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Cristina en Rishikesh

Fui a visitarla a Gredos durante su ayuno. El centro de Mónica estaba en un lugar apartado de la sierra, entre Candeleda y Arenas de San Pedro. Aquella vez habría en la casa unas quince personas, algunas viviendo allí de forma permanente, otras recibiendo distintas terapias. El personal consistía en una cocinera, una mujer encargada de la limpieza y dos mujeres que ayudaban a Mónica en las terapias, una de las cuales era médico. Me sorprendió que alguien con un título universitario se interesara por aquellas prácticas propias de curanderos, y más aún oírle decir que la medicina tradicional y la alternativa no eran opuestas sino complementarias, y que en el futuro las prácticas que se realizaban allá arriba se enseñarían también en la universidad.

La conversación al anochecer era realmente de locos, o al menos a mí me lo parecía así entonces. Sólo tres o cuatro personas estaban haciendo ayuno como Cristina, de modo que nos reunimos en el comedor para cenar a la luz de velas y lámparas de gas. Los que estaban ayunando sólo tomaban un caldo de verduras muy diluido para no perder minerales. Los demás cenamos una gran ensalada llena de hojas excesivamente verdes (cuanto más verdes y más ácidas más llenas de alimento, explicaba Mónica) y unas verduras al horno que en mi opinión estaban crudas. No había sal en la mesa aunque sí salsa de soja, pero no estaba bien visto echarse demasiada salsa de soja. Había diminutas rodajas de pan integral en cestillas, pero tampoco estaba bien visto abusar del pan. De postre había cerezas recogidas en los árboles locales, tan verdes que tenían un tono rosado y algunas estaban casi amarillas, aunque Mónica decía que eran perfectamente comestibles y que tenían mucho más alimento que esas cerezas artificialmente rojas que se compran en el supermercado.

Todos habían visto platillos volantes y «seres» en el bosque y habían sentido «presencias» en la casa. Mónica aseguraba que allí arriba, en Gredos, las visitas de los extraterrestres eran corrientes. Después de cenar salimos a la pradera que había frente a la casa con la esperanza de ver algún ovni. Era una tibia noche de primavera, y el cielo estaba lleno de estrellas. Mónica nos contó, con mucho secreto, que ella había estado en Perú con Shirley McLaine en un célebre contacto con los aliens, el encuentro del siglo, y nos habló del momento en que la nave madre se colocó sobre ellos, y de las ciudades extraterrestres a las que fueron llevados. Yo me di cuenta de que Cristina ya conocía la historia, y también me di cuenta de que estaba completamente fascinada con Mónica. Y fue entonces cuando vi un cierto brillo en sus ojos. Creo que no había visto aquel brillo nunca antes. Tenía seguramente una causa física: el hecho de que mi pequeña Cristina llevaba varios días sin comer nada. Pero a mí me dio miedo, porque me dio la impresión de que sus ojos habían comenzado a ver algo que yo no era capaz de ver.

Cristina y yo nos alejamos del grupo para dar un paseo por los bosques de los alrededores a la luz de la luna. Ella caminaba muy despacio. Tenía una botella de agua de manantial de la que iba dando pequeños sorbos. Aquel brillo que tenía en los ojos me inquietaba profundamente y me asustaba. Yo le dije que estaba preocupado por ella, muy preocupado, y ella puso gesto de desilusión y de fastidio. Por fin he encontrado algo que me llena, que da sentido a mi vida, me dijo. Por fin he encontrado personas que me gustan, personas que buscan algo distinto en su vida. No entiendo por qué estás tan preocupado. Debería preocuparme yo de ti, me dijo, porque te veo completamente perdido. Perdido con tus copas, con tus botellas de whisky de malta, con tus pequeños ligues, con tu frustración creciente. Perdido por que no sabes adónde vas y porque no te gustas a ti mismo. Es verdad, le dije, no me gusto a mí mismo. Pero pensaba que a ti sí te gustaba. Mira, me dijo, he venido aquí para concentrarme en mi proceso de curación, para encontrar un poco de calma y de silencio.

Entendí que quería que la dejara en paz, y me fui a Madrid a la mañana siguiente.

