44
Tengo alucinaciones. Me visita Rosana

Tuve muchos visitantes durante aquellos días. Mi historia se hizo famosa. No es difícil alcanzar la fama en una sociedad de noventa personas.

Mis alucinaciones no me abandonaban. Habían dejado de administrarme analgésicos, pero yo no dejaba de tener alucinaciones. De vez en cuando veía un gato negro de precioso pelaje que entraba en la cabaña, se quedaba allí unos instantes atusándose sus largos bigotes blancos y luego desaparecía por debajo de la tela de la puerta tal y como había entrado. Yo sabía que no había ningún gato en aquella isla y que aquel gato sólo existía en mi imaginación. Sabía que no era posible que hubiera un gato y que yo no lo hubiera visto nunca ni hubiera oído jamás ningún comentario sobre la existencia de aquel precioso gato negro. No era un gato salvaje, sino un animal doméstico bien alimentado y bien cuidado. Su pelo negro brillaba como el terciopelo y yo sabía que aquel animal no era real, sino una creación de mi delirio. También soñaba con Rosana. Soñaba con ella a menudo.

Me iba recuperando poco a poco. La herida cicatrizaba bien. Pero mis alucinaciones no desaparecían. A veces me visitaba un hombre muy desagradable vestido con un mono negro que tenía unas orejas puntiagudas como las de un gato y una cola llena de serrín. Era un hombre pequeño, panzudo y sudoroso, y tenía un aspecto indeciblemente ridículo con aquel traje de gato desgastado por los codos y por las rodillas y con el tejido lleno de bolitas. Cuando aparecía yo me daba la vuelta en la cama y cerraba los ojos. Me aterraba, no sé muy bien por qué. Estaba siempre muy sudoroso, y me hacía gestos extraños, como invitándome a salir, como animándome a que le siguiera.

Un día apareció en la cabaña del hospital un hombrecillo vestido con un blusón azul y unos grandes pantalones sueltos, un hombre muy alto, completamente calvo y con un bigotito rubio tan tenue que era casi invisible. Se dirigió a mí con toda formalidad y me dijo que su nombre era Anton Bruckner. Bruckner, el célebre compositor austríaco. Era idéntico que en las fotografías que había visto de él. Nos estrechamos la mano y luego le dije que se sentara y él, después de mirar a su alrededor un poco confundido, cogió un taburete de madera, lo colocó cerca de la cama y se sentó a mi lado.

Herr Bruckner —le dije—. Siempre he amado su música.

—Es usted muy amable —me dijo—. ¿Es usted músico también, sin duda?

—Sí. Compositor —dije yo—. Pero no tengo éxito.

—No se preocupe por el éxito —dijo él—. La música no tiene nada que ver con el éxito ni con los aplausos. Aunque a todos nos guste recibirlos.

—Es evidente que la música no es eso —dije yo—. Pero ¿cómo se puede componer cuando uno no obtiene ningún reconocimiento? ¿Cómo es posible componer cuando uno pierde la fe en sí mismo?

—Usted tiene que comprender lo que es realmente la música —dijo él—. Entonces la preocupación por el éxito no se convertirá en la fuerza dominante de su vida.

Hablaba un inglés extraño, con un fuerte acento alemán, un acento alemán que también resultaba peculiar. Yo no sabía que Bruckner hablara inglés, aunque sí que había sido muy bien recibido en Inglaterra y que siempre había sentido afecto y admiración por ese país, y también que había intentado en varias ocasiones emigrar a los Estados Unidos. Aunque supongo que aquella figura que acababa de entrar en mi cabaña no era realmente Bruckner, sino una creación de mi imaginación.

—Dígame, herr Bruckner, ¿qué es realmente la música?

—Si se lo digo estropearé la posibilidad de que usted lo descubra por su cuenta —me dijo él—. Y eso no estaría bien. Es posible que usted haya venido a este lugar exclusivamente para eso.

—¿Es usted realmente Anton Bruckner?

Se sacó de uno de los bolsillos de su blusón una bolsa de papel llena de cerezas y se puso a comer. Me ofreció. Estaban muy rojas y tenían un aspecto delicioso. Pero yo tenía miedo a comer alimentos del mundo de los sueños, y rechacé su oferta.

