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Nuestra educación política

Recuerdo con una mezcla de horror e incredulidad los días pasados con los guerrilleros. No acabábamos de comprender qué era lo que les sucedía, por qué eran tan agresivos, por qué vivían en aquellas condiciones infrahumanas. Nos contaron que en un principio ellos también pertenecían al SIAR, que habían ido a aquella isla persiguiendo un ideal, deseosos de dar un sentido a su vida, pero que el SIAR les había traicionado y habían tenido que cortar con Abraham y con los otros y escapar a la selva para poder realizar su misión. ¿Quién era ese Abraham del que tanto hablaban? No nos contestaban, pero en sus ojos se veía que le temían tanto como le odiaban. ¿Qué misión era aquélla?, les preguntábamos. Nos miraban como si fuéramos imbéciles y nos contestaban que sólo había una misión posible, la revolución mundial.

Recuerdo que la primera «lección» de reeducación política de Zacarías en marxismo-leninismo tuvo como tema las ideas de Lenin sobre la «libertad de la crítica», tal como aparecen expuestas en su opúsculo ¿Qué hacer? El marxismo crítico, gritaba Zacarías, es una aberración. Lenin denunciaba ese deseo de «libertad de crítica» como mero oportunismo, nacido del ala socialdemócrata de tendencias burguesas moderadas. Allí aprendí que «moderado» era para Lenin (y, por supuesto, también para Zacarías) un término despectivo, tanto como «extremista» o «dogmático» significaba siempre un halago y un encomio. La «Libertad de crítica» era, pues, un principio despreciable que destruía los principios de la revolución. Los científicos, dice Lenin, no piden «libertad de crítica» para los antiguos descubrimientos con respecto a los nuevos: lo que esperan es que los viejos se abandonen y se adopten los nuevos.

Y el marxismo, no lo olvidemos, bramaba Zacarías, es ciencia. Nosotros practicamos el materialismo científico, basado en las leyes objetivas de la historia, tan objetivas como las que funcionan en el mundo de la naturaleza. ¿«Libertad de crítica» para qué?

—¡Vladímir Ilich lo veía con toda claridad! —gritaba Zacarías—. «Dogmatismo», «doctrinarismo», «anquilosamiento del partido, castigo ineludible por las trabas impuestas al pensamiento». Ésas son las críticas de los contrarrevolucionarios. ¡«Trabas impuestas al pensamiento»! Pues ¿qué deberíamos hacer entonces? ¿Permitir la expresión de la ponzoña antisoviética? ¿Quitar las trabas que «oprimen» a los defensores de la democracia burguesa? ¡Entonces nos sucedería lo mismo que sucedió en el zarismo, cuando los censores decidieron permitir la publicación y venta de las obras del marxismo revolucionario! Era aquél un gobierno reaccionario y autocrático, pero a pesar de todo era posible leer sin trabas a Marx y a Engels, y así fue como se formaron las bases teóricas de la revolución. Porque el zar era un cabrón, pero Vladímir Ilich un cabrón cien veces más grande. Y en la historia gana siempre el más cabrón. «Sin teoría revolucionaria, tampoco puede haber movimiento revolucionario», escribe Vladímir Ilich. ¡Teoría, coño! Ya lo escribía Engels: «los obreros alemanes tienen dos ventajas esenciales sobre los obreros del resto de Europa. La primera es que pertenecen al pueblo más teórico de Europa». ¡Eso es lo que falta aquí, carajo, con tanto mosquito y tanta vaina! ¡Teoría!

«¡Vladímir Ilich, carajo! —bramaba Zacarías—. Cuando murió Vladímir Ilich Uliánov Lenin, el gobierno soviético encargó a unos científicos alemanes que estudiaran su cerebro a fin de determinar cuáles eran las bases biológicas de su genialidad revolucionaria. Le extrajeron el cerebro antes de embalsamarlo. Querían encontrar las células responsables de su genio, carajo, y le encargaron a un neurocirujano de primer orden, el doctor Oskar Vogt, que lo hiciera. Y el doctor Vogt, carajo, descubrió que algunas neuronas en la tercera capa cerebral del cerebro de Lenin tenían forma piramidal y eran, además, anormalmente largas. ¡Ahí lo tienen!».

