19
Llega el miedo
El Terror se instaló entre nosotros.
Unos imaginaban que George era un náufrago que había llegado a la isla hacía algún tiempo, y que la larga estancia en soledad había terminado por minar sus facultades mentales. Ben Gunn, decía yo. George es Ben Gunn, ese personaje de la Isla del Tesoro que tanto me inquietaba cuando era niño. Imaginábamos que George viviría en alguna cueva en el interior de la isla donde pudiera protegerse de las continuas lluvias, y que al ver nuestro avión caído del cielo y descubrir la playa llena de náufragos había decidido, quién sabe por qué, hacerse pasar por uno de nosotros, abandonar su refugio y venirse a vivir a nuestro poblado.
Otra posibilidad, tal y como imaginaba Jack Reina, era que la isla no estuviera realmente desierta y que hubiera un grupo de hombres que vivieran en el interior. No podíamos imaginarnos para qué querrían aquellos hombres hipotéticos a un bebé lactante, pero no había ninguna explicación posible que fuera buena.
Imaginábamos a un grupo de criminales, quizá piratas de los que todavía existen en los mares del Sur, que nos observaban desde hacía días y que podían tener todo tipo de planes perversos o dementes con respecto a nosotros. Matarnos, obligarnos a trabajar para ellos, pedir un rescate por nuestra liberación, violar a nuestras mujeres, utilizarnos como comida. ¿Sería ésa la razón de que George hubiera raptado al bebé? ¿Se lo había llevado para guisarlo y comérselo? Yo recordaba relatos, leídos tiempo atrás, de personas enloquecidas por el hambre en Siberia, en China, en Manchuria. Recordaba también un relato, leído hacía años, sobre las grandes hambrunas de China durante el período del «Gran Salto Adelante» de Mao, cuando las autoridades robaban el grano a los campesinos y lo guardaban en silos, y cómo muchos campesinos muertos de hambre se dedicaban a comerse a las niñas pequeñas (los niños siempre han sido más apreciados en China y en cualquier parte), y recordaba también una frase de aquel libro terrible, quizá un informe de Amnistía Internacional, que decía: «una niña de pecho duraba sólo dos días». Es decir, que al cabo de dos días, la familia volvía a estar hambrienta y había que ponerse a buscar otra niña.
A partir de entonces, todas las noches me unía al círculo de los meditadores. Las meditaciones solían durar una hora y media, y a mí me costaba mantenerme despierto durante tanto tiempo. Además, no acababa de comprender qué era lo que estábamos haciendo y me daba cuenta de que mi desconocimiento del mundo interior de la psique era muy grande y que las nociones habituales de «pensamiento», «imaginación», «sueño», «idea», «mente», etc., con las que había vivido hasta entonces no eran suficientes para explicar lo que de verdad sucede dentro de nosotros. Pero creo que sentía el deseo de adentrarme en mi interior como una forma de huir de la horrible realidad de la isla. Creo que fue el horror que comenzaba a rodearnos, el terror que se había infiltrado en nuestra pequeña sociedad, lo que me impulsó a interesarme por la búsqueda del silencio interno. Quizá lo que buscara, una vez más, fuera un techo, un refugio contra la tormenta.
En la enseñanza de Dharma Mittra la respiración, la postura, el estado físico del cuerpo, la salud de los órganos, la actuación correcta de las glándulas, estaban directamente relacionadas con la salud espiritual y con el estado de ánimo. Me sorprendía aquella enseñanza «espiritual» que tan poderosamente dependía del funcionamiento de los órganos del cuerpo. Muchos de los ejercicios mentales que hacíamos como preparación previa para la meditación tenían que ver, explicaba mi buen amigo el carpintero brasileño, con la estimulación de la glándula pituitaria o de la glándula pineal, así como de la estimulación del sistema nervioso y de las zonas no desarrolladas del cerebro. Los ejercicios de respiración eran a menudo complicados y yo me perdía al realizarlos, aunque Rosana y mis amigos, Julián y Matilde, me ayudaban. Sí, todo aquello me interesaba, me intrigaba (me intrigaba descubrir, por ejemplo, el efecto que tenían ciertas respiraciones rítmicas en el estado de ánimo o en la claridad de la percepción, temas que me prometía investigar por mi cuenta más adelante, cuando tuviera tiempo y ocasión, ya que me decía que esa claridad de la visión y de la audición podrían ser herramientas útiles para un artista), pero más que nada me atraía el momento en que comenzaba el viaje de la introspección y entrábamos en el mundo de las imágenes interiores. Dharma explicaba una y otra vez que el propósito de la meditación era ir más allá, alcanzar el estado sin pensamientos, lograr que la mente se detuviera por completo, y que era entonces, en ese punto, donde la verdadera meditación comenzaba, pero que a fin de lograr que la mente se calmara, los yoguis y las yoguinis practicaban, de acuerdo con las técnicas tántricas, la creación voluntaria de imágenes interiores, lo cual servía para dirigir la energía psíquica en la dirección deseada y para aprender a controlar la mente. Tras el control llegaría, con el tiempo, quizá un instante de detención total de la mente, y era en ese momento cuando la verdadera meditación podía comenzar. Es cuando la mente se detiene, explicaba Dharma, cuando el dios puede descender y manifestarse.