—La música es una forma de alabar a Dios —dije yo—. ¿Es eso lo que usted cree?

Él frunció ligeramente el ceño. Escupió un par de huesos al suelo y luego se guardó de nuevo la bolsa de cerezas en el bolsillo de su blusón de campesino.

—Dios es una palabra que se les dice a los niños —dijo Bruckner limpiándose los labios con el dorso de la mano—. Aquí no solemos utilizar esa palabra.

—Usted siempre fue un buen católico, un hombre de fe.

—En efecto. Pero eso no me salvó de la desdicha. Siempre fui desdichado, señor Barbarín. Toda mi vida, desde niño, siempre fui un desdichado y un solitario. Nadie me quiso nunca, en toda mi vida. Jamás logré tener un verdadero amigo ni inspirar cariño a ninguna mujer. ¿Le parece fácil vivir así una vida entera?

—Dígame, ¿qué es la música realmente?

—La música tiene un lado humano y un lado que no es humano —dijo Bruckner—. La música representa al ser humano en toda su complejidad y también el cosmos en toda su complejidad, y representa el vínculo que existe entre los dos. Representa lo que conocemos del ser humano y también lo que no conocemos. La totalidad de la realidad. La totalidad del alma y la totalidad del mundo. Y el puente que une al alma del hombre con el alma del mundo.

Quedé en silencio, pensando que Bruckner jamás habría dicho cosas como aquéllas.

—Usted no es realmente Bruckner —le dije—. Usted es una creación de mi imaginación, y dice cosas que yo he pensado o que yo podría pensar.

Cuando salió, me quedé pensativo durante un largo rato. Luego descubrí que en el suelo de la cabaña había tres huesos de cereza. Los cogí y los guardé debajo de la almohada y me dispuse a dormir un rato. Estaba convencido de que cuando me despertara, los tres huesos de cereza habrían desaparecido, pero no fue así. Los tres huesos seguían donde los había dejado, y todavía hoy, cuando escribo estas memorias, siguen en mi poder.

Yo pensaba que la experiencia traumática que había sufrido me había dejado impotente y que aquello significaba que comenzaba el declive de mi vejez, pero la primera visita que me hizo Rosana demostró que estaba equivocado. Oí su voz fuera de la cabaña y supe que venía a visitarme, y creo que por primera vez en mucho tiempo tuve la sensación de que no estaba presentable y deseé tener un peine y poder mirarme en un espejo. Se abrió la tela de colores de la puerta y apareció ella. Juan Barbarín, cómo estamos, me dijo. Yo levanté los dedos de mi mano derecha a modo de saludo, como si me sintiera mucho más débil de lo que me sentía en realidad. Se sentó en la cama con una familiaridad que me agradó. Estaba vestida con unos pantalones blancos y una de sus blusas semitransparentes. No sé cuántas traía en su equipaje de mano o cuántas había logrado rescatar (creo que ella era una de las pocas personas afortunadas que había logrado recuperar sus maletas de la bodega del avión), el hecho es que siempre que la veía parecía llevar una nueva. Su blanco sujetador se dibujaba a través de las flores, dos pechos perfectos de la talla D. Le dije que me gustaba su sujetador, ya que su presencia era tan obvia que era imposible ignorarla, y ella rió y sacó la barra de labios que siempre llevaba con ella para retocarse la boca.

Su barra de labios era algo así como su amuleto. Me gustaba ver cómo extraía aquel objeto dorado y brillante del interior de su sujetador (solía llevarlo con toda comodidad en el hueco que había entre sus senos, un lugar donde las mujeres suelen guardar a menudo objetos pequeños), lo destapaba, lo hacía girar con un movimiento hábil de los dedos y aplicaba sobre sus labios pequeños y carnosos la barra de intenso rojo coral que brotaba rotando sobre sí misma como un purpúreo órgano eréctil, una combinación de cera de abejas, polímeros que le daban el aspecto untuoso y brillante que tanto me atraía, pigmentos artificiales, polvos de caolín, derivados de la lanolina que la hacían pegajosa y adherente, hidratantes, cicatrizantes, calmantes y el aceite esencial de geranio que le daba su aroma característico. Creo que ella sabía lo mucho que me gustaban sus labios rojos, y siempre que estaba conmigo extraía discretamente la barra de labios de su blusa y se retocaba su boca pequeña, compacta y sensual, mientras hablaba. Y entonces mi pequeño amigo de más abajo reaccionó de manera inequívoca. Aquella sensación me hizo sentir vivo de nuevo. Enviaba irradiaciones eléctricas por la columna hasta la nuca, y por las piernas hasta la planta de los pies. Mi miembro despertaba como la bella durmiente.