Luego nos hacía preguntas. Nos preguntaba, por ejemplo, qué es el «primitivismo en el trabajo», y nosotros no podíamos imaginar que teníamos que contestar que era «una enfermedad», y que el término se refería a aquellos que se adentran en la lucha política sin la preparación, la logística y la infraestructura adecuadas. Nos pedía que le diéramos una definición exacta de «plusvalía», «superestructura» o «Estado», y nos planteaba infinidad de supuestos de la lucha política a fin de que reflexionáramos, nos decía, sobre los problemas que podríamos encontrarnos en nuestra actividad subversiva, una actividad que ninguno de nosotros se había planteado tener jamás. Finalmente, nos llevaba a las visiones mesiánicas del marxismo de un mundo sin Estado, sin clases sociales, sin dinero y sin propiedad privada.

Los guerrilleros creían al pie de la letra todas las afirmaciones del marxismo clásico, a las que sumaban la simplificación manipuladora de Lenin y de Stalin y, en un confuso maremágnum ideológico que ningún marxista cuerdo podría digerir, las ideas de Mao, las de Trotski o incluso las de un hombre tan enfermo y maligno como Pol Pot. El siniestro líder de los jemeres rojos era, de hecho, su modelo y su héroe, porque era el único, decía Sebastian en los interminables discursos que nos lanzaba, que se había atrevido de verdad a instaurar el comunismo, el único que había tenido el valor de HACER lo que los otros DECÍAN que se debía hacer. Y lo había hecho, afirmaba, muy cerca de allí, en la vecina Camboya, aunque Camboya, de acuerdo con cualquier cálculo que pudiera hacerse, estaba a miles de kilómetros de nosotros. Pero la presencia de templos hindúes en la isla y la sensación general de irrealidad y de sueño que iba cobrando nuestra estancia en aquel lugar me hacía dudar. ¿Estaríamos realmente cerca de Camboya, en alguna isla de Indonesia, quizá cerca de la isla de Célebes? Esto explicaría muchas cosas, por ejemplo la presencia de simios en las florestas de la isla. Pero ¿cómo habíamos podido llegar hasta allí?

Curiosamente, había sido el propio SIAR quien les había proporcionado la información que había conducido al «despertar» de todos ellos. Gracias a los cursos de formación del SIAR habían aprendido a comprender la Historia, nos dijo Sebastian, y a entender la dialéctica.

—¿Ustedes comprenden la dialéctica, carajo? —nos preguntó amenazador durante uno de aquellos días, en una de nuestras sesiones agotadoras de reeducación, todos sentados en el suelo frente a la estatua gigantesca de Hanuman y las fotos de los líderes políticos—. ¡Si ustedes no comprenden la dialéctica, no comprenden nada, carajo! ¡La dialéctica es la formalización intelectual de algo que los pueblos latinos hemos sabido desde siempre! ¡La dialéctica es la ciencia que nos permite descubrir que todas las cosas son en realidad lo contrario de lo que parecen! Por ejemplo: el blanco no es en realidad blanco, sino negro. Y el negro no es en realidad negro, sino blanco. ¿Han comprendido la dialéctica?

Nosotros decíamos que sí, que ahora ya entendíamos la dialéctica, pero entonces Sebastian empezaba a hacernos preguntas sutiles y capciosas y enseguida quedaba claro que no era cierto, que no habíamos terminado de entender la dialéctica. Nos proponía pequeños trabajos de clase. Nos proponía una dialéctica de la paz, por ejemplo, o de la violencia, o de la libertad, o de la herencia, y nos embarcaba en complejas disquisiciones filosóficas que venían a demostrar siempre que lo que parecía que eran las cosas nunca era lo que eran de verdad. La paz no era paz, la libertad no era libertad, la violencia no era violencia, el amor no era amor, la justicia no era justicia, la belleza no era belleza, el placer no era placer, la guerra no era guerra, la imposición no era imposición: la libertad era esclavitud, la esclavitud era libertad, la violencia era amistad, la amistad era violencia, y todo lo demás, y todo lo anterior, libertad, paz, violencia, amor, justicia, belleza, guerra, placer, no eran más que una cosa: dinero. De todo esto podría derivarse una visión caótica y desencajada del mundo, pero curiosamente no era así. Porque aquí era donde venía la revolución, el concepto y el ideal de la revolución, a dar sentido a todo. No podía haber una dialéctica de la revolución (lo cual hubiera llevado a afirmar que la revolución no era revolución) porque la revolución era la dialéctica en sí, lo que cambia el mundo y desenmascara el engaño de la explotación.

