33
Nuestro encuentro con los salvajes
Cuando regresé al lugar donde estaban mis amigos, entrando de nuevo por el túnel y atravesando la montaña de tierra y cascotes que casi lo cegaba por la mitad, los encontré a todos recogiendo las cosas y preparándose para marchar. Casi me dio la impresión de que estaban a punto de marcharse sin mí.
—¡Juan Barbarín! —chilló Sheila al verme—. ¿Dónde te metiste, weón?
—Estábamos empezando a pensar que te habían raptado —me dijo Joseph—. ¿Dónde estabas, tío?
—El túnel no está cegado por completo —dije señalando hacia el fondo oscuro—. Es posible pasar al otro lado.
Me disponía a contarles el descubrimiento que había hecho, pero de pronto sentí que ellos no estaban en absoluto interesados en escuchar mi historia. Algo había sucedido que les había puesto enormemente excitados. Me agarraron del brazo y me arrastraron a la boca del túnel. En la distancia, hacia el este, se veía una columna de humo negro. Wade dijo que debía de estar como a una hora u hora y media de camino. Era nuestra oportunidad de localizar a los salvajes, quizá la única que tendríamos.
Cogimos todos nuestros pertrechos y nuestras armas y abandonamos el túnel y el trozo de autopista que cruzaba el valle, los últimos restos humanos de un lugar abandonado a la desesperación de la naturaleza, descendimos la ladera y nos sumergimos de nuevo en la vegetación caminando en dirección a la columna de humo. El boscaje en aquellos valles elevados no era tan espeso como en la selva que habíamos dejado atrás. Esto facilitaba nuestro avance pero también nos hacía más visibles al enemigo. Tardamos aproximadamente una hora en llegar hasta el poblado de los salvajes, un círculo de cabañas o más bien una larga cabaña que iba formando una circunferencia cubierta por un techado continuo que dejaba un amplio espacio en el centro y que tenía sólo un acceso. Todo esto lo contemplamos desde una distancia de unos doscientos metros, subidos en las ramas de un árbol y explorando con los prismáticos. La hoguera ardía en el centro del patio central. Los niños, Branford, Adele y Estelle, estaban cerca de la hoguera, atados a un palo los tres con largas cuerdas que les concedían cierta libertad de movimientos, igual que se ata a los animales. Estaban los tres sentados en el suelo, muy quietos. No se veían salvajes por ningún lado. Esperamos durante un rato, extrañados por la inactividad del poblado. No se veía a nadie, no había animales domésticos en parte alguna, ni mamíferos ni aves de ninguna clase. Parecía que los salvajes habían dejado allí atados a los niños y habían desaparecido.
Nuestra misión de salvamento era sencilla: entrar en el poblado, soltar a los niños y llevarlos con nosotros. Si alguien nos atacaba, dispararíamos. No teníamos una estrategia mejor. Discutimos durante una media hora posibles cursos de acción. Joseph propuso que esperáramos a la noche, pero no estaba claro que en mitad de la oscuridad nuestra estrategia fuera a funcionar mejor que a plena luz del día. No conocíamos el terreno y era probable que en la oscuridad fuéramos todavía más vulnerables que a plena luz, donde las armas de fuego nos proporcionaban una clara ventaja. Además, en aquellos momentos los tres niños estaban juntos y a la vista. ¿Qué haríamos si se los llevaban de allí o los separaban? ¿Ponernos a buscarlos de cabaña en cabaña?
Estábamos tremendamente excitados, muy nerviosos. Creo que todos sentíamos que no estábamos preparados para hacer lo que íbamos a hacer. Los más templados eran Wade, Joseph y Gwen, que tenía, esta última, una calma que me resultaba completamente inexplicable. Nuestros ojos se habían encontrado varias veces y yo había buscado en ellos restos de nuestro cálido amor de la noche pasada, pero ella evidentemente no quería que lo nuestro se supiera y evitaba mirarme. Descendimos en dirección al poblado. Joseph y Wade iban delante, a continuación Sheila, Christian y yo, y después Santiago y Gwen. Las armas las llevaban Wade (un rifle de caza), Joseph (una pistola), Santiago (una escopeta) y Gwen (el revólver). Sheila, Christian y yo, que llevábamos las armas blancas, teníamos la misión de cortar las cuerdas y liberar a los niños. No sabíamos en qué estado los encontraríamos, de modo que decidimos que Sheila cogería a Branford en brazos y Christian y yo cogeríamos cada uno de nosotros a una de las niñas para poder salir de allí lo más deprisa posible.