Cuatro días después del rapto de Seymour, desapareció otro de los niños. Sucedió durante un ataque nocturno de los lobos. Yo no alcancé a verlos. ¿O quizá sí? Sombras de grandes perrazos corrían entre los árboles y entre las cabañas. Pero sí los oí, oí sus ladridos. Creo que todos oímos con claridad sus ladridos y sus aullidos estremecedores. Kunze salió con su Lazzeroni e hizo varios disparos sin lograr herir a ninguno de los lobos. En medio de la confusión, nadie se dio cuenta de que el pequeño Branford, el hijo de los Griffin, había desaparecido. Sus padres no lo descubrieron hasta la mañana siguiente, cuando al ir a despertar al niño hallaron que bajo la sábana que le cubría alguien se había molestado en crear un pequeño bulto con ropa para que pareciera que el niño seguía allí dormido. Recuerdo los gritos de Gloria al descubrir que su hijo no estaba en su camita. Gritos de animal herido, de animal en agonía.
Branford tenía cinco años y era un niño bastante solitario. Yo lo recuerdo siempre enfurruñado y con el pelo revuelto, porque tenía una de esas cabelleras rubias e indómitas en las que el pelo parece arracimarse en masas sólidas. Era un niño con fuerte personalidad y se podía adivinar en él ya al adulto en que iba a convertirse. Con algunos niños sucede así, que uno les mira y sabe con total exactitud cómo serán cuando tengan cuarenta años. Pasaba mucho tiempo en las rocas de la orilla buscando pequeños animales marinos, estrellas de mar y cangrejos, y tenía una botella de cristal azul donde iba guardando los diminutos caracolitos blancos que encontraba en la playa. Curiosamente, también la botella azul llena de caracolitos había desaparecido. Era como si el raptor, o los raptores, supieran lo importante que era aquella botella para Branford, o como si el niño hubiera tenido la oportunidad de cogerla. Pero entonces ¿por qué no había gritado? ¿Por qué había aceptado irse con sus captores?
Dios mío, qué extraño era todo aquello. El ataque de los lobos, la desaparición del niño, y sobre todo el siniestro, horrendo muñeco bajo las sábanas, todo aquello parecía un plan perfectamente organizado y escenificado. ¿Sería cierto, tal y como había afirmado Carl, que los lobos no eran verdaderos lobos? Pero los habíamos visto y oído en varias ocasiones, y algunos de los nuestros los habían contemplado en la selva a pleno día y los habían descrito con todo detalle, entre ellos Gwen, que era zoóloga, y uno de ellos había destrozado a mordiscos el brazo de Billy Higgins. Los lobos eran reales, de eso no cabía duda, pero George y los suyos se habían aprovechado de su ataque al poblado (quizá habían sido ellos los que habían instigado a las bestias a que nos atacaran) para poder apoderarse del pequeño Branford en medio de la confusión.
A esas alturas ya no nos quedaban dudas de que George no actuaba en solitario. Imaginábamos que había unos cuantos hombres más con él, quizá un grupo de cuatro o cinco hombres desesperados y salvajes que vivían en algún lugar del interior de la isla, náufragos abandonados en la isla tiempo atrás y enloquecidos por la soledad y por el hambre.
De nuevo salimos a buscar a los niños raptados, los buscamos durante días, pero no logramos encontrar ni un solo rastro.
A mí había algo que me extrañaba poderosamente en todo aquello. Es cierto que buscamos a los niños desaparecidos durante días, pero ¿por qué decidimos interrumpir la búsqueda? ¿Cómo consintieron los padres en que la búsqueda se interrumpiera? Es verdad que buscamos por todas partes, pero la isla era muy grande, y los niños bien podrían haber sido llevados lejos, a algún lugar del interior quizá. ¿Por qué tardamos tanto en entrar en la isla?