1
Caemos
Muchos afirmarían más tarde que habían visto la isla desde lo alto unos minutos antes del accidente. Esto significaría una altura de unos diez mil metros, aunque es posible que el avión llevara ya un rato descendiendo. No lo sé. Yo no la vi. El hecho es que en un cierto punto del viaje, cuando nos encontrábamos en medio del océano Pacífico, calculo que cerca del meridiano 170, los sistemas eléctricos del avión dejaron de funcionar. Los pasajeros notamos el fenómeno inmediatamente. Las pantallas de vídeo se apagaron, así como las luces de los innumerables pilotos led que hay siempre encendidos en un avión, y las toberas de alimentación de aire acondicionado dejaron de lanzar su chorro de aire helado. Los que estaban en los servicios golpearon en las puertas al verse de pronto atrapados en la oscuridad. La situación era totalmente anómala, porque no sólo habían fallado las luces, el vídeo y el aire acondicionado sino que todos los aparatos eléctricos que se encontraban dentro del avión habían dejado de funcionar, incluidos los ordenadores personales, los teléfonos móviles y las consolas de juegos. Nada de esto era grave, por supuesto. Lo verdaderamente grave era que los sistemas de navegación de la aeronave se habían apagado también. De pronto el avión, un Boeing 747 con casi cuatrocientos pasajeros a bordo, se había convertido en una piedra arrojada a los aires impulsada sólo por su propia inercia.
Recuerdo lo rápido que sucedió todo, lo poco que tardamos en darnos cuenta de que algo iba mal. Las azafatas corrían por los pasillos y se hablaban a gritos de un extremo al otro del avión. No funcionaban los altavoces ni los intercomunicadores, de modo que la puerta de la cabina, me imagino, hubo de abrirse, y el copiloto tuvo que dar las instrucciones a los auxiliares de vuelo en alta voz. Sea como fuere, la información recorrió el avión como una oleada, desde los asientos de primera clase del piso superior hasta los de clase business y luego hasta la cola del avión. Los sistemas eléctricos han dejado de funcionar. Los motores se han apagado. A no ser que la avería se solucione en unos pocos minutos, nos veremos obligados a amerizar.
Yo nunca había creído realmente que un jet pudiera posarse sobre el mar. Siempre había pensado que todas esas instrucciones que se dan a los pasajeros en caso de amerizaje eran o bien una ilusión fantástica o bien una forma de distraerles o incluso de tranquilizarles. Jamás he oído que un avión tenga problemas técnicos y haya tenido que posarse en el agua del océano. Siempre he supuesto que lo más probable en caso de intentar un amerizaje sería que el avión chocaría con las olas y se hundiría en el mar con todos los pasajeros que llevaba a bordo. Ha habido muchos aviones que se han caído al mar y se han hundido, pero jamás he oído hablar de un avión que americe en mitad del océano. Más tarde me dediqué a investigar un poco el tema (quería saber si lo que nos había sucedido había sucedido antes en algún lugar del mundo o, dicho de otro modo, si lo que nos había sucedido nos había sucedido realmente) y averigüé que, en efecto, los casos en que una aeronave comercial, es decir, un avión de enorme tamaño, se ha visto obligada a posarse en el mar, son muy raros, y que el resultado ha sido trágico en la mayor parte de los casos. Con una excepción: el amerizaje del Airbus A320 de US Airways en el río Hudson en el año 2009, un caso especial porque el jet acababa de despegar del aeropuerto de La Guardia y no tenía ni mucha velocidad ni mucha altura, porque un río es un cuerpo de agua singularmente liso y tranquilo y porque a los cinco minutos exactamente de caer en el agua, el aparato estaba rodeado de embarcaciones que comenzaron a recoger a los pasajeros. Pero ni siquiera en este caso las cosas funcionaron perfectamente: las balsas de goma se hincharon, pero la mayoría de los pasajeros no pudo llegar a ellas, y salieron a las alas del avión, donde estaban amontonados y con el agua por los tobillos cuando comenzaron a ser evacuados, ya que el avión se hundía rápidamente. Muchos de ellos no se habían puesto el chaleco salvavidas. Si hubieran estado en mitad del mar la ayuda nunca podría haber llegado tan rápido y habrían muerto todos ahogados.
Sin embargo, cuando oí aquello de que íbamos a vernos obligados a amerizar no sentí miedo en absoluto. Si acaso excitación, nerviosismo. El mar estaba allá abajo. Se veía a través de todas las ventanillas. Lo único que había que hacer era descender hasta aquel suelo azul y posarse sobre él.
