunca había relacionado el nombre del pueblo o de la barriada, porque quizá San Barros fuera el nombre sólo de una zona de San Pablito, que nunca había relacionado el nombre con el barro de la vereda.
La lluvia en Pahuatlán.
El aire estaba siempre húmedo y el cielo siempre envuelto en nubes. Grandes frazadas de niebla colgaban sobre los árboles como manos blancas de ángeles gigantescos. Ángeles de la lluvia, ángeles cuya única muestra de compasión eran la niebla y la lluvia. Agua y gas caídos del cielo. No se sabía si era compasión o era un castigo. En verano, durante la visita de Xóchitl, las lluvias eran verdaderamente torrenciales. No llovía continuamente, porque en México nunca llueve continuamente. Por lo general llueve a la tarde, pero entonces es como si el cielo se vaciara, como si cayeran cataratas de las nubes y todo queda completamente inundado en cuestión de minutos. Verdaderos ríos corren por las calles, pendiente abajo, ladera abajo. Salir o entrar en el poblado era entonces un problema, porque había que ascender una larguísima pendiente que se convertía en un aluvión de barro y rocas, casi como una cascada. Se compró unas botas de goma para caminar por el barro, iguales a las que le había visto llevar a Ana María el primer día, y a veces subía y bajaba la cuesta de barro hasta en tres y cuatro ocasiones en un mismo día. Había carros que subían y bajaban, y a veces tenía suerte y la llevaban, aunque Ana María y Miguelito le advirtieron que tuviera mucho cuidado con los carros que pasaban y que se detenían amablemente para ayudarla, y que mejor que no se subiera en el carro de ningún desconocido aunque fuera sólo para hacer un pequeño trayecto.
Xóchitl no podía comprender aquel mundo miserable y agonizante. No podía entender cómo aquellas familias numerosas podían vivir en una casa con el suelo de tierra. No podía comprender cómo dormían todos en la misma estancia, de modo que las mujeres y los hombres se veían forzados a tener relaciones sexuales prácticamente frente a los niños. Y cómo no tenían para calentarse más que una fogata en un rincón con un agujero en el techo para que saliera el humo, de modo que cada vez que encendían un fueguito la casa se llenaba de humo, y eso no era bueno para los bebés, ni para los niños, ni para nadie en general. A veces tenían frío y encendían un fueguito para calentarse y dejaban los leños por la noche y Xóchitl pensaba que un bebé podía ahogarse respirando tanto humo. Y tampoco entendía por qué tenían que andar siempre por el barro, y llenar la cocina de barro y la casa de barro y tener siempre los bajos de los vestidos manchados de barro. Se indignaba hablando con Ana María y Ana María le decía que tenía que respetar la forma de vivir de los indígenas, y que no podía llegar allá de pronto y ponerse a cambiarlo todo. Xóchitl dijo que había cosas básicas, cosas que tenían que ver con la higiene. Que aquellos niños no estaban bien cuidados. Que vivían en mitad de la porquería. Muchas familias tenían animales en casa y dormían al lado de un guajolote que lo llenaba todo de excrementos. Ana María le decía que si dejaban el guajolote fuera de casa a la noche venía una raposa y se lo comía, o se lo robaban nomás. Y Xóchitl insistía en la limpieza, en la higiene. Que aquellos niños tenían liendres porque no se bañaban jamás, y que había que acostumbrar a aquellas madres a que tenían que bañar a sus hijos todos los días y Ana María le decía: ya habló la gran mujer blanca. Ya llegó la gran mujer blanca a resolver todos los problemas. Le dijo que los indígenas pensaban que lavarse todos los días era una insensatez y que tenía que respetar la cultura indígena. Y Xóchitl se pasaba noches llorando, noches de furia y de impotencia. Hablaba con Miguelito y él le decía lo mismo, con su voz muy suave, muy delicada. Que había que respetar los modos de vida de los indígenas. Que ella no era quién para inmiscuirse. Y ella le decía a Ana María: Miguelito y tú sois unos hipócritas. Tenéis una regadera en vuestra casa y tenéis botas de agua y al llegar a casa os descalzáis y tenéis los pies limpios y usáis champú para el pelo, pero os parece bien que esas pinches viejas indígenas estén viviendo en el barro y cocinando en una cocina llena de excrementos de ratón y de tlacuache. Aunque la propia cocina de la casa de Miguelito estaba llena también de excrementos de rata y de ratón y de tlacuache y de todo lo que se le antojara, porque la puerta no encajaba y allá podían meterse hasta perros y gatos y casi puercos y vacas si quisieran. Y ellos, que llevaban años viviendo y trabajando allá, la miraban con cansancio, abrumados por su fervor de recién llegada. Y ella se sentía incomprendida y pensaba que ellos eran insensibles e hipócritas, y que Ana María era una simple funcionaria del estado de Puebla, una asalariada, y que para ella aquello no era más que su chamba, una forma de ganarse la vida como cualquier otra, y que en realidad a los dos se les daba un pedo lo que les pasara a las indígenas. Pero no era cierto, no se les daba un pedo. Era todo lo contrario, que admiraban en exceso a los indígenas, su modo de vida, sus tradiciones, su cultura nagua, sentían tal admiración por ellos que pensaban que su trabajo consistía en lograr que el resto del mundo admirara a los indígenas tanto como ellos y los aceptaran y los respetaran así tal como eran, analfabetos, con los zapatos llenos de barro y con una carga de leña a la espalda, depositarios de una tradición milenaria, hablantes de una lengua preservada milagrosamente del exterminio, herederos de Cuauhtemoc y Netzahualcoyotl.
Se hizo muy amiga de una de las mujeres de la comunidad de bordadoras, que tenía veintiocho años y tenía tres hijas de diez, ocho y seis años. Se llamaba Malinalli y era muy simpática. Era una de las más jóvenes de todo el grupo de bordadoras, y Xóchitl, que se sentía distanciada de Ana María, descubrió que se entendía bien con ella por diferentes que hubieran sido sus vidas. Creo que también le enorgullecía ser capaz de sentir afecto y admiración por una pobre indígena analfabeta. Malinalli le contó que las tres niñas eran hijas de un padre, que se llamaba Simeón, un malnacido que le había hecho aquellas tres hijas y luego la había abandonado. «Semenón» le llamaban, le contó Malinalli, por lo mucho que le gustaban las viejas. Viejas le decimos en México a las mujeres, no me pongan esa cara de extrañeza, que no es que al Semenón le gustaran las mujeres de la tercera edad. Le gustaban, de hecho, bien jovencitas. Hacía tiempo que no aparecía por allá, le contó. Y ella estaba feliz, y deseaba que no volviera a aparecer nunca más, porque aquel Simenón era un malnacido y un hijo de la chingada. Y sin embargo le pareció que cuando platicaba sobre él se le ponía como un brillo de orgullo en los ojos. Al fin y al cabo, era el hombre que le había hecho tres hijas. Le decía malnacido y lo añoraba al mismo tiempo. Bueno, se decía Xóchitl, ése es el metal de las mujeres. Así de idiotas somos.
También hizo otras amistades. Conoció a un chavo que venía del D. F. como ella, y era farmacéutico, aunque su pasión era la zoología y especialmente las serpientes, y el chavo le hablaba a Xóchitl de las serpientes venenosas y de los efectos de los venenos y de los venenos para los que existía antídoto y los venenos para los que no, y de cómo reconocer si una culebra era peligrosa o no. A veces lo visitaba en la farmacia y charlaban largo rato, y a ella le gustaba la farmacia, que era una estancia grande, fría, algo oscura. Pero incluso la oscuridad le gustaba, el ambiente de calma, de estudio, de civilización que había allí dentro, los olores medicinales, perfumes de salvia y de alcanfor, de regaliz y de mentol, y a veces pensaba que si él la rodeara con sus brazos y empezaba a besarla ella no ofrecería la menor resistencia, pero él no se decidía, aunque le sorprendía a menudo mirándole las piernas y el pecho. Se llamaba Miguel Andrés y era alto, pálido, con gafas de pasta y con un aspecto muy educado, muy varonil a pesar de ser tan tímido. Xóchitl esperaba que un día la invitara a salir o a dar un paseo, pero Miguel Andrés no se decidía. Xóchitl comenzó a enamorarse y a la noche soñaba que él la llevaba en brazos a través de los árboles y de la niebla y la llenaba de besos y luego se tendían sobre la espuma de pino húmeda y seguían besándose con desesperación y él desnudaba sus pechos y se los besaba. Soñaba que se encontraba con él en el hotel del Pedregal donde se encontraba con su profesor de la universidad, y que ella estaba desnuda sobre la cama y él, en vez de abrazarla, se ponía a hablarle de las serpientes venenosas de México y de los efectos de las mordeduras y de los antídotos, y ella no se atrevía a decirle que se olvidara de todo aquello y le hiciera el amor, y de pronto sentía tremenda vergüenza de estar así, desnuda ante él y con las pantaletas bajadas mientras él disertaba de temas de ciencia y de zoología y pensaba que debía cubrirse, que a él no le gustaba que se mostrase de aquella forma impúdica, pero no había ninguna sábana en la cama, no podía cubrirse con nada. Había empezado a sentir el deseo de acariciarse, algo que hacía años que no le sucedía, y ahora lo hacía a menudo cuando se acostaba. Y había empezado a enamorarse también, y ahora se descubría pensando en él en los momentos más inesperados. Pero sabía que no merecía la pena enamorarse de un hombre al que probablemente no volvería a ver en su vida y que además parecía pasivo y delicado, remoto y poco interesado en ella, de modo que no se enamoró.
Se aproximaba el final de su estancia en Pahuatlán. Xóchitl regresó al D. F., escribió su tesis de licenciatura y se recibió como licenciada en Sociología por la Universidad Nacional Autónoma de México, y ahora ya no era Xóchitl la niña fresa, sino la licenciada Vargas Guzmán. Y la licenciada Vargas Guzmán cortó con su profesor, que estaba dispuesto a seguir encontrándose con ella un día a la semana en aquel hotel del Pedregal hasta el fin de los tiempos, y decidió trasladarse a vivir a Pahuatlán durante una temporada. Sí, el recuerdo de Pahuatlán la perseguía. Se había quedado enamorada de aquel lugar. San Barros, Malinalli, las niñas, la niña Flor, que era la mayor de las tres, Miguel Andrés, el aroma de regaliz de la farmacia, las historias de Miguelito, las cenas de los tres al final de la jornada, cuando Ana María aparecía con un pollo y Miguelito traía un aguacate y dos jitomates y Xóchitl traía unas sodas o unos tamalitos comprados en la plaza. La lluvia, la niebla, los perros amarillos de Pahuatlán. Las flores, el olor de los ocotes. Los tlacuaches.