—¿Qué pasa, Juan Barbarín? —me dijo ella guardando su lápiz de labios de nuevo en su lugar con gesto de inocencia—. ¿Por qué te ríes?

—Porque el gato no ha sido neutralizado —dije.

—¿El gato? ¿Qué gato?

Renuncié a explicárselo. Le agradecí que viniera a verme, le pregunté que por qué no había venido antes y ella me dijo entonces que había ido varias veces. ¿No me acordaba? Yo me sentía confuso. ¿Varias veces? Pero ¿cuánto tiempo llevaba yo metido en aquella cabaña? No sé, me dijo ella, cuánto tiempo crees. Vi cómo apretaba un labio contra otro para igualar el carmín y cómo luego entreabría la boca y se quitaba cuidadosamente con la yema del dedo meñique el exceso de carmín de las comisuras de los labios. Estas cosas que hacen las mujeres siempre me han parecido fascinantes.

—He estado muy confuso durante días —le dije—. Joseph me ha explicado que me han administrado opiáceos y que he tenido alucinaciones. He tenido muchos sueños. No podía dejar de soñar, hasta cuando estaba despierto. Y también he soñado contigo.

—Ah, ¿sí?

—He soñado que venías a verme. Sí, he soñado varias veces contigo.

—Pero es que he venido varias veces a verte. Eso no eran sueños, era la realidad.

—A lo mejor has venido a verme, pero yo no lo recuerdo. Sólo recuerdo mis sueños.

—Hemos hablado varias veces —me dijo Rosana—. ¿Cómo puedes no acordarte? He venido a verte cinco o seis veces en estos días, y varias veces hemos hablado. A veces estabas dormido, a veces estabas entre el sueño y la vigilia, pero otras veces estabas despierto y hablábamos. ¿No te acuerdas?

—Me acuerdo de haber hablado contigo en sueños —dije yo—. Pero eran sueños. No era la realidad.

—¿Cómo sabes que no era la realidad? A lo mejor estaba sucediendo realmente y tú pensabas que era un sueño.

Ella parecía muy divertida y quizá nerviosa, y se había puesto a morderse las uñas. Yo había observado que compartía aquella pequeña manía con su hija, aunque cuando ella veía a su hija morderse las uñas la reprendía. Pero me gustaba cuando ella lo hacía, porque era un gesto infantil que la hacía parecer joven y accesible. Y de pronto no era simplemente el despertar de mi miembro dormido lo que me hizo sentir una sensación de placer por todo el cuerpo. Era la propia conversación, el placer de estar allí hablando con Rosana.

—Sé distinguir entre el sueño y la realidad —dije mirándola a los ojos—. Y sé que lo que pasaba en esos sueños, porque sin duda eran sueños, no pasó en la realidad.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque eran cosas que, desgraciadamente, no suelen pasar en la realidad.

—Me estás asustando —dijo ella.

—¿Quieres que te los cuente?

—Prefiero que no me los cuentes.

—Te contaré uno —dije yo—. Soñé que estaba aquí, en esta misma cama, en esta cabaña. Era por la tarde. Lo sabía por los ruidos y por las voces. Era por la tarde, ya cerca de la puesta de sol, pero la cabaña seguía llena de luz. Entonces viniste tú, y te sentaste sobre la cama, más o menos como estás ahora, con las rodillas juntas y los codos sobre las rodillas. Y empezamos a hablar. Me contaste que en tu grupo de yoga había problemas, porque muchos de los del grupo eran vegetarianos estrictos y empezaban a tener serios problemas de malnutrición, porque en la isla es muy difícil hacer una dieta estrictamente vegetariana. Que se alimentaban prácticamente sólo de cocos, mangos, nonis y fruta del pan, y que algunos habían empezado a mostrar síntomas de desnutrición y de anemia.

