17
Mi relación con Roberto B.
Unos días más tarde, coincidí con Roberto B. haciendo la colada. Solíamos lavar la ropa en la orilla del río, como yo había visto a hacer en España en los pueblos cuando era niño. Él me llamaba Johnny, y a cambio yo le llamaba Bobby B., porque sabía que no le gustaba. Él lavaba su ropa sin llegar a quitarse el cigarrillo de los labios y de forma bastante descuidada, me pareció. Le pregunté por sus libros, que al parecer estaban publicados en España, donde también había vivido. Me contó que había sido vigilante nocturno en un camping de la Costa Brava, entre otros trabajos ocasionales y viajes aquí y allá con una mochila en la espalda, comiendo bocadillos de mortadela y durmiendo en albergues juveniles y en casas de chicas a las que iba conociendo a lo largo del camino, visitando las casas de otros amigos escritores y durmiendo en sus sofás. Él era, me dijo, un especialista en sofás. Vivía en los sofás de otros. Era un escritor de sofá, me dijo. Allí donde todo sucede, allí donde todo se oye, allí donde todo se sabe. Viviendo en la intersección de las cosas, la intersección del día con la noche, del salón con el dormitorio, del sofá con la cama. Escritor de intersecciones, me dijo, porque es en las intersecciones donde suceden las cosas interesantes, las intersecciones del cuerpo, las de la ciudad, las de la casa. Y no sé cómo, terminamos hablando de mujeres.
—Desde que caímos aquí, es como una orgía —me dijo—. Casi voy a lamentar cuando nos rescaten de esta isla de mierda.
—¿Y eso? —pregunté yo sorprendido.
—Por las mujeres, weón —me dijo.
—Las mujeres, sí —dije yo, todavía sin entender de qué me estaba hablando. Ya que la isla no parecía un lugar particularmente idóneo para el amor. Estábamos todos sucios y sudorosos y apenas existía la intimidad.
—No sé qué tiene este lugar, pero desde que caímos acá ha sido una distinta cada noche, weón. Esta isla les pone fuego en las ingles.
—Vaya —dije yo—. ¿Tantas?
Él enumeró: Swayla, Sophie Leverkuhn, Idoya, Rosana, una joven americana cuyo nombre no recordaba, una mujer australiana cuyo nombre nunca había llegado a entender, la señora Lee (la mejor de todas, me dijo, a pesar de la cruz de oro que lleva siempre colgada del cuello), Brenda y Sheila, aunque con las dos últimas sólo habían sido besuqueos y caricias. Me quedé sin habla y casi sin respiración, como cuando uno recibe un puñetazo en la boca del estómago.
—¿Rosana? —pregunté.
—La mamá de la niña india —me dijo—. Uf, compadre. Nos hicimos mierda. Qué pasión que tienen las españolas.