Había pasado, no sé, un año, o quizá dos, desde su primera visita. Sí, había decidido regresar a Pahuatlán para quedarse allá una temporada, pero a veces las cosas toman su tiempo. Y no sé exactamente cómo ni por qué, antes de viajar para Puebla de nuevo Xóchitl decidió ponerse en contacto con la señora María Teresa Eloísa, la amiga de Ana María y de Miguelito de quien tanto había oído hablar, y la llamó y María Teresa la invitó inmediatamente a su casa a tomar el té, como si llevara ya tiempo esperando su llamada. Creo que Xóchitl nunca supo exactamente por qué llamó a la señora María Teresa y creo que fue una fuerza bondadosa la que la movió a hacerlo, una energía amiga que la llevó hasta la casa de la Colonia Irrigación, no muy lejos de su propia casa, y la señora María Teresa la recibió amorosamente como si la conociera de toda la vida y finalmente no le sirvió té sino café de olla, con orejas y pan de dulce de Los Agustinos, y las dos estuvieron platicando como viejas amigas aunque era la primera vez que se veían. ¿Que no saben qué son orejas? Son una especie de pan de dulce que tiene la forma pues como de una oreja muy grande. Son muy buenas.
No sé qué le vio aquella mujer a Xóchitl. Debía de tener de verdad capacidades para ver a las personas por dentro. Le dijo: tienes que tener mucho cuidado con el terreno que pisas. Tienes que saber cuál es tu centro, sólo entonces podrás saber exactamente cómo moverte. Pero tú todavía no encontraste tu centro, mi amor, y te veo que tienes poca protección, estás demasiado expuesta, demasiado abierta. No te lances así nomás a lo desconocido, porque la puedes pasar muy mal. Miguelito nació en Pahuatlán, y Ana María tiene un trabajo y lo lleva haciendo muchos años. No te digo que no sea noble que quieras ayudar a las mujeres indígenas, mi amor, las mujeres en México somos ciudadanos de cuarta categoría pero yo te veo todavía que estás demasiado en este mundo como para saltar al otro. A lo mejor puedes hacer más por las mujeres de Pahuatlán acá en el D. F. que yéndote allá. No te digo que no te vayas a Pahuatlán, amor, Miguelito y Ana María son gentes de primera, son maravillosos, pero ándate con cuidado, aprende poco a poco cómo son las cosas, porque si te dejas devorar por Pahuatlán ya no podrás ayudar a nadie y mucho menos a ti misma. Un guerrero tiene que conocer bien el campo de batalla, mi amor, esto le dijo la señora María Teresa a Xóchitl. Un guerrero tiene que saber cuándo tiene que dar batalla y cuándo tiene que retirarse. Y tampoco puedes idealizar a las gentes de Pahuatlán ni a los de San Barros. El mundo indígena no es un mundo idílico. Esas mujeres son todas mujeres violadas, mi amor. Muchos de esos niños nacieron de violaciones.
Xóchitl escuchó con atención a María Teresa, pero sólo la creyó a medias. María Teresa no era una «gran señora» porque no pretendía serlo, al contrario que sus hermanas, que se habían casado las tres con gentes de mucho dinero y tenían a los hijos estudiando en Suiza y se iban a París a comprarse la lencería y qué sé yo. Y la hermana mayor heredaría el título de su madre, que era condesa de Vézelay nada menos, y familia del príncipe Rainiero de Mónaco. No, María Teresa no era una gran señora y vestía siempre con ropa sport, me contó Xóchitl, y durante los cursos se metía en el barro y dormía en un colchón en el suelo y era una más entre todos y sabía diferenciar entre las cosas importantes y las pendejadas, pero a pesar de todo, Xóchitl pensó, viendo la casa de María Teresa en Polanco, con su reja para que no entraran mugrosos a robar y su jardincito donde crecían yucas y un aguacate y una florida buganvilla, que al fin y al cabo María Teresa era una huera, una española, que por sus venas no corría realmente sangre mexicana, y que en el fondo María Teresa, tal como le pasaba a su amiga Ana María, sentía un profundo desprecio por los indígenas. Y pensó también que todo aquello de andar con cuidado, y de mirar el campo de batalla, y de tener tanta cautela, era cosa de gente mayor y burguesa. No creyó a María Teresa quizá porque hay cosas que son imposibles de creer, y que parecen invención o fantasía hasta que uno se encuentra con ellas en el camino y las sufre en su propia carne. También tenía cierta desconfianza de las afinidades esotéricas de María Teresa, todas aquellas historias de chamanes y de brujos y de naguales, que su estricta formación marxista le hacía mirar con mucho recelo, aunque María Teresa le había impresionado sobremanera, y me habló de ella en varias cartas y me contaba que había algo que le intrigaba profundamente en aquella mujer y que sentía el deseo de conocerla mejor.
De modo que se fue a Pahuatlán y se puso a vivir con Miguelito y con Ana María. Les dijo que todo aquello era provisional, que se buscaría un cuarto en cuanto pudiera. Pero cómo si no tienes chamba, le dijo Ana María. Le dijo que no se preocupara, que podía quedarse allá, en la casa de Miguelito, todo el tiempo que quisiera. Eso me lo tendrá que decir Miguelito, dijo ella. A Miguelito le agrada la compañía de las mujeres, le dijo Ana María. No te preocupes por Miguelito. Él es como un indio, no necesita casi nada para vivir. Un trozo de suelo para dormir, unos tamales para comer, un leño para hacer un fueguito. El baño y la regadera los puso en atención a mí, le dijo. Es la primera vez que él vive en una casa con regadera. Aunque, como ves, no ha llegado a poner las puertas. Claro que entre nosotros no necesitamos puertas. Pero vosotros no sois pareja, dijo Xóchitl sorprendida. Somos una pareja rara, dijo Ana María, casi poniéndose roja. No dormimos juntos, es verdad. Pero a veces sí dormimos juntos. Ah, no sabía, dijo Xóchitl. Miguelito hizo voto de celibato, le dijo Ana María. Por eso no dormimos juntos. ¿Por qué?, pregunta Xóchitl, sorprendida, ¿por qué hizo voto de celibato? Son cosas de él, dice Ana María. Son cosas de los huicholes. Le marcó mucho, su estadía con los huicholes de Nayarit. Después de su matrimonio fallido, le pusieron en celibato, o quizá se puso él, no lo sé. Muchas veces se me hace que en realidad él sigue pensando y viviendo como huichol. Y que la gran tragedia de su vida es que no le dejaran casarse con aquella muchacha huichola y convertirse en uno más de su comunidad. Pero los huicholes no son célibes, dijo Xóchitl, él me habló de un maarakame que tenía doce mujeres. Es una cosa muy profunda de su vida espiritual, dijo Ana María. No es fácil de explicar, y tampoco él pretende explicarlo ni yo pretendo que él me lo explique. Yo estoy bien así. No tengo tanta necesidad de sexo. Ay, pero todos tienen necesidad de sexo, dijo Xóchitl. Es cierto, dijo Ana María poniéndose roja de nuevo. Y cuando nosotros la tenemos, nos encamamos toda una semana. Y nos sacamos las ganas de encima.
Así fue como Xóchitl comenzó a vivir en Pahuatlán. Con su título de licenciada en Sociología no le costó encontrar alguna chamba en el ayuntamiento, o en la Secretaría de Asuntos Indígenas. Pero al contrario que Ana María, que ponía siempre una distancia entre su trabajo y su vida, Xóchitl quería sumergirse completamente en la vida ancestral y tradicional de México. Visitó otros pueblos, otras comunidades indígenas, otras casas de bordado. Se obsesionó con la idea de hacer rentables las ropas que tejían las mujeres, que hubieran hecho furor en las boutiques de la Zona Rosa con sólo hacer unos pequeños cambios en el diseño de las camisas, por ejemplo, que las mujeres cosían al estilo tradicional, con brazos excesivamente ceñidos, o en los tamaños de los manteles, que no se correspondían con los que requerían las mesas de las señoras del D. F. que podían desear adquirirlos. Se compró un pick up, que era el vehículo favorito en aquella zona, un Chevy de segunda o tercera mano, e iba con él a todas partes. Ahora no tenía que destrozar zapatos ni que gastar tiempo y sudor en subir y bajar la gran rampa de barro que separaba Pahuatlán de San Barros, y podía visitar otros pueblos de la sierra poblana e incluso bajar al D. F. cuando se le antojaba para ver a la familia y a los amigos.
Se había hecho muy amiga de Malinalli y de su hija mayor, Flor, que tenía ahora doce años y ya era como una pequeña mujercita de grandes ojos oscuros y una sonrisa muy linda y muy triste. Flor tejía y bordaba tan bien como su madre, y se ocupaba de sus hermanos pequeños con la misma gravedad y paciencia con que lo haría una auténtica madre. Ahora era Flor la encargada de las donas de azúcar, el negocio secundario con el que la familia sacaba un poquito más de lana. Las hacían en la casa, donas, sí saben lo que son las donas, ¿no es cierto? Donas de azúcar. Donuts es el nombre americano. En México las hacen algunas mujeres en casa para venderlas. Veía a Flor en aquel mundo pequeño y miserable que Miguelito y Ana María habían revestido de la dignidad imaginaria de una vida tradicional y pura, y sentía tremenda lástima. Sus tradiciones, sus ocupaciones tradicionales, sus viviendas tradicionales, sus recetas tradicionales. Flor era callada y sigilosa como eran en general los niños indígenas, pero no parecía infeliz. Aquélla era la vida que había conocido desde chamaquita, la única vida que había conocido. Como sucedía por lo general con los niños indígenas, no iba al colegio, y Xóchitl le enseñó a ella y a las dos hermanitas siguientes, Minerva y Lucía, a leer y a escribir y también a sumar y a restar y a multiplicar. Ellos le enseñaban canciones en la lengua náhuatl y reían cuando Xóchitl no sabía pronunciar correctamente las palabras de su lengua. Les extrañaba que teniendo un nombre náhuatl no supiera hablar el idioma.
