82
Mi penúltimo intento

Pero hay algo que no encaja. Desde el principio, desde que llegué aquí. Sé que Cristina y Ciran no viven juntos. Ella tiene sus aposentos en un edificio que está en la parte más alta de la Universidad y que funciona como residencia de profesores. Sé dónde vive porque la he seguido en un par de ocasiones. Ignoro la razón de que no me invite a conocer el lugar donde vive. Que no me invite a tomar un té, o incluso a cenar. ¿Se temerá que yo interprete su invitación de una forma incorrecta? ¿Desea mantener las distancias? ¿Tiene miedo de que yo desee iniciar de nuevo una relación de intimidad con ella? Sí, no cabe duda de que tiene miedo, de que no desea alentar mis posibles esperanzas y que por esa razón me ha mentido. No ha mentido literalmente, ya que Ciran y ella siguen legalmente casados, pero la realidad es que hace muchos años que no viven como pareja. ¡Es una cosa tan inglesa, ese prurito de no faltar literalmente a la verdad! ¡Ese escrúpulo meramente mecánico, que produce siempre un gesto tenso, una sonrisa forzada!

Me lo cuenta Ciran cuando se lo pregunto. Me dice que se apresuraron demasiado al casarse. Que a los seis u ocho meses de vivir juntos descubrieron que no eran en realidad una pareja y que el afecto que les unía era más bien amistad que amor. Una amistad fraternal, una intensa comunidad espiritual, pero no amor. Después de México se fueron a vivir a Baltimore, y más tarde a Taos, Nuevo México. Para entonces ya habían descubierto que no estaban realmente enamorados. Pero se llevaban bien, les gustaba estar juntos. Les gustaba hablar al final de la jornada, les gustaba viajar juntos, tenían muchos intereses comunes, muchos amigos comunes. De modo que decidieron seguir viviendo juntos pero dejar de dormir juntos. No, no es cierto: de hecho, seguían durmiendo juntos, en la misma cama. Nunca vieron razón para no hacerlo. Pero ya no vivían como marido y mujer. Compartían la cama como lo hacen dos amigos, o dos hermanos.

Le pregunto a Ciran si eran una «pareja abierta» y me dice que no, que no se trataba de eso, aunque, dado que ahora ya no eran realmente marido y mujer sino dos amigos que viven juntos, parecía sobreentendido que los celos no tenían lugar en su relación. Él decidió algo así como tomar un voto personal de celibato. No era una decisión definitiva, y desde luego no la tomó ante nadie ni le contó a nadie que la había tomado. Ni siquiera Cristina lo supo en un principio. Seguían viviendo juntos y durmiendo juntos simplemente porque les iba bien, pero suponían que más tarde o más temprano aparecería alguien en el horizonte, otra mujer para Ciran, otro hombre para Cristina, y entonces tendrían que tomar una decisión sobre su vida común.

Mientras tanto iban pasando los años. Cristina tuvo varios encuentros con otros hombres durante ese tiempo, no sé cuántos, no sé cómo de intensos, aunque me gustaría saberlo, no sé exactamente por qué, no sé qué me daría ese conocimiento, o qué me quitaría, o de qué podría salvarme, pero desearía saber exactamente con qué hombres se relacionó durante esos años y qué sintió por ellos y qué hizo en la cama con ellos. Ciran me habla por encima de esa época y enseguida se arrepiente, siente que está contando cosas de la vida privada de Cristina. Me cuenta que no eran una «pareja abierta», pero que dado que no eran realmente una pareja se sobreentendía que ambos tenían libertad para iniciar relaciones sentimentales o tener encuentros sexuales con otras personas. A pesar de haber tomado la decisión de ser célibe, ni siquiera Ciran excluía la posibilidad de conocer a alguien y enamorarse, en cuyo caso abandonaría su celibato, pero no se dio el caso, ese alguien no apareció (Ciran, como bien me recordó varias veces, era quince años mayor que Cristina, y había pasado ya la edad del gran fuego amoroso) y su vida de monje continuó, pues, igual de tranquila, aligerándose con el paso del tiempo en una curiosa sensación de libertad y de alivio, como si renunciar al sexo hubiera sido renunciar a un problema. Cristina, por su parte, sí había tenido varias relaciones con otros hombres, no muchas por cierto, pero sí algunas. Interrogo a Ciran y él me dice que ellos no hablaban mucho de eso, que a veces Cristina le comentaba que estaba saliendo con alguien o que había conocido a alguien, y que cree que ella se enamoró de alguien durante un viaje a San Francisco, pero que todas esas cosas no son temas de conversación de caballeros y que si me interesa conocer la vida de Cristina debería preguntarle a ella directamente.

