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Vrajavala y Xóchitl escapan

Cuando llevaban cuatro días caminando a través de la isla, una noche, Xóchitl y Vrajavala escaparon de sus captores mientras todos dormían. Las prisioneras llevaban varios días encadenadas, y tenían heridas en las muñecas, de modo que Abraham Lewellyn había ordenado que las desataran durante la noche. De cualquier modo, siempre había alguien vigilando. Hacían turnos de tres horas a lo largo de la noche para poder mantenerse despiertos, pero Peter, un gigante de ojos claros y cara de niño, que tenía el segundo turno de la noche, se quedó profundamente dormido durante su guardia. Xóchitl se dio cuenta, y pudo despertar a Vrajavala, que dormía a su lado. No se atrevieron a despertar a las otras cautivas. No dormían todas juntas, y era crucial no hacer el menor ruido para no ser descubiertas, de modo que optaron por deslizarse lo más sigilosamente que pudieron lejos del campamento.

Cuando se habían alejado unos centenares de metros, comenzaron a darse cuenta de que su situación era ciertamente difícil. Estaban agotadas después de un día entero caminando, sin agua ni provisiones, perdidas en medio de la selva, en mitad de la noche. No sabían hacia dónde dirigirse y sus huesos y sus músculos les pedían descanso a gritos, pero sabían que si no avanzaban rápido y se alejaban lo suficiente serían capturadas de nuevo. De modo que se pasaron casi toda la noche caminando. Intentaban regresar por donde habían venido. Pero orientarse en mitad de la noche no resultaba fácil. Cuando comenzó a clarear el alba, se encontraron en lo más profundo de un valle lleno de niebla. De la niebla surgían sus cinturas y también ramas de helechos cuajadas de diminutas gotitas de rocío. Y grandes flores anaranjadas y rosáceas. Y pequeñas mariposas blancas. Olía a plantas y a tierra húmeda. Los pájaros cantaban y los insectos añadían su contrapunto de chirridos y zumbidos.

Llegaron a un arroyo que corría entre piedras cubiertas de musgo, donde pudieron beber y lavarse. Discutieron si habían pasado antes por aquel arroyo o si era la primera vez que lo veían. Encontraron un nido lleno de huevos, y discutieron si serían de ave o de reptil. El hambre les hizo olvidar sus prejuicios, y desayunaron cada una un par de huevos crudos, bebiéndolos directamente después de hacer un pequeño orificio en la superficie calcárea.

Estaban en una zona bastante alta, entre las montañas.

Mientras descansaban, se pusieron a hablar, y comenzaron a contarse su vida. Luego hablaban mientras caminaban, siguiendo el valle y luego el valle siguiente, caminando en dirección al norte y adentrándose, en realidad, en las montañas del centro de la isla, ya que su verdadera dirección era nordeste. Cuando el sol se levantó pudieron modificar su dirección, pero para entonces ya estaban muy dentro de las montañas. Ahora ya estaban cansadas y habían dejado de hablar. Se limitaban a caminar, esforzándose por poner el pie un paso por delante, un paso por delante, y otro más, y otro. Llegó un momento en que el cansancio las rindió, y se quedaron las dos dormidas. Un animal despertó a Vrajavala, un pequeño mamífero que huyó al instante y que ella no llegó a ver con claridad. Por la posición del sol comprendieron que habían dormido apenas un par de horas, pero querían seguir alejándose de sus captores. De modo que se pusieron de nuevo en marcha.

Estaban en una selva de laurisilva, muy húmeda, aunque el calor no era tan agobiante como en las tierras bajas. Quién sabe por qué, sentían mucho miedo de caminar por aquellos lugares. La región era oscura y lúgubre, y presentían fantasmas y maldiciones entre las sombras de los árboles. Luego llegaron a terrenos más despejados, y el sol se introducía fácilmente hasta las ramas e iluminaba las cosas. Iban avanzando siguiendo el dibujo de los valles, ya que no era posible caminar en línea recta subiendo riscos y paredes de roca. Era el paisaje lo que determinaba la dirección de su marcha.