Las azafatas se situaban en los pasillos pidiendo calma, diciendo que nos abrocháramos los cinturones y que no nos levantáramos de los asientos. Estábamos experimentando «dificultades técnicas», nos dijeron, pobres muchachas de veintidós años pensando en el fulgor de los centros comerciales de Singapur, señoras de mediana edad pensando en sus hijos adolescentes y en jubilaciones anticipadas. Los viajeros les hacían todo tipo de preguntas, alguno incluso se puso de pie y demandó hablar directamente con el capitán de la nave. Había algo muy extraño: el silencio. No es que los viajeros estuvieran callados, precisamente: muchos de ellos hablaban e incluso gritaban. Me refiero al silencio de las máquinas. Qué terrible es el silencio de las máquinas cuando la vida depende de las máquinas. Los reactores estaban mudos y también el aire acondicionado, y de pronto los oídos registraban una ausencia de saturación que resultaba intrigante. Uno nunca es consciente del volumen de ruido que hay en un avión. Incluso con el aislamiento de la cabina, el estruendo de los motores es ensordecedor.
Descendíamos a una velocidad vertiginosa, y a pesar de todo la bajada se me hizo eterna. El avión sufría fuertes bandazos como los que se experimentan cuando hay turbulencias, golpes repentinos, la sensación súbita de caer en vertical desde una altura de diez pisos. Saltábamos, literalmente, en los asientos. Luego se estabilizaba, sin duda a consecuencia de las corrientes de aire, y parecía que estaba completamente inmóvil, como si de pronto nos hubiéramos posado en tierra y estuviéramos detenidos. Unos segundos más tarde sentíamos de nuevo una angustiosa sensación de caída en el vacío y el avión comenzaba otra vez a sufrir fuertes sacudidas. A mi alrededor, los pasajeros gritaban y lloraban. Algunos rezaban. A veces la fuerza del viento levantaba el avión con ímpetu y luego lo volvía a dejar caer. Era verdaderamente espantoso sentir aquella caída muerta, sin motores que nos impulsaran, sin tren de aterrizaje, sin protección ninguna, con la conciencia cada vez más clara y terrorífica de lo que nos esperaba allá abajo. Un mundo salvaje de olas, de viento. Un abismo azul iluminado de medusas. La muchacha que había a mi lado estaba tan asustada que se había quedado completamente blanca. Estoy asustada, me dijo con un hilo de voz. Era la primera vez que se dirigía a mí en todo el viaje. Era muy hermosa, una de esas muchachas de largo cuello y preciosos ojos, de labios rugosos y barbilla perfecta. En un cuento de hadas habría sido una princesa. No te preocupes, le dije, no va a pasar nada. Entonces noté que me temblaba la voz. ¿Tú crees?, dijo ella. Y luego: ¿estás seguro? Era muy joven, no debía de tener más de veinte años. Recuerdo que me dijo: por favor, dame la mano. Yo cogí su mano de largos dedos fríos, y le dije: lo que deberíamos hacer es ponernos el chaleco salvavidas. Las azafatas iban por los pasillos diciendo que nos pusiéramos el chaleco salvavidas pero que no lo infláramos. Nos decían que permaneciéramos sentados y con el cinturón de seguridad abrochado, pero había muchos pasajeros tan histéricos que no les hacían caso. Algunos se levantaban de los asientos, y muchos, después de colocarse el chaleco salvavidas tiraban de las cuerdas para inflarlo a pesar de que acababan de decirles expresamente que no lo hicieran. A mi izquierda había una pareja de color, un hombre y una mujer, y el hombre se había soltado el cinturón de seguridad y parecía decidido, por la postura que tenía, a salir corriendo por el pasillo. Una de las azafatas se le acercó y le dijo muy seria: si no se pone el cinturón y se queda en su sitio, morirá. Creo que sólo en ese momento comencé a darme cuenta de lo grave que era la situación. ¿Cómo?, dijo el hombre. Era muy alto, corpulento, e iba vestido con un traje azul muy elegante, con gemelos de oro en los puños de la camisa. Se llamaba Ngwane. Su esposa se llamaba Omotola. Eran nigerianos, y trabajaban en la industria del cine de su país. Claro que todo esto lo supe más tarde. Cuando el avión tome contacto con el agua, sufriremos un impacto terrible, le explicó la azafata a Ngwane con una calma glacial. Si usted no tiene el cinturón abrochado, saldrá despedido de su asiento y se destrozará el cráneo. Yo miré la placa de la azafata. Se llamaba Eileen. Eileen, le dije, ¿ha vivido alguna vez un amerizaje? Ella se volvió a mirarme como si no me entendiera. Comprobó que tenía puesto el cinturón y me dijo: coloque las manos sobre el asiento de enfrente y apoye la frente en las manos. Eileen, repetí, ¿alguna vez ha vivido algo así? Nadie ha vivido nada así, me dijo. Pero nos han entrenado para la eventualidad de que suceda. Entonces vi que también ella estaba muy asustada, mucho más asustada que todos los demás.