Comenzó la temporada de lluvias. En Pahuatlán llueve todo el año, pero durante el verano las lluvias son torrenciales. Un día a Xóchitl se le quedó el carro atorado en unas piedras que había en mitad del camino. La riada se había llevado la tierra del camino y había dejado al descubierto unas piedras redondas como los huevos prehistóricos del río que corría por Macondo, y allí, saltando por encima con su Chevy, una rueda se le quedó atorada entre dos piedras y el vehículo ya no podía avanzar ni retroceder. Lo intentó y lo intentó hasta estar a punto de quemar el motor, pero no había caso. Se bajó del carro. Buscó la posibilidad de introducir algo entre la rueda y las piedras para lograr que la fuerza del motor la sacara de allá, pero no parecía posible. No podía hacer otra cosa que seguir caminando ladera arriba. Pero entonces ve otro carro que desciende, un pick up verde como la primavera. El vehículo se detiene. El que maneja, un joven de aspecto agradable y simpático le pregunta desde la ventanilla qué pasó, escucha su historia, ve su pick up atorado entre las piedras y se ofrece a subirla a Pahuatlán para que pueda telefonear a un mecánico. Pero usted va para abajo, le dice ella. Son cinco minutos, dice él. Siempre un placer servir de ayuda. De modo que Xóchitl se sube al carro. Le pregunta al joven que si es de por allá, y le dice que sí, que es de Pahuatlán pero que ha estado haciendo unos trabajos en Morelia y qué sé yo. Siguen bajando por la rampa hasta llegar a un lugar donde pueden dar la vuelta para cambiar de dirección. Allá aguardan otros dos chavos, también jóvenes como el conductor. Se saludan. No, no, dice Xóchitl, viendo que los otros dos chavos también se van a subir al carro. Yo me bajo acá, dice Xóchitl. Tres son multitud. Tú no te bajas madres, le dice el conductor. Si no que antes nos vas a mamar a los tres la verga. Los otros dos se suben al carro, Xóchitl intenta abrir la puerta y escapar, pero la agarran de los brazos. Le tocan el pecho, se ríen. Le suben la falda. Todo ha sucedido tan rápido que parece mentira. No comprende de dónde apareció ese carro verde, y cómo diablos ella se subió en él tan fácilmente, y cómo fue que unos centenares de metros más abajo otros dos hombres aguardaban en la curva del camino. No podían estar aguardándola a ella, aquello no podía ser una encerrona, porque nadie podía saber que ella subiría hacia Pahuatlán en ese preciso instante ni tampoco que su carro quedaría inservible. ¿O quizá sí? ¿La habían visto desde más arriba? Pero entonces, ¿cómo es que los otros hombres aguardaban más abajo? Todo es tan raro, tan rápido, tan absurdo, que le cuesta reaccionar. Cabe la posibilidad de que sea todo una broma, que estos jóvenes tengan un humor un tanto rudo, pero no parece una broma, porque le mantienen los brazos agarrados con fuerza para que no intente abrir la puerta ni agredir al conductor. Podría gritar, pero ¿quién iba a oírla allá, en mitad de una carretera vacía en medio de la montaña? A pesar de todo les grita déjenme salir, pendejos. A ellos les valen madres sus gritos. Saben que nadie puede oírla.
El conductor pone el coche en marcha otra vez, y se mete por un camino lateral, conduce unos centenares de metros y se detiene, en medio de los pinos. Bueno, licenciada, dice, de modo que la conoce, sabe quién es, ahora sea buena y háganos una mamadita a los tres y la dejamos marchar nomás. La pasaron al asiento de atrás y le arrancaron la ropa, la blusa y la falda, y la dejaron en pantaleta y en brasier. Le decían ya te pusiste esta lencería sexy para nosotros. Ya te pusiste perfume en el chango. Ya te esperabas que a algún macho te ibas a encontrar, reputa. Le decían amorcito, pichoncito, chatita, y le decían pinche puta. El conductor se saca la verga y le dice: tranquilízate que no te vamos a violar; mama, nomás. Le enseña también un machete pequeño que tiene, con una hoja como de treinta centímetros, y un revólver, para intimidarla. Aunque para ellos aquello no era una violación, simplemente una diversión. De modo que Xóchitl se la mamó a los tres, y cuando todo acabó por fin y después de vomitar dos veces, y de que la golpearan con los puños por vomitar y manchar el coche, cuando pensó que la iban a dejar en paz y que todo había acabado, el conductor dijo: qué bien que la mamas, reputa, cómo se nota que vienes del D. F. y aprendes porquerías francesas. Y qué bien que se nota que te ponen caliente los machos mexicanos. Ahora sí que te vamos a violar. Ella se puso a gritar y le dijeron si gritas te partimos la madre, reputa. El que iba al volante puso el coche en marcha de nuevo, subieron montaña arriba por el serpenteante camino de barro rojo, la sacaron del coche desnuda como estaba y se adentraron con ella entre los árboles. Ella les dijo que al menos se pusieron gomas para no dejarla preñada, y ellos rieron y dijeron que un macho mexicano jamás se pone una goma, que eso es para los maricones. Le dijeron: aquí tiéndete nomás, puta, y ella se tumbó en el suelo. No la trataban con violencia innecesaria. La trataban como a un objeto, con la misma indiferencia con que uno trata a una silla. Y ella hacía todo lo que ellos le decían por el mero terror que sentía. Terror a sus puños, que ya había probado en el coche después de vomitar, terror al machete y al revólver, terror de que la cortaran o que la mataran. De modo que la violaron, uno detrás de otro. Y mientras uno estaba encima de ella los otros estaban allí de pie, mirando y fumando tranquilamente y haciendo comentarios y riendo. Y la dejaron allá, tendida en el suelo. Ni siquiera se molestaron en tirarle la ropa. Tuvo que regresar a Pahuatlán caminando desnuda.
Algo cambió en ella a partir de entonces. Nada más llegar a las primeras casas de Pahuatlán las mujeres del pueblo la vieron y le ofrecieron una manta para cubrirse. Ni siquiera le preguntaron qué había sucedido. Alguien fue a buscar a Ana María, que la llevó a la policía para que denunciara la violación. Les hizo a los agentes una descripción de los tres hombres, del vehículo y de todo lo sucedido. Le leyeron su declaración, que transformaba sus palabras gimoteantes y entrecortadas en un lenguaje estereotipado y burocrático lleno de términos arcaicos y pomposos, y ella la escuchó a medias y la firmó a pesar de que no estaba segura de haber entendido bien todo lo que le habían leído. La asistió una psicóloga, y luego la llevaron al médico para que certificara la violación y los malos tratos. Ana María estuvo con ella todo el tiempo. El médico le dio unos comprimidos de Valium para que pudiera descansar a la noche, y la psicóloga estuvo hablando un rato con ella. Le dijo que en los días siguientes iba a pensar mucho en aquello y que iba a pensar que había sido culpa suya, que casi todas las mujeres que son agredidas sexualmente se sienten culpables de lo que les sucedió, sienten que o bien lo han provocado o bien que, de algún modo, lo merecían. Que tenía que tener muy claro que lo que le había sucedido no era culpa suya y que no había nada de lo que debiera avergonzarse. Que había sido muy valiente al ir directamente a la policía para denunciar, que muchas mujeres no se atreven a hacer tal cosa porque sienten que no tienen derecho a reclamar por lo que les sucedió, o bien sienten que si lo hacen se reirán de ellas o harán todavía más grande su vergüenza. Que haber denunciado lo sucedido era ya un buen principio. Luego se fue a casa con Ana María, se dio un largo baño de regadera y se metió en la cama. Al día siguiente fue directamente al médico y le pidió una receta para la píldora del día después, una forma de interrumpir cualquier posible embarazo a consecuencia de lo sucedido. Pensar que podía haber quedado embarazada de cualquiera de aquellos changos horribles le daba ganas de vomitar.
Todos pensaban que éste era el fin de la aventura de Xóchitl en Pahuatlán, pero no fue así. Pensaban que se regresaría al D. F., pero no fue así. Se obsesionó con conseguirse un arma, porque tenía miedo y había oído decir, además, que una mujer a la que no han violado nunca está más segura que una a la que han violado una vez. Que las mujeres violadas quedan como marcadas de algún modo, como si hubiera un sello que hubiera sido roto, y que era más probable que ahora volvieran a intentar violarla que si nunca hubiera tenido ningún percance. Todo esto se lo explicó Ana María, que había tenido que tratar en muchas ocasiones con mujeres violadas. Le dijo que ahora ella tenía miedo, y que ese miedo emitía una especie de señal que el violador era capaz de captar, porque lo que perseguía el violador, más que obtener una gratificación sexual, era el placer de humillar y doblegar a una mujer. Pero ¿qué podía hacer Xóchitl entonces? ¿Dejar de tener miedo? Lo que le contaba Ana María le hacía tener todavía más miedo. Y le decían que lo mejor era que regresara al D. F. Pero ella no quería regresar al D. F. Quería un arma.
Conseguir un arma de forma legal en México no resulta tan fácil. México no es como los Estados Unidos. En la policía le dijeron: licenciada, si usted se consigue un arma lo único que va a lograr es que la maten. Olvídese del arma.
Sucedieron más cosas. Su amiga Malinalli apareció con un labio roto y los dos ojos amoratados. Le contó que se había caído por una escalera. Ella, por supuesto, no la creyó. Le habló a solas y le dijo: Malinalli, ahora yo también pasé por eso y sé lo que se siente y puedes contármelo. Contarte qué, dijo Malinalli con un tono cortante y adulto que la tomó por sorpresa. Eso te lo ha hecho algún pinche pendejo. Te intentó violar. Quizá te violó. Puedes contármelo. Malinalli le dijo que a ella no la había violado nadie y que se había caído por una escalera, y que aquello que le había pasado a Xóchitl era por meterse en aquel mundo que no era el suyo y por llevar blusa transparente y el brasier a la vista, que iba siempre calentando a los hombres y que si ella no sabía que los hombres ya se calientan solos y que no hay que darles más taco de ojo, es decir alimento para la vista. Aquella reacción le extrañó.