Hacia la mitad del día, llegaron a una torca, una profunda depresión entre las montañas, en cuyo fondo había un lago de un intenso color azul celeste. Al lado del lago había una construcción, una pequeña casa de hormigón de dos pisos. Se acercaron hacia allá, y a medida que descendían por el terreno cárstico, el lago, que desde arriba había parecido apenas un charco, parecía aumentar de tamaño y también aumentaban las dimensiones de la casa. Era un edificio indistinguible, coronado por un tejado a dos aguas cubierto con planchas de zinc, y que sólo tenía ventanas en la planta superior. Parecía abandonado, aunque no estaba en muy mal estado. Vrajavala se dio cuenta del miedo que había en los ojos de Xóchitl y le preguntó cuál era la razón de su inquietud. Pero seguramente Xóchitl no se lo explicó enseguida. No le explicó que aquella casa era idéntica a la de Miguelito y Ana María en Pahuatlán, estado de Puebla, México. Seguramente se estaba preguntando por dentro cómo diablos podía haber allí una casa que era en todos sus detalles idéntica a aquella en la que ella había vivido los peores momentos de su existencia. O quizá no se lo preguntaba. En la isla, la mente, los recuerdos, los reflejos, los instintos, no funcionaban como en el resto del mundo. Lo que en otros lugares podía parecer normal allí resultaba extraordinario, y viceversa: lo que en cualquier otro lugar hubiera parecido algo imposible y delirante uno allí lo aceptaba como algo normal.

Era extraño contemplar aquella casa en aquel lugar, en medio de un terraplén de tierra gris que descendía hacia una laguna, ella que siempre la había visto incrustada en la ladera de Pahuatlán, entre otras casas, entre palmeras y álamos.

Entraron en la casa. Les costó abrir la puerta metálica de la cocina, en la que no encontraron víveres. La puerta de la edificación principal, por el contrario, estaba abierta y desencajada. Subieron a la planta superior por las escaleras de ladrillo y cemento construidas por Miguelito, las escaleras a las que nunca había llegado a añadirles pasamanos y que nunca había llegado a pintar ni a pulir. El piso de arriba estaba bien iluminado y resultaba acogedor. Las habitaciones estaban vacías, pero en la sala principal había dos sofás, y también varias pinturas de papel amate en las paredes, así como la imagen de la virgen de Guadalupe. Xóchitl le explicó a Vrajavala quién era la virgen de Guadalupe y lo que significaba para los mexicanos.

—Entonces, ¿esta casa en la que estamos es tu casa de México? —preguntó Vrajavala mirando a su alrededor con temor.

A eso me refiero cuando digo que en la isla uno se acostumbraba a aceptar con naturalidad lo extraño y lo monstruoso. Xóchitl le dijo que no, que no era su casa, pero que aquella casa era idéntica a otra en la que había vivido durante una temporada unos años atrás, la casa de unos amigos, situada en las montañas del centro de México. Se sentaron en los sofás para descansar. Xóchitl le explicó lo que era el papel amate que decoraba las paredes y le habló por encima de Miguelito y de Ana María y de su tesis de sociología. Y entonces fue cuando las dos oyeron el ruido que provenía del baño. Era un ruido de agua, como de una fuente. Como si alguien se hubiera dejado un grifo abierto. Seguramente aquel ruido llevaba sonando un largo rato y sólo entonces se daban cuenta. Los ruidos monótonos tienen la cualidad de meterse como por debajo de nuestros pensamientos y permanecer allí escondidos e inadvertidos. Sólo nos damos cuenta de su presencia cuando se interrumpen, o cuando quedamos en silencio.