Los padres ponían los chalecos salvavidas a sus hijos. Las mujeres lloraban. Se oían rezos en distintos idiomas, dedicados a distintas deidades. En ese momento, todos los nombres de Dios sonaban igual, todos sonaban como el nombre de un perro lejano, un perro gris que se volvía a mirar, vagamente asombrado de lo que había hecho. La muchacha de mi lado estaba tan pálida que pensé que iba a desmayarse. Por favor, por favor, por favor, murmuraba. ¿Cómo te llamas?, le dije. Mírame, le dije, ¿cómo te llamas? Swayla, me dijo. Swayla Sanders. Yo me llamo John, le dije, John Barbarin. John, dijo ella, ¿vamos a morir?
Poco a poco se aproximaba el momento del amerizaje. El tiempo, de pronto, se abrió, del mismo modo que se abre una flor o que se abre un libro. Cogemos el libro, un objeto que cabe en la palma de la mano, lo abrimos y de pronto se convierte en un objeto infinito. Lo mismo sucedió entonces con el tiempo. Yo entré en un tiempo distinto del habitual. Creo que algunas veces se describe esta forma de vivir la temporalidad como la sensación de que las cosas suceden a cámara lenta. Veía a las personas que gritaban y lloraban a mi alrededor, pero no me sentía involucrado. Me sentía libre, indiferente, poseído por una especie de placidez. Es como si llevara toda la vida esperando aquel momento, el momento del supremo peligro. Como si por fin hubiera llegado lo que siempre había sabido que llegaría.
La situación era crítica porque, al haber perdido toda alimentación eléctrica, los pilotos no podían manejar el avión. Cuando un avión se queda sin combustible, se detienen los motores y también los sistemas eléctricos que permiten, por ejemplo, mover los alerones o el timón del avión. Sin embargo, eso no era lo que le había sucedido a nuestro avión: los tanques estaban llenos al 60% cuando tuvo lugar el accidente, y el fallo eléctrico generalizado que estábamos experimentando, que alcanzaba incluso a los aparatos eléctricos autoalimentados de los pasajeros, nada tenía que ver con una hipotética avería. En realidad, la electricidad no funcionaba por un problema de electromagnetismo, quiero decir, por algo que tenía que ver con las condiciones del electromagnetismo de la zona. De acuerdo con lo que averiguaría más tarde, aquel fenómeno, que a mí me parecía poco menos que mágico, podía ser explicado de forma relativamente convincente desde un punto de vista científico. Lo curioso es que yo recordé entonces que en los relatos de los encuentros con ovnis siempre se produce este mismo fenómeno: todos los aparatos eléctricos dejan de funcionar. A lo mejor fue ese recuerdo, precisamente, lo que me ayudó a atravesar aquellos momentos de confusión y de pánico de una forma relativamente tranquila. Recordaba el episodio de la película Encuentros en la tercera fase, por ejemplo, en que un ovni se detiene justo encima de la camioneta de Richard Dreyfuss. De pronto, las farolas de la calle se apagan, la radio del coche queda en silencio, el coche se detiene. Sí, es posible que pensara: este fenómeno inexplicable es, en realidad, una bendición. Hemos entrado en contacto con algo inmenso y misterioso. Una fuerza benigna que nos contempla, que nos ayuda y que sabe de nosotros. No va a pasar nada. Nada puede herirnos. Moriremos, pero no moriremos hoy. Pero cuando escuché las heladas palabras de Eileen, la azafata, los labios de Eileen (hablaba con uno de esos suaves acentos de Boston que tienen algo de altivo pero que yo siempre he encontrado sumamente sensuales) diciendo: cuando entremos en contacto con el mar, se producirá un choque muy violento, sentí como si de pronto regresara a la realidad. Miré a Swayla. Estaba muy callada y con los ojos fijos en el asiento que tenía enfrente, y comprendí que estaba rezando. Nuestras manos seguían entrelazadas.
Algunos aviones (todo esto lo supe después) disponen de un sistema de emergencia que salta cuando fallan los sistemas eléctricos. Se trata de unas pequeñas turbinas que se despliegan en las alas, una especie de hélices que se activan con el aire y que proporcionan electricidad mediante la energía eólica. Muy bien pensado, barato y ecológico, me diréis. En efecto. Pero el problema no era mecánico, como ya he explicado, y aunque las turbinas se abrieron y las hélices se pusieron a girar a toda velocidad, no se produjo electricidad de ningún tipo. Todos estos detalles técnicos provienen de Luigi Campanella, el ingeniero italiano.