—Pero todo eso es cierto —dijo ella riendo—. Eso no lo has soñado.

—¿No? —pregunté yo confuso.

—Claro que no. Tú me dijiste… Recuerdas lo que me dijiste, ¿no?

—¿Qué te dije?

—Que era una esclavitud. Me dijiste que desde que llegamos a la isla no pensabas en otra cosa más que en la esclavitud. Me dijiste que todo el que cree en algo, sea lo que sea, se convierte en un esclavo de sus creencias. Pero que el que no cree en nada tampoco está feliz. Que habías visto eso desde que llegamos a la isla. Que era lo que habías entendido. Me dijiste algo de Wade que no comprendí. Me dijiste que Wade pensaba que la isla quería enseñarnos algo. Hablabas como si la isla fuera un ser inteligente. Un ser dotado de conciencia y de voluntad propia. Eso sí que lo atribuí a la fiebre, Juan Barbarín. A veces sí que me parecía que estabas un poco… que habías perdido un poco el contacto con la realidad… Me dijiste: unos venimos aquí para pagar, y otros para recibir. Wade ha recibido sus piernas, a mí me han quitado mis piernas. ¿Qué querías decir con eso? ¿Qué significa eso de que Wade ha recibido sus piernas?

—Te lo explicaré otro día —dije frunciendo el ceño—. ¿De modo que dije todo eso?

—¿No lo recuerdas?

—No.

—Hablabas mucho —dijo ella—. Estabas excitado. Tenías mucha fiebre. Me dijiste que lo que les pasaba a mis amigos yoguis era que se habían equivocado. Que no habían sabido comprender a la isla. Que la isla quería enseñarnos a cada uno su propio camino, y que lo hacía de formas diferentes, a veces con suavidad, con pequeños juegos, con maravillas, con espectáculos, con platillos volantes y gigantes azules, y en otras ocasiones con crueldad, con sangre, como te había sucedido a ti. Pero que lo que no era posible en la isla era seguir manteniendo nuestras creencias y nuestra esclavitud.

—¿Dije todo eso?

—Era muy interesante —me dijo Rosana, que había vuelto a morderse los padrastros—. Yo no podía dejar de escucharte. Me tenías impresionada. ¿No lo recuerdas?

—Recuerdo haber tenido esa conversación en sueños.

—A lo mejor es que mezclas el sueño con la realidad —dijo ella.

—¿Puedes hacerme un favor?

—¿Qué favor? —dijo ella—. Me da miedo cuando me pides favores. ¿Qué favor?

—No te asustes —dije yo, divertido ante sus grandes ojos de alarma—. Por favor, ¿puedes dejar de morderte los padrastros? Me pone nervioso.

—Sí, perdona —dijo ella quitándose los dedos de los labios.

—¿No te haces daño?

—Sí, a veces hasta me hago sangre y se me infectan. Pero es que cuando empiezas ya no puedes parar.

—¿Es porque no puedes fumar? ¿Estás nerviosa por eso?

—No, yo jamás he fumado —dijo Rosana—. Dime, ¿qué más recuerdas de tu sueño?

—Ah, sí —dije yo frunciendo el ceño para intentar recordar con claridad—. A ver. Hablamos de los problemas de alimentación de tus amigos. Me contaste que varios de ellos insisten en no probar nada que no sea vegetal y que tenías miedo de que terminaran poniéndose enfermos, y que ya desde el principio, desde tu llegada a la isla, habías roto la dieta vegetariana y habías empezado a comer de todo. Tu hija y tú. Y que había algunos en el grupo de yoga que no te miraban bien.

—No, no es cierto —dijo ella—. En el grupo de yoga nadie mira mal a nadie porque no sea vegetariano. Pero sí, hay algo así como… como que no eres perfecto… y me daría vergüenza que Dharma supiera que como pescado y moluscos y que he llegado a comer carne de lagarto y de mono. No es que vaya a decirme nada directamente. Pero él insiste tanto en eso… porque para él eso es casi lo más importante, la alimentación… Y yo siempre he pensado que la alimentación es importante, pero ¿tan importante? ¿Lo más importante de todo? Sobre todo en las circunstancias en que estamos, Juan Barbarín. Y tú me decías: esclavitud, esclavitud. No parabas de repetir esa palabra. Me hablabas de los sistemas de creencias, de cómo todos estamos encerrados en un sistema de creencias. Me hablaste de cuando estabais encerrados en unos templos, dentro de la selva, cuando os capturaron los…

—Los guerrilleros, sí.