—Todo lo que vemos es un engaño —decía Zacarías, con decenas y decenas de velas reflejadas en las pupilas de sus ojos brillantes—. La dialéctica nos permite ver más allá del engaño. Vemos algo muy hermoso, una pintura de la diosa Afrodita saliendo de las aguas. ¡Pero ella en realidad no es hermosa, ni la pintura lo es tampoco! ¡La diosa no es tal, sino una vieja prostituta sifilítica puesta allí por los dueños del burdel! Yo no creo en Dios, pero si hubiera que atribuir la creación a un Dios, no cabe duda de que se trataría de un Dios burgués, con su gusto por las flores, los pájaros de colores, las rizadas olas del mar y las ondulantes cabelleras rubias de mujeres que nos distraen con sus pechos sonrosados. ¡Un Dios burgués ha creado el mundo para estafarnos! ¡Un mundo de ilusiones que sólo podemos destruir mediante la violencia!

Normalmente nos lanzaba estos discursos en el interior del templo, donde reinaba una oscuridad perpetua, frente a las decenas de retratos de líderes revolucionarios iluminados por las velas goteantes, en sus marcos dorados, con sus sonrisas ilusionadas, sus grandes sonrisas megalómanas y malvadas de diablos, las sonrisas obscenas del que siente que ha conquistado su propio terror mediante el uso de la fuerza, los ojos iluminados por una energía que ignora la delicadeza y la ternura.

Otra de sus obsesiones eran el sueño y el despertar. El mundo, decía, estaba dormido y el marxismo-leninismo había venido a despertarlo.

—¡Antes estábamos dormidos! —gritaba Zacarías, ya que poseía una capacidad sobrehumana para hablar a gritos durante horas—. ¡Antes el bacilo burgués nos corroía los tuétanos y nos mantenía dormidos! ¡Éramos durmientes! ¡Ahora ya no dormimos!