De pronto, todo le extrañaba. De pronto, todo era nuevo. Lo invisible se hacía visible. Despertaba dentro del sueño. Era como si los perros grises y amarillos que corrían por las calles mordisqueando restos de elotes de las cunetas y hociqueando en las basuras cruzaran en realidad por las calles de su alma desolada. Los pájaros oscuros que se posaban en las bardas de las tapias, tan oscuros que parecían azules, se posaban en ella. El velo de nubes que coronaba Pahuatlán y el mundo era ella, y la mirada resignada de las otomíes era ella. Todo era ella. El empedrado de las calles, el barro de los caminos, las flores silvestres. Percibía cosas que jamás había percibido. Presentía algo grande, inmenso, como una especie de gigantesco ídolo de barro y de hielo enterrado en las montañas de Pahuatlán, del cual Pahuatlán sólo era una pequeña parte, una boca que sonríe, una oreja que escucha. Presentía algo gigantesco enterrado en su propio cuerpo, enterrado en el barro que pisaba. Algo inmenso que tomaba su forma de un millar de detalles que antes le habían pasado desapercibidos. El aroma de las taquerías. El rosa de las nubes al atardecer. El perfume de los ocotes. El roce de las patas de los tlacuaches en el techo de aluminio. Las miradas de los hombres que esperan apoyados en las esquinas con los brazos cruzados. ¿A qué esperan? ¿Qué miran? ¿Qué vigilan? El labio partido de Malinalli, la forma en que los golpes que había recibido en su rostro hubieran tenido el efecto como de aplastarle la piel contra el hueso desnudando la evidencia de la calavera. Ojos grandes, llenos de lágrimas abstractas. Las flores de Pahuatlán ya no le parecían alegres señales de la tierra, sino engaños, como los encantos de las mujeres, como las sonrisas varoniles de los hombres. Todo un vasto engaño de barro y de nubes, de manos humanas y ojos flotantes que espían en las esquinas de las calles de adobe. Y todo era ella, todo se refería a ella. Una mujer afanada en una milpa, con un sombrero de ala ancha para protegerse del sol y con una criatura colgada de la espalda. Un puerco en un corral. Un muchacho cacarizo mirándola desde debajo del ala de su sombrero, poseído por la lujuria y los complejos. Chaquetero, pensó ella automáticamente, y luego recordó una canción de Molotov. Los cocuyos que salían al atardecer, resplandeciendo en las vastas zonas de sombra que quedaban en el lado de los huertos, como luces led con alitas. La suave brizna que moja sin mojar. El viernes por la tarde, chavizas en los cruces de las calles, los chavos machitos tomando sus chelas, chimiscoleando pendejadas y diciendo groserías a las muchachas: «qué buenas chichis pa acabarme de criar», y ellas asustadas, ofendidas, complacidas. Los coheteros armando su negocio de ruido para un cumpleaños. Un chilindrero con su organillo al que le fallan dos o tres notas, transformadas en quejidos. Los pachecos con su Juanita. Los enamorados con sus rancheritas. Unos mariachis cantando. Escuincles llorando, muchachas exhibiendo, pendejos admirando, jotos de ojos verdes, tlacuaches en los tejados, nutrias en el río, el águila en la nube, el tigre en la espesura, Tlaloc llorando por encima de las montañas, alimentándose del sufrimiento y las lágrimas de los humanos, campeando por la morada celestial. Tlaloc, hecho de gotas de lluvia. Pero esa lluvia no cae sobre las montañas, no cae sobre Pahuatlán. Cae en la sangre del mundo, que es mi sangre y es tu sangre.
Otros sentidos se abrían en ella lentamente, otra capacidad de hambre y de sed. Flor, la hija mayor de Malinalli estaba muy rara. Se había puesto a engordar mucho y comía muchas golosinas. Apenas acababa de comenzar a menstruar, y parecía que tenía todas las hormonas revueltas. Una tarde se acercó a la casa de Malinalli, donde últimamente tenía la sensación de que no era tan bien recibida como antes, aunque no conseguía comprender por qué, y se encontró a la entrada un pick up color verde esmeralda. Se le revolvieron las tripas nada más verlo, y estuvo a punto de orinarse encima. Se abre la puerta, y aparece Flor y sus hermanitas. Y Malinalli. Y el hombre que la violó unos meses atrás. Y Malinalli dice: mire, licenciada, éste es Simeón. Y él le sonríe y dice: la licenciada y yo ya nos conocemos, ¿no es cierto, licenciada? Entonces Xóchitl comprende lo que está sucediendo. Comprende que Simeón ha vuelto. Comprende que el hombre que la violó es Simeón, el padre de los hijos de Malinalli. Comprende que la niña Flor está embarazada. Comprende que Simeón ha violado a Flor y que Flor está embarazada de su padre. Contempla la escena con horror, no puede moverse, no puede hablar. Simeón se acerca a ella, la toma del brazo y le dice: ya deje estar las cosas, licenciada. No las remueva más. Ya no se exprima más el chayote. Ella está tan aterrada que no puede ni hablar. La mano del hombre sobre su piel, sobre la piel desnuda de su brazo. Se aparta de allá ante la mirada de incredulidad de Malinalli, que no dice nada, que no la llama, que no pregunta, se mete en su pick up sintiéndose mareada, con cocuyos flotándole ante los ojos, con las piernas como de algodón.
Xóchitl va a la policía y dice que ha reconocido a su violador. Que se llama Simeón y está en esos momentos en San Barros en casa de una mujer llamada Malinalli y que tiene razones para creer que ha violado a su propia hija y que la ha dejado embarazada. Y los policías se miran entre sí cuando oyen el nombre de Simeón, y suspiran. Y le preguntan si está segura de que fue él, que con los nervios a lo mejor se confunde, con la poca luz. Qué poca luz, oficial, dice Xóchitl mordiéndose los labios para no decirle pendejo de la chingada madre, qué poca luz, si fue a pleno día. Es una acusación muy grave, le dice uno de los policías. ¿Quiere poner una denuncia? Ya puse una denuncia, dijo Xóchitl. Ahora les digo que lo vi, que está acá mismo, ya móntense en una julia y vayan a detenerlo. No es tan sencillo, licenciada, le dice el policía. ¿Qué pruebas aporta usted? Es su palabra contra la de él. El doctor había recogido muestras de semen. Bastaría con una prueba de ADN, ¿no es cierto?, y Xóchitl insiste, y entonces hacen una prueba de ADN para determinar si fue Simeón verdaderamente su atacante, todo esto con amenazas de muerte y con carros que rondan la casa de Ana María en mitad de la noche, y con Simeón siguiéndola en su pick up y mostrándole el machete y diciéndole con los labios: te lo voy a meter hasta la madre. Pero las muestras se han perdido, o se pierden en el laboratorio, o no valen, resultan inservibles, no otorgan resultados concluyentes. La prueba de ADN es complicada, y con frecuencia las muestras se estropean. Si las muestras no son debidamente conservadas, se vuelven inservibles. De modo que las muestras se han perdido, o se han estropeado en el laboratorio y el laboratorio pide nuevas muestras, pero ya no hay más muestras. ¿Qué pruebas aporta, licenciada?
Un día le da el alto la policía judicial en un camino apartado de la sierra. Y la pobre Xóchitl se orina en las pantaletas. Literalmente, como lo oyen. Del miedo que le da, se aflojan los esfínteres y no hay forma de contenerse. Se orina en las pantaletas, y le dicen papeles, por favor. Les da su licencia y su cédula y le dicen los de la judicial: licenciada, ya déjela estar. El Simeón es un tipo muy peligroso. Pero ustedes están de acuerdo con él, dice ella. Ustedes lo protegen. No nos falte al respeto, licenciada, le dice el oficial de la policía judicial, con esa pinta de asesinos o de carniceros que tienen siempre. Yo le estoy hablando como amigo. Dándole un buen consejo. Ese Simeón anda con los sicarios. Lo que le hizo a usted no es nada comparado con lo que podría hacerle. Al fin y al cabo, usted no era virgen cuando sucedieron los hechos del día de autos. No, dice Xóchitl con un hilo de voz, comenzando a pensar que son los de la judicial los que la van a violar ahora. Ni siquiera la golpearon, le dijo el agente de la judicial, mirándola de arriba abajo y calibrando su boca, sus pechos, sus caderas, imaginándola desnuda, imaginándola mamándole su verga de judicial. Sí me golpearon, dijo ella. La golpearon por guacalear en el carro nuevo, pues, le dijo el agente. Le arruinó usted la tapicería nueva de piel de carnero, licenciada. Los otros judiciales reían discretamente. Tuvo un mal encuentro, nada más. Ahora váyase a casa y viva su vida. No se haga más mala sangre.
Era cierto que Simeón se había metido con los sicarios. Había entrado en la Familia, el cártel de la droga del estado de Michoacán, donde se encuentran algunos de los asesinos más sanguinarios de México.
Y ahora permítanme tantito una pequeña digresión sobre la ley y el crimen.
Creo que el horror más indescriptible sólo es posible cuando existen la organización, la burocracia y la disciplina. La violencia instintiva y salvaje se agota pronto en sí misma. Un hombre violento o un grupo de hombres violentos también están sometidos a la entropía, al cansancio, al tedio. Todos los seres humanos requieren de períodos de descanso y de sueño. Sólo la organización social jerarquizada y presidida por leyes e ideales es capaz del horror a gran escala y de una crueldad sin límites. Sin ideales, un ser humano no puede llegar muy lejos, ni en el bien ni en el mal. Todo esto es discutible, por supuesto. Ustedes pueden no estar de acuerdo.
Después de una vida de pequeño criminal, el personaje conocido como Simeón, un muchacho ligeramente corpulento, atractivo, de rasgos claramente mexicanos, piel atezada, cabello oscuro y liso, nariz ligeramente aguileña, pequeña, todo hueso y apenas cartílago, pómulos altivos, labios pequeños y sensuales, bigote bien recortado que denota una masculinidad tan evidente que no requiere de mayor énfasis, se va acostumbrando a sentir indiferencia hacia sus víctimas a medida que logra convencerse de que lo suyo es realmente una rama del mundo laboral, una chamba. Las cosas que hace las hace por dinero, y el dinero es necesario para vivir, eso no se discute. Sin embargo, la avidez del dinero ha de compensarse por un cierto sentido de la justicia, ya que el ser humano no puede vivir sin ideales ni sin justicia. Estos ideales se basan siempre en una serie de creencias. En el caso de Simeón, creencias en la hombría, en el honor, en el valor. Quizá el valor sea la clave. Ser un hombre. Y ser un hombre es ser valiente. Tener cojones.
Lo que la víctima vive como horror, el agresor lo vive como valentía. Porque en el acto violento no sólo la víctima está aterrada: también lo está el agresor. El asesino y el ladrón sienten tanto miedo en el acto violento como la víctima inocente que sufre sus consecuencias. El violador y el atracador han de ser valientes, y aunque su valor tenga como objeto un acto moralmente reprobable, incluso moralmente repugnante, el hecho de que para perpetrarlo sea necesario el coraje tiene el efecto de dar al delito una cierta aura de heroísmo e incluso de entrega. Hay que ser valiente para ser un héroe, pero también para ser un delincuente. El miedo a ser capturado, el miedo a la cárcel, el miedo al fracaso, el miedo a ser un cobarde, el miedo a ser despreciado por los compañeros, el miedo a la sangre y a los propios sentimientos de compasión, han de superarse mediante una lucha interna que existe incluso en los delincuentes más inconscientes y más brutales. También el soldado debe aprender a acallar sus sentimientos de compasión y de miedo. Ha de convencerse a sí mismo de que su lucha es justa, del mismo modo que el delincuente se convence de que es necesaria, una diferencia que puede parecer sustancial pero que no lo es en la práctica, ya que la clave que explica la actuación del soldado no es la justicia o la bondad de lo que hace, sino el hecho simple de que está obligado a obedecer sin cuestionar las órdenes. Los delincuentes por eso se organizan de una forma similar a los militares en corporaciones, grados, mandos, cabezas, partidas, rangos.