—Me hablabas de cuando estabais encerrados dentro de una habitación maloliente y oscura de un templo, todos encadenados, y me dijiste que una de esas noches habías tenido una revelación. Que aquello era horrible, un lugar horrible, hediondo, que olía a mierda, que olía a muerte, a carne podrida. Que incluso pensabais que aquella gente podían ser caníbales, y que el terror de que os tuvieran allí encerrados para usaros como alimento no os abandonaba.

—Sí.

—Me contaste que fue entonces cuando tuviste la revelación: que todos nos pasamos la vida construyendo un templo. Como Wade, ¿no es así? Porque aquellos templos tenían algo que ver con Wade.

—Sí —dije yo cerrando los ojos y hundiéndome de nuevo en el recuerdo de aquellas noches horribles, de aquel lugar espantoso y maloliente—. Wade se pasó años de su vida construyendo unos templos en mitad del bosque de Connecticut. No sé cuántos años se pasó construyéndolos. Y fueron esos templos los que acabaron por destruirle. Le trajeron la ruina y… bueno, supongo que alguna vez él contará a todos su historia. Y luego los templos indios que nos encontramos en mitad de la selva, donde se refugiaban los guerrilleros… bueno, tal como describía Wade sus templos, parecían idénticos a los que nos encontramos en mitad de la selva. Es como si aquellos templos que encontramos fueran los mismos que había construido Wade en Connecticut. O como si Wade hubiera visto en sueños aquellos templos de la isla y los hubiera construido en Connecticut exactamente igual, columna por columna y cúpula por cúpula.

—Y entonces tuviste una revelación —dijo Rosana—. Me dijiste que uno se pasa toda la vida construyendo un templo. Cada uno dedica su templo a una cosa. Uno a Dios, uno al trabajo, otro al sexo, otra a su marido, a un partido político, a cualquier cosa. Y cuando termina el templo, pone a un dios dentro del templo. Y luego se mete en el templo a adorar a su dios, y se queda allí encerrado. Le ponen unas cadenas, y le dejan allí encerrado para siempre. Encadenado en una habitación oscura, dentro de su adorado templo, cerca de su adorado dios. Encerrado para siempre.

—Uf.

—Me impresionó mucho —dijo Rosana—. Me ha hecho pensar mucho. Me hablaste de los mormones, encerrados en su templo mormón. Me hablaste de Brenda Esquivias, encerrada en Ciudad Juárez. Me hablaste de Joaquín, encerrado en sus teorías conspirativas. Me hablaste de Tudelli y de Hansa, encerrados en su fe católica. Todos esclavizados. Pero la isla quiere que seamos libres, me dijiste. La isla quiere hablarnos, quiere hacernos entender, porque hemos venido aquí para nacer.

—¿Te dije eso?

—Sí —me dijo ella—. ¿No lo recuerdas?

—Sí.

—Entonces lo recuerdas todo.

—Creo que mezclo la realidad y el sueño —dije—. Joseph me ha explicado que he tenido una fiebre muy alta durante mucho tiempo, y que eso induce un estado alucinatorio. Ahora me doy cuenta de que he estado mezclando cosas reales y soñadas. Por ejemplo, durante todos estos días he estado viendo un gato. Un gato negro.

—¿Un gato? —rió Rosana.

—Dime una cosa. No hay ningún gato en esta isla, ¿verdad?

—No, que yo sepa.

—Nadie traía un gato en el avión.

—Jamás he visto ningún gato por aquí.

—Y tampoco has oído hablar que haya aparecido un gato. En una isla en la que hay manadas de lobos salvajes, bien puede haber un gato. ¿No es así?

—Suena muy lógico —dijo Rosana riendo.

—Yo durante todos estos días, a veces, veía un gato.

—¿Dónde? ¿Aquí mismo?

—Sí. Entraba por debajo de la tela de la puerta. Entraba, se paseaba por la cabaña, olisqueaba por aquí y por allá. A veces se quedaba un rato quieto, mirándome. Luego se iba.