No se veía a nadie en parte alguna. Un pájaro cantaba en la floresta con un cloqueo vagamente similar al de una gallina, y luego le respondió otro pájaro que chillaba durante el vuelo. Nos acercamos al círculo de cabañas caminando agachados y escondiéndonos en los matorrales, y luego entramos por el único acceso. Era bastante amplio, como de seis o siete metros de boca, pero era evidente que convertía al poblado en una ratonera, fácil de defender con sólo un puñado de hombres y también fácil de cerrar y de convertir en una trampa sin salida. En cuanto a las cabañas, eran en realidad un techado corrido, una armadura sostenida por gruesos troncos de árbol atados con bejucos y, según me pareció, rudimentarias sogas de cáñamo, y sostenido por una sucesión de tirantes y pares de bambú gigante con pendolones de madera roja que quizá fuera de sándalo, todo muy bien cortado y amarrado con bejucos y sogas. Las correas y cabrios, también de bambú verde, sostenían una cubierta fabricada con cortezas de árbol y hojas de palma y de yuca. Bajo este cómodo techado los salvajes disfrutarían de protección contra la lluvia y el sol, aunque la vida comunal carecería por completo de intimidad en aquellas viviendas sin paredes internas. Era de imaginar que en una sociedad tan aislada el incesto fuera inevitable, y que seguramente los niños serían comunes. Sí, aunque parezca increíble en todas estas cosas pensaba yo cuando nos adentrábamos en el poblado de los últimos antropófagos polinesios del planeta.
En el centro del círculo se veían algunas esteras de cáñamo, algunos aperos de barro, un montón de mangos podridos llenos de insectos y de moscas y varias calabazas para almacenar agua con toscos dibujos triangulares tallados. Los niños seguían sentados en el suelo, cerca de la hoguera, completamente inmóviles. Estaban los tres atados con cuerdas a una estaca de unos dos metros de altura clavada en el suelo y pintada de blanco y de rojo, con una pequeña calavera de animal encajada en lo alto, quizá el cráneo de un varano o de una serpiente grande. Nos acercamos a ellos. Su inmovilidad era extraña y antinatural. De pronto pensé que estaban muertos, y que los habían colocado allí, sujetos con pequeños postes y varas ocultas bajo la ropa para fingir una posición sedente, aunque en realidad estaban ya emaciados, convertidos en carcasas, huecos y devorados por las hormigas. Pero la explicación era otra, como descubrimos nada más acercarnos a ellos susurrando sus nombres. Lo que veíamos no eran sino tres muñecos a los que habían vestido con las ropas de los niños raptados y habían colocado como si estuvieran sentados en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza gacha. Wade empujó con el pie a una de las falsas niñas, que se desmoronó por el suelo. La cabeza era un coco verde que habían enjalbegado de blanco y al que le habían colocado una especie de peluca rubia hecha, seguramente, con esos cabellos que crecen en lo alto de los papiros de los estanques y que recuerdan a los cabellos del maíz. El pequeño vestido blanco de encaje estaba relleno de paja. Yo empujé con el pie la figurita de Branford, que se desmoronó de forma similar.
—Es una trampa —dijo Wade de pronto, mirando a su alrededor—. Nos han tendido una trampa.
Pero era demasiado tarde. No tuvimos tiempo de retirarnos. Estábamos en mitad de un círculo, a pleno sol, completamente rodeados de salvajes. Habían surgido por todas partes. Debían de estar escondidos en las cabañas, seguramente tendidos debajo de las esteras haciéndose invisibles, esperando pacientemente a que su cebo funcionara. Y ahora nos rodeaban unos treinta salvajes de piel muy oscura, armados con lanzas, arcos y flechas, hondas y venablos, aunque me extrañó que no se mostraran especialmente amenazantes y que no enarbolaran las lanzas ni las hondas, ni nos apuntaran con las flechas ni los venablos. Instintivamente nos replegamos unos contra otros, espalda con espalda, dispuestos a disparar a la menor señal de violencia. Escuché el chasquido de los seguros de las armas.