La situación era muy grave, porque para lograr un amerizaje con éxito es necesario, entre otras cosas, desplegar los alerones para reducir la velocidad del avión, hacer que el avión se sitúe de cara al viento, o bien paralelamente con respecto al oleaje, lograr que el avión esté horizontal (ya que de otro modo una de las alas se hundiría en el agua y resultaría arrancada de cuajo) y, por último, levantar lo más posible el morro del avión sin que entre en pérdida. Y para conseguir todas estas cosas, es necesario que los mandos del avión funcionen. Lo que sucedió en el amerizaje, por tanto, fue una especie de milagro, aunque otros dirán que el único milagro fue el prodigioso diseño de los ingenieros de Boeing.
Dadas las circunstancias, podría decirse que tuvimos suerte. El avión podía haber entrado en el agua de morro, con lo cual el impacto, similar al que se produciría al chocar contra una pared a cuatrocientos kilómetros por hora, nos hubiera matado a todos al instante. Si hubiera habido mar gruesa y hubiera amerizado contra las olas, el impacto podría haber destrozado también el fuselaje y haber hecho que el avión se clavara en el agua igual que una aguja, de modo que los que no murieran por el impacto fallecerían atrapados en el avión o bien, en el caso de haber logrado abrir las puertas, ahogados por las trombas de agua que llenarían el avión en cuestión de segundos. Por último, dada la situación de la isla más o menos en el punto en que la inercia nos haría entrar en contacto con el planeta Tierra, el avión podría haberse estrellado en una de las montañas de la isla. Pero no sucedió nada de esto. El avión estaba más o menos horizontal, con el morro levantado en un ángulo de cinco grados (once grados hubiera sido lo óptimo) y bien situado en línea con las olas cuando tocamos el agua.
Sin embargo, la velocidad era excesiva. En el momento de tocar el agua, el avión se movía a unos cuatrocientos kilómetros por hora, lo cual, como sabe cualquier aficionado a la aeronáutica, es una velocidad endemoniada para tomar tierra incluso en circunstancias normales. El choque fue brutal, tan brutal que perdí el conocimiento. El avión entró en el mar, además, ligeramente ladeado. Lo primero que tocó el agua fueron los reactores izquierdos, dos inmensos cilindros que nada más «engancharse» en la superficie del mar hicieron que el avión sufriera, primero una tremenda sacudida, y luego, al hundirse el ala en las aguas y romperse de cuajo, que todo el fuselaje del avión se partiera en tres partes. Algunos suponen que el ala no se rompió simplemente por el efecto de la resistencia del agua, sino porque chocó con un arrecife de coral sumergido en las aguas poco profundas cercanas a la costa. No lo sé. Si hubiéramos entrado en el agua con el morro más levantado y las alas horizontales, el número de víctimas habría sido mucho menor. Es posible, incluso, que no hubiera muerto nadie. Pero las cosas sucedieron como sucedieron.
A cuatrocientos kilómetros por hora, el agua es una superficie sólida como la roca. Recuerdo haber visto por la ventanilla nuestra propia sombra, la sombra en forma de cruz del avión, avanzando a una velocidad de vértigo sobre la superficie del mar. Parecía que la sombra iba mucho más deprisa que el avión, y que pronto escaparía hacia delante y se apartaría de nosotros. Estaba cada vez más cerca. Iba a nuestro encuentro. Luego dejé de verla, supongo, porque estábamos precisamente encima de ella. En aquellos momentos, todo el mundo estaba en silencio. Nadie lloraba, ni gritaba, ya no se oían rezos. Al fondo del avión se oía llorar a un bebé. Eso era todo. Muchos nos colocamos como nos habían recomendado, con la frente sobre las manos cruzadas y apoyadas en el asiento de delante, pero creo que la mayoría de la gente ignoró estas instrucciones. Lo que estaba sucediendo era tan salvaje, tan brutal, tan incomprensible, que cualquier medida para paliarlo parecía redundante. Yo mismo, al colocarme en aquella posición, sentía que era inútil hacer nada, y que estábamos todos en manos del destino.
Sentí una sacudida brutal y luego me hundí en una especie de pozo sin fondo, una caída lenta, silenciosa, en dirección a la noche. No sé cuánto tiempo estuve desmayado. Me imagino que fueron sólo unos minutos, aunque yo lo sentí como una eternidad.