Parecerá increíblemente ridículo, pero me fui directamente a hablar con Rosana. La encontré en su palapa, limpiándola y organizando su ropa y la de Syra en una maleta. Estaba vestida con unos pantalones blancos cortos y con un sujetador blanco de encaje. Ah, cómo me gustaba aquella mujer. Se le marcaban voluptuosos pliegues de grasa en la cintura, como en una Venus de Rubens, pero la piel de su espalda era limpia y sonrosada, y poseía ese lustre marmóreo y ese aire fragante de salud que son característicos de los cuerpos entrenados en alguna disciplina física. ¿Qué sería, en su caso? ¿Pilates, aerobic, una tabla de ejercicios, paddle? Toc, toc, dije. Ella se volvió, sin intentar cubrirse. Dije: me voy, no estás vestida. No importa, dijo ella colocándose con desenvoltura uno de los tirantes, es que tengo mucho calor. Los gruesos elásticos le dejaban marcas rojas sobre la mullida piel de los hombros. Tenía los labios pintados de rojo cereza. Minúsculas gotas de sudor le brillaban sobre la frente y sobre el labio superior. Sólo quería preguntarte una cosa. No sé qué vas a pensar de mí, pero me da igual, porque te lo tengo que preguntar de todos modos. ¿Tú te has acostado con Roberto B.? ¿Quién es Roberto B.?, preguntó ella abriendo mucho sus preciosos ojos negros, que habían sido enormes bajo las lentes de sus gafas y ahora eran pequeños e intensos. Se lo describí con bastante detalle, y me dijo que sólo había cruzado con él un par de palabras, pero que en todo caso aquello no era cosa mía. Tienes razón, dije, no es cosa mía. No, claro que no me he acostado con Roberto B., dijo ella. ¿Por qué me preguntas eso? Porque él va diciendo por ahí que lo habéis hecho y que menuda pasión tienen las españolas. No me lo puedo creer, dijo ella. No me lo puedo creer, Juan Barbarín, ¿estás celoso? No, es simple curiosidad. O sea que va diciendo eso por ahí, ¿no?, dijo ella. Tenía una expresión de diversión en el rostro, casi de ternura, aunque yo sabía que aquellos sentimientos no iban dirigidos a mí precisamente. Sabiendo lo raras y contradictorias que son las mujeres y lo mucho que les atraen los peores ejemplares del sexo opuesto, me imaginé que Rosana se habría quedado encantada al enterarse de que Roberto B. iba diciendo que había gozado de sus favores, y que en vez de despreciarle o enfadarse con él por su desfachatez, lo más probable es que ahora comenzara a sentirse interesada por aquella sabandija, incluso románticamente interesada. Pero ¿por qué estabais hablando de mí?, dijo entonces ella, colocándose el otro tirante del sujetador mientras me miraba a los ojos con toda inocencia. El blanco de la prenda contra el rosa húmedo de su piel era tan llamativo como el fuego de un incendio, y ella se me acercaba peligrosamente, plenamente consciente del efecto que producía en mí. No estábamos hablando de ti. Hablábamos de otra cosa, y entonces él ha dicho… No importa, añadí apresuradamente. Olvídalo. Salí de la palapa, pero un instante después volví a entrar. Ella se había arrodillado frente a la maleta, y se volvió al verme aparecer otra vez. Me arrodillé a su lado. Ella me observaba divertida, con una ceja enarcada. Comencé a acariciar sus cabellos oscuros y revueltos y ella se quedó inmóvil, recibiendo mis caricias. Tenía el cuello sudoroso y ardiente. Toda ella estaba cubierta de sudor, igual que yo, igual que todos. Entonces me acerqué para besarla en la boca. Nos besamos durante un rato, pero ella, sin llegar a apartarse, no respondía a mis besos, o lo hacía con enorme timidez y discreción, negándose a separar los labios y a ofrecerme su lengua. Era como besar a una estatua.
—Me gustas mucho —le dije.
—Tú también me gustas —dijo.
—¿Y entonces?
—Entonces —dijo poniéndome cinco dedos con las uñas pintadas de violeta sobre el pecho y apartándome con suavidad—, ten paciencia, no lo estropees.
Los lobos se acercaron al poblado esa noche. Corrió el rumor de que estaban enfadados y buscaban venganza por aquel lobo que habían matado los nuestros unos días atrás. Me despertaron gritos en mitad de la noche, salí de mi palapa a toda prisa y vi a Wade con una antorcha adentrándose entre los árboles y dando gritos. No sé cuándo había fabricado aquella antorcha, pero había otras más y otros hombres que las portaban. Sus perfiles anaranjados a la luz de las llamas se adentraban en la selva en tinieblas. Oí gritos de mujeres y el llanto inconfundible de Seymour. Los lobos, decían, han venido los lobos. Yo no me atrevía a entrar entre los árboles desarmado y sin fuego, y me sentí avergonzado de mi miedo. Pero pensé en el brazo amputado de Bill Higgins y sentí un cosquilleo en la vejiga urinaria. Se oyeron dos disparos entre los árboles. Vi a los Leverkuhn con sus niños, que se habían despertado con los gritos. Un rato después, volvieron los que se habían internado en el bosque con las antorchas, y luego, un rato después, regresó Wade. Parecía asustado, y por primera vez desde la llegada a la isla vi que no sonreía, aunque el aura heroica y casi sobrehumana que le envolvía no le había abandonado. Le preguntaron que si eran los lobos y dijo que creía que sí, que habían visto los ojos brillantes de los lobos en la oscuridad, pero que el fuego los había espantado.