Lo cierto es que dormían poco, prácticamente nada. Intentaban por todos los medios no dormir, y creo que las drogas que tomaban y que les mantenían en un constante estado de excitación, así como las orgías que solían celebrar por las noches, tenían como principal objeto evitar el sueño. De acuerdo con las ideas de fisiología política de Zacarías (que defendía que todo era política, hasta el sueño, la salud, el pulso sanguíneo, los insectos, la lluvia, la diferenciación de las especies, las branquias de los peces, el color de las flores, la reproducción por esporas: todo Po-lí-ti-ca, carajo), el sueño no era necesario para los seres humanos, cuyo verdadero destino y vocación era la lucidez, y un verdadero revolucionario no debería dormir nunca. Descansar sí, por supuesto, quizá incluso cerrando un rato los ojos, pero no dormir. Esto mismo era lo que decían los guerrilleros cuando finalmente les vencía el sueño, que estaban «descansando con los ojos cerrados». Pero jamás admitían que se dormían y menos aún que soñaban, ya que el sueño era para ellos «territorio burgués», el «sangriento territorio del mito». En el sueño el ser humano abdica del sentido de la vista, clamaba Sebastian cuando descubría a alguno de nosotros durmiendo o intentando dormir, y pierde el sentido del tacto: de sujeto pasa a ser objeto, de persona pasa a ser cosa. Es decir, que en el sueño el ser humano se convierte en mercancía. El sueño nos cosifica y nos incapacita para el análisis objetivo de las relaciones sociales y del sistema de producción. El sueño es una necesidad del sistema capitalista, decía: cuando el proletario no trabaja, lo único que puede hacer es dormir. Pero si no durmiera, si se mantuviera alerta y con la facultad de análisis intacta podría utilizar esas horas para reflexionar sobre su situación y desarrollaría conciencia de clase. Por eso el capitalismo era, de acuerdo con la interpretación de Sebastian, el gran distribuidor, el gran organizador, el gran administrador, el gran dispensador, el gran promotor del sueño. El capitalismo promovía los somníferos entre los trabajadores en forma de bebidas alcohólicas y estupefacientes diversos como por ejemplo el opio (una sustancia con la que había logrado sojuzgar a millones), y también mediante diversiones y espectáculos, pasatiempos y distracciones, juegos y colores, imágenes y ritmos de baile cuyo único objetivo era hipnotizar a las masas, y pretendía llevar las figuras de los sueños a la realidad mediante cuentos de hadas, óperas, novelas fantásticas, leyendas, explicaciones mágicas, sesiones de espiritismo, bolas de cristal, cartomancia, lectura de las manos, conocimiento de la luz astral, espiritualismo, teosofía, presentación erotizada de antiguos misterios, develación de verdades supuestamente «ocultas», pornografía disfrazada de arqueologismo, imágenes simbólicas de contenido titilante, asimilación sorprendente de redes simbólicas que identifican lo vegetal con lo animal y con lo humano mediante artificiosas representaciones artísticas que pretenden borrar la distinción lógica entre el nivel racional y el simbólico o entre los distintos reinos de la naturaleza, junto a todo tipo de técnicas, características de todas las prácticas religiosas del mundo, diseñadas para que el sujeto cierre los ojos: rezos, meditaciones, yoga, incubaciones, composiciones de lugar, oraciones, actos de contrición, contemplaciones, sacramentos, audiciones piadosas, satsangas, ejercicios de respiración, pranayama, cantos de himnos, visualizaciones de imágenes y escenas interiores, tanques de deprivación sensorial, drogas psicotrópicas, ingestión ritual de alcaloides, danzas místicas, sama sufí, sweat lodges, temazcales, vision quests, ayunos, inductores del estado Alpha, gafas de ondas cerebrales, experimentos de telepatía y telequinesia, trances, posesiones, canalizaciones…

—Cuando estoy dormido no veo lo que tengo delante y no siento lo que toca mi piel —decía aquel visionario siempre feliz, siempre feroz—. Cuando estoy dormido carezco de fuentes de información objetivas. Ya no puedo decir que «creo sólo en lo que veo y en lo que toco», porque ni veo ni toco nada. Cuando estoy dormido, el mundo se borra de mi alrededor. ¡Cuando duermo estoy fuera de la historia, carajo! ¡Maldito sea el sueño, entonces, que nos saca de la historia y nos lleva al territorio ancestral y sangriento de la fascinación y del mito! ¡Cuando duermo, dos y dos no son cuatro, sino que pueden ser cualquier cosa! Cuando duermo, la lógica desaparece, y también la visión científica del mundo. Pero ¿cómo describir un estado que no es lógico, que no es científico y que está fuera de la historia? ¡El sueño es fascista! ¡El sueño es el opio del pueblo!

Por esa razón cuando los guerrilleros «descansaban con los ojos cerrados» solían colocarse en una postura incómoda, o tumbarse sobre una piedra que les produjera una cierta molestia, a fin de no hundirse en un sueño profundo y no perder del todo el contacto con la realidad. A veces uno de ellos «descansaba» mientras otro le movía de vez en cuando o le decía cosas en voz alta para impedir que se durmiera del todo. A veces, cuando uno estaba «descansando», los otros le sacudían con fuerza y le hacían preguntas sencillas y no le dejaban en paz hasta que el otro contestaba. Yo sospecho que habían desarrollado la capacidad de contestar en sueños y sin llegar a despertarse realmente. Pero el espectáculo podía ser enloquecidamente cómico.