La idea de que Cristina haya estado «saliendo» y acostándose con otros hombres me perturba profundamente, pero eso de que se había «enamorado» de alguien en San Francisco parece algo mucho más serio.

—Háblame de ese hombre de San Francisco —le digo a Cristina uno de esos días, cuando caminamos en dirección a las praderas de Gardalis.

A nuestro alrededor, los mirlos descienden planeando hasta la hierba. Ardillas rojas trepan por los troncos de los cedros. En los zarzales, brillan las moras maduras.

—¿Qué hombre? —pregunta ella—. ¿De qué hablas?

—Cristina, ¿por qué me has mentido?

—¿Yo te he mentido?

—Bueno, ya sé que técnicamente no has mentido…

—Si no he mentido técnicamente, entonces no he mentido. No digas que he mentido si no he mentido.

—A veces eres cien por cien británica —le digo—. Las cosas en la vida no se dividen en verdaderas y falsas como en los exámenes de conducir. Hay cosas falsas que son en realidad verdad y hay verdades que no responden a nada que nadie sienta que es cierto, y hay verdades que se dicen para que parezcan mentira, y ésa es una forma de mentir, y hay cosas verdaderas que se dicen a sabiendas de que el otro no las entenderá o entenderá algo que no es verdad, y ésa es también una retorcida forma de mentir. Tú me hiciste creer que estabas con Ciran, y no es cierto.

—Sea como sea, ¿qué importancia tiene eso?

—Me dijiste que estabas casada con Ciran.

Estoy casada con Ciran. Es absolutamente cierto.

—Lo sé, pero hace tiempo que no vivís juntos.

—Sea como sea, ¿qué importancia tiene eso?

—He estado hablando con Ciran, pero él no quiere contarme nada. No quiere hablar de ti.

—Hace muy bien —dice ella—. No se debe hablar de la vida de otras personas.

—Bueno, entonces cuéntame tú.

—¿Por qué, Juan Barbarín? ¿Qué derecho tienes tú a preguntar nada? ¿Por qué ese súbito interés por mi vida?

Quedo en silencio, porque sé que ella tiene razón.

—Me gustaría quedarme aquí —digo.

—¿Aquí, en la Universidad? —pregunta ella.

—Sí.

—¿No deseas regresar a tu vida, a tu casa?

—Nadie me espera —digo—. En realidad, no tengo vida, y no tengo casa.

—Tienes las dos cosas —me dice ella—. Tienes una casa muy bonita y agradable, según tú mismo me has contado. Tienes la casa con la que soñabas. Y tienes una vida, claro que la tienes, lo que pasa es que no te gusta.

—No seas cruel.

—No puedes quedarte aquí, Juan Barbarín —dice ella.

—¿Por qué no?

Ahora caminamos por Gardalis, altas praderas alpinas salpicadas de gencianas desde las que se domina todo el valle. Hay diminutos robots metálicos entre la hierba recogiendo las piñas azuladas de los cedros. Hemos ido ascendiendo insensiblemente, y hemos llegado al jardín sagrado, o lo que yo percibo como un jardín sagrado, ya que no hay aquí jardín alguno, sino la ladera abierta de la montaña.

—No va a suceder nada entre nosotros —dice Cristina después de unos instantes de silencio—. No vamos a volver a ser amantes. No vamos a volver, Juan. Eso no va a pasar.

—Yo nunca… yo no pensaba…

—Sé cómo eres —dice ella—. Eres como un niño caprichoso, que quieres lo que tienes delante, y cuando lo que tienes delante desaparece, lo olvidas al instante… Ahora me ves, estoy delante de ti, y de pronto me quieres para ti. Te llenas de sueños románticos, piensas que después de este encuentro mágico volvemos a estar enamorados otra vez… eres así, un típico hijo único, un pequeño rey, lo quieres todo, y lo quieres ahora… Eres egoísta, Juan Barbarín, y tremendamente inmaduro, y los años no te han cambiado. Ni siquiera esta isla te ha cambiado.

