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El día de mi desgracia. Regresamos
Mis recuerdos del regreso al poblado se pierden en una jungla infecciosa de alucinaciones y de fiebre. No tengo forma de escribir lo que sucedió durante esos días. Joseph les pidió un hacha o una sierra a los guerrilleros para amputarme la pierna, ya que si no lo hacía la infección seguiría gangrenando mi cuerpo y terminaría por envenenarme la sangre y matarme. La gangrena se había declarado a los tres días de recibir el disparo. Había una zona eritematosa alrededor de la herida, con rubor e inflamación, que me dolía mucho. Luego la piel comenzó a ponerse negra y la gangrena comenzó a avanzar pie arriba hasta alcanzar el tobillo. Primero era una mancha roja que iba subiendo. Joseph me la miraba todos los días y me decía que aquello no tenía buena pinta. Ahora tenía el pie completamente negro, y la necrosis iba avanzando por detrás de la mancha roja que ahora estaba ya por encima del tobillo. Joseph me dijo que tenían que amputarme el pie por encima del tobillo, porque si no la gangrena seguiría subiendo y perdería toda la pierna. Que si actuábamos rápido podría cortar por debajo de la rodilla y el daño sería menor. Cuando me contó lo que tenía que hacerme, le dije que no quería pasar por eso, que prefería dejar que las cosas siguieran su curso, pasara lo que pasara. ¿Pase lo que pase?, repitió él mirándome con un gesto que me pareció tan malvado como el que pondría un diablo en el Infierno. Me dijo que si no hacíamos nada, entonces moriría, y yo le dije que prefería morir tranquilamente a pasar por el horror que me esperaba. Supongo que sólo un cobarde puede hablar así, pero así es como me sentía. Le dije, les dije a todos, ya que estábamos todos juntos todo el rato, que no tenía a nadie en mi vida, ni mujer, ni novia, ni padres, ni hijos. Que lo único que tenía en la vida era un perro de lanas, y que por mucho que apreciara al viejo Ballard, el agrado de su compañía no era motivo suficiente para hacer que deseara aferrarme a la vida. Nadie dependía de mí, nadie me esperaba, nadie me lloraría. Creo que era la primera vez en mi vida que me hacía esta reflexión: que si yo desaparecía de este mundo, nadie derramaría ni una sola lágrima por mí. Joseph me gritó. Me gritó que no podía rendirme después de todo lo que habíamos pasado. Me dijo que era un imbécil vanidoso que prefería morir a perder un pie. Pero no era el pie lo que me preocupaba, sino el dolor de tener que pasar por una amputación sin anestesia. No te preocupes, dijo Joseph, te conseguiremos anestesia.
Pero no pudieron conseguirla. Los guerrilleros no tenían medicinas de ningún tipo, sólo las ampollas de aquello que ellos llamaban «la vacuna». Para lo demás, utilizaban plantas de la selva, remedios que la mayor parte de las veces (supongo yo) no eran otra cosa que placebos. No sé, doc, le dije a Joseph, ¿no podrías hipnotizarme para que no sintiera dolor? Les rogamos a los guerrilleros que nos dejaran marchar a nuestro poblado, donde podríamos hacer la operación mejor que allí, pero jamás he conocido personas menos receptivas ni más obcecadas. Nos facilitaron una botella de ginebra, un carrete de hilo, una navaja y un hacha. Eso fue todo. De modo que lo hicimos allí mismo, dentro del templo de Hanuman, bajo la mirada horrorizada o francamente divertida de los dioses, de las ninfas celestes, de los hombres serpiente, de los monos divinos. Joseph me explicó lo que iban a hacerme. Le dije que no quería saberlo, pero me lo explicó de todos modos. Me dijo que primero yo me bebería la botella de ginebra, o al menos media botella, y que luego me pondrían boca abajo y me atarían para que no me moviera incontroladamente. Creo que a esas alturas yo ya estaba llorando como un niño. Me dijo que antes de cortar el pie me haría una incisión en la parte posterior de la pierna para ligar la arteria y la vena poplíteas y la vena safena, que era un procedimiento sencillo y que con simple hilo lo haría en pocos minutos. Era necesario ligar estas vías principales para evitar el desangramiento. Una vez logrado esto, el peligro principal estaba controlado. ¿Y la sangre qué hará al llegar a esas arterias y venas cerradas?, pregunté. La sangre se ira por otros vasos, me dijo. No hay ningún problema con eso. Luego haremos la amputación y te coseremos. Como estarás completamente borracho no te enterarás de nada. Me dijo que no me preocupara, que era una operación sencilla. Tendría que pasar algún tiempo antes de que me contara la verdad: que estaba convencido de que yo moriría. No tenía bisturí, ni sierra, ni gasas para restañar la sangre. No tenía pinzas para coger las arterias y las venas y sostenerlas en su lugar mientras las ligaba, y tuvo que cortar la parte posterior de la pierna con la navaja y buscar la vena y la arteria con los dedos, haciendo que Wade las sostuviera mientras él las ligaba con el hilo. La asepsia era inexistente, y fue un verdadero milagro que la herida no se infectara. El hacha, por otra parte, astilló el hueso al cortarlo. Todo esto me lo contó más tarde, cuando ya había pasado el peligro y yo estaba recuperado. Me dijo que había estado a punto de darme la razón, que hacer una amputación en aquellas condiciones, sin instrumental, sin higiene, era una locura, y que no merecía la pena intentarlo. Pero lo hizo de todos modos y funcionó. Al parecer, la isla no quería que yo me fuera todavía. No, la isla aún no había terminado conmigo.
