24
Aprendemos a disparar

Salimos dos días más tarde después de la aparición de Eileen, a primera hora de la mañana para aprovechar la frescura de las primeras horas de luz. Íbamos Wade, Joseph, Christian y Sheila, Gwen, Santiago, Joseph y yo, armados con el rifle Weatherby Magnum, la Remington 870, la Beretta 8000 y el revólver Smith & Wesson Centennial 442. Wade llevaba la escopeta, Joseph el rifle, Sheila la Smith & Wesson y Gwen la pistola, una semiautomática con un cargador de 15 balas. Se hicieron bromas con el sobrenombre del arma, «Cougar» («puma»), que es la forma en que en inglés vernáculo se designa a las mujeres maduras y atractivas que seducen a jovencitos. Gwen protestó que ella tenía treinta y cuatro años y no tenía edad, por tanto, para ser una cougar. Habíamos dejado el resto de las armas en el poblado para que los que quedaban allí pudieran defenderse en caso de un ataque. Del mensaje traído por Eileen podía deducirse que si nos manteníamos dentro de los límites de nuestro pequeño país (es decir, en la costa y en la desembocadura del río) nuestros desconocidos agresores no nos harían daño. Pero si descontamos de esta macabra advertencia el rapto de la propia Eileen, las desapariciones de los niños y los ataques de los lobos, parece obvio que ni siquiera en la costa estábamos completamente a salvo.

Aunque no todos los que íbamos en la expedición llevábamos armas (no había armas para todos), todos los que no lo habíamos hecho nunca habíamos aprendido a disparar el día anterior. Con la aparición de las armas, Swayla enseguida se había retirado. Christian y Sheila estaban reticentes al principio, pero todo cambió cuando Stephan Kunze, que era el instructor de tiro, puso en las manos de Sheila una preciosa Smith & Wesson Centennial 442 con tambor interno y acabado de acero satinado, diciéndole que aquella pistola era el arma favorita de las damas y que la probara como se probaría un collar de diamantes, sólo para ver cómo le sentaba, sólo para ver cómo se sentía con él puesto. Sheila dijo que a ella no le interesaban los valores burgueses y que ella odiaba los diamantes. Nadie odia los diamantes, dijo Kunze con una carcajada. Luego le preguntó (y le pidió que contestara sinceramente) si al sostener la pistola entre las manos se sentía más atractiva o menos atractiva que antes. A continuación le preguntó a Christian si veía a su novia más atractiva o menos atractiva que antes. Christian, que contemplaba la escena obnubilado, y a quien la visión de su novia en bikini y sosteniendo una Smith & Wesson compacta creo que le estaba produciendo una erección, no dijo ni una palabra. Las armas son como la ropa interior cara, le dijo Kunze a Sheila. Normalmente las llevamos ocultas, cerca de la piel, y no son para mostrarlas continuamente. Pero dicen algo de nosotros, de la forma en que nos vemos a nosotros mismos, y nos protegen, nos hacen sentir seguros. Tienen ese doble aspecto de intimidad y de exhibición, como ese bikini que llevas, que cubre mucho menos que exhibe. Ese bikini dice: aquí estoy, no tengo miedo de mi cuerpo, sé que soy atractiva. Puedes ver, imaginar, pero este cuerpo sólo es de uno. O de nadie. Es lo mismo que dice tu arma personal. No soy de nadie. Soy sólo mía. Pensaba que este bikini le parecería inmoral, dijo Sheila mirándole directamente a los ojos. No imaginaba que pudiera gustarle. Si fueras mi mujer, dijo Kunze, no te permitiría que lo llevaras. Si te refieres a eso. Tenía la habilidad de lanzar un dardo implacable con los ojos mientras sus labios se expresaban con la mayor calidez y cordialidad. ¿Le parece que voy impúdica? le dijo Sheila, todo el rato con el arma en la mano. Toda tu generación es impúdica, dijo Kunze de buen humor. No eres tú, no es una cosa personal. Porque no sabéis el valor de las cosas, ni conocéis la fuerza de los instintos, ni sabéis lo que significan el deseo, ni el amor, ni el respeto, ni el valor. Te parecerá que soy un viejo lleno de valores anquilosados, pero yo os veo como ángeles caídos. Llenos de potencial, llenos de fuerza, llenos de ese brillo que sólo tienen los ángeles, pero con todos vuestros dones mal utilizados. Como al que le entregan una moneda de oro y la entierra para ver si crece. Como al que le entregan un palacio y se va a vivir a una cabaña. Vosotros nos veis a nosotros como unos viejos llenos de arrugas, ridículos, anticuados, llenos de prejuicios. Es verdad que lo somos. Pero cuando nosotros éramos jóvenes, un hombre era un hombre y una mujer era una mujer, y ahora ya no veo hombres ni mujeres, sino sólo niños, niños mal criados que se quejan por todo, como si el universo estuviera compuesto de papás y mamás que tuvieran que satisfacer siempre sus deseos. Valores como moral, hombría u honor os hacen reír y sentiros superiores, pero al perder esos valores habéis perdido también todos los demás. No sois leales, no sois independientes, no sois valientes, no tenéis ni idea de lo que son el sacrificio ni la responsabilidad. Tenéis miedo al poder porque no soportáis la responsabilidad que trae el poder. Odiáis el dinero porque no soportáis la sensación de ser dueños de vuestro destino, de decidir y de crear. Todas vuestras ideas sobre el amor, la pareja, la moralidad y la sexualidad se basan en el olvido de los valores de la civilización, en la creencia de que somos todos puros y angelicales. Nadie es así, y vosotros tampoco. Esa «libertad» de la que disfrutáis ahora se convertirá muy pronto en pornografía, en lubricidad, en adulterio. En todo sois libres, originales, nuevos. Os besáis en público, camináis desnudos en público, no tiene importancia, nada tiene importancia. La verdad es que no respetáis nada porque tampoco os respetáis a vosotros mismos. Eso es lo que os toca descubrir. La cantidad de frustración y de impotencia que se esconde bajo vuestra «libertad». Habéis elegido ser los esclavos en vez de ser los señores. Tenéis costumbres de esclavos: la falta de valores, la animalidad, la falta de pudor. Os decís que estáis orgullosos de ser esclavos. Pero os engañáis. No hablo de la sociedad, ni de valores sociales, ni de ser pobre o rico. Hablo de ser esclavo de sí mismo. Hablo de algo interior. Hablo de ser verdaderas personas o ser sólo simulacros de personas. Mirad cómo es el mundo de hoy. Las mujeres se sienten solas porque no tienen un hombre cerca, cuando son ellas mismas las que han espantado a los hombres al convertirse ellas mismas en hombres. Los hombres se desprecian a sí mismos porque no pueden ser hombres y se dedican al donjuanismo, a la masturbación o a la homosexualidad. ¿Os parece que es un viejo loco el que habla? Esperad unos años. No estamos en un jardín de infancia. Estamos en un campo de batalla. Nadie ha elegido venir aquí. Nadie elegiría por su propia voluntad venir a un campo de batalla. Pero aquí es donde estamos, y negarlo es estar ciego. Esto es un arma de fuego. La tienes en la mano no porque deseas violencia ni venganza, ni tampoco porque tienes miedo, quiero decir, un miedo incontrolable. A un loco, a un cobarde, a un niño, no se le puede dar un arma. Un arma no la tiene el que tiembla de miedo, sino el que sabe dominarse. Cuando uno tiene un arma en las manos, sabe que sus acciones cuentan y que pueden tener consecuencias. Y uno acepta esa responsabilidad porque ha aprendido a ser dueño de sí mismo. Eso es lo que significa tener un arma. Y ahora extiende los brazos, sujeta el arma con fuerza y apunta. Ahora quita el seguro y aprieta el gatillo.