—No disparéis —dijo Wade—. Todavía podemos salir de aquí enteros.
Gwen no se había unido a nosotros, y permanecía apartada del grupo. Entonces la vi hacer algo asombroso. Amartilló el revolver, lo levantó y lo pegó a la sien de Wade.
—Entregad todas las armas —dijo—. Ahora. Tiradlas al suelo.
—¿Qué haces, Gwen? —dijo Wade girando los ojos para mirarla—. ¿Qué coño haces?
—Están todas descargadas —dijo Gwen—. O sea que no os molestéis en intentar disparar.
Me costaba comprender lo que estaba sucediendo. La situación era tan extraña e incomprensible que pensé en echarme a reír, como si todo aquello se tratara de una broma.
—¿Y la tuya, Gwen? —dijo Joseph entonces—. ¿Está descargada también?
Gwen elevó el revólver y disparó al aire. Luego volvió a apoyar el cañón en la sien derecha de Wade. El estrépito del disparo me produjo un tremendo sobresalto. Varios pájaros salieron volando y chillando de los árboles vecinos. Se oyó también el ladrido de un perro.
—¿Qué estás haciendo, Gwen? —repitió Wade, completamente inmóvil y con el cuello rígido al sentir el cañón caliente del revólver en su sien—. ¿Quién coño eres? ¿Qué es esto?
—Dejad las armas en el suelo —repitió Gwen—. No tenemos todo el día.
Todos la obedecimos y fuimos dejando sobre la tierra los dos rifles, la pistola, las navajas y el cuchillo de monte. Gwen le hizo una seña a Wade con la punta del zapato, y éste se inclinó lentamente, se levantó la pernera del pantalón, sacó de su funda el cuchillo que llevaba atado a la pantorrilla y lo dejó caer al suelo. Varios de los salvajes se acercaron y recogieron las armas. Entonces vi que George estaba entre ellos, detrás de ellos. No le había visto al principio, y no sé de dónde había salido, pero sin duda estaba escondido también en las cabañas con los demás. Seguía vestido como cuando estaba entre nosotros, con una camiseta de algodón, vaqueros descoloridos y zapatillas de deportes, y tenía el mismo aspecto que siempre, pero de pronto le vi como otra persona completamente distinta al joven que había conocido días atrás, el muchacho amable y con poca personalidad que se pasaba el día ayudando a Lizzie a cuidar a su bebé. Algo en él había cambiado, en su mirada, en sus gestos, en su actitud. Me maravillé de sus dotes dramáticas, porque ahora veía en él una expresión fría, sensual e infantil que nunca había advertido antes. No sé, creo que su gesto me pareció característico de cierta clase de criminales, esos que tienen grandes ojos de niño y labios sonrosados e inocentes. Gwen nos dijo que nos arrodilláramos todos en el suelo y que pusiéramos las manos sobre la cabeza. También ella había cambiado. Me sorprendía su familiaridad con las armas, que uno asociaría inmediatamente con el crimen organizado o con las fuerzas armadas, aunque yo seguía convencido de que ella era, en realidad, una mujer de ciencia. No tenía aspecto de ser una mercenaria ni una criminal sino, precisamente, aquello que había fingido ser, una mujer culta, una profesional dedicada a un trabajo especializado. Sin embargo, algo había sucedido en algún momento que la había hecho cambiar. ¿Dónde habría sucedido? ¿En la isla o antes de llegar a la isla? En cuanto a las armas, es posible que supiera disparar desde niña y que siempre hubiera estado en contacto con pistolas y escopetas. Pero es diferente salir al campo a disparar botellas de cristal o incluso estar dispuesto a matar a un urogallo o a un gamo, que tener la frialdad necesaria para quitar el seguro a un revólver y apoyarlo en la cabeza de un ser humano. Los salvajes que nos rodeaban nos quitaron las mochilas, las calabazas con agua y todo lo demás que llevábamos, incluida la abundante munición que habíamos traído con nosotros. George se paseaba a nuestro alrededor, contemplándonos con los brazos en jarras. Resultaba extraño verle en aquella postura, que en algunos hombres resulta masculina y arrogante y que en su caso resultaba blanda y casi afeminada. Era evidente que era él quien estaba al cargo, pero no me daba la impresión de que fuera el jefe de todos ellos. No tenía madera ni aspecto de líder.
