3
Rescatamos a los heridos

Todos estábamos convencidos de que los helicópteros no tardarían en aparecer, y que en el curso de unas pocas horas estaríamos recibiendo ayuda médica, cuando no siendo ya embarcados en algún carguero para ser repatriados. Sin embargo, las horas transcurrían y no aparecía nadie ni en el cielo ni en el mar. Los aparatos eléctricos funcionaban ahora con normalidad, pero los teléfonos móviles no tenían cobertura, de manera que resultaban inútiles. Tampoco las radios recibían ningún tipo de señal, sólo ruido estático, lo cual resultaba verdaderamente extraño, ya que los programas de radio de onda larga se reciben hasta en el espacio exterior. Daba la impresión de que habíamos llegado al lugar más solitario y abandonado del planeta.

Sin embargo, un Boeing 747 cargado de pasajeros no puede pasarse por alto tan fácilmente. Los controladores aéreos internacionales y los radares de diversos países debían de conocer nuestra posición con toda exactitud, y al perder el contacto radiofónico con el avión y perder, además, su señal en los radares, habrían imaginado que algo terrible había sucedido y habrían lanzado de inmediato la señal de alarma. Se habrían enviado mensajes para que los barcos cercanos se dirigieran a la zona, suponiendo que el avión hubiera caído al mar y hubiera, quizá, centenares de pasajeros en lanchas inflables o flotando con sus chalecos salvavidas y a merced de los tiburones. Se debería haber previsto, además, la posibilidad de que hubiera centenares de heridos. Ayuda médica, comida y agua potable eran prioridades absolutas. Pero pasaban las horas y no aparecía nadie.

Yo hice muchos viajes con la balsa entre el avión y la costa. Intentamos abrir las otras puertas de emergencia y soltar otras lanchas, pero resultó imposible. Habían quedado inutilizadas por el accidente, de modo que teníamos que manejarnos con una balsa solamente. Logramos abrir otra puerta del avión, pero no liberar la balsa, que debía de haber quedado inutilizada. A esas alturas era ya evidente que el avión no se hundiría. Estaba inmóvil en aguas de unos seis o siete metros de profundidad en las que había abundantes arrecifes de coral sumergidos.

Poco a poco trasladamos a todos los pasajeros a la playa. Llevar a los heridos resultó la tarea más difícil. Por todas partes se oían voces de dolor y voces pidiendo ayuda en el interior del avión. Wade, Joseph y Christian habían reclutado a unos cuantos pasajeros más para que ayudaran a sacar de allí a todos los que aún continuaban con vida, en algunas ocasiones con terribles heridas o con hierros clavados. Vi que Joseph se había hecho el dueño de la situación y que era él quien organizaba el traslado de los heridos. Se acercaba a los que gritaban y pedían ayuda, les tranquilizaba, les preguntaba cómo se sentían y al mismo tiempo evaluaba rápidamente su situación. Le pregunté si era médico. Se lo pregunté con esperanza, como el que aguarda un milagro.

—Cirujano —me dijo sin siquiera levantar la vista—. Hospital Saint Vincent de Los Angeles. Escuela de Medicina de Harvard.

—En la playa he localizado a otro médico —le dije—. Una mujer.

Me preguntó qué clase de médico era y le dije que no lo sabía. Luego dijo, con perfecta seriedad, que esperaba que no fuera psiquiatra, y de pronto sentí una oleada de afecto por este hombre que, en medio del caos, tenía el temple de ponerse a hacer bromas. Luego dijo que nos pusiéramos a buscar todo el material médico que pudiéramos encontrar. Buscamos los botiquines del avión y los cargamos en la balsa. Todavía había muchos pasajeros esperando a ser transportados a tierra, pero ya era evidente que el avión había quedado estable y no había peligro inmediato de que se hundiera. En viajes sucesivos fuimos trasladando a los heridos a la costa. Joseph se quedó en tierra para atender los casos más urgentes, y me instruyó que trajera toda la ropa, mantas, trapos y servilletas de papel que pudiera encontrar, así como cinturones, que me vi a mí mismo (uno jamás puede imaginar las cosas que llegará a hacer en la vida) desabrochando y extrayendo de los pantalones y faldas de los cadáveres. Luego vi que utilizaba los cinturones para hacer torniquetes y para asegurar brazos rotos, entre otras cosas. Jamás se me habría ocurrido que un cinturón tuviera tantos usos posibles. Íbamos colocando a los heridos a la sombra de las palmeras, directamente sobre la arena. Había bastantes heridos graves. Joseph me dijo que muchos de los supervivientes debían de tener lesiones internas y morirían sin remedio. Otros podrían salvarse si éramos rescatados con rapidez y podíamos obtener ayuda médica pronto. De otro modo, el número de víctimas iría en aumento a medida que fueran pasando las horas.

Luego he reflexionado que en esos primeros momentos Joseph ya sabía, con sólo mirar a los heridos y sus síntomas, quién iba a morir en el curso de una hora, quién duraría cinco o seis horas, quién dos o tres días, quién moriría en paz, suavemente aturdido, quién sufriría horribles dolores y moriría gritando.