Según llegué a Madrid fui directamente al Instituto Norteamericano de Cultura, que estaba entonces cerca del hotel Villamagna, y pedí una lista de universidades americanas. No olvidaba la idea que me había dado Luis de Pablo años atrás. Me pasé ese fin de semana escribiendo cartas a los departamentos de música de unas cien universidades de distintos puntos de Estados Unidos. Para mi gran sorpresa, recibí respuesta prácticamente de todas. En la mayoría de los casos me informaban de que no tenían plazas disponibles. Tanta amabilidad nos asombraba a los dos, acostumbrados a la rudeza y a la ineficacia españolas. En otros casos me enviaban documentos para que los rellenara y me pedían más información, cartas de recomendación, muestras de mi trabajo.

Ese verano, el camino de Cristina y el mío se separaron por primera vez en muchos años. Ella se marchó a la India dos meses a un ashram de yoga de Rishikesh, en la orilla del Ganges y yo me marché a Estados Unidos para hacer entrevistas de trabajo. Estuve en Rhode Island, en Vermont, en West Virginia, en North Carolina y en Hawaii. A mi regreso de América, tenía una oferta en firme para unirme al departamento de musicología del Rosley College, en Oakland, Rhode Island. El lugar, el campus y la ciudad de Oakland, me habían parecido paradisíacos. Las condiciones económicas eran excelentes, y viviríamos en una de esas casas de dos pisos, dos porches y un amplio jardín lleno de árboles como las que se ven en las películas, un sueño que en Europa sólo podría permitirse un millonario.

Nuestro reencuentro en Madrid después de pasar el verano cada uno en un extremo del mundo. Yo venía de Estados Unidos exultante, creyéndome portador de grandes noticias. Pero cuando nos reunimos de nuevo, mis noticias no tuvieron el efecto que yo había imaginado. Le hablé de la oferta de trabajo que me habían hecho, de los robles de Rosley College, pero todo parecía ahora pequeño e insignificante frente al gran sol de la India. Le hablé del dinero que iba a ganar y de la casa donde íbamos a vivir, y todo parecía de pronto mediocre y estúpido. Dinero, una casa, un trabajo. Bienes burgueses, los valores de las personas vacías.

Cristina venía enamorada de la India. El brillo de sus ojos, aquel resplandor especial que yo había advertido por primera vez aquella noche en la sierra de Gredos, se había hecho más intenso, más reposado, como si sus ojos hubieran adquirido definitivamente la capacidad de ver cosas que yo no veía. Un brillo compuesto de compasión y de maravilla, pero también de renuncia y de distancia. Y quería regresar a la India. Me propuso que nos fuéramos un año juntos al ashram de swami Kailashananda en Rishikesh.

—¿Un año? —dije yo desorientado—. ¿Y Estados Unidos?

—Vámonos un año a la India y luego nos vamos a Estados Unidos —dijo ella—. Tenemos un año, ¿no?

—Sí. Mi contrato empieza dentro de un año.

—Pues entonces es perfecto.

—Y después, ¿tú querrás venir a Estados Unidos?

—Yo querré ir a donde tú vayas —dijo ella—. Aunque también podría pasar que ya no quisieras marcharte de la India, y que nos quedáramos allí.

Aquello no parecía tan descabellado. Yo le daría a ella la India y ella me daría a mí Estados Unidos. Y en ambos lugares podríamos ser felices. Y era posible que decidiéramos quedarnos en la India. Y también era posible, supongo, que no resistiéramos ni siquiera un año entero en la India y decidiéramos regresar a los tres meses. Teníamos los dos esa sensación tan engañosa de la juventud de que todo es posible.

—Pero entonces, ¿ya no quieres ser cantante? —le pregunté.

—En el ashram cantábamos continuamente —dijo ella—. Estoy aprendiendo otra forma de cantar. He descubierto el néctar del canto. He aprendido que el canto sirve para segregar un néctar espiritual en nosotros, que la voz humana tiene propiedades mágicas.

—Pero has decidido abandonar tu carrera profesional.