Cuando Simeón entra en la Familia michoacana, todavía no ha matado a ningún hombre. Es fuerte, sabe pelear, ha dado buenas madrizas, sabe usar un cuchillo y un arma de fuego, pero no ha matado. Sabe que en la Familia tendrá que mancharse las manos de sangre, que es un prerrequisito para entrar, pero está dispuesto a superar la prueba. Sabe que hay muchos que no lo logran, que matar no es fácil. Pero cree que él sí logrará hacerlo. También en esto tienen un lugar importante las creencias. La creencia en una descripción de la vida. En este caso: que la vida es dura, una lucha implacable, una perra rabiosa. Que sólo los fuertes sobreviven. No se considera un desalmado. Es decir, sabe que es un desalmado, pero se considera un hombre de principios. Le gustan mucho las mujeres. Es muy macho. Es tan macho que incluso se ha culeado a algún chavo y ha dejado que se la mamen un par de jotos. Sabe que es su masculinidad lo que le hace atractivo a los jotos, y ocasionalmente les permite disfrutar de su verga igual que un dios benévolo reparte el maíz y la lluvia a ambos lados de la cordillera. Cubre a las mujeres igual que un toro: no sólo quiere parchar, quiere dejarlas preñadas. Quiere esparcir su simiente. Siente que tiene derechos sobre todas las hembras que caminan en dos pies. Aunque parchara todos los días no sería suficiente. Siempre está caliente. Siempre la tiene dura. Pero en una estructura sociovital como la suya, quizá esta calentura permanente sea su rasgo más humanizador. Ve en las mujeres vaginas que penetrar y vientres que hacer florecer para que su simiente llene el mundo de pequeños Simeones y Simeonitas, pero incluso estos rasgos primitivos e instintuales son quizá, en su caso, señales de una personalidad más compleja y redonda que la del mero natural born killer. Los asesinos a sueldo suelen ser seres solitarios que sólo copulan con putas. Los verdaderos sádicos nunca disfrutan del coito. Él, sin embargo, sabe ser seductor y romántico. La admiración asoma en los ojos de muchas de las hembras que se cruzan en su camino. Sabe que a las hembras no les gustan los suaves, sino los machos, y que los malos les gustan más que los buenos. Sabe que a las hembras les fascinan los hombres valientes más que cualquier otra cosa, los que no les tienen miedo, aunque la ley del cortejo exija rosas y canciones, y que las hembras parecen muy débiles y delicadas pero están hechas para abrirse lo necesario y para recibir lo que merecen y desean, y considera además que una hembra es presa legítima desde el momento en que su aroma despierta la sangre del macho. Parecen duros los hombres, pero se sienten atraídos por muchachas tímidas de ojos de ciervo, mientras que las muchachas, que parecen delicadas como perlas, están dispuestas a abrirse de piernas y a dejarse penetrar por una verga dura. ¿Quién de los dos es más fuerte? La mujer es capaz de la penetración y del parto. El hombre, por el contrario, se aniquila entre los brazos de una mujer. Después del coito se queda manso como venado, pero ella anda llena de simiente como una diosa del maíz.
Cuando pienso en la vida de Simeón, pienso en un torrente de estímulos nerviosos de intensidad brutal, relámpagos, sensaciones, sin hilo conductor. Eyacular, comer, fumar, ponerse una camisa limpia, cagar, oler el rocío mañanero.
Enseguida logró ganarse la estima de sus jefes de plaza. Su centro de trabajo ahora era Morelia y también los pueblos de la serranía michoacana. El territorio estaba dividido en plazas, cada una llevada por un jefe. En la Familia la estructura de mando está bien organizada, pero permanece en gran medida desconocida para los de abajo. El de arriba conoce a los de abajo, pero no al contrario. La discreción es fundamental. Cuanto menos sepas, mucho mejor para ti. Las reuniones de altos mandos son discretas y rápidas. Mejor no dejarse ver juntos. Simeón entró a trabajar para un tal Don Facundo Ávalos Monegal, y eso es todo lo que supo en un principio de la Familia. No sabía nada más de la organización, y durante los años que estuvo con ellos tampoco averiguó mucho más. Todo lo que sabía era que trabajaba para Don Facundo Ávalos Monegal, a quien jamás había visto, y que Don Facundo vivía en una mansión rodeada de un muro gris de hormigón electrificado y protegido por un ejército de hombres armados.
Su primer trabajo fue en una plaza de la serranía de Michoacán, la que correspondía a Don Facundo. Simplemente se trataba de vigilar a los que entraban y salían de la población. Un trabajo fácil, pues, sin riesgos, sin complicaciones. Simeón estaba tranquilo, si bien algo decepcionado. Como que él se esperaba más aventura, más riesgo. Aquello era casi como ser agente de la vial. Se trataba de identificar los carros que entraban en la población exactamente igual que lo haría un control policial convencional. Controles policiales convencionales los había también, de hecho, aunque la Familia y la policía se arreglaban para no molestarse mutuamente. Se detenía al vehículo, se le pedía la licencia al conductor. Si era conocido, se le dejaba pasar. Si no era conocido se daba la filiación, el nombre y el número de la licencia por el teléfono celular. Los civiles ya estaban acostumbrados a que una cosa así podía pasar y normalmente no había problemas. Algunos se cagaban de miedo o se ponían nerviosos y entonces había que actuar, pero normalmente todo el mundo había sido bien aleccionado y mantenían la calma. A veces un padre de familia o un turista les mentaba la madre o les reclamaba si eran policías o qué, o bien alguno tenía tanto miedo que intentaba pasarles sin detenerse y entonces había que actuar, detener el vehículo y darle una calentadita al pendejo, una calentadita nomás, pero lo normal es que los videos de información del gobierno hubieran advertido a todo el mundo de lo que debían hacer en caso de encontrarse con un control de carretera, fuera de la policía, del ejército, de los sicarios o de los paramilitares. Una vez una chava les andaba sacando fotos con una cámara diminuta, una periodista de una cadena de televisión de Morelia, y uno de los hombres la hizo bajar del coche, se la llevó detrás de una tapia, se sacó el cinturón y le dio una madriza golpeándola con la hebilla, y luego se ganó una reprimenda del mando, porque ese tipo de comportamiento no estaba permitido y era malo para la moral de los otros hombres y también para la imagen social de la organización. Lo que debía haber hecho era requisarle la cámara a la chava, o incluso quitarle la memory card, y como mucho registrar a todos los ocupantes y luego hacerles regresar por donde habían venido. Los excesos y la violencia gratuita no estaban permitidos. En una ocasión un compañero de trabajo recibió una reprimenda por hacerle manita de puerco a un civil que andaba nervioso y se negaba a mostrar la licencia de conducir. Parece que el cuate andaba bastante inflado, porque si no, no se explica que quisiera meterse en problemas con los sicarios. Manita de puerco nomás, sí saben lo que es, ¿no?, le retuerces el brazo por detrás para inmovilizar a la persona. Y Simeón mientras tanto miraba, aprendía, calculaba. Intentaba no destacar, no achicopalarse pero no pasarse de la raya tampoco. Mantenerse en el justo medio, ahí, pero no allá, no sé si me entienden. En el mero, mero filo, como siempre un poco menos que más, siempre seco pero no raído, mojado pero no blando. Se me figura que ya entonces había aprendido que en aquel negocio la calma y el buen juicio eran lo más importante.
Los que entraban en la Familia recibían una especie de cursillo de formación que supuso una sorpresa para Simeón, que siempre había vivido sin norte, sin ley, sin principios ni valores de ningún tipo. Les daban pláticas de superación personal en las que les explicaban que debían tratar a la gente lo mejor que pudieran, que no había que ser prepotentes ni abusadores. Las pláticas eran de dos tipos, de superación personal y de concientización. Las de superación personal tenían casi una orientación New Age, y animaban a los miembros de la organización a capacitarse y a autocapacitarse, a valorarse a sí mismos y a valorar a la Familia, que era ahora su nueva familia, a la que debían lealtad y fidelidad absolutas. En las pláticas de concientización les explicaban que había que atorarle, meterle ganas, pero que no había que ser prepotente, que uno no podía andar por ahí tirando balazos, que no podías ir matando gente, y que tampoco se podía andar en exceso de velocidad ni conducir en estado de ebriedad, ese tipo de cosas. Había que ser respetuoso con la ley dentro de lo posible, no llamar la atención, ser disciplinado. Tampoco estaba permitido traficar con ningún tipo de drogas sin pedir permiso. Claro que algunos de los compañeros de Simeón tenían permiso y traficaban por su cuenta y disfrutaban de pequeñas redes de tráfico de las que obtenían muy buenos beneficios aparte del sueldo. Que no estaba nada mal: era de 2500 pesos a la semana. Les pagaban, además, 3000 pesos por muerto. Cuando había que matar a alguien, claro. Les señalaban a la víctima, iban a buscarlo y lo mataban. Normalmente de dos balazos, uno en el cuerpo y otro en la cabeza para asegurarse. Los jefes sabían que Simeón todavía no había matado a nadie y no le encargaban esas misiones, o a lo más iba como chofer. En algunas ocasiones no lograban encontrar a la víctima, y entonces elegían a algún taxista o a un albañil, lo baleaban y llevaban su cuerpo para cobrar la prima.
Pero Simeón todavía no era un sicario, todavía no había recibido su bautismo de fuego en la organización, la prueba ritual que demostraría a los jefes que tenía lo que hay que tener, la prueba que le obtendría la membresía de por vida de una poderosa organización que se convertiría en algo más importante para él que su familia de sangre. Estas pruebas solían tener lugar en rancherías, que es como llaman en el estado de Michoacán a los ranchos, en lugares apartados de la sierra. En un lugar donde había un cerro llamado Jesús del Monte, ahí era donde se entrenaba a los sicarios, allí era donde los sicarios se hacían sicarios. Llegaban niños y salían hombres. Llegaban ñangos y salían bien chiludos. Algunos no podían superar el entrenamiento y acababan en una zanja o de alimento para los puercos. Era difícil salir entero una vez y uno se había introducido tanto. Había que meterle ganas, meterle valor. Eran pocos los que se achicopalaban llegado el momento. Sabían a lo que iban. Pero algunos no podían superarlo.