—¿Has hablado con Joseph y con las enfermeras?

—No —dije—. Sólo te lo he contado a ti. No se lo he contado a nadie porque no quiero que me tomen por loco. Sé que ese gato no existe.

—A lo mejor ha aparecido un gato y ni tú ni yo nos hemos enterado —dijo Rosana riendo—. A lo mejor ese gato ya estaba en la isla. A lo mejor tú y yo somos los últimos en enterarnos de las cosas en esta isla y todo el mundo ha visto el gato y el gato incluso tiene nombre.

Nuestra conversación ahora se había vuelto tan agradable que yo me sentía completamente embelesado. ¿Cuánto hacía que no tenía una conversación así, una conversación donde nadie quiere nada del otro, donde nadie pretende demostrar nada?

—No creo que haya aparecido realmente un gato —dije yo—. No creo que hubiera un gato perdido en la isla y haya aparecido de pronto.

—¿Por qué estás tan seguro?

—Porque si hubiera aparecido un gato, alguien se lo habría comido, ¿no crees?

Rosana apartó la mirada y comenzó a morderse las uñas de nuevo.

—Jolines, Juan Barbarín —dijo—. Qué cosas se te ocurren.

—Lo siento —dije—. Pero deja de morderte los padrastros, por favor.

Ella se apartó los dedos de la boca de nuevo y suspiró profundamente.

—Bueno, ¿eso es todo? —dijo entonces—. ¿Ésas son tus terribles alucinaciones? Has visto un gato que no existe. Bien, de acuerdo. No es el fin del mundo.

—Sé que el gato no existe. Es un gato negro, muy bonito. Un gato de raza. He visto otras veces animales que no existen en la isla. No es nada nuevo para mí. Pero también he soñado y he visto muchas otras cosas. He visto…

—¿El qué?

—Bueno, no importa. Eran sólo alucinaciones.

—Puedes contármelo si quieres. Si te tranquiliza.

—Uno ve siempre las cosas que tiene dentro, supongo.

—¿Eran cosas horribles?

—Sí, a veces eran cosas horribles. Y a veces eran cosas que no eran horribles, pero que a mí me producían un terror insoportable. Y otras veces no eran cosas horribles ni cosas que me producían terror, sino cosas muy agradables, cosas maravillosas.

—¿Quieres contármelas?

—Algunas no puedo contarlas todavía —dije—. Me tomarías por loco. Pero puedo contarte alguno de los sueños que tuve contigo. Si no te molesta.

—Vaya, pensaba que te habías olvidado de eso —dijo ella.

—Tuve un sueño muy bonito contigo —dije yo—. Me gustaría contártelo.

—Me das miedo, Juan Barbarín.

—¿No sientes curiosidad?

—Sí. No.

—¿Sí o no?

—No.

—¿No?

—Siento curiosidad, pero le estás dando tanto misterio que me asustas.

—Confía en mí.

—Bueno, los sueños son sueños —dijo Rosana rindiéndose—. Vamos a ver, cuéntame qué has andado haciendo conmigo en tus sueños.

No comprendía por qué le daba a aquello tanta importancia. Me parecía un poco artificial que tuviera tantas reticencias a que yo le contara un sueño que yo había tenido con ella. Aunque fuera un sueño erótico, si es que de eso se trataba, ¿qué importancia podía tener? No comprendía su mezcla de desinihibición y de pudor, como dos cantidades que no casan en una suma. Pero más tarde comprendí a qué se debía todo aquello.

—Te contaré uno que me gusta mucho. Es mi favorito.

—Los sueños son sueños, pero confío en tu sentido común —dijo Rosana con cara de pánico—. A veces, hay cosas que es mejor no contarlas.

—Es posible que tengas razón —dije yo—. Los sueños son sueños. No significan nada. No hablemos más de ello.

—No, no, cuéntame —dijo ella.

—No te cuento si no quieres.

—Sí, sí quiero. Quiero que me lo cuentes.

—Pero es que no sé si quieres o no quieres.

—Sí, sí quiero.

—Entonces no digas que hay cosas que es mejor no contarlas.

—Es que me da miedo lo que hayas podido soñar.