—He aprendido algo más, Juan Barbarín —me dijo, mirándome con aquel brillo extraordinario que tenía en los ojos—. He aprendido que nuestra vida es real. Que las cosas que nos pasan nos pasan verdaderamente, y que todo es cuestión de vida o muerte, que no hay nada fácil, ni suave ni casual. Que nuestra vida es un regalo sagrado que hemos recibido y que no tenemos derecho a malgastarla. Todo esto que nos rodea es real. Está sucediendo verdaderamente. La vida, la muerte, el amor, nuestro amor, todo es real, pero nosotros no lo vivimos como si fuera real. Lo vivimos como una especie de ilusión, como si fuéramos personajes en las páginas de un libro escrito hace cientos de años.

—No te comprendo.

—Quiero decir que vivimos hundidos en la inconsciencia más absoluta. Perdemos el tiempo. Perdemos nuestra vida en tonterías. En miedo, en ansiedad, en envidia, en autocompasión, en egoísmo. Si nos diéramos cuenta de que todo es real, de que todo está aquí para nosotros y por nosotros, entonces sentiríamos la urgencia de hacer algo.

—¿Eso es lo que he aprendido en la India?

—Creo que sí. Creo que es lo que he aprendido. Aunque no es lo que me han enseñado.

—¿Qué te han enseñado?

—Bueno, muchas cosas. A lavar la ropa sacudiéndola sobre una piedra. A apagar una vela con los dedos. A comer lentejas con la mano. No, en serio, me han enseñado muchas cosas. Me han estirado como una cuerda mojada y me han extraído toda el agua y luego me han sumergido en agua y luego me han estirado de nuevo y me han puesto al sol y así muchas veces, purificando, limpiando, purificando, vomitando y gritando como un demonio. Durante un mes me convertí en un demonio y fui un demonio. Tenía los ojos rojos de llorar. Si me hubieras visto te habrías horrorizado. Era fea y malvada.

—Parece muy interesante.

—No seas sarcástico. Digo que me han enseñado muchas cosas, pero que uno siempre aprende cosas que no le enseñan. Hay cosas que no te dice nadie nunca.

—Te lo ocultan.

—La mejor manera de ocultar la sabiduría es exponerla con toda claridad. No, nadie oculta nada. Pero es que no todo puede enseñarse. No todo puede decirse. Hay cosas que se aprenden sin que nadie te las enseñe. Ellos dicen que el corazón tiene su propia forma de aprender. Dicen: ya estás en el corazón. Ya eres el corazón. No hagas nada. No busques nada. No visualices. No medites. No intentes. No te esfuerces. Ya estás en el corazón. El corazón está en todas partes. No es el cuarto chakra. No está en el pecho. Está en la cabeza y en los pies, está en el morro de un búfalo y en la piel de una serpiente, en el sabor de la leche y en la cera de una vela. Mira el reflejo de tus uñas, nos decían, ese brillo es el reflejo del corazón. Está en todas partes. Es el sol, es la tierra. Es lo que se oculta. Es lo que se muestra, lo que todos saben, lo que nadie sabe, lo que todos desean, lo que todos ofrecen —sin saberlo—. Es la música en la boca. Es el canto. Es la sexualidad. Es el amor. Es la vida. Es la noche. Es la muerte. Es un collar de caléndulas. Es un collar de calaveras. No hagas nada. No quieras ser. Ya eres. No quieras vivir. Ya vives. No quieras saber. Ya sabes. No busques. Ya has encontrado. Estás aquí. Eres tú. Eres yo. Estás vivo. Todo esto es real. Esta casa. Esta cama donde hacemos el amor. Este cuerpo que te ama. Este cuerpo al que amo. Todo es real. Todo está aquí. No tenemos que hacer nada, porque todo es el corazón. Eso es lo que he aprendido en la India, Juan Barbarín, que la India no existe. Que el yoga no existe. Que el Vedanta no existe. Que sólo existe el corazón.

—Entonces, ¿no piensas volver a la India?