El que se ocupó del entrenamiento de Simeón era un tal Alisio Montero, alias el Chipotle, uno de los jefes de plaza de Morelia. Según le contaron, el Chipotle había sido inspector de policía en Morelia, y durante sus años dentro del cuerpo había ido estableciendo fuertes vínculos con la Familia. Las relaciones con la policía, así como con el poder ejecutivo y el poder judicial, eran fundamentales para el buen funcionamiento de la organización, y gracias a sus contactos y las relaciones de amistad y compañerismo que había establecido con industriales y políticos, Alisio Montero había logrado ascender muy rápido dentro de la Familia. Era un tipo bajo, fuerte, de mirada fría, de pocas palabras. No parecía gran cosa cuando uno lo veía por primera vez, no parecía capaz de hacer ni la mitad de las cosas que se le atribuían. Parecía un sicario más, un hombre de a pie. Por su aspecto no se veía que hubiera sido policía y que hubiera llevado galones y que hubiera cenado con alcaldes y con concejales y que fuera capaz de sacarle un ojo a un hombre sin romperle el nervio óptico, para hacer que se viera a sí mismo, que era una de las leyendas que corrían sobre él. Este Alisio Montero les habló un poco, una plática de quince minutos como mucho. Les dijo que tenían que acostumbrarse a la sangre, que tenían que perder el miedo. Que puede que al principio les costara un poco, pero que enseguida aprenderían y lo harían sin pensar. Que tenían que jalarse el miedo, que no tenían que ponerse nerviosos. Los nervios son la peor fregadera, les dijo Alisio Montero, hacen que un hombre se comporte como un escuincle llorón y lo llevan derecho al tambo. Controlen los nervios. Cántenle a la Muerte Santa. A la virgen de Guadalupe. A su mamá. Lo que sea. A lo mejor la primera vez guacalean. No se preocupen. Nos pasó a todos. Aquí estamos para ayudarlos. Respiren hondo. Respiren profundo. Eso ayuda. Nunca se hizo nada bueno dejándose llevar por los nervios. Sean fríos.
Luego salieron a uno de los patios de la ranchería, uno en el que crecían varios olmos de sombra muy grandes. Había allí unos veinte hombres desnudos o vestidos sólo con un calzoncillo, atados y amordazados, todos de rodillas bajo la sombra de los olmos. Estaban debajo de los árboles para que los satélites no pudieran fotografiarlos, aunque la verdad era que los satélites les valían madres a la Familia, se sabían impunes allá en mitad de la serranía, en un territorio al que nadie, ni siquiera el ejército, se atrevería a adentrarse. El Chipotle les dijo que aquellos hombres que estaban allí tenían que ser ajusticiados. Eran chivos, soplones, o bien no habían cumplido sus compromisos o no habían pagado sus deudas, y era necesario acabar con ellos. Estaban curiosamente quietos y callados, como lo suelen estar los animales que llevan al matadero. Sabían que los iban a matar y no se movían, no chillaban, no se retorcían, no lloraban siquiera, aunque Simeón observó que muchos se habían orinado y notó que olía a mierda, olía claramente a mierda porque varios se habían cagado encima.
Matar era lo más sencillo, les dijo el Chipotle. Cuántos acá han matado a un hombre, preguntó. Algunos levantaron la mano. Uno de ellos había matado a tres, dos hombres y una mujer. ¿Cómo?, preguntó el Chipotle. Con cuchillo, dijo el chavo. Degollándolos. Vamos a practicar con bala y con cuchillo, les dijo. Con bala se dispara en la cabeza o en el pecho. Es más fácil en la cabeza, en el pecho hay que saber dónde está el corazón, y es fácil cometer un error y dejar a la víctima con vida. Se acercó a uno de los amordazados y lo agarró del cabello. El hombre empezó a llorar y cerraba los ojos con fuerza. Parece que estaba rezando, aunque no podía hablar porque tenía un trozo grande de cinta adhesiva gris sobre la boca. El Chipotle se sacó la pistola que llevaba en el cinto, le quitó el seguro y se la clavó al hombre en el pecho. Esto es por chivo, le dijo, y por hijo de mala madre. Disparó, y el hombre sufrió una fuerte sacudida y quedó inerte, aunque el Chipotle todavía le mantenía sujeto por los cabellos. Luego le soltó y el hombre cayó al suelo. Le decimos por qué va a morir, explicó, y luego lo matamos. Luego pidió voluntarios para ir matando a los que quedaban. Cuando le llegó el turno, Simeón notó que estaba muy tranquilo, y que no le temblaba la mano. ¿Cuál es tu nombre?, le preguntó el Chipotle. Simeón Sánchez Sepúlveda, para servirle, dijo él. Jíjole, dijo el Chipotle entregándole la pistola, ándele pues. Simeón se dirigió a uno de los que estaban arrodillados, un hombre grueso. Se puso frente a él y le dijo: te voy a matar. Ya no mames, y muere como un hombre. Ni siquiera le tocó. Le apoyó la pistola en la frente y disparó. Después, cuando se apartó, sintió que le temblaban ligeramente las rodillas y que tenía un poco de vértigo. Respiró profundamente como les habían recomendado y rogó a la Muerte Santa no sufrir un vértigo ni una vomitera. A algunos les había pasado, habían tenido que vaciar las tripas. Y eso que casi ni comenzamos, dijo el Chipotle, y los otros comandantes se reían, porque sabían lo que quedaba por delante. Había algunos que ya andaban con la cara blanca como papel, y nomás acababan de comenzar el entrenamiento.
Los mataron a todos, uno por uno, a unos con pistola, a otros cortándoles la garganta con navaja o cuchillo. Simeón pensaba que la prueba había terminado y que todos la habían pasado, pero en realidad la prueba no había hecho más que comenzar. Ahora viene lo difícil, les dijo el Chipotle. Pero no se acobarden, impresiona la primera vez pero no es para tanto. No es nada, es sólo sangre. Tienen que acostumbrarse, no más. Hay que destazar los cuerpos para que luego el cocinero pueda cocinarlos, puede decírsele así, dijo, el cocinero los cocina y así desaparece el cuerpo sin dejar rastro. Y eso es importante, porque si no hay cuerpo pues no hay crimen. Y si no hay crimen no hay prueba y no hay quien acabe en la cana. Les voy a mostrar cómo se hace, dijo. Luego ustedes agarran un cuchillo y prueban a hacerlo ustedes mismos.
Lo hizo con uno de los cuerpos. Entre dos lo colocaron sobre una mesa de madera que había allí mismo, que parecía banco de carpintero. En contra de lo que hubieran podido pensar, no usaba ni machete ni hacha, sino un simple cuchillo de carnicero con una hoja de unos treinta centímetros. Les voy a mostrar qué rápido y fácil puede hacerse cuando uno tiene práctica, dijo. Se puso un delantal de plástico que le cubría de la barbilla a los pies para no estropearse su remera de marca y sus zapatos italianos, y se puso a cortar. Cortó la cabeza, los brazos, las piernas, luego cortó por las rodillas y los codos, abrió el vientre, sacó las vísceras, partió el tórax en trozos. Ahora el cuerpo era un montón de trozos de carne sanguinolenta, similar a los que se ven en una matanza o en una carnicería. En total, había tardado unos tres minutos. Tres minutos intensos de trabajo duro, especialmente al partir las articulaciones, al separar los huesos. Olía a sangre y a excrementos, y los insectos empezaban a llegar de todas partes.
Algunos de los sicarios estaban blancos, algunos vomitaban. Simeón notó que se le revolvían las tripas, que le subían las náuseas. Se dijo calma, Simeón, calma, respira hondo, cabrón, tienes que pasar la prueba. Luego les tocaba el turno a ellos. El Chipotle les decía cómo hacerlo, les decía que no se pusieran nerviosos, que aquello no era nada, sólo carne, sólo sangre. Así fue como Simeón aprendió a destazar un cuerpo. Aprendió también que era sorprendentemente fácil. El Chipotle lo había hecho en tres minutos. Él tardó unos diez. Los trozos de carne eran luego llevados a la cocina, donde había enormes cacerolas en las que el llamado «cocinero» los hervía y luego separaban la carne y los huesos, y se los daban a comer a los puercos o bien los enterraban en el campo, de modo que del cuerpo sólo quedaban restos imposibles de identificar. Sólo quedaban los huesos, pero a veces hasta molían los huesos, los reducían a polvo. Ya no quedaba nada.
Así fue como Simeón se convirtió en sicario. Le perdió el miedo a la sangre, como les sucede a los cirujanos, a los matarifes y a los médicos forenses. Ahora él también era capaz de destazar el cuerpo de un hombre corpulento en apenas unos minutos. Se había convencido de que aquello sólo era un cuerpo, sólo materia inerte, sólo carne y huesos. Lo peor eran los olores, especialmente al desventrar el cuerpo, y especialmente en los hombres gruesos era asqueroso ver la grasa brillante y amarilla saliéndose por debajo de la piel, pero uno aprendía a controlarse.
Le fue bien en la organización. La vida de un sicario no es una sucesión ininterrumpida de crímenes. Todo lo contrario. La mayor parte del tiempo se la pasaban en una inacción casi total. Horas interminables esperando. Vigilando una casa. Siguiendo a alguien. Llevando algo a una ranchería. Trayendo algo de vuelta. A las veces, una entrega en mitad de la noche. Una valija llena de lana que cruza el estado de un extremo a otro. De vez en cuando había acción de verdad, había que sacar las armas, una balacera. Un rapto. Una ejecución. Un interrogatorio. Entonces surgía la violencia, que normalmente era breve, precisa, eficaz. Pero a veces había episodios de locura en los que uno podía dejar volar la imaginación. Existían la vejación, la mutilación y la tortura, aunque Simeón no era de los que disfrutaban con esas cosas. Si había que hacerlo, lo hacía. Hacía cualquier cosa que le pidieran. Si había que cortarle las yemas a un hombre se las cortaba, pero no lo hubiera hecho por diversión ni por propia iniciativa. No tenía prejuicios, no tenía límites, y si los tenía, jamás había llegado a conocerlos. Seguramente si le pidieran que violara a su mamá lo haría sin pensarlo. Era un soldado. Era un sicario.
No me pregunten cómo fue que Xóchitl averiguó tanto sobre la vida de este individuo. Estaba obsesionada con él. Supongo que preguntando acá y allá, así se aprende casi todo lo que puede saberse en este mundo. Y claro, cuando uno se informa de oídas también escucha muchas mentiras. Es borrosa la neta, ya lo dijo el poeta.
Mientras tanto, Simeón seguía haciendo de las suyas. Después de violar a Flor, su hija mayor, violó a Minerva, que tenía sólo diez añitos de edad. Xóchitl ya no se acercaba a la casa de Malinalli, donde por lo demás tampoco habría sido bien recibida, pero le llegó la noticia a través de las otras mujeres. Que Simeón había hecho daño a su hija mediana. Que la niña había estado sangrando.