Pero no puedo contarlo. Hay algo en mí que no me permite contarlo. Lloré como un niño. Rogué. Grité. Jamás he experimentado nada parecido. Atravesé la sima del horror. Rompí las cadenas del bien y del mal. Me convertí en un animal, en un simio, en una roca, en metal, en sangre, en aire. Supongo que la ginebra ayudó, aunque beber tanta ginebra de un tirón me hacía vomitar, con lo cual mi estómago se vaciaba en violentas arcadas y la ebriedad disminuía. Todos me sujetaban. Me pusieron algo en los dientes, un bocado de cuero, para que no me los rompiera. Dejé de ser un ser humano. Me convertí en un perro, luego en un mono, luego en piel, luego en nervio, luego en tendón, luego en arteria, luego en dolor, en dolor, sólo en dolor. Yo caía a través de los mundos. Había alcanzado una consistencia tal que podía pasar a través de la lava y del plomo. Salí de las palabras. Llegué a una montaña roja que era un ser vivo, toda iluminaba por el brillo de una sangre que era un incendio. Sentí cómo todo mi pasado se deshacía, cómo la forma de mi conciencia se deshacía mientras seguía cayendo hacia el interior de la tierra. Me convertí en hilos vivientes que tiraban en todas direcciones y en muchos animales salvajes que se mordían entre sí. Mis ojos y mis oídos y mi piel se convertían en hilos tirantes, iluminados por la electricidad del dolor. Algo estallaba en mí y lo destruía todo, una estrella negra de luminosidad inversa que arrasaba toda la materia y deshacía los enlaces de los átomos. El pasado, las creencias, el bien, el miedo, la vergüenza, el honor, la astucia, la inteligencia, los primores de la civilización, el deseo, todo se extenuaba, todo ardía. Perdí la forma humana.
Y entonces, alguien, sentado frente a una mesa, me oyó.
Alguien, vestido con ropas oscuras, oyó mi grito. Seguramente en un principio no sabía que aquel grito provenía de mí y oyó simplemente un grito. Pero luego escuchó con más atención y vio que era yo, precisamente yo quien gritaba. Y ese alguien que escuchaba estaba frente a una mesa de piedra, una hermosa mesa de malaquita taraceada de piedras semipreciosas que dibujaban árboles y pájaros y sobre la cual había muchas fichas de diferentes formas y colores. Miles de fichas de colores. Fichas de piedra, de ébano, de cristal, de plástico, de raíz, de metal, de plomo pintado.
Abrió los ojos. Y yo vi a través de sus ojos. Vi la mesa de malaquita y sus manos y los miles de fichas que había sobre la mesa de malaquita. Y era necesario remover las fichas para encontrar las fichas necesarias, y algunas veces, al removerlas, una o dos fichas caían de la mesa. Y estas fichas que caían causaban numerosos problemas. En realidad, casi todos los acontecimientos, buenos y malos, eran debidos a estas fichas que caían de la mesa de malaquita y rodaban por el suelo, y se quedaban perdidas entre la hierba.
Y ese «alguien» que me oyó, decidió que era necesario ayudarme. No porque antes no hubiera deseado ayudarme, sino simplemente porque antes no sabía de mi existencia.
Entonces vi (esto sucedió, creo, cuando finalmente perdí la consciencia), vi una ladera de una montaña, y entre las rocas aparecía una cabra grande, que me miraba con uno de sus ojos. No era realmente una cabra, sino una especie de antílope grande, de cuernos cortos y flancos color canela. Me miraba con su ojo izquierdo y luego doblaba una pata.
El significado de aquella pata doblada era sencillo: tienes que seguirme. Luego el antílope echaba a caminar montaña arriba. Y yo elevaba la vista y veía que se trataba de la montaña más alta de la isla, el volcán original cuya cúspide estaba siempre cubierta de nubes.
Sube a la montaña, me decía el antílope. Sube a la montaña.
Pasé varios días en un estado de sopor, de estupidez. Eran los efectos del alcohol, de la sangre perdida, del agotamiento. Yo seguía sintiendo el pie izquierdo en su lugar, y tuve que incorporarme para contemplar la pierna con mis propios ojos y comprobar, en efecto, que mi pie, junto con la mitad de la pantorrilla izquierdos, ya no estaban en su lugar. Yo me quejaba de que me dolía el pie igual que antes de la amputación, y Joseph me dijo que era un dolor fantasma. Que el dolor de mi pie no estaba en el pie, sino en el cerebro. Unos días después de la amputación (quizá sólo dos días más tarde), nos despertamos una mañana y estábamos sin cadenas, completamente solos en el interior del templo. Salimos, titubeantes, convencidos de que nuestros verdugos estaban escondidos al otro lado de la pared de piedra que rodeaba el complejo de templos, o acuclillados entre las plantas, listos para saltar sobre nosotros con jubilosos gritos de «¡sorpresa, traidores a la causa proletaria, os hemos capturado de nuevo!». Pero no era así. Un ave lira cruzó volando, la única que he visto en la isla antes o después. Era de la variedad que tiene plumas de un color azul oscuro casi negro, quizá el pájaro más hermoso que existe.