—Pero ¿no te das cuenta de que todavía no he regresado? Todavía sigo en la India, mi amor. Ahora yo soy la India. Mira, la palma de mi mano es la India. Y aquí, en el centro de mi mano está el corazón. Estás tú. Y está la India. Por aquí pasa el Ganges. Por aquí pasa un mono corriendo. Aquí hay un restaurante con un falso swami sentado en un trono. Aquí hay un robot de plástico rojo que dice el futuro por una rupia. Aquí hay una vendedora de pepinos. ¿No has visto tú también todo eso? ¿Todas las cosas locas y maravillosas que hay en Rishikesh en la orilla del Ganges? ¿Las estatuas de los dioses pintadas de colores? ¿Miles de personas en las orillas del río para el arati de la tarde? Cuando estaba en el ashram estaba todo el rato contigo. No sentía la menor separación. Tú estabas siempre a mi lado. En los buenos momentos y en los malos momentos. Le pregunté al swami por qué sucedía eso y me dijo: porque su corazón y el tuyo son el mismo, porque no hay distancia para el corazón. Si sientes lo mismo con todas las personas, con todos los seres vivos, y no sólo con ese muchacho al que amas, entonces, tu amor abarcará toda la tierra. Entonces tú serás la tierra, y habrás regresado a casa.

—Cristina, tengo la sensación de que te estás despidiendo de mí.

—Yo te quiero, Juan Barbarín. Siempre te querido, y siempre te querré. Y sé además que este amor que siento por ti no ha comenzado en esta vida, sino tiempo atrás, en otra época, en otro país.

—Entonces, ¿por qué te estás despidiendo de mí?

—No, Juan Barbarín, eso no es cierto —me dijo Cristina, mirándome con una expresión de amor como yo nunca había visto—. Te estoy diciendo lo contrario. Que nosotros jamás nos separaremos.

»Un día, en Rishikesh, uno de los últimos días, te vi a ti al lado del Ganges.

»Era un día de sol. Allí llueve mucho, caen tormentas tremendas que duran varias horas, pero después de la lluvia siempre sale el sol. Yo estaba sentada frente al río, debajo de un baniano. Era un maravilloso día de sol, y yo estaba allí con mi mala haciendo correr las cuentas de rudram y de cristal entre los dedos y repitiendo el mantra. De pronto te vi allí cerca, sentado sobre una roca, cerca del agua. Ibas vestido con unas ropas blancas, como los saddhus que hay por todas partes en Rishikesh. Llevabas unos pantalones blancos hasta la rodilla y un manto sobre los hombros. Los hombres santos suelen ir así, medio desnudos. Estabas sentado cerca del río, contemplando el agua. Me mirabas de vez en cuando y me sonreías. Tenías la cara quemada por el sol. Parecías muy cansado.

»Yo sabía que no podía acercarme a ti, porque aquello que estaba viendo todavía no había sucedido. Yo sabía que lo que estaba viendo era el futuro. Porque tenías poco pelo en lo alto de la cabeza, y tenías el pelo gris. Y también tenías un poco de barba. Tenías pliegues debajo de los ojos, pero tus ojos brillaban. Tenías una sonrisa preciosa.

»Luego te levantaste, me sonreíste por última vez. Y te fuiste caminando por la orilla del río, por las rocas que hay por la orilla del río. Caminabas cojeando. Yo te veía mayor y frágil. Tenías las piernas muy morenas y muy delgadas.

»Creo que fueron tus piernas tan delgadas lo que me hizo sentir tristeza. Eran unas piernas fuertes, fibrosas, piernas de caminante, pero estaban curvadas. Además, estaba aquella extraña cojera. Usabas un cayado de madera para apoyarte. Estabas cojo, por alguna razón. No lo sé, quizá tuvieras una pierna de madera, no lo sé.

»Me sentí tan triste que me puse a llorar.

»Y lloré, lloré, lloré tanto que el cielo comenzó a llorar también. La lluvia en Rishikesh es tan natural y espontánea como el viento. De pronto comienza a llover y toda la ciudad se transforma en torrentes. Las aceras son torrentes. Las calles son torrentes. Las escalinatas son torrentes. Y hay muchas escalinatas en Rishikesh. La ciudad está construida en la ladera de las montañas. Y me quedé inmóvil debajo de aquel baniano dejando que la lluvia tibia empapara la copa del árbol y luego me empapara a mí. Durante un largo rato yo lloraba pero el baniano me protegía y yo seguía seca. Luego sus ramas y sus hojas se empaparon y comenzaron a gotear sobre mí.