—Dios mío, Dios mío —digo yo, abrumado por el dolor—. No me has perdonado. Nunca me has perdonado.

—Sí, te he perdonado —dice Cristina—. En realidad, nunca pensé que debiera perdonarte. Ya te he dicho que siempre pensé que lo que sucedió fue culpa mía.

—No, no es cierto, no me has perdonado.

—A lo mejor no —dice ella.

Hemos llegado al lugar donde está el columpio colgado de una alta rama. Ahora parece un objeto sin sentido. Ella está agitada, conmovida, poseída por emociones encontradas. Nunca la había visto así desde mi llegada a la Universidad. De pronto ya no parece Salomé, la Maestra del Juego, sino sólo una mujer llena de dolor, próxima a las lágrimas.

—Siempre he pensado —me dice— que la causante de nuestra ruptura fui yo por abandonarte y marcharme a Rishikesh. Pero la verdad fue que marcharme a Rishikesh fue lo primero que hice para mí desde que te conocí.

—¿Qué quieres decir?

—No puedo explicarlo bien en español. Yo siempre puse nuestra relación por delante de cualquier otra cosa. Me vine de Inglaterra por ti, poniendo furiosos a mis padres, que querían que me quedara allí estudiando.

—Pero tú me dijiste…

—Sí, te lo dije y a lo mejor yo lo creía, o intentaba hacerme creer a mí misma que lo creía. Pero compara la vida musical en Inglaterra y en España. Compara las posibilidades de hacer una carrera como cantante en Inglaterra, llena de festivales, teatros de ópera y salas de concierto, y en España.

—Pero en esa época…

—Pronto se hizo evidente para mí que si quería tener una carrera como cantante, tendría que irme a Inglaterra. Pero no quería separarme de ti, y tú no querías ir a ningún sitio. Hiciste un par de cursos en Venecia, en Berlín, volviste a casa muy asustado y ya no querías ir a ningún sitio.

—Volví muy asustado, como tú dices, porque no me gustaba la música que se hacía en esos cursos a los que todo el mundo asistía. Sciarrino, Nono, Donatoni, Berio, Boulez, ¡ésos no eran mis ídolos!

—No importa. Sea como sea, te propuse que nos fuéramos los dos a Inglaterra y tú no quisiste. Y me pareció bien, porque nuestra relación era para mí lo más importante, y si hubieras decidido irte a vivir a Arabia Saudí, donde cantar está prohibido, me habría ido contigo.

—Lo sé.

—Siempre te puse a ti por delante, a nuestra relación por delante, y a mí en segundo lugar. Siempre.

—Lo sé.

—No, no lo sabes. No lo sabes porque nunca lo has pensado —dice ella—. Tú te acostabas con todas las mujeres con que te encontrabas, primero a escondidas, y luego, ya que yo te descubría una y otra vez, sin ni siquiera intentar esconderlo. Yo me decía a mí misma que eso se te iría pasando. Me decía que seguramente tenías cosas que demostrarte a ti mismo, complejos, qué sé yo. Una mujer enamorada es por definición una mujer estúpida. Siempre te dejé que hicieras lo que quisieras.

—No sé por qué lo hacías —digo débilmente—. Me comportaba como un salvaje. Sin ningún respeto por ti.

—Te permitía que hicieras lo que quisieras porque yo siempre he creído que uno tiene que ser libre, libre de decidir lo que quiere y de decidir lo que no quiere. Además, ¿qué podría hacer yo? ¿Prohibirte que te acostaras con otras? ¡Como si tú necesitaras el permiso de nadie!

—Pero todo eso debía de ser muy humillante para ti.

—Sí, era humillante. Pero nosotros somos libres, Juan Barbarín. Yo sólo te amaba, no era tu dueña. Nadie puede ser el dueño de otro. Tenía la libertad de abandonarte, pero no quería abandonarte porque sabía que tú me amabas, y esperaba que con el paso del tiempo te darías cuenta del valor de nuestro amor.

»¿Qué podía hacer? Yo sabía que si tú deseabas a otras mujeres entonces las buscarías hiciera yo lo que hiciera y dijera yo lo que dijera y por muchas promesas que me hicieras, y pensaba que no quería cargar con mentiras y pensaba también que prefería que las cosas estuvieran en claro… in the open, ¿comprendes? Dices que no me tenías respeto. ¿Y qué sería tenerme respeto? ¿Serme infiel en secreto? ¿Procurar que yo no me enterara?