No sé si éstas fueron las palabras exactas de Kunze, y es posible que muchas de las cosas que he transcrito y que creo recordar no sean más que obsesiones mías, o creencias mías acerca de lo que Kunze pudiera pensar o defender. Sea como sea, tengo que decir que sus palabras me impresionaron, porque siempre me impresionan las personas que tienen profundas convicciones. Quizá por mi carácter poco fanático, por mi suavidad gatuna.

A pesar de todo, Joaquín no cedió. Dijo que quería ir en la expedición pero que se negaba a llevar armas. Dijo que él no creía en la violencia ni en el «ojo por ojo». Entonces no puede ser, hijo, le dijo Wade. No podemos correr riesgos. Joaquín estaba furioso, furioso por la forma en que los partidarios de las armas y de la guerra convencían a los delicados y a los tiernos. Me miraba en busca de apoyo, pero yo ya no sabía qué pensar. Toda mi vida he sido una persona de reflexión más que de acción. Soy un artista, un intelectual, un profesor (por ese orden, espero), mi vida han sido la música, los conciertos, los libros, la apacible vida universitaria, la tediosa vida universitaria. Pero las razones de Joaquín de pronto me parecían débiles. Eran mis razones, las mismas que yo había defendido siempre y las que seguía defendiendo. Pero pensaba en Roberto B. y en Óscar Panero con la mirada perdida en su juego de mesa, hipnotizados por una guerra de mentira cuando a su alrededor se desarrollaba una guerra de verdad. Pensaba en Hovorka y sus indios Pueblo, en Bentley y su pipa de espuma de mar y sus tres pares de gafas, en Violeta y sus constelaciones, en Rosana y sus meditaciones, en Robert Kelly y en Robert Frost y sus camisetas con mensajes mormones, en Brenda y su manoseado volumen de cuentos de Chéjov y me decía que todo aquello tenía cada vez menos sentido. La cultura, la belleza, la reflexión, la espiritualidad, la huida del mundo, el temor a mancharse con el fango de la vida, ¿qué eran frente a la acción, la ciencia, la realidad? Pensaba en la forma en que Gwen Heller miraba los animales y las plantas. Era capaz de ver su belleza, pero también veía su función, mientras que nosotros, los delicados, los tiernos, sólo veíamos una belleza subjetiva y basada en un complicado sistema de símbolos. ¡El símbolo hace bien! Joaquín me miraba y me decía con los ojos: di algo tú que hablas bien inglés; tú, que eres europeo, que no eres un salvaje, que no eres un fanático. Pero yo ya no sabía qué pensar ni qué decir. De pronto, me preguntaba si no habría estado equivocado yo toda mi vida, si la vida de la acción y de la ciencia no sería en realidad mucho más misteriosa y estimulante que la de la reflexión y la del arte.