—¿Qué hacemos con ellos? —preguntó Gwen, que seguía apuntando a Wade a la cabeza.
—No sé, joder —dijo George—. No sé qué podemos hacer con ellos. Me gustaría que Abraham estuviera aquí.
—Estaban dispuestos a hacer una matanza —dijo Gwen—. Estaban dispuestos a dispararnos. Estos tíos están completamente locos.
—¿Nosotros estamos locos? —dijo Santiago en voz baja—. Joder, tío…
—¿Quién coño sois? —preguntó entonces Joseph—. ¿Quién coño sois? ¿Qué os pasa?
—¡Calla! —dijo Gwen apuntándole a la cara con el revólver—. ¡No digas nada! ¡No abras la boca! ¡No quiero oíros a ninguno! ¡Al que diga algo le meto un tiro!
La situación era tan extraña que creo que todos estábamos paralizados por la sorpresa. Ahora había más armas apuntándonos, sostenidas por seis o siete de los salvajes, y Gwen finalmente desamartilló el revólver y lo bajó.
—Tú tampoco ibas en el avión, ¿verdad, Gwen? —le dijo Wade, mirándola con sus ojos convertidos en rendijas—. Te colaste entre nosotros y estuviste aprendiendo nuestros hábitos. ¿Para qué? Somos náufragos. Lo sabéis perfectamente. No estamos aquí por elección. Sufrimos un accidente.
—¡Te digo que no hables! —dijo Gwen—. ¡No quiero oír vuestra voz!
—Queremos a los niños —dijo Wade—. Queremos saber qué ha sido del pequeño, de Seymour.
Entonces George sacó del bolsillo algo parecido a una ocarina y se puso a tocar. Lo hacía muy bien, e incluso con las pocas notas producidas con la ocarina lograba templar una melodía exótica y triste, una única melodía que se repetía una y otra vez. Esto duró un largo rato. Nosotros nos mirábamos unos a otros a los ojos, sin saber qué hacer. Allí estábamos, todos de rodillas en el suelo, con las manos en la cabeza, como yo había visto tantas veces en las noticias, cuando se veían imágenes de la guerrilla de Colombia o de alguna revolución en África, rodeados de nativos armados con fusiles en medio de las palmeras, escuchando a aquel tipo estrafalario tocando una ocarina de barro. No entendí por qué tocó durante tanto rato. No estaba tocando para nosotros, evidentemente, pero tampoco lo hacía por mera distracción, como una forma de pasar el rato. Pensé que el sonido de la ocarina era una especie de señal, una llamada, pero el volumen del pequeño instrumento era limitado y sería ya inaudible al otro lado de las cabañas.
A nuestro alrededor, el poblado parecía haberse puesto en movimiento. Parecía que los salvajes estaban recogiendo cosas para marcharse. Yo escuchaba sus voces y sus risas, y el tono de sus voces me resultaba familiar. De pronto escuché que uno de ellos decía con toda claridad holy cow («¡hay que fastidiarse!»), y me di cuenta de que hablaban en inglés. Los salvajes no eran en realidad salvajes, y aunque algunos de ellos parecían de raza maorí o quizá orientales, la mayoría eran de raza blanca y tenían la piel pintada. El poblado, los trajes, las lanzas, las hondas, los venablos, los arcos y las flechas, los taparrabos, los collares, el poste con un cráneo de varano en lo alto, todo era disfraz y escenografía, todo era parte de una elaborada representación. Yo observaba fascinado el espectáculo de los falsos salvajes que se quitaban los tocados de plumas y los collares de caracoles de mar y se ponían vaqueros y camisetas. Vi cómo dos de ellos transportaban un enorme lobo que no era en realidad más que un muñeco disecado con ojos de cristal amarillo. Allí iban nuestras manadas de crueles y sanguinarios lobos canadienses. Entonces recordé lo que alguien había escrito en una pared de uno de los edificios abandonados que había al lado de la antena: nada es lo que parece.
—No hay forma con ellos —dijo Gwen hablando con George—. He estado con ellos más tiempo que tú, y te aseguro que no sé qué hacer con ellos. Son verdaderas bestias. No hay forma de detenerlos.
—¿Visteis el cuerpo despellejado? —preguntó George.