—Bueno —dije—. Te he dicho que te voy a contar uno de los buenos. Mi sueño favorito. No tengas miedo. Es un sueño muy bonito. Es uno de los sueños más bonitos que he tenido nunca. Es posible que te pongas roja, pero creo que sobrevivirás.

—Uf —dijo ella poniéndose roja—. Ya estoy roja.

—Soñé que entrabas y te sentabas ahí donde estás, más o menos. Hablamos, hablamos de muchas cosas. Tú me cuentas de tus compañeros del grupo de yoga, me hablas de que muchos de ellos están mal alimentados. Hablamos de la esclavitud. Tú me preguntas sobre nuestro viaje, sobre lo que encontramos en la selva. Yo te cuento cosas de los guerrilleros. Del miedo que pasamos con ellos. Yo te digo que jamás en mi vida habría podido imaginar que yo iba a vivir cosas como las que estoy viviendo aquí. Que yo sabía que en el mundo había cosas horribles y situaciones espantosas, pero que estaba convencido de que yo jamás experimentaría nada horrible ni espantoso. Que yo, por decirlo así, estaba a salvo. Pero que me había dado cuenta de que nadie está a salvo nunca.

—Pobre Juan Barbarín —dijo ella.

—Entonces tú dijiste que si podías hacer algo por mí. Que si tú podías hacer algo por mí, que te lo pidiera, fuera lo que fuera. Pero ¿qué podías hacer tú por mí? Ya estabas haciendo suficiente viniendo a hablar conmigo, haciéndome compañía. ¿Qué podías hacer por mí? ¿Devolverme mi pierna? ¿Borrar aquella noche horrible…? No, no podías hacer nada de eso. Entonces me dijiste que podía contar contigo. Incluso para llorar, dijiste. A veces uno necesita llorar. Y a veces uno necesita apoyarse en alguien para llorar.

—¿Yo dije eso? —dijo Rosana.

—Sí. Tú me decías: a veces uno necesita llorar, y necesita a alguien con quien llorar. Es curioso, porque yo siempre había pensado que cuando uno llora, lo hace solo. Nunca había pensado que uno deseara estar con alguien para llorar, o que uno necesitara a otro para llorar. Y me dijiste: si necesitas a alguien que te escuche, si necesitas a alguien que te abrace mientras lloras, aquí estoy. Me dijiste que tú habías llorado tanto en la vida que lo sabías todo sobre el llanto y sobre las lágrimas. Me parecías muy maternal. Me conmovías profundamente.

—Yo no he sido madre —dijo Rosana.

—Lo sé.

—No te lo decía como madre, sino como amiga.

—Hay algo maternal en todas las mujeres —dije yo—. Incluso en las hermanas, en las amantes, en las esposas, en las amigas. Incluso en las niñas. Es una parte de las mujeres.

—A ti te gustan las mujeres —dijo Rosana.

—Lo has adivinado.

—Bueno, sigue.

—Entonces el sueño cambia —dije yo—. El sueño cambia ligeramente de tono y entra en el mundo que pudiéramos llamar más el mundo de Juan Barbarín. Aunque yo me sentía tan conmovido que estaba realmente a punto de llorar. Entonces yo te digo: sí, perdona, pero hay algo que sí me gustaría que hicieras por mí. Si no te molesta. Tú me preguntas qué era lo que quería. Y yo te digo: me gustaría verte desnuda. Tú abres mucho los ojos. Una petición inesperada. Quizá una petición absurda, o de mal gusto. Yo te digo: no, no completamente desnuda. Desnuda de cintura para arriba. ¿Ahora?, me dices. Sí, ¿por qué no ahora?, digo yo. ¿Aquí?, me dices. Sí, ¿por qué no ahora, aquí? Pero ¿por qué?, me preguntas tú. ¿Por qué me pides una cosa así? ¿En qué te va a ayudar verme desnuda? Me va a ayudar mucho más de lo que te imaginas, digo yo. Pero no quiero que hagas nada que te resulte embarazoso. Me da vergüenza, dices tú. Me da muchísima vergüenza desnudarme así de pronto delante de ti. Siempre me sorprende cuando alguien dice que le da vergüenza hacer algo. ¿Es que no le da vergüenza decir que le da vergüenza? Sí, lo entiendo, digo yo. Olvídalo. Y perdona. Y entonces tú, como hacen siempre las mujeres, insistes en hablar de ello. Las mujeres siempre quieren hablar de ello. Pero lo que no entiendo, dices tú, es por qué deseas verme desnuda. ¿Por qué es eso tan importante para los hombres? Ver, simplemente ver. Un poco de piel, un cuerpo. Bueno, en estos momentos no estoy muy bien, te digo. No me atrevería a pedirte otra cosa, sobre todo porque no estoy en forma. Además, yo soy un caballero y nunca me aprovecharía de tu generosa oferta. Me has dicho que te pidiera lo que quisiera, y te he pedido algo relativamente sencillo aunque importante para mí. Pero lo que no entiendo, dices tú, es por qué eso es tan importante. ¿Y oír música?, digo yo. ¿Es eso importante? ¿Y leer un poema? Un poema que habla de una rosa o de la sombra de un árbol. ¿Por qué es eso importante? Y sin embargo en un momento determinado puede ser lo más importante del mundo. Puede, incluso, salvarte la vida. ¿Sólo quieres que me quite la ropa?, preguntas tú. ¿Qué me quite la camisa y el sostén? ¿Eso es todo? Sí, eso es todo, digo yo.