—Eh, Marcel —le decía Ossip, un ruso, a un guerrillero de Des Moines que dormía roncando sonoramente—. ¡Marcel, contesta!

Como Marcel seguía roncando y era evidente que estaba durmiendo a pierna suelta, que buena falta le hacía, Ossip le sacudía del hombro con fuerza.

—Marcel, dime el número Pi. Vamos, Marcel, Pi, dime cuál es el número Pi.

—Tres con catorce —murmuraba Marcel entre sueños.

—Tres con catorce y ¿qué más? —decía Ossip agitando el hombro del desdichado durmiente—. Vamos, vamos, ¿qué más?, Marcel, ¿qué más?

—Tres con catorce dieciséis —decía Marcel pronunciando con dificultad.

Solían preguntarse cuál era el número Pi, o incluso el teorema de Arquímedes. Otras preguntas típicas eran en qué año había terminado la Segunda Guerra Mundial, quién había sido el primer hombre en llegar al Polo Sur, cómo se llamaba el activista irlandés que había denunciado el colonialismo del Congo, cuál era la fecha de nacimiento de Lumumba, la primera frase del discurso de Gettisburgh, la inscripción que se encuentra en la tumba de Karl Marx o el nombre del asesino de Trotski. Otras veces pedían al durmiente que realizara alguna operación aritmética sencilla, por ejemplo, siete por cinco, ocho por nueve, o que dijera la raíz cuadrada de treinta y seis, o le pedían que definiera el ángulo recto o la hipotenusa, o bien le preguntaban el nombre de alguna capital de algún país del mundo (Estonia, Letonia y Lituania estaban entre los favoritos), o incluso que cantara la primera línea de La Internacional, que puede interpretarse, precisamente, como una llamada a despertar y a saltar de la cama: «Arriba los pobres del mundo, en pie, famélica legión».

La cautividad es aburrida. Durante las dos interminables semanas que siguieron, participamos en varias «acciones» de los terroristas, acciones meramente simbólicas que se realizaban en la selva combatiendo enemigos imaginarios, sufrimos interminables sesiones de «educación política» a cargo, sobre todo, de Sebastian, pero también de Estrella Roja y de Ventimiglia; recibimos cursos de camuflaje y de supervivencia en los que mis compañeros aprendieron unas cuantas cosas útiles (cómo encontrar agua y alimento en la selva, cómo orientarse, cómo seguir rastros humanos y animales, cómo dejar marcas para recordar una senda, etc.) y tuvimos tiempo también para hablar mucho entre nosotros. Durante esos días, Wade nos contó su historia, y también Santiago, y Joseph. Pero mi herida se infectó por falta de cuidados, y se declaró la gangrena. La gangrena continuó su curso pierna arriba. Y Joseph tuvo que cortarme la pierna izquierda por debajo de la rodilla en una noche horrenda que jamás olvidaré.

Unos días después de mi amputación, cuando mi herida aún no estaba cicatrizada, nos despertamos una mañana y nos encontramos solos en el templo perdido en medio de la selva. Nunca supimos si los guerrilleros se habían hartado de nosotros y habían decidido dejarnos marchar, o si había sucedido algo extraordinario que les había hecho huir durante la noche, quizá incluso una intervención de las fuerzas secretas de la isla a nuestro favor. Cogimos nuestras pertenencias, y nos marchamos de allí lo más rápido que pudimos. Yo no podía andar, había perdido mucha sangre y estaba temblando de fiebre, y tuve que ser transportado de nuevo en camilla. Dos días más tarde, logramos llegar al poblado. Mi herida se había abierto, y existía el peligro de que volviera a declararse la gangrena y tuvieran que cortarme la pierna, esta vez por encima de la rodilla. Pero ahora teníamos medicinas y también mejores condiciones higiénicas, de modo que Joseph pudo controlar la infección y el resto de mi pierna se salvó.

Así es como regresamos al poblado, casi tres semanas después de salir y cuando nuestros compañeros nos daban ya por muertos.

Brilla, mar del Edén
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