Las dos se miraron con miedo. ¿Un grifo abierto? Se acercaron al cuarto de baño. No había puertas, ni tampoco telas colgadas de los marcos de madera como en la casa original. A través del vano de la puerta del baño vieron un lavabo con los dos grifos cerrados. Se acercaron un poco más, y Vrajavala asomó la cabeza para mirar al interior. Le hizo señales a Xóchitl y las dos se retiraron al salón. Luego Vrajavala descendió por las escaleras y salió de la casa, seguida de cerca de Xóchitl. Una vez fuera, Vrajavala le dijo que las cortinas de la ducha estaban corridas, y que pensaba que había alguien dentro de la ducha. Que era el grifo de la ducha lo que estaba abierto, y que le daba la impresión de que había alguien debajo del chorro.

—Vámonos de aquí —dijo Xóchitl—. Vámonos lo más lejos posible.

—Espera —dijo Vrajavala—. Tenemos que averiguar quién hay allá dentro.

Esperaron una media hora fuera de la casa, escuchando atentamente los sonidos del interior, pero no oían nada. Finalmente, subieron de nuevo las escaleras cautelosamente. La estancia de arriba seguía completamente vacía, y el ruido del agua seguía sonando igual que antes.

—No es posible que haya nadie tanto tiempo debajo del chorro —dijo Xóchitl.

Preguntaron en voz alta si había alguien allá dentro. Y entonces, para su gran sorpresa, el sonido del agua se cortó, como si alguien finalmente hubiera cerrado el grifo. Oyeron movimiento dentro del baño. Oyeron cómo se descorrían las cortinas. Alguien salía de la ducha, alguien pesado que se movía con parsimonia. Enseguida le vieron en el vano de la puerta del baño. Era un hombre bastante corpulento, no muy alto, completamente desnudo y brillante de agua, con el grueso pene colgante. Estaba empapado de pies a cabeza. Tenía el pelo negro y muy corto, y un fino bigote sobre el grueso labio superior.

—Simeón —dijo Xóchitl.

Él le hizo una señal llevándose dos dedos a la frente y le sonrió.

—Licenciada. Qué sorpresa verla por acá.

Pero no parecía excesivamente sorprendido.

—Sé que no eres tú —dijo Xóchitl temblando de miedo—. Sé que todo esto es una creación de mi mente.

—¿De su mente, licenciada? —dijo el hombre—. No lo creo. Su mente no vale madres. Su mente no puede crear ni una verga floja. Y mire qué duros que están estos muros. Este suelo. Mire qué reales parecen.

—¿Quién es este hombre? —preguntaba Vrajavala—. ¿Le conoces?

—Sí, le conozco muy bien —dijo Xóchitl, suponiendo que Simeón no entendería inglés—. Este hombre me violó, junto con otros dos amigos suyos. Este hombre es un asesino profesional, que se divierte violando y golpeando a las mujeres. Cuando se emborracha golpea a la mujer que tiene más cerca hasta cansarse. Violó a su propia hija, que sólo tenía trece años, y la dejó embarazada, y luego la niña murió cuando su madre la llevó a una curandera para que le hiciera un aborto. Y luego violó a su hija de diez años, a su propia hija. Y después de eso yo le maté.

—¿Tú? —preguntó Vrajavala espantada.

—Sí. Con veneno de serpiente. En realidad no murió a causa del veneno. El veneno lo único que hizo fue inmovilizarle. El fuego hizo el resto. Y no estoy arrepentida de lo que hice. Lo volvería a hacer.

—¿No estás arrepentida? —dijo el hombre en español—. ¿Lo volverías a hacer, hija de la chingada? Tú eres lo peor de lo peor. Debí matarte la primera vez. Ya estabas muy usada, reputa, ya no valías madres. Estabas ya bien abierta, pues, ni te dolió. ¿A qué tanta pena?

—Sé que estás muerto —dijo Xóchitl temblando violentamente de pies a cabeza, casi incapaz de hablar—. No me das miedo.