A esas alturas, todos veíamos a Joseph como una especie de salvador, una bendición del cielo. Tenía una energía incansable y un ingenio incansable, también, para utilizar los pobres y dispersos elementos de que disponía. Era, como digo, un hombre de unos cuarenta años, de pelo negro y algo ralo, ojos estrábicos y expresión agradable. Se notaba que estaba acostumbrado a enfrentarse con la muerte a diario, a hablar de forma tranquilizadora a los pacientes y a tomarse con calma las situaciones más difíciles. Sin embargo, la falta de instrumentos y de analgésicos le desesperaba e impacientaba.

En cuanto a la otra doctora, la mujer de la playa, Roberta, una canadiense de unos cuarenta años de rostro prematuramente envejecido, era pediatra y no tenía mucha experiencia quirúrgica. Pero era tranquilizador saber que había entre nosotros al menos dos médicos. Tres, si contamos al marido de Roberta, un caballero muy elegante y distinguido, de nombre Bentley, que era, precisamente, psiquiatra. Pero él mismo dijo que de medicina general, y no digamos ya cirugía, sabía bastante poco. Si estábamos deprimidos, si escuchábamos voces dentro de nuestra cabeza, si nos daba la impresión de que había caras que nos espiaban entre los árboles, entonces podría servirnos de ayuda. Dicho demasiado rápido. Dicho demasiado pronto. Usaba gafas de cerca y de lejos y un tercer par de bifocales de sol teñidas de rojo y, quién sabe cómo, había tenido la presencia de ánimo para salir del avión con sus tres pares de gafas, que se pasaba el rato cambiándose, además de su pipa, su bolsa de tabaco y su Herald Tribune. A mí me pareció ridículo que se hubiera traído el periódico en la balsa, pero bastaron unas pocas horas para que me diera cuenta de la cantidad de buenos usos que puede tener un periódico cuando uno no dispone de las comodidades vitales más básicas.

El pasaje del avión me deparó unas cuantas sorpresas. En un vuelo entre Los Angeles-Singapur-Calcuta (aunque varios de los pasajeros pensaban cambiar en Singapur para volar a Japón o a Australia), uno esperaría encontrar sobre todo viajeros norteamericanos, indios y singapurenses. Sin embargo, aunque los norteamericanos eran mayoría, apenas viajaban indios en el avión, y había además pasajeros de muchos países distintos. Lo más sorprendente es que viajaban en el avión un grupo de españoles. Más sorprendente aún resultó el hecho de que yo conociera a varios de ellos. Puede parecer raro que no nos hubiéramos encontrado antes, pero durante el embarque en Los Angeles yo fui de los últimos en subir al avión. No soporto las largas colas ni tampoco esperar sentado y sin aire acondicionado a que se llene todo el avión, de modo que suelo aparecer en la puerta de embarque lo más tarde posible. Cuando ocupé mi sitio, la mayor parte de los pasajeros estaban ya en sus asientos.

Era mi viejo amigo Ignacio. ¿Cuántos años hacía que no le veía? Catorce años, al menos. Cuando le descubrí asomado a la puerta del avión, esperando la llegada de la balsa para ser transportado a tierra, no podía creer a mis ojos. ¿Era realmente Ignacio Recalde, mi viejo compañero de correrías en los años del Conservatorio, el que aguardaba allí? ¿Y era Idoya la que estaba a su lado? Cuando ellos me vieron, pusieron también la misma cara de asombro e incredulidad.

—¡Juan Barbarín! —gritó Ignacio—. Pero ¿qué haces tú aquí?

Embarcamos en la balsa a todos los heridos que pudimos, y luego Ignacio e Idoya subieron también, y me contaron, durante el trayecto que nos llevaba del avión siniestrado a la playa, que iban a la India para participar en un viaje espiritual. ¿Qué tipo de viaje espiritual?, le pregunté, distraído por la belleza frutal de aquella Idoya de treinta y tantos años, que seguía peinándose con trenzas y seguía con una rosa de rubor en cada mejilla, como cuando tenía veinte años y yo estaba enamorado de ella en secreto. Ignacio me contó que iban a la India, a Rishikesh, para visitar el ashram de Swami Kailashananda, que era el gurú del gurú de Julián. ¿De Julián?, le pregunté. ¿De Julián Fuentes? Sí, me dijo, y que también Julián venía en el avión. Y Matilde, y unos cuantos más a los que yo también conocía. Pedro, Eulalia. Joaquín, el primo de Cristina. ¡De modo que todos estaban allí, la vieja pandilla al completo! Incluso la propia Cristina podría haber estado allí, dado que muchos de ellos la conocían perfectamente y algunos eran, incluso, miembros de su familia. No podía comprender qué hacían en aquel avión todos aquellos fantasmas del pasado, pero las circunstancias eran tan extraordinarias que me daba la impresión de que mi capacidad para el asombro estaba saturada.