—Sí, incluso eso habría sido más respetuoso.

—Yo pensaba que lo único que podía hacer era abandonarte, cortar contigo para siempre, pero no quería hacerlo porque te amaba. Te quería tanto, Juan Barbarín, te quería tanto. Yo nunca he amado a nadie así. Me habría dejado morir por ti. Habría saltado al fuego por ti.

—Y yo por ti.

—No lo dudo —dice ella—. Sé que tú me querías. Sé que me querías de verdad, y por eso seguía contigo. Pero yo ponía nuestra relación por delante de cualquier cosa, y tú te ponías a ti mismo por delante. Nuestra relación funcionó mientras yo acepté quedar en un segundo plano y seguirte siempre en todas tus decisiones. Cuando tomé una decisión por mi cuenta, cuando hice algo que no era en primer lugar para nosotros, sino en primer lugar para mí, tú desapareciste. Además, tú sabías que yo había aceptado irme contigo a Estados Unidos después de pasar un año en Rishikesh. Sólo te pedí un año para mí, Juan Barbarín. Te pedí un año para luego abandonarlo todo y marcharme contigo, pero fue demasiado. No funcionó.

Quedamos los dos en silencio.

—Cristina, yo te quiero.

—¿Me quieres?

—Sí.

—¿Qué significa eso?

—Significa que te quiero. Te quiero como entonces. Nunca he dejado de quererte. Nunca he querido a nadie más.

Ella se sienta en el columpio y se agarra a una de las cintas que lo sostienen, como si de pronto estuviera muy cansada.

—Hay algo que quería decirte —dice ella mirando a lo lejos—. Dentro de unos días los carpinteros que están trabajando abajo, en el poblado de tus amigos, terminarán las barcas. Junto con el velero que tenéis, y con las instrucciones que os daremos, conseguiréis alejaros de la isla lo suficiente como para llegar a la ruta de los cargueros, a un par de días de aquí. Es casi como una autopista que cruza el mar. Tarde o temprano un barco os avistará y seréis rescatados. Llevaremos a la costa a los que quieran irse, y creo que tú deberías irte también.

—¿Crees o me lo ordenas?

—Yo no puedo ordenarte nada —dice ella—. Aquí no existen las órdenes. Es más bien un ruego, una petición. Te ruego que te vayas con los demás.

—¿Por qué?

—Porque no tiene sentido que te quedes aquí. Porque si te quedas nos harás daño a los dos. Porque pronto descubrirás que quieres marcharte, que no resistes el aislamiento y el silencio. Porque nada de lo que hacemos aquí te interesa.

—Te equivocas, sí me interesa.

Ella mira al vacío obstinadamente. Tiene la mandíbula apretada.

En la primavera de la vida abrimos los ojos al dolor y al misterio de este mundo y no podemos ni siquiera imaginar lo que nos aguarda. Ya que dolor y misterio significan, para el mundo, lo mismo que claridad y belleza. El misterio del mundo es también su claridad. El mundo nos presenta siempre su evidencia. Se muestra tal y como es, en todo su esplendor. Y nosotros buscamos, anhelantes, un significado.

Dolor y belleza son lo mismo para el mundo porque el mundo no desea de nosotros que lo comprendamos. El mundo ni siquiera desea que seamos felices. Desea, tan solo, que alcancemos una sensación de plenitud, y no le importan los medios que deba utilizar para lograrlo.

Todo lo que vivimos y lo que comprendemos es fragmentario. Grandes trozos incandescentes de tiempo flanqueados de sueño y oscuridad, eso es una vida humana. ¿A qué clase de plenitud podemos aspirar?

La plenitud surge cuando a la sensación de realidad se une la certidumbre de un propósito. El despertar comienza con el cuerpo. Cuando se produce la plenitud de la percepción, el alma comprende que su destino está unido al destino del mundo. Surge entonces una emoción muy intensa que es también una certidumbre y un deslumbramiento. Un deslumbramiento de amor y de gratitud. Cuando uno siente ese amor y esa gratitud, todo lo demás huelga.

Brilla, mar del Edén
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