—No estoy muerto —dijo el hombre—. Si estuviera muerto, ¿qué iba a estar haciendo acá? Mira —añadió empuñando su grueso miembro y agitándolo obscenamente en el aire—, ¿te parece ésta verga de muerto? Si quieres y te la doy a probar otra vez.

Luego se detuvo, se soltó el pene y suspiró profundamente. Parecía cansado, o aburrido, mortalmente aburrido. Entró en el baño y volvió a salir con una toalla con la que se secaba el cuello y la nuca.

—¿Por qué no me hacen unos huevos rancheros y cenamos tranquilamente? Hay jamón y huevos en la despensa, y también una botella de tequila.

—¿Dónde está la despensa? —preguntó Xóchitl.

—Abajo, mi amor —dijo el hombre que era idéntico a Simeón—. La puerta que hay al lado de la entrada. Mientras ustedes arreglan la cena yo me pongo los pantalones.

De modo que Xóchitl y Vrajavala descendieron, buscaron la puerta de la despensa, y la encontraron, para su gran deleite, llena de víveres. Podían haber escapado entonces, pero no lo hicieron. Xóchitl temblaba, le temblaban las piernas y las manos y la boca, y sentía que había estado a punto de orinarse encima, como ya le había sucedido una vez al encontrarse con la policía judicial en un camino de la montaña. Se abrazó a Vrajavala y lloró un poco, convulsivamente, y Vrajavala le decía tranquila, darling, yo estoy contigo. Podían haber escapado, pero en cambio llevaron víveres a la cocina e hicieron huevos rancheros con lonchas de jamón, queso frito con jalapeños, arroz blanco, tomates verdes a la parrilla y abrieron una lata de piña en almíbar y unos refrescos de fresa. De pronto, el deseo de comer, la felicidad de contar con todos aquellos alimentos, se superponía a cualquier otra consideración y se hacía más fuerte que cualquier temor o precaución. Xóchitl se repetía una y otra vez: está muerto, ya no puede hacerme daño. Pero no estaba del todo convencida. Simeón no parecía estar muerto en absoluto. Cenaron los tres en silencio, en una mesa de tabla que había en la planta de abajo, disfrutando de los exóticos sabores y dejando la puerta de la casa abierta para que entrara la luz de la tarde. Vrajavala no tocó el jamón, pero devoraba los jalapeños como si no sintiera el picor. Xóchitl le preguntó a Simeón cómo había acabado en aquel lugar, y él dijo que había sido reclutado. Había tenido que irse al Norte, dijo, a los Estados Unidos, para hacer un trabajo para sus jefes de la Familia michoacana, y una vez allí le habían dicho que no podía regresar a México por el momento, que había una nueva jefa de Policía en Morelia que estaba poniéndoles las cosas difíciles a la Familia y que había varias investigaciones en curso. Posteriormente, la jefa de Policía sufrió un atentado del que logró salir ilesa aunque en el tiroteo murieron tres policías y dos transeúntes y se produjo una docena de heridos. Ella declaró a la televisión que no pensaba abandonar su puesto y que no se iba a dejar intimidar por las balas de los sicarios, pero tres meses más tarde abandonó su puesto aduciendo razones familiares. Mientras tanto, en los Estados Unidos, Simeón había hecho nuevas amistades. Vivía en Cedar Rapids, donde un cuate le presentó a un hombre del Este que andaba buscando jóvenes con formación militar, le dijo, para trabajar como guardias de seguridad en una explotación minera del sur de Asia. La paga era muy elevada, y Simeón calculó que si trabajaba un par de años en aquella explotación minera regresaría a México convertido en un hombre rico. Pidió permiso a sus jefes en la Familia, convencido de que le dirían que no, ya que él había jurado lealtad de por vida. Pero para su sorpresa, su jefe directo, al que apodaban el Simpson, le dijo que Don Facundo Ávalos Monegal en persona había dado el visto bueno. El Simpson le dijo también que la Familia tenía intereses en aquella explotación minera y que les convenía tener un hombre de confianza para ir conociendo el lugar y establecer contactos, ya que los contactos, las amistades y el compadreo son la clave de su negocio. Nunca le habían dicho qué diablos se extraía en la explotación, y él tampoco había preguntado. Sabía que cuanto menos supiera de todas las cosas mucho mejor viviría. Y así fue como se trasladó a Los Angeles, y de allá a un pequeño islote situado en algún lugar del Caribe, donde había recibido un entrenamiento de dos semanas, tras lo cual había sido llevado a la isla en cuestión en un submarino. Un largo viaje, largo y aburrido. Y para qué madres ir en submarino, les dijo a las dos mujeres que constituían su audiencia, si los radares y los satélites localizan todo lo que se mueve por debajo del agua igual que localizan lo que flota. Nunca había firmado ningún documento, lo cual era habitual en su línea de trabajo, les dijo, donde las relaciones se basan en el honor de las personas y no en un pedazo de papel, y donde las faltas de lealtad se pagan con trozos del propio cuerpo. Les enseñó las manos, diciendo: ya ven que tengo todos mis dedos completos. Ya ven que yo soy leal.