—Tenemos que hacer fuego todas las noches —dijo—. Y los niños deberían dormir juntos en una zona bien protegida. Los lobos siempre van a por los más débiles.
De pronto se dio cuenta de que había niños escuchándole. Le vi abrir mucho sus ojos azules, sabiendo que los nervios y la adrenalina le habían traicionado, ya que lo último que deseaba era asustar a los niños o que cundiera el terror entre los náufragos. Sebastian Leverkuhn le miraba muy serio y muy pálido, pero entonces habló su hermano pequeño, Carl.
—Señor Erickson —dijo el niño con un aplomo que me sorprendió—. No se preocupe por los lobos. Los lobos no quieren hacer daño a los niños.
—¿Cómo… cómo lo sabes? —le preguntó Wade con una sonrisa.
—Los lobos son amigos de los niños —dijo Carl—. Son los mayores los que no les gustan. Además, esos que han venido esta noche no eran lobos de verdad.
—¿No eran de verdad? —preguntó Wade—. ¿Cómo… qué quieres decir?
—Wade, es un niño pequeño —le dijo Joseph, que era uno de los que empuñaban antorchas—. No tienes que escucharle como si fuera un oráculo.
—No, espera, Joseph —dijo Wade levantando dos dedos en el aire—. Permíteme (bear with me)… Deja que el niño diga lo que sabe.
—No «sabe» nada, Wade —dijo Joseph—. Tiene nueve años.
—Eran lobos falsos —dijo Carl. Y luego añadió, señalando a su alrededor con las manos—. Todo lo que hay en esta isla es falso.
—¿Qué quieres… qué quieres decir? —preguntó Wade.
Sophie dijo que era muy tarde y que los niños tenían que descansar, y el grupo se disgregó poco a poco. Había varias hogueras ardiendo todavía, y supongo que la visión del fuego me tranquilizó. Vi a Rosana a lo lejos: le hice un gesto de saludo y ella me devolvió el gesto. Era la historia de siempre, la típica historia del viejo Sir John Barbarin: llevaba una semana en aquella isla y ya había demasiadas mujeres en mi vida, y al mismo tiempo no había ninguna.
Otra cosa más. Una nueva emoción se había manifestado para mí en la isla. El disgusto que sentía por Roberto B. ahora se había convertido en verdadero odio. Odio porque me había tomado el pelo. Odio porque se había reído de mí y me había hecho quedar en ridículo. De pronto comprendí por qué Roberto B. era imbatible jugando al Tercer Reich, por qué era imposible contener el avance de sus ejércitos. Brenda, Óscar, Christian y Sheila jugando juntos no podían con él. La razón era que Roberto B. hacía trampas. Ésa era la explicación, la única explicación posible. Lo hacía de noche, cuando todos estaban dormidos y el tablero quedaba abandonado en la mesa especial que habían construido para jugar. Era imposible recordar la posición exacta de centenares de fichas en centenares de hexágonos. Una de aquellas noches le vi deslizándose subrepticiamente hacia el tablero y cambiando fichas de sitio, añadiendo y quitando fichas. No puedo asegurar que fuera eso lo que estaba haciendo pero ahora, cuanto más lo pienso, más seguro estoy de ello. Le vi sentado frente al tablero, en la oscuridad, una oscuridad tan espesa que era imposible ver las fichas y los hexágonos, aunque creo que tenía una linterna y que la apagó al sentir que yo me acercaba. Me dijo que no podía dormir, y yo le dije que con aquel calor del infierno era imposible hacerlo. Me dijo que estaba meditando las jugadas del día siguiente, y yo le pregunté cómo era capaz de ver el tablero en la oscuridad. Después de tanto tiempo jugando, me dijo, uno desarrolla una especie