Esto es lo que me contó Cristina, con sus ojos brillantes.

Esto era lo que me contó y durante un cierto espacio de tiempo yo tuve la sensación de que el gran sol de la India también pasaba lentamente sobre mí, y que yo sentía la brisa cálida en los banianos que crecen a lo largo del Ganges, tuve la sensación de haber estado también en la India y de haber visto a los peregrinos bañándose en el Ganges agarrándose de una maroma para no ser arrastrados por la fuerza de las aguas. Olía los aromas de mierda y de sándalo y escuchaba los gritos de los vendedores y de los santones como si hubiera estado allí.

Cristina quería pasar en la India al menos seis meses, y habíamos decidido que yo me reuniría allí con ella y que pasaríamos juntos una temporada, quizá la mitad de ese tiempo. Pero nunca llegué a ir a la India. Cristina dejó el coro de RTVE, porque no podía pedir un permiso tan largo, y se marchó a Rishikesh seis meses y luego alargó su estancia otros cuatro meses.

Pasaban los meses y yo retrasaba mi visita una y otra vez. Nos escribíamos cartas. Las suyas eran encendidas y maravillosas, llenas de extraños sueños y visiones, llenas de términos sánscritos que yo no acababa de entender muy bien, como arati, satsang, sadhana, puja, kriya, samskara, kirtan, satya, dharma. En una de ellas me hablaba de Lucy, una amiga que había hecho en el ashram, y de Dave y de Eberhard, más amigos del ashram. El nombre de Eberhard aparecía en otras cartas, junto con informes del clima de Uttarakhand y algo que yo me había acostumbrado a llamar «las típicas historias de Rishikesh», cuyos personajes eran, por ejemplo, una vaca que vivía en uno de los patios del ashram, un niño del pueblo que tenía una ardilla y era hijo de un conductor de rickshaw o una anciana señora india que había trabajado como abogado en Chennai y había ido al ashram para morir cerca del Ganges. Era obvio que Cristina se sentía muy feliz en la India, y que había comenzado a adquirir un cierto estatus en el ashram, donde ahora era a veces la encargada de dirigir el satsang. Eberhard era, al parecer, uno de los músicos, un austríaco que había ido a la India a estudiar percusión y ahora tocaba la tabla en el grupo de instrumentistas del ashram, que también incluía sitar, tambura y armonio. Cristina me contó que incluso había surgido el proyecto de grabar un disco juntos, con Cristina cantando mantras y Eberhard tocando la tabla. Yo me lo imaginaba, quién sabe por qué, como un tipo con rubia barbita de chivo, sonrisa de imbécil y un miembro enorme, e intentaba leer entre líneas las cartas de Cristina para saber si ella sentía algo por él, o incluso si se habían acostado. En otra carta, en la que había incluido unos pétalos rosados de una flor para mí desconocida, Cristina me contaba que había sido iniciada y que le habían dado el nombre sánscrito de Shakti. Me contaba que la iniciación significa que uno vuelve a nacer de nuevo y pasa a pertenecer a la familia espiritual del gurú. Ahora no firmaba la carta como Cristina, sino como Shakti, el nuevo nombre de su nuevo yo. Me pregunté si a partir de entonces ella ya no sería Cristina, sino Shakti, y si Juan Barbarín sabía realmente quién era aquella mujer llamada Shakti.

La idea de irme varios meses a la India en mitad del curso se me hacía muy cuesta arriba, de modo que decidí visitar a Cristina en vacaciones. Pero llegaron las Navidades y no me decidía a comprar el billete. Me imaginaba a mí mismo durmiendo en un jergón de paja, en una habitación desolada del ashram, temblando de frío. Luego llegó la Semana Santa. Nunca encontraba el momento de organizar el viaje. Finalmente, cuando llegó el verano, fui a una agencia de viajes para comprar un billete para Delhi con idea de pasar con ella Junio y Julio. Pero después de una sorda deliberación conmigo mismo y de volver loca a la chica de la agencia, acabé saliendo de allí no con un billete para Delhi, sino con uno para Boston. A fines de Junio me fui a Estados Unidos, y jamás volví a ver a Cristina.

Brilla, mar del Edén
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