—Los llevé allí directamente —dijo Gwen—. Pero creo que sólo sirvió para encenderles más la sangre. No ha habido forma de mantenerlos apartados.
—¿Vieron a la azafata? —dijo George.
—Claro que la vieron. Llegó en el momento oportuno.
—¿Y les dio el mensaje?
—Sí. Tardó en empezar a hablar, pero luego habló.
—Y les dio el mensaje.
—Sí.
—¿Quiénes dirías tú que son los cabecillas? —preguntó George.
—Erickson y Langdon —dijo Gwen señalando a Wade y a Joseph. George asintió, como si estuviera de acuerdo con el juicio de su compañera—. Pero hay muchos cabecillas. De distintos estilos. Jamás en mi vida he visto un grupo de locos igual. Aunque el peor de todos es Erickson. Es el más peligroso con diferencia.
—Ok —dijo George.
Luego se puso frente a nosotros, de nuevo con los brazos en jarras y se puso a mirarnos de uno en uno, como buscando las palabras que iba a decirnos. En ese momento estuve seguro de que él no era el jefe de todo aquello, sino sólo un jefe menor, quizá incluso alguien puesto en aquella posición de poder por simple falta de personas con más carácter y mejores dotes de mando. Hablaba con voz firme, y sus amenazas sonaron claras como disparos en medio del silencio de la mañana, pero era evidente, al menos para mí, que la seguridad con que hablaba no provenía de él, sino de algo mucho más grande y complejo que él.
—Quiero que me escuchéis con atención —dijo, con los ojos iluminados de pronto por aquella sonrisa que yo había atribuido a la bondad y que ahora me parecía decadente y siniestra—. Y no quiero que nadie de vosotros hable. No quiero oír vuestra voz. Aquí sólo suena mi voz. Mi voz y la de Carmen, ¿ok? —dijo volviéndose a su compañera y tocándole en la mano, un gesto que ni a mí ni a Wade, según creo, nos pasó inadvertido—. Vosotros la conocéis como Gwen. Ok, mi voz y la de Gwen. Sólo mi voz y la de Gwen. Vosotros calláis. Ésa es la primera regla.
»Lo primero que tenéis que saber es que no tenemos permiso para mataros. De hecho, no queremos mataros ni haceros ningún daño. Espero que lo comprendáis. Quiero que os deis cuenta de que queremos ser razonables. Pero no podéis seguir comportándoos como hasta ahora. Aquí hay unas reglas, y hay que seguirlas. El que no sigue las reglas, muere. ¿Comprendido?
»Todavía no sabemos cuál ha sido vuestra razón para venir aquí. Pero no os queremos aquí. ¿Entendido? Esta isla tiene dueño. El dueño somos nosotros. Esta isla es nuestra, y no habéis sido invitados a ella. Creo que esto es bastante simple de entender, y además no creo que admita discusión. Nadie os ha invitado a venir aquí, ¿verdad que no? No —dijo levantando una mano cuando Santiago intentó hablar—. No quiero una respuesta. No quiero oír vuestra voz. Estáis aquí para escuchar y obedecer. El que no obedezca, recibirá una bala. Creo que me estoy expresando con claridad.
»Vais a volver a vuestra playa, al que llamáis vuestro poblado, y os quedaréis allí. Si volvemos a veros en otro lugar de la isla, os dispararemos. De momento podéis quedaros en la zona de la desembocadura del río, pero no os está permitido entrar en el interior de la isla ni tampoco recorrer la costa. Si volvéis a entrar en la isla, os localizaremos fácilmente y os dispararemos como si fuerais piezas de caza.
»Ya habéis matado a uno de los nuestros. Ron salió una mañana de casa y ya nunca volvió. Nosotros no hemos tocado a los vuestros. Habéis matado a uno de los nuestros y en buena lógica nosotros deberíamos matar a uno de los vuestros como represalia, pero no vamos a hacerlo. No somos vengativos. No nos interesa la venganza. Es verdad que trabajamos un poco a la azafata. Es cierto. Pero nos vimos obligados a hacerlo. No somos bárbaros. No lo hicimos por diversión. Tuvimos que trabajarla un poco y hacerle un poco de daño para saber qué coño estaba pasando. La situación era excepcional. Es sólo dolor. El dolor es una cosa meramente física. No le hicimos nada de lo que no pueda recuperarse. Las heridas se curan. En unas semanas estará perfectamente.