Descendimos las escalinatas lentamente (yo iba entre Joseph y Wade, saltando penosamente sobre mi pierna sana), temiéndonos una broma cruel, una trampa. Nos acercamos hacia la pared de piedra, cruzamos la puerta con su arco lleno de figuras talladas, la última torana que quedaba en pie. Y allí, nada más cruzar la torana, vimos a uno de los guerrilleros. Venía caminando hacia nosotros, con el brazo derecho levantado, el Kalashnikov colgado del hombro derecho, como hacen los zurdos. Era Estrella Roja. Pero su estado era lamentable. Horrible. Algo le había cortado un trozo del cuerpo. Algo como un hacha gigante o una hoja de acero gigante le había cortado el lado izquierdo de la rubia cabellera, la oreja izquierda, la mejilla izquierda, el hombro y el brazo izquierdo y el lado derecho del cuerpo hasta la cintura. El lado izquierdo de su cara estaba cortado limpiamente, dejando al descubierto la calavera y los dientes. Tenía los ojos desorbitados, no comprendo cómo podía seguir andando. Se oían explosiones a lo lejos, entre los árboles. Entonces oímos un horrible alarido a lo lejos, en el interior de la selva, el aullido infernal que emitía, según creo, el gigante azul. No se veía al gigante en parte alguna, pero el aullido sonaba cerca, quizá sólo a unos pocos centenares de metros. Taladraba los oídos, taladraba la materia. Doblaba el tiempo y el espacio. Entonces un rayo cayó de lo alto, idéntico al que había golpeado a Christian y a Noboru. Envolvió a Estrella Roja de un fulgor de luz dorada y blanca tan intenso que hacía daño a los ojos, y luego la hizo estallar en llamas. Llamas rojas que ardían con furia, como si fueran ferozmente alimentadas por decenas de fuelles gigantes. Durante un segundo, cuando estaba completamente envuelta en fuego, su rostro adquirió una belleza inusitada. Sus ojos azules nos miraron con un aire de tierna sorpresa, y en sus labios apareció una sonrisa. Era como si fuera muy joven de nuevo, como si fuera la mujer que había sido una vez, cuando era una joven madre que tenía tres hijos en una granja, y una noche cayó un rayo durante una tormenta eléctrica, se produjo un incendio en un granero anexo a la casa y sus tres hijos murieron ahogados por el humo. Por espacio de un segundo la vimos como realmente era, como había sido una vez. Luego cayó al suelo envuelta en llamas y rodó sobre las hojas. Ni siquiera gritó. Ya estaba muerta. Wade y Joseph se acercaron a ella, quizá con intención de tumbarse sobre ella para apagar las llamas, pero era inútil. El cuerpo de Estrella Roja se había convertido en una masa negra y chamuscada en la cual apenas quedaban unos pocos rescoldos azules. Yo jamás había visto nada arder tan rápido ni consumirse tan completamente. Aquel cuerpo quemado y humeante que teníamos en el suelo ante nosotros era en todo semejante a los cadáveres que habíamos visto en el valle del Hombre Azul en nuestro viaje de ida. No parecía un cadáver quemado, sino más bien un cuerpo disuelto en calor. Era, pues, una víctima del Hombre Azul y de los rayos letales que enviaba con su frente. ¿Habría matado el Hombre Azul a todos los guerrilleros? ¿Era él el enemigo sin forma contra el cual iban tan armados? ¿Era él lo que pretendían destruir con sus nidos de ametralladoras escondidos, con sus lanzagranadas, con su cañón Mistral de misiles tierra-aire?
Tardamos dos días en alcanzar la costa y luego irla recorriendo hasta llegar a nuestra playa, a la laguna, a la desembocadura del río que ahora sentíamos como nuestro hogar. Nos recibieron con asombro y con llanto, porque teníamos un aspecto lamentable. Estábamos demacrados, agotados, horriblemente sucios, comidos por los insectos y por las sanguijuelas, con urticarias y sarna contagiadas por los guerrilleros, y yo venía delirando de fiebre en unas parihuelas a punto de caer hechas pedazos y con la pierna izquierda envuelta en un vendaje que goteaba sérum y sangre desde hacía horas.
A pesar de todo me alegré de haber estado en aquel estado febril y delirante y de no haber tenido que enfrentarme a los padres. A Lizzie, la pequeña Lizzie, a Bruce y a Gloria Griffin, a los padres de Adele y Estelle, que nos preguntaban si habíamos visto a sus hijos, si sabíamos algo de ellos, si estaban bien, si estaban vivos. Ya que, para nuestra gran vergüenza, habíamos regresado vencidos y engañados, sin los niños, sin las armas y portadores sólo de malas noticias.