Entonces Xóchitl decide que va a acabar con la vida de ese mal nacido. Si la policía y la justicia no se ocupan, se ocupará ella. Se va al D. F. y consigue una licencia de armas. Se compra un revólver, que entiende que es el arma más segura y que menos fallos mecánicos procura, y aprende a usarlo. Dispara cien balas en una sala de entrenamientos, aprende a sostenerlo de la manera correcta y a controlar el retroceso, a amartillarlo y a desamartillarlo, a cargarlo y a descargarlo. Se da cuenta de que con un revólver apuntar es muy difícil, y que a más de seis o siete metros, dar en el blanco entra en el territorio del azar. Se da cuenta de que sólo tendrá una oportunidad y que si quiere matar a ese hombre de un disparo no puede dudar ni un momento y además tiene que estar muy cerca de él. Se imagina estar frente a él, levantar el revólver y disparar una, dos, tres, cuatro veces, y finalmente, cuando ya esté en el suelo, dispararle una vez más en la cabeza. Lo ensaya mil veces en su imaginación. Cada vez que dispara el revólver en la sala de entrenamiento se imagina que es él quien recibe los impactos. Se quita los cubreorejas para acostumbrarse al sonido real de los disparos y para no quedarse aturdida por el estampido cuando dispare al hombre en la realidad. Poco a poco, se da cuenta de que de este modo jamás logrará matarle. Ya que por mucho que lo ensaya en su imaginación, ni siquiera en la imaginación puede hacerlo. Levanta el revólver y él la mira con su rostro dulce e ingenuo, con sus labios sensuales y delicados, con sus ojitos oscuros y brillantes de tlacuache. Y está inmóvil frente a ella, y ella intenta apretar el gatillo y hay una voz que le dice: no puedes disparar, no puedes matar así a un hombre. Intenta apretar el gatillo en su imaginación, borrar aquella cara odiosa, pero ni siquiera en su imaginación es capaz. Y ahora él le sonríe, primero una sonrisa insinuada, y luego abiertamente. Y ella piensa ahora, malnacido, ahora te voy a dar balacera, pero ni siquiera entonces es capaz.
Regresa a Pahuatlán, donde ahora tiene que convivir con su violador. Se endurece por dentro, o se dice a sí misma que tiene que endurecerse por dentro. Piensa en envenenarle. Piensa en emborracharle en su casa y quemar la casa con él dentro. Y un día él desaparece. Tiene que trabajar en el estado de Morelia. Desaparece durante tres meses. Ella llega a pensar que es posible que con el tiempo llegue a superar lo sucedido. Intenta convencer a Malinalli de que lleven a Flor al D. F. para que le practiquen un aborto. Pero ella es muy católica, dice que eso es un pecado, que no se debe hacer. Xóchitl le dice que la niña está embarazada de su propio padre, que si tiene un niño nacerá con malformaciones o posiblemente con una seria discapacidad, y Malinalli se enfada con ella, como si la estuviera insultando. Finalmente, Malinalli lleva a la niña a una curandera de la sierra para que le practique un aborto. Y la niña muere.
Imaginen el entierro de la niña. El ataúd blanco debajo de la lluvia, el agujero en el suelo, el sacerdote diciendo unas palabras, las flores. Malinalli llorando abrazada a sus hijas pequeñas, todas vestidas con sus ropas de domingo. El pequeño ataúd bajando a la tierra. La lluvia entrando también en el talud, como para limpiar los pecados y los dolores de este mundo.
Éste es el fin para Xóchitl.
Pasan tres meses, o seis meses, sin ver ni la sombra de Simeón. Pero un día regresa. Viene a ver a su mujercita, dice, aunque quién sabe cuántas mujercitas tendrá el pinche cabrón por ese ancho mundo. Y de nuevo Malinalli aparece con signos de maltrato, con un labio partido, con una ceja rota. Es lo que le gusta hacer a Simeón: matar, destazar cuerpos, violar niñas, golpear mujeres. Ha regresado con un carro mejor y ha ganado algo de peso. Está más corpulento, y da la impresión de que ha subido algún escalón dentro de la organización. Le va bien, tiene lana. Lleva ropa buena, zapatos nuevos. Está bien rasurado. El bigote bien recortado. Fanfarronea con los cuates, les dice que ahora gana tres mil pesos a la semana. Hay brillo de envidia en los ojos, aunque cuando Simeón les cuenta las cosas que le obligan a hacer, sus cuates se cagan de miedo. Les compra un televisor a Malinalli y a las niñas y también instala unos candados en la puerta porque dice que la zona donde viven no es segura. Malinalli y las niñas marchan un día a un bautizo en el pueblo de al lado, todas con sus mejores vestidos y con lazos en el pelo y con los zapatos buenos, que raramente se ponen por no estropearlos. Y él se queda sólo en la casa, bebiendo cerveza y mirando sports en la televisión. Entonces ella se presenta allá, llama a la puerta, oye la voz de él que pregunta quién es. Y dice soy la licenciada Vargas Guzmán. Él abre la puerta. Está sin pantalones, con una remera verde, unos boxers grises y unos calcetines negros. Tiene una cerveza Bohemia en la mano. Qué se le ofrece, licenciada, dice. Me encuentra usted en Junta, como quien dice hasta el cuello de trabajo. Ella dice: traigo una botella de Cuervo. ¿Usted y yo bebiendo?, dice él. ¿Quiere hacer las paces? Puede ser, dice ella. ¿Me da chance? Pues pásele, dice él. Que no se diga que Simeón no es hombre de paz. Ella entra en la casa. La televisión sigue encendida. Carreras de motos en Michoacán. Libio Arrostari, el pollo de Querétaro, va en cabeza. Él rompe el sello de la botella, la abre y saca dos vasitos y los sirve. Se sienta en un equipal, un sillón de madera rústica y cuero de chancho que está colocado frente a la televisión y ella se sienta en una silla. Él dice: salud, y se bebe el tequila de un trago. Ella se bebe el suyo de un trago también. Él sirve otro tequila, y luego un tercero. Y entonces él le dice: y ahora quítate la ropa, reputa, que te voy a dar lo que has venido a buscar. Ella está temblando, toda ella temblando. No puede moverse. No puede levantarse de la silla porque le tiembla todo el cuerpo. Él se pone de pie. Y se cae al suelo. ¿Qué pasa?, dice. ¿Qué me hiciste, chingada? Intenta moverse, pero apenas puede extender los brazos en dirección a ella. Estás lleno de veneno de serpiente coral, dice ella. Simeón, vas a morir. Ahora él ya no puede ni siquiera hablar. No le obedecen los músculos. Quiero que pienses por qué vas a morir. Vas a morir por todo lo que hiciste, lo que yo sé que hiciste y lo que sólo tú sabes que hiciste. Vas a morir por lo que me hiciste a mí, y por lo que le hiciste a Malinalli y por lo que le hiciste a Minerva y sobre todo vas a morir por lo que le hiciste a la niña Flor. Él jadea en el suelo, sin poder casi moverse, sin poder hablar. Ella entonces sale de la casa, moviéndose también con dificultad a pesar del antídoto que se ha inyectado una hora antes. Saca una lata de gasolina del carro, la vacía por el interior de la vivienda, sobre la cama, sobre la ropa, sobre el cuerpo del hombre. Cierra la puerta con los candados instalados por el propio Simeón, de cuyas llaves no le ha sido difícil procurarse una copia. Echa más gasolina por las paredes, por la pequeña ventana de barrotes. Nadie ve lo que hace gracias a la tapia de la altura de un hombre que rodea la casa y al bardal que la cubre. Pero al salir al carro a coger otra lata de gasolina, ve a varias mujeres que se asoman en las puertas. Caritas de niños. La ven bajar del carro otra lata de gasolina de cuatro litros y nadie dice nada, nadie la detiene. Enciende un cerillo y lo arroja por la ventana de la vivienda. Espera unos segundos. No sucede nada. Arroja otro cerillo. Espera unos instantes y oye el fuego combatiendo con el aire y le llega el olor de la gasolina quemada. Finalmente ve el brillo del fuego.
Unos minutos más tarde, la casita está envuelta en llamas.
Así aparece la noticia en la prensa local:
«Una persona quedó calcinada dentro de su vivienda ubicada en la colonia San Pablito, sobre la 12 Poniente 22, Pahuatlán, Puebla. El percance ocurrió durante las primeras horas de la tarde de este domingo, en lo que parece una venganza del crimen organizado, dado que el finado, Simeón Sánchez Sepúlveda, era sicario a sueldo de la Familia michoacana. Otra versión apunta a que la familia se dedicaba a elaborar donas de azúcar y que al trabajar con el aceite éste alcanzó cortinas que derivaron el fatal accidente.
»De acuerdo a un reporte emitido por la Secretaría de Seguridad Pública del Municipio de Pahuatlán, el incendio ocurrió a las 03:18 horas p. m. de este domingo en la casa habitación de la 12 Poniente a la altura del número 22 de la colonia San Pablito, un enclave indígena adscrito a la municipalidad de Pahuatlán, Puebla. En calidad de presentada ante el Ministerio Público quedó para rendir su declaración Malinalli Serrano Bello, de 29 años de edad, compañera sentimental del finado, que en el momento de los sucesos se encontraba asistiendo con sus hijas a un bautizo en Tlaualco. El cadáver fue levantado por el Ministerio Público a las 06:18 de la tarde».
«La vivienda incendiada constaba de dos pequeñas habitaciones en una zona apartada de la colonia San Pablito, también conocida como San Barros. La inseguridad que predomina en la zona hace que los lugareños aseguren puertas y ventanas con candados, lo que hizo que a la hora del accidente fuera complicado abrir el lugar para intentar salvar la vida del ahora finado. De la misma forma vecinos no se percataron del incendio, debido a una enorme barda y zaguán que impiden la visibilidad de la calle hacia el interior.
»Acudieron unidades del Heroico Cuerpo de Bomberos a bordo de la unidad 2002, y en la motobomba 337; también arribaron elementos de Protección Civil del municipio de Pahuatlán, aunque llegaron una hora después del trágico incendio que cobró la vida de una persona».