—Ellos no te creen —dijo Gwen llevándose la mano al pecho, a la región del corazón. George miró el pecho de Gwen, en un principio sin comprender.
—Oh, sí —dijo George—. Tuvimos que operarla. Tenía un cáncer en el pecho. Le localizamos el tumor y la operamos. Espero que eso os demuestre que no somos salvajes y que somos, básicamente, buena gente.
—¿Cómo sabíais lo del tumor? —dijo Joseph—. ¿Dónde y cómo la operasteis?
—No habléis —dijo George—. Si alguno de vosotros vuelve a abrir la boca le amordazaremos. ¿Queréis estar amordazados? No quiero oír el sonido de vuestra voz. Si alguien dice algo en voz alta, os dispararemos en una pierna. ¿Está claro? ¿Queréis que dispare a uno en una pierna para demostrar que no hablo en broma?
Cogió el revólver que Gwen tenía en la mano y lo apuntó hacia nosotros, moviéndolo de uno a otro, como decidiendo a quién disparar.
—¿Y Billy Higgins? —dije yo.
—¿Quieres que te dispare en la pierna? —dijo George—. ¿Es que estás sordo? ¿Es que no entiendes inglés?
—Billy Higgins fue un error —me dijo Gwen sin mirarme a los ojos—. Pero ¿qué podían ellos hacer? ¡Les estabais disparando! Creamos una manada de lobos gigantes para asustaros y que os quedarais tranquilos en vuestra playa, pero nada es suficientemente terrorífico para vosotros. ¡Salisteis a cazar a los lobos! ¡Joder! Billy Higgins perdió un brazo, pero vosotros liquidasteis a Ron.
—¿Quién es Ron, tío? —preguntó Santiago en voz baja.
—Esta conversación se ha acabado —dijo George—. Al próximo que hable le meto una bala en una pierna. ¿Está claro?
Todos permanecimos en silencio. Gwen y George se apartaron unos pasos y se pusieron a conferenciar en voz baja entre sí. Gwen señalaba al cielo y explicaba algo mientras George asentía una y otra vez. El calor a pleno sol era insoportable, y yo me moría de sed. Pero no nos movíamos. No nos atrevíamos ni a mirarnos a los ojos unos a otros. Había siete u ocho falsos salvajes rodeándonos, todos armados con rifles. Hasta el momento ninguno de ellos había dicho ni una palabra.
—Habla con Gwen —me dijo Wade en un susurro. Estaba situado justo a mi derecha, y me hablaba sin mover apenas los labios.
—¿Qué?
—Háblale de anoche.
—¿Qué dices?
—Anoche, John. Dormisteis juntos, ¿no?
Anoche. La noche anterior. El día anterior. Nuestro baño desnudos en el río. Sus pechos rojos mirándome. Su lengua dentro de mi boca. Sus muslos abrazándome. Yo dentro de ella.
—¿Por qué? —dije.
—Hazlo —dijo Wade—. Ella durmió contigo. Eso puede traerle problemas con los suyos.
—Ha dicho que va a dispararnos.
—Nadie va a disparar a nadie —dijo Wade.
—O sea que te llamas Carmen —dije yo en voz alta.
Gwen y George estaban tan enzarzados en su conversación que creo que al principio no me oyeron.
—Carmen —repetí en voz alta—. Explícame entonces qué pasó anoche.
Ella se volvió a mirarme, como si no supiera de qué estaba hablando.
—¿Por qué hiciste el amor conmigo? —dije.
Al oír estas palabras, George abrió mucho los ojos en gesto de sorpresa. Parecía no sé si divertido o escandalizado al escuchar mis palabras, y de nuevo puso los brazos en jarras, un gesto que en él resultaba curiosamente amanerado y femenino. Gwen le cogió el revólver de la mano, se acercó hacia el lugar donde yo estaba, levantó el arma, la amartilló, apuntó con cuidado y me disparó en el pie izquierdo. La bala entró rompiendo huesos y tendones y salió por el otro lado, atravesando mi pie izquierdo a la altura del metatarso. Empecé a gritar y a revolcarme por el suelo. Supongo que gritaba y gemía como un cerdo. Sentía como si me hubieran cortado el pie, como si me lo quemaran con fuego. El dolor era tan insoportable que me desmayé.