47
Me hago amigo de Noboru
Dharma, mi bondadoso benefactor brasileño, me fabricó unas muletas con las que comencé a aprender a andar de nuevo. Luego me tomó medidas y me dijo que me iba a fabricar un pie y una pierna artificiales. Yo me encontraba en un estado emocional muy alterado en esos días, y el ofrecimiento de Dharma de hacerme una prótesis me llenó los ojos de lágrimas.
Finalmente abandoné mis butacas frente a la laguna y comencé a practicar el uso de las muletas. Jamás había imaginado que utilizar unas muletas fuera tan difícil. Me caía continuamente y tenía que hacer un enorme esfuerzo con los brazos. Pero este período de torpeza pasó pronto, y enseguida comencé a moverme con soltura. Al fin y al cabo, me decía, los seres humanos suelen moverse utilizando dos extremidades, y yo ahora disponía de tres.
Seguíamos manteniendo turnos de vigilancia frente a las ruinas del avión, en la que llamábamos «la playa del avión». Yo era el candidato perfecto para pasarme allí unas horas tumbado a la sombra de las palmeras, contemplando el mar y el infinito cielo y los rimeros de nubes horizontales sobre los colores cambiantes del cielo y del mar, esperando una ayuda que todos sabíamos perfectamente que no iba a llegar nunca.
Las leyes que nosotros mismos habíamos creado exigían que hubiera siempre dos personas en el «puesto de vigilancia» de la playa del avión. Allí, en el puesto de vigilancia, se creaban amistades y enemistades, comenzaban romances e infidelidades. Uno de aquellos días me tocó hacer la vigilancia con Noboru, el muchacho japonés que había muerto entre mis brazos y a quien todos habíamos visto luego resucitar al recibir tres rayos caídos de las alturas. Como a los dos nos gustaba estar allí haciendo turnos de vigilancia (aunque cada uno tenía sus propias razones para ello), ahora pasábamos mucho tiempo juntos y llegamos a hacernos muy amigos. Y, como suelen hacer los nuevos amigos, nos contamos nuestra vida.
Noboru era un hikikomori, uno de esos jóvenes japoneses que se sienten agobiados por las presiones sociales y se encierran en una habitación durante años. Al parecer, antes de realizar aquel viaje a Los Angeles había pasado casi tres años sin salir de la habitación de un hotel en Yokohama. Se llamaba Hotel de la Ciencia. ¿Tres años en el Hotel de la Ciencia?, le pregunté, pensando que no había entendido bien y que quizá el Hotel de la Ciencia fuera un balneario, una residencia en las montañas, un monasterio, una universidad. Pero no, se trataba de un verdadero hotel, un edificio moderno de veintitrés plantas situado en el centro de Yokohama con vistas a la bahía y al puerto, a los rascacielos futuristas de Minato Mirai y a la noria Cosmo Clock 21, que es también el reloj más grande del mundo, aunque él mantenía todo el rato las cortinas corridas, me explicó, porque no le interesaban las «vistas» y mucho menos la vista del reloj más grande del mundo, y además porque, por lo general, se pasaba toda la noche despierto y dormía durante el día, que es lo que suelen hacer los hikikomori. Dado que nunca salía de la habitación y que la luz en una habitación de hotel con las cortinas corridas es prácticamente la misma de día y de noche, aquella decisión de dormir durante el día podía parecer un poco caprichosa. Pero no era una decisión, me dijo. No tenía ningún motivo especial para pasarse toda la noche despierto y dormir durante el día. Las cosas, simplemente, sucedieron así. Le gustaba quedarse hasta tarde trabajando en el ordenador. Trabajando, jugando, comprando, chateando y haciendo los negocios que le permitían que su cuenta del banco siguiera siempre llena. El hecho era que durante la noche se sentía optimista, exultante y lleno de energía, mientras que la luz del día le producía ansiedad.
—Hay algo que se abre por las noches —me dijo Noboru, en una de nuestras largas conversaciones en la playa del avión—, algo que nadie sabe lo que es pero que permanece cerrado durante el día. Hay una luz en la oscuridad que sólo brilla cuando todo está oscuro. ¿Sabes lo que decía Thelonious Monk sobre la luz?
—Ni idea.
—«Todo es oscuridad. Si no, no haría falta la luz». Eso dijo Thelonious Monk —dijo Noboru—. Porque, mira, cuando no hay luz, hay oscuridad. Pero ¿qué sucede cuando no hay oscuridad? Cuando no hay oscuridad no hay nada. Por eso, la realidad del mundo es la oscuridad. Y en la oscuridad, aparece la luz. Atravesándola, como una raya dorada. Es entonces cuando la luz tiene valor, igual que una flor pintada sobre una superficie negra.
»Hay una flor en el interior del corazón del hombre —me dijo tocándose en el centro del pecho—, que permanece cerrada durante el día. Es yoru no hana. Flor de la noche. Cuando llega la noche, esa flor se abre y el hombre comienza a vivir.
—Debes de sufrir mucho aquí —le dije—. Después de estar tres años metido en una habitación sin salir nunca. Pero ¿no salías nunca, realmente nunca? ¿Estuviste así tres años enteros?
—Ellos lo llaman «agorafobia» —me dijo él—. Pero en realidad, ¿no es que los otros tienen claustrofobia? Para toda fobia hay otra fobia contraria. Lo cual quiere decir o bien que no existen las fobias, o bien que todo lo que sentimos es una fobia de una clase o de otra. Lo llaman «fotofobia», fobia a la luz, pero el dolor físico que provoca la luz, el mareo, las náuseas, el vértigo, todos esos síntomas físicos, no son ninguna «fobia». Sí —añadió, encogiéndose más en su postura, sentado en el suelo, abrazando las pantorrillas y casi hundiendo la cara entre las huesudas rodillas—, sí, desde que llegué aquí lo he estado pasando mal, muy mal, por el exceso de luz, y por esta obligación de estar continuamente expuesto al cielo y al aire. Vivir sin paredes y sin techo me parece monstruoso. Si no hubiera tantos mosquitos en la selva, me construiría allí una cabaña.
—No es sano —le dije—. El interior de la isla no es sano. Hemos visto mosquitos de la malaria en zonas pantanosas.
—Lo sé —dijo—. Pero para mí es una tortura estar días y días a la intemperie.
Estábamos los dos sentados en la playa. Había dos butacas colocadas allí para los vigilantes, a la sombra de las palmeras. A mí me venía bien el largo paseo que había que dar para llegar allí desde el poblado. Era una forma de hacer ejercicio y de practicar con las muletas, con las que ya comenzaba a moverme con cierta habilidad. Los restos blancos del avión seguían frente a nosotros, clavados en mitad del mar, en la zona donde las olas rompían contra los atolones de coral.
—¿De verdad estuviste tanto tiempo sin salir de la habitación de un hotel?
—Sí.
—Pero ¿no tenías amigos, familia?
—Los tuve —dijo Noboru—. Sí, tuve todo eso, pero lo perdí hace mucho tiempo. Me volví loco. Durante muchos años estuve loco, ¿sabes? Estuve en una secta. En Aum Shinrikyo. ¿Has oído hablar de Aum?
—Creo que sí —dije intentando recordar los titulares de los periódicos de unos años atrás—. Pero ¿no eran de Aum Shinrikyo los que hicieron los ataques del metro de Tokio con gas sarín?
—Sí, exacto.
—¿Y tú estabas en esa secta?
—Sí.