A partir de entonces, la vida de Xóchitl se convierte en una pesadilla, en un mal sueño. La Familia michoacana no tolera tan fácilmente que anden ejecutando a sus sicarios con total impunidad, y se presentan en San Barros para averiguar qué sucedió. Hablan con la policía, con la que los sicarios siempre tienen excelentes relaciones, y ellos les dicen que no tienen ninguna pista, que desde un principio se imaginaron que la muerte sería un asunto interno de la Familia y que por esa razón no quisieron inmiscuirse. Política de amistad, de compañerismo. Tú no te metes en mis asuntos internos y yo no me meto en los tuyos. Así vivimos bien todos, nomás. Pero aquello no tiene nada que ver con la Familia, todo lo contrario, Simeón era muy estimado por los comandantes y les han encargado que averigüen qué es lo que pasó y que encuentren al responsable. Preguntan a la policía si Simeón tenía algún enemigo en el pueblo, y la policía ni siquiera se para a pensar en Xóchitl. No, que nosotros sepamos, dicen. Todo aquello resulta muy extraño. Los sicarios bajan a San Barros y preguntan acá y allá. Preguntan a los vecinos si alguien sabe algo. Pero allá nadie vio nada. Cómo es posible, dicen los sicarios, ¿se quema una casa entera con una gente dentro y nadie vio nada? Cuando vimos el fuego avisamos a los bomberos, dicen los de las casas próximas. Vimos las llamas, nomás. La puerta estaba cerrada con candado y no se podía abrir. Los bomberos tampoco podían. Fue todo muy rápido. Pero los sicarios no tienen que preguntar más, ni andar en más averiguaciones, porque Malinalli les cuenta lo sucedido. Les dice: fue una pendeja del D. F. que trabaja acá con la Secretaría de Asuntos Indígenas, ella fue quien me lo mató. Les da su nombre, su filiación, todo. Pero los sicarios en un principio no la creen. Piensan que la mujer está rabiosa y que tiene celos de Xóchitl por alguna cosa y que quiere aprovechar la circunstancia para vengarse. Les parece imposible que una licenciada del D. F. que acaba de salir de la universidad pueda ser capaz de matar sin más a un hombre entrenado y armado. ¿Cómo logró reducirlo? Uno no puede simplemente echar gasolina a una casa y prender el cerillo. La autopsia revela que el finado había ingerido cierta dosis de alcohol pero, milagrosamente, no revela la presencia de veneno de serpiente. Pero la dosis de alcohol no era tanta como para dejar inconsciente a un hombre adulto. Sin embargo, Malinalli jura y asegura que fue Xóchitl la autora del crimen, que le hizo algo a Simeón para dejarlo inconsciente y luego lo quemó y quemó su casa y la dejó a ella y a sus hijas sin hombre y sin casa, y que ahora ha perdido una hija, un hombre, una casa y les dice a los sicarios que la maten a Xóchitl y que si pueden que la maten despacio, que sufra antes de morir. Pero ¿cómo logró Xóchitl meterse en la casa de Malinalli, cómo tuvo el valor de enfrentarse al hombre que la violó y la golpeó sólo unos meses atrás, cómo pudo sorprenderle hasta el punto de dejarlo inconsciente y cómo tuvo la presencia de ánimo de prenderle fuego? Imaginan la posibilidad de que contratara a alguien para que lo hiciera, pero tampoco resulta creíble que alguien que trabaja con los indígenas se meta con el crimen organizado para planear una venganza sangrienta. Simplemente no tiene sentido. Además, Malinalli no estaba allá cuando ocurrieron los hechos, no pudo ver nada de lo que había sucedido. ¿O es que acaso los vecinos vieron algo y se lo contaron? ¿Vieron los vecinos a esa mujer en las proximidades de la casa? Sí, los vecinos la vieron. Finalmente, el silencio se rompe. Las mujeres de las casas cercanas comienzan a hablar. Esa tarde la licenciada Vargas Guzmán se acercó a la casa y parqueó su carro enfrente y luego la vieron salir del carro con una lata de gasolina y volver a meterse en el zaguán y luego se marchó de allá y al poco rato comenzaron a verse las llamas. Sin embargo, los sicarios no acaban de creerse nada de esto. Quizá porque les resulta intolerable pensar que una mujercita joven, desarmada, indefensa, sea capaz de matar a uno de los suyos como quien pisa a un insecto en el suelo. Sospechan que las mujeres de San Barros mienten, o que se dedican a corear un rumor. Sin embargo, a partir de entonces, comienzan a vigilar a Xóchitl. Averiguan todo lo de la violación, la denuncia, la petición de un permiso de armas. Ahora la historia comienza a tener sentido.
Éste sí es el fin. Los carros oscuros de los sicarios aparecen en lo alto de los bordos, se asoman por detrás de las tapias, aguardan a la sombra de los ocotes, pasan por delante de la casa de Miguelito y de Ana María y la siguen a una distancia discreta cuando va por los caminos de la sierra. Sin hacer siquiera la maleta, un día Xóchitl le mete fierro a la pick up, se mete en la libre, quiero decir en la autopista, regresa al D. F. y se encierra en la casa familiar. Primero no le cuenta a nadie lo sucedido, y los papás no entienden qué es lo que pasa. Creen que tiene una depresión. Su mamá intenta hablar con ella y le pregunta si le pasó algo malo en Pahuatlán, y Xóchitl le dice que sí, que le pasó algo muy malo. La mamá le pregunta si la violaron, y ella dice que sí, que la violaron tres hombres unos meses atrás. Pero que eso no es todo. Los padres de Xóchitl también despiertan del sueño. También para ellos lo invisible se hace visible. Xóchitl llama por teléfono a la señora María Teresa y le pregunta si puede venir a su casa a verla, que tiene que platicarle de algo muy grave. María Teresa viene a la casa, y Xóchitl la recibe en su recámara y le cuenta todo lo sucedido. Todo, con todo detalle, como no se lo contó nunca a nadie. María Teresa está aterrada, tan aterrada que Xóchitl tiene la sensación de que está todavía más aterrada que ella misma. Mira, mi amor, le dice María Teresa, lo que tenemos que hacer ahora es ver cómo te sacamos de acá y cómo hacemos para llevarte lejos y mantenerte con vida. Lo primero que tienes que hacer es contarle a tus padres. Ellos tienen que saber cuál es la situación porque ellos también están en peligro. Además, no puedes salir de la casa. Porque en el momento en que pises la calle, ésos te raptan, te meten en un carro y te matan. Xóchitl le dice que sabe que la casa está vigilada. Que hay varios carros que se turnan frente a la puerta de entrada las veinticuatro horas. Tenemos que ver la manera de sacarte de acá, dice María Teresa, y llevarte a un sitio seguro. ¿Cuál sitio seguro?, pregunta Xóchitl. Tengo familia en Mérida. Puedo irme a Mérida. No, no, mi amor, le dice María Teresa, en Mérida tampoco estás a salvo. Le dice que tiene que irse de México. Que se vaya fuera, a Estados Unidos o a Europa. Le pregunta si tiene familia o amigos fuera de México, y Xóchitl le dice que tiene una prima en Harvard estudiando Business administration, un tío materno que vive en Holanda y unos primos de su madre que viven en Madrid. Pero allá será donde primero me busquen, dice Xóchitl, en las casas de la familia. Así es como decide salir del país e irse a Los Angeles, donde nadie la conoce ni ella conoce a nadie.
La forma de salir de la casa parece sacada de una novela de Roberto Bolaño, nos cuenta Óscar. Xóchitl hace una gran fiesta en la casa de los papás, un reventón memorable que será recordado durante años, en el que invita a toda su promoción de la universidad a pasar un fin de semana, sesenta o setenta gentes junto con novios y novias y primos y primas y novios y novias de los primos y las primas. Es una cosa bien loca. Almuerzan y comen en el jardín, se bañan en la alberca. Se la pasan en bikini, con música, con farolitos de colores. Hacen barbacoa en el jardín, ponen una carpa como en las bodas. Hasta rompen una piñata. Y así hasta el lunes a la tarde, cuando los últimos invitados van dejando la casa. Los que vigilan en la calle andan bien ocupados, porque todo el tiempo están entrando y saliendo gentes de la casa. Hasta traen a unos mariachis de la plaza Garibaldi. Y ¿cómo ven? Los mariachis entran y salen. Y los amigos entran y salen. Y los distribuidores entran y salen. Xóchitl es la única que no sale. Sin embargo, cuando acaba el reventón, Xóchitl ya no está en la casa. En algún momento se aventó y ahora está en Los Angeles, California.
Pero ¿cómo salió?, preguntó Rosana.
¿Salió disfrazada de mariachi?, pregunté yo. Entraron cuatro mariachis y salieron cinco, uno de ellos con un bigote postizo.
Ése sería un buen detalle, dijo Óscar. Sí, un detalle bien chido. Pero no, no fue así como salió.
Bueno, pues ¿cómo lo hicieron?, preguntó Rosana ahogando un bostezo.
Excavaron un túnel por debajo del jardín, dijo Óscar. Tardaron una semana entera. La Xóchitl se metió en el túnel con un pequeño backpack donde llevaba merito una muda, un pasaporte, la credit card y un sobre con dólares USA. Salió de la tierra en el bloque siguiente, en la calle trasera, donde había un carro esperándola.
¿Un túnel?, dije yo. ¿Un túnel por debajo del jardín? ¿Cómo es posible?
Es posible, dijo Óscar. Es agotador, es duro, pero es posible. No podía simplemente saltar la tapia trasera, porque la habrían visto. No sabíamos cuantas gentes tenían vigilando la casa.
Pero ¿no se tarda mucho en cavar un túnel así?
No sé, compadre, el caso es que lo lograron. Supongo que abrieron un túnel como madriguera de conejo, y que la Xóchitl tuvo que ir a gatas la mayor parte del recorrido. Cuando salió de allá estaba negra de tierra. Hasta lombrices tenía en el pelo.
¿Quién conducía el carro que la esperaba?, preguntó Rosana, que a pesar de sus bostezos seguía la historia con atención.
Un buen amigo de Xóchitl, dijo Óscar guiñando un ojo.
Era Óscar el que conducía el carro, dijo Brenda entonces. Fue él quien sacó a Xóchitl del D. F. y la llevó al aeropuerto. Y Roberto B. también iba en el carro. Andaban allá los dos, metidos en el carro muertos de miedo, con el motor encendido, fumando Lucky Strike y filtrando Johnny Walker. ¿Cómo ven? Dos poetas metidos a hombres de acción. ¡La línea dura de la poesía mexicana!
No estuvo mal aquello, dijo Roberto B. bajando los ojos, como si de pronto le avergonzara recordar que un día había realizado un acto de valor.
Aquí mi carnal tenía la tez verde como limón, dijo Óscar señalando a Roberto B. Y me decía: Óscar, Oscarizo, creo que esta vez sí la fregamos. Lo decía una y otra vez. Una y otra vez. Chileno de la chingada.
Aquí mi carnal se puso a recitar a Thomas Stearn Eliot para sacarse los nervios, dijo Roberto B. llorando de risa. Allá estábamos esperando que apareciera la Xóchitl y Óscar decía: «April is the cruellest month, breeding lilacs out of the wet land, mixing memory and desire…»
Era para no escucharte decir aquello de «esta vez sí la fregamos», «esta vez sí la fregamos…».
Y luego apareció la Xóchitl y era como mujer de las cavernas. Venía llena de tierra negra, se metió en el carro y yo le decía a Óscar que no le metiera mucho fierro, que no acelerara, que condujera normal, sin prisa.
Sí, mano, así fue. Y la Xóchitl decía ¿por qué está hablando en inglés? Y Robertico le dice: está recitando a T. S. Eliot.
De modo que ya la salvasteis una vez, dije yo. Y por eso ahora vais los dos juntos a salvarla de nuevo.
Para eso están los amigos, ¿no es cierto?, dijo Óscar.
Ándele, dijo Roberto B.
Órale, dije yo.