—Joaquín —le dijo Xóchitl—. Las armas son necesarias en este mundo. Pero ¿es que acabas de nacer?

—A lo mejor son necesarias en México —dijo Joaquín—. Pero a lo mejor en México son tan necesarias porque todo el mundo las tiene.

—¿Y en Europa es diferente? —preguntó Xóchitl, me pareció, con verdadera curiosidad.

—Creo que sí, que en Europa es diferente —dijo Joaquín.

—Pues sois afortunados.

En cuanto a los demás. Santiago no quería ni tocar un arma porque decía que era torpe con las manos, que siempre lo rompía todo y que mucho se temía que si empuñaba un rifle acabaría volándose un pie o hiriendo a alguien. Pero cuando sintió entre sus brazos una de las armas de caza, seguramente la Remington, fue como un amor a primera vista. Miraba la escopeta de un extremo a otro como se miran los brazos extendidos de una hermosa mujer. Christian, por su parte, cogió el otro revólver, y de pronto Sheila y él se sentían como Luke Sywalker y la princesa Leia, creo, o como Brad Pitt y Angelina Jolie, hombro con hombro, jóvenes, hermosos —y armados.

A última hora de la mañana, cuando estábamos a punto de hacer una pausa para almorzar, apareció Joseph en el campo de tiro. A todos nos sorprendió que deseara unirse a nosotros. Pero, según nos dijo, no había nada en el hospital que no pudiera quedar en manos de Roberta, y Eileen se recuperaba bien de sus heridas. También sabía disparar, porque era cazador, o lo había sido de joven. Finalmente, yo me uní también al grupo, aunque ya no había apenas tiempo de enseñarme a usar un arma. Pero había asistido al entrenamiento de todos los otros, de modo que me dieron por bueno. Creo que si me aceptaron fue por el elevado estatus que yo había logrado alcanzar dentro de nuestra sociedad, porque había organizado el desalojo del avión y participado en la búsqueda de agua y, en general, porque les caía bien.

Pasamos el resto del día organizando nuestros equipajes. Botellas de agua, comida (pescado ahumado, carne de coco, drurian frito, fruta del pan asada, papayas y cuatro botes de leche condensada y cuatro de Nutella, manjares que racionábamos con celo), calzado adecuado, un botiquín básico, cajas de munición, cerillas y gasolina para encender fuego, lona para protegernos de la lluvia durante la noche (sólo disponíamos de una muy pequeña bajo la cual apenas cabríamos todos), dos linternas y dos sogas de veinte metros por si teníamos que descender o ascender laderas montañosas o desniveles del terreno. En cuanto a la brújula, era inútil en la isla, y la aguja señalaba a diferentes puntos según el lugar donde uno se encontrara. Wade supervisó nuestra ropa y nos dijo que evitáramos los colores claros, el rojo, el amarillo y el blanco, y que utilizáramos sólo verde, pardo o gris, y nos avisó de que lleváramos pantalones largos si no queríamos terminar con las piernas llenas de heridas y de picaduras.

Estaríamos ocho días fuera, cuatro de ida y cuatro de vuelta. Considerábamos que en cuatro días seríamos capaces de llegar a las montañas del interior de la isla y podríamos hacernos una idea general del lugar. El principal objetivo de nuestra misión era encontrar a los niños y traerlos de vuelta al poblado. El objetivo secundario, averiguar quién vivía en la isla y qué diablos pasaba en aquel lugar.

Se decidió que Kunze quedaría encargado de la defensa del poblado. La idea partió de Wade, seguramente porque quería ganarse a Kunze y porque pensaba que era crucial que nos mantuviéramos unidos. A todos nos pareció bien.

Brilla, mar del Edén
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