Luego se puso a pensar en algo.

—Dentro de una hora llegarán mis compañeros —dijo Simeón en español—. Si las encuentran acá, se van a poner bien felices de tener a dos hembritas como ustedes, tan limpias y tan jóvenes. Ésos sólo piensan en dos cosas: en hembras y en hembras. Y por acá hay poquitas. Las atarán cada una a una cama, y las tendrán aquí encerradas para violarlas cuando quieran. Si yo fuera ustedes, me aventaría no más tantito.

Las dos quedaron en silencio. Simeón bebía vaso tras vaso de tequila, y ahora estaba tan borracho que le costaba hablar. Saltaba del español al inglés.

—En mi línea de trabajo, la venganza es esencial —le dijo entonces a Xochtil, mirándola con una suave sonrisa perversa, como si aquella situación le provocara un intenso deleite—. Tú intentaste matarme, y ya sabes qué es lo que yo debería hacer. Violarte, hacerte daño y luego degollarte. O algo peor. Raptar a tu hermana pequeña y violarla y torturarla delante de tus ojos. Y luego matarla y a ti cortarte la nariz y los labios y dejarte viva. Sí, dejarte fea, sin nariz y sin boca. Eso sería mucho peor que matarte. Pero no voy a hacerte madres. No voy a hacerte nada.

Xóchitl le miraba con terror. Estaba tan aterrada que no podía moverse ni tampoco hablar.

—No voy a hacerte nada —repitió Simeón.

Xóchitl estaba temblando. Sintió que Vrajavala le cogía la mano por debajo de la mesa. En la otra mano, Vrajavala sostenía un grueso cuchillo que había cogido de la cocina. Era poco probable que Simeón no se hubiera dado cuenta de la presencia del cuchillo y que no supiera en aquellos instantes exactamente dónde se encontraba.

—Voy a quedarme aquí bebiendo tequila —dijo Simeón—, mientras ustedes limpian la mesa y me hacen un buen cafecito de olla, ¿sí? Luego lavan los trastes y se marchan antes de que lleguen mis cuates. Pero lávenlos y séquenlos y colóquenlos de nuevo en su lugar. Si ven que hay tres platos sucios o tres platos lavados van a empezar a hacerme preguntas.

—¿Por qué nos ayudas? —preguntó Vrajavala—. ¿Por qué te preocupas por nosotras?

Simeón la miró con sus ojillos oscuros y brillantes. Seguía bebiendo tequila. Llevaba ya más de media botella y seguía bebiendo.

—¿Y tú de dónde eres, mujercita? —le dijo.

Vrajavala le miraba directamente a los ojos. Sin expresión alguna en el rostro.

—De Calcuta. De la India.