—Dios mío —dijo Rosana.

—Bueno, mis sueños son así —dije yo—. Entonces, en mi sueño, de pronto, tú comienzas a desabrocharte la blusa, y te la quitas y la dejas a los pies de la cama. Y luego doblas los brazos hacia atrás y te desabrochas el sujetador, te lo sacas por los brazos y lo dejas también sobre la blusa. Y me miras a los ojos. Entonces yo te digo: gracias. Y te miro a los ojos, y miro tu pecho, y estamos así un rato. Ahora los dos estamos un poco más tranquilos. Tú te acercas a mí, y acercas tus pechos a mi rostro. Me dices: puedes tocarlos si quieres. Puedes besarlos si quieres. Gracias, digo yo. Tienes que saber, digo yo, pero sin duda ya lo sabes, tienes que saber que para un hombre, lo más hermoso que se puede contemplar en este mundo son los pechos de una mujer. Tú me has preguntado que por qué era importante, y ésa es la respuesta. Que no hay nada tan hermoso que puedan contemplar los ojos.

—¿Ésa es la explicación? —dijo Rosana.

—Sí, ésa es la explicación.

—Los pechos de una mujer son lo más hermoso que hay en el mundo.

—Para un hombre, sí.

—Vaya.

—Es un bonito sueño, ¿verdad? —dije yo—. Espero que no te haya molestado.

—Es un sueño precioso. ¿Cómo iba a molestarme, Juan Barbarín? No seas idiota.

—Hay un libro donde hay una escena idéntica —dije yo—. Elizabeth Costello, de Coetzee. ¿Lo has leído? Hay una escena muy parecida. Supongo que el sueño viene de ese libro. Lo acababa de leer antes de coger el avión. Tengo el recuerdo muy presente. Además, en mi sueño, y perdona que te lo diga, tus pechos eran deslumbrantes. Redondos, perfectos, con pezones prominentes y delicados, con aréolas marrones. Eran, de verdad, lo más hermoso que un hombre puede contemplar.

—Bueno, Juan Barbarín —dijo ella—. Me ha gustado mucho que me cuentes tu sueño, pero ahora voy a marcharme.

—Espero no haberte molestado.

—Si dices eso una vez más, te doy con un palo en la cabeza —dijo ella levantándose—. No, no me has molestado.

—Era sólo un sueño —dije yo.

—Me gusta hablar contigo.

—A mí también.

—Pero espero que no vuelvas a confundir el sueño con la realidad —dijo Rosana.

Me envió un beso con la mano, y salió de la cabaña. Y yo me quedé allí solo, todavía con mi maravillosa erección, y el recuerdo de aquel sueño extraordinario. Y tardé todavía un rato, un rato demasiado largo desde cualquier punto de vista, en conectar una cosa con otra y en darme cuenta (la clave era la última frase que ella había dicho antes de salir) de que nada de aquello había sido un sueño, sino que todo había sucedido realmente.

Cuando se dio cuenta de esto, en el rostro del gato apareció una gran sonrisa.

Brilla, mar del Edén
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