de intuición con el tablero. A veces, me dijo, creo que podría jugar con los ojos cerrados. Es cuando uno puede jugar intuitivamente cuando el juego se hace interesante. Yo le odiaba y no quería seguir hablando, pero Roberto B. me fascinaba y no podía apartarme de él tan fácilmente. Yo siempre he buscado eso que tú llamas la Rosa Secreta, le dije. Lo sé, dijo él. Luego me ofreció un cigarrillo, y me dijo que eran de los últimos, y yo acepté su ofrecimiento aunque no soy fumador, y me puse a fumar con él sin tragarme el humo. Lo sé, me dijo, se ve en tus ojos. Pero otros hemos nacido sin fe, sin esperanza y con poca caridad. Pero saber que no hay Rosa Secreta, dije yo, ¿no es también conocer el sentido del mundo? Saber que el mundo no tiene sentido, ¿no es, quizá, la Rosa Secreta? Yo sí creo en la Rosa Secreta, dijo él después de unos instantes de silencio, que empleó en rascarse con fuerza en el tobillo derecho, uno de los lugares favoritos de los mosquitos. Creo que existe, siguió diciendo, pero está en un lugar al que nosotros no podemos llegar. A lo mejor, dije yo, está en esta isla. A lo mejor hemos venido a esta isla para nacer. Quieres decir que a lo mejor hemos venido a esta isla para morir, dijo él. No sé por qué tengo la sensación de que no vamos a salir nunca de aquí, dijo. De que nos vamos a pudrir todos aquí. De que estamos en nuestro cementerio. Eso dijo Roberto B., que a veces sentía que estábamos en un cementerio. Que aquella isla florida y llena de palmeras y de pájaros era, en realidad, un camposanto.
Pero yo le odiaba, de modo que me forcé a no seguir hablando con él, murmuré una despedida apresurada y continué caminando en dirección a la playa, dejándome guiar por el perfume de los alcanforeros y el resplandor de las olas. Me senté en la arena y me puse a contemplar las constelaciones. Unos días atrás había oído decir a Violeta, la señora argentina, que el cielo que teníamos encima era el del hemisferio sur. Lo cual era imposible, por supuesto, ya que no estábamos en el hemisferio sur. Mil cuatrocientos kilómetros al sur de Hawaii, (aunque en realidad no volábamos en línea recta hacia el sur, sino hacia el sudoeste), es todavía, y durante largo rato, el hemisferio norte. Pero ella conocía bien las estrellas y nos señaló la Cruz del Sur y nos desafió a que encontráramos la Vía Láctea, la estrella Polar o la Osa Mayor encima de nuestras cabezas. También había dicho que había una estrella en aquel cielo, la más brillante de todas con diferencia, que no era ninguna estrella conocida. Dijo que quizá se tratara de un planeta, o de un cometa, pero que, fuera lo que fuera, nunca había estado ahí. Yo me puse a contemplar esta nueva estrella, inmensa y amenazante, y de pronto me puse a llorar. Lloré un rato mirando el cielo, escuchando el romper de las olas, mirando la horrible negrura del océano. Luego me tranquilicé, suspiré, me sequé los ojos. No sé exactamente por qué lloraba, aunque supongo que tenía sobradas razones para hacerlo. Fue más tarde cuando medité que lo que hacía en realidad Roberto B. sentado frente al tablero en mitad de la noche era cambiar las fichas de sitio para situar a sus tropas en posiciones más ventajosas. ¡Hacía trampas! Ésa era la razón de que fuera imbatible en El Tercer Reich y que ganara una y otra vez la Segunda Guerra Mundial. Aunque a mí aquel juego no me iba ni me venía, este descubrimiento me hizo odiarle todavía más.