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Conozco a Carlos

Nos trasladamos a la desembocadura del río que habíamos descubierto el día anterior, y comenzamos a construir cabañas en las amplias riberas, algo alejados del agua dulce para evitar los mosquitos. El río no desembocaba directamente en el mar, sino en una laguna de aguas tranquilas y transparentes cuya área crecía y decrecía suavemente con la marea, y que llegaría a convertirse en el lugar favorito de los juegos de los niños. Era ovalada, de color turquesa, de amplias orillas blancas, y tenía unas aguas tan tranquilas como las de una piscina.

Había un grupo de cocoteros a este lado de la laguna y al otro lado, a barlovento, una espesura de grandes árboles de copas oscuras que traían un olor medicinal a través de las aguas con el soplo de los vientos alisios, y que según me explicó el doctor Masoud, un juez retirado de Lucknow, eran alcanforeros, árboles que en la India se consideran de mal agüero y cuyas hojas son letales para los pájaros y pueden envenenar el agua de un río y hacerla no potable. Afortunadamente aquéllos estaban corriente abajo y alejados del poblado. De cualquier modo, creo que el doctor Masoud tenía una relación de amor con aquellos árboles intensamente perfumados, ya que se construyó una pequeña barquita y un remo a fin de poder cruzar la laguna para visitar los alcanforeros y coger ramas caídas en buen estado, que utilizaba para hacer tallas de animalitos que luego les regalaba a los niños. Era muy hábil con aquellas tallas, y su repertorio de animales era infinito. A mí me regaló un pingüino y un delfín.

Lo más difícil fue trasladar a los heridos, algunos de los cuales estaban empeorando sin remedio dada la pobreza de las condiciones higiénicas. Las heridas aparecían llenas de gusanos blancos, y había que abrirlas de nuevo para limpiarlas y desinfectarlas. Los heridos gritaban igual que las gaviotas. Joseph quería reservar las jeringuillas de anestesia para las posibles intervenciones quirúrgicas, y los analgésicos corrientes a veces no bastaban. En la isla me hice consciente más que nunca antes en mi vida de la realidad del dolor humano.

Cuando terminamos el traslado de los heridos y de nuestras escasas pertenencias a las orillas del río, comenzamos la edificación de las cabañas. Fue la tarde de ese mismo día cuando conocí a un brasileño de unos sesenta años que parecía enormemente hábil con la madera y que se ofreció a ayudarme para construir mi palapa, seguramente conmovido al ver mi torpeza. Unos días más tarde me enteré de que él ni siquiera se había construido un techo para sí mismo y que a pesar de que se pasaba el día ayudando a los otros a construir techos y levantar paredes, él dormía sobre la arena, a la intemperie, y me maravillé de su generosidad. Hablábamos en inglés, pero él a veces me hablaba en un portugués muy pausado que yo entendía perfectamente. Yo sentía en aquellas palabras portuguesas la amplitud de un corazón tan dulce y sereno como el río verde que fluía un poco más allá. Le dije que había personas que necesitaban más su ayuda que yo, personas con hijos, enfermos, personas mayores, y me dijo que me daría unas instrucciones básicas para que luego yo pudiera seguir por mi cuenta y pudiera, además, ayudar a otros. Con breves palabras, y muchas veces sin palabras y simplemente mostrándome cómo hacerlo, ya que no era hombre excesivamente locuaz, me explicó cómo cortar las cañas y cómo atarlas para formar un armazón, y luego cómo doblar las hojas de las palmeras y entrelazarlas en el armazón de cañas a fin de formar planchas más o menos impermeables. Tenía un hacha, un formón y un cepillo, herramientas de carpintero con las que cortaba árboles y ramas, las descortezaba, las pulía y las transformaba en piezas que, milagrosamente, encajaban entre sí. Me enseñó a tejer rápidamente cuerda con fibras vegetales y a hacer nudos prietos que no se desataban.

—Ahora que ya sabes un poco, puedes ayudar a los enfermos —me dijo.

Le pregunté cómo se llamaba y me dijo que su nombre era Carlos. Nos dimos la mano. Era un hombre de pelo gris, no muy alto, muy musculoso, de piel oscura del color del café cortado con un poco de leche. Tenía grandes manos de carpintero con largos y gruesos dedos y palmas de color rosado, y un temperamento inusualmente plácido y sereno. Trabajaba de forma concienzuda, sin prisa, siempre con una sonrisa en el rostro. Medía, miraba, comprobaba, volvía a medir. Le pregunté de dónde era y me dijo que había nacido en Belo Horizonte, en el estado de Minas Gerais, pero que llevaba más de treinta años viviendo en Estados Unidos. Yo supuse que era carpintero, o quizá ebanista, pero como de costumbre desde mi llegada a la isla, me equivocaba.

Brilla, mar del Edén
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