Me sorprendió volver a oír aquellas palabras, que yo pensaba que pertenecían a mi pasado, ashram, swami, Rishikesh, la capital mundial del yoga, situada en la orilla del Ganges y en las faldas del Himalaya. Todo aquello me traía recuerdos de años atrás, cuando todos éramos jóvenes y Cristina y yo éramos novios. ¿De modo que Julián les había embarcado a todos en aquella aventura?, le pregunté a Ignacio. En efecto, me contó, Julián les había embarcado a todos. Pero entonces, ¿Julián se dedicaba ahora al yoga, a organizar viajes a la India, a qué exactamente? Y ¿por qué volaban a la India por el otro lado de la tierra? ¿No habría sido más sencillo ir hacia el este desde Madrid?

—Ha sido un viaje muy largo —me dijo Ignacio, que parecía feliz, con una felicidad que me extrañó, que me asustó casi, mientras nos turnábamos en el remo, bogando en dirección a la orilla, y yo lanzando furtivas miradas a Idoya, que parecía totalmente tranquila con la situación, recostada en el borde de la balsa neumática como el que disfruta de una tarde de vacaciones y que miraba la isla entrecerrando un poco los ojos, como hacen los miopes—. Primero fuimos a México y pasamos un mes. Luego a Nueva York, dos semanas. Luego a Los Angeles a tomar un curso. Y fue allí donde decidimos seguir a la India. Este vuelo era tan barato. Los vuelos de Global Orbit son tan baratos…

—Sí, y mira luego lo que pasa —dije yo señalando las ruinas del avión.

—Global Orbit no tiene la culpa de nada —dijo entonces uno de los pasajeros, hablando en español con un fuerte acento cuyo origen no localicé en un principio—. No ha sido un fallo del avión lo que ha producido el accidente.

—Ah, ¿no? —dijo Ignacio—. ¿Entonces qué?

—Un problema de electromagnetismo —dijo el hombre—. Todos los sistemas eléctricos se apagaron. Nada que ver con el avión.

Todos quedamos callados. El hombre se disculpó por haberse entrometido en nuestra conversación. Le dije que no se preocupara, que todos estábamos nerviosos y alterados. Con mis perfectas maneras americanas me presenté, y él se presentó también: Luigi Campanella, ingeniero, de Milán. ¿Qué clase de ingeniero?, le pregunté. De los que construyen motores, me dijo. Motores de automóvil y de camiones. Era un hombre de unos sesenta años, de pelo abundante color blanco amarillento, gafas negras, nariz de águila y rostro rojizo y curtido surcado de pliegues profundos. Era pequeño y nervioso e intenté que me gustara, ya que siempre he sentido predisposición hacia los ingenieros, en los que encuentro siempre un aire de familia con los músicos. Le pregunté que si viajaba solo y me dijo que no, que viajaba con una sobrina que ya había ido a tierra en un viaje anterior. Me volví para mirar a Idoya y la descubrí a ella mirándome a mí. Me sonrió. Luego me preguntó que qué tal estaba yo y cuál era el motivo de que fuera a la India. Les expliqué que la Universidad de Calcuta me había invitado a dar un curso de composición durante dos semanas. Luego siguieron las consabidas preguntas cuyo objetivo suele ser descubrir si soy un compositor famoso, y surgieron palabras como Oakland, Rhode Island, Rosley College, Ballard (el nombre de mi perro de lanas del Labrador) o Panache, una ópera cómica estrenada en Boston por los Tea Time Players, una joven compañía de bastante renombre en New England o mi Cuarteto número 3, estrenado en la Public Library de Nueva York nada menos que por el Cuarteto Emerson, mi corona de gloria hasta el momento. A Ignacio le impresionó enterarse de que los Emerson habían tocado mi música. Pero en aquellos momentos teníamos preocupaciones más acuciantes que los logros profesionales de cada uno o las miradas acariciadoras de las antiguas amigas.

La tarea de rescatar a los heridos y transportarlos a la balsa resultaba cada vez más dura. Joseph no podía estar allí con nosotros, y muchas veces no sabíamos cómo levantar y mover los cuerpos dolientes con los que nos encontrábamos. Además, los voluntarios no solían durar mucho. El calor dentro del avión era insoportable, apenas aliviado por la brisa ocasional que entraba por la cola cortada y la sección abierta en mitad del fuselaje, y todos los que estábamos allí dentro teníamos las ropas empapadas en sudor y sufríamos la tortura de la sed. En un par de ocasiones me acerqué a la sección de las azafatas a beber, y me tragaba medio litro de agua sin respirar. Resultaba especialmente difícil rescatar a los pasajeros de Primera Clase, a los que había que bajar por una escalera de caracol. Así ayudamos a descender a un matrimonio suizo, a los que prácticamente tuvimos que transportar en brazos hasta la balsa para luego descubrir que no tenían ni un rasguño (eran los Kunze, de los que luego hablaré), y a una mujer de cuarenta y tantos años, rubia, muy atractiva, cuyo rostro me resultaba familiar. No estaba herida, pero había sufrido un ataque de pánico y estaba inmovilizada.

Brilla, mar del Edén
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