—La India, nada más —dijo él—. ¿Casada?

—Sí.

—¿Y tú hombre te deja salir solita? —le dijo Simeón—. ¿No tiene miedo de que le rapten a una chavita linda como tú?

—Contesta a mi pregunta —dijo Vrajavala.

Simeón suspiró profundamente. Había en él algo solemne y majestuoso, algo casi sublime. Era difícil explicarlo. Xóchitl lo sentía con toda claridad. La certeza de hallarse sentada frente a algo excepcional llenaba sus venas y ponía en sus oídos un continuo rumor como de hojarascas y de pájaros. Distancias del pasado. Intimaciones del asombro y del horror. Sabía que él no era nada, pero intuía que dentro de él había algo grandioso, algo que imponía respeto y que hacía callar a los seres más pequeños. Quizá se tratara simplemente de que él era un asesino, que podía matar con las manos, que sabía hacerlo y que no tenía miedo a la sangre. La capacidad de matar. La ausencia de miedo. Cualidades casi divinas. Cualidades que ella no poseía y no llegaría a poseer jamás.

—Cuando yo era niño, nos divertíamos matando pájaros, y ranas, y tlacuaches, y lagartos y serpientes —comenzó a decir entonces Simeón, hablando a ratos en inglés y en español cuando le faltaban las palabras—. Los matábamos con hondas, con piedras, con escopetas de perdigones. A veces éramos muy crueles. Le arrancábamos las patas a una rana, o dejábamos ciego a un pájaro clavándole alfileres en los ojos. Y luego mirábamos qué era lo que hacía el animalito. Hacíamos verdaderas bestialidades.

«Nos gustaba hacer daño a los animales. Todo tipo de cosas. Una vez robamos un conejo en el pueblito donde vivíamos, en el estado de Puebla, y le clavamos alcayatas con un martillo. Le clavamos las patas a una tabla, como si fuera animal disecado. Uno siente placer cuando el que siente el dolor es otro. ¿A poco no? Me choca si me golpeo con el martillo en el pulgar, pero si te golpeas tú, pues como que está cagadísimo, ¿no? Porque sí lo sientes tú, pues no lo siento yo.

»Luego uno crece, y luego empieza a hacerle esas mismas cosas a las personas. Como si las personas fueran tlacuaches o pájaros o lagartos. Uno comienza destazando tlacuaches y termina destazando personas.

»Pero uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, ¿no? A veces es duro. A veces la vida es dura, y uno tiene que tener el valor de hacer cosas difíciles. Hay que perderle el miedo. Hay que tener coraje… Hay que echarle ganas… Porque si vives con miedo, pues no puedes vivir… Hay que ser hombre… Hay que ser macho…

»Una época me dediqué al negocio de los raptos exprés. Era un buen trabajo, fácil, y daba mucha lana. Teníamos una casa en Morelia, una casa con muchas recámaras. Íbamos raptando personas y las llevábamos a la casa, hablábamos con ellos para preguntarles cuánto podríamos pedir por su rescate. Llamábamos a la familia. En dos, tres días, una semana máximo, todo estaba resuelto. Nosotros teníamos nuestro dinero, y la familia tenía a su ser querido de vuelta. Nuestros jefes nos decían que no tocáramos a los panes. Los llamaban así, una especie de clave, panes en el horno. Es como un negocio donde se hornea el pan, tú tienes el pan en el horno el tiempo necesario, y estás deseando sacarlo de allá pues pa meter otro pan. Cuanto antes salga de allá, mucho mejor.

»Nos decían que no tocáramos a los panes, a los raptados, que no les hiciéramos daño a no ser que fuera necesario. Pero no era necesario porque todos se achicopalaban. Todos, hombre o mujer, joven o viejo. Todos. Es que una persona raptada ya no es una persona. Se achicopalan. A menudo raptábamos chavas, es más fácil, a veces eran jóvenes y hermosas. No las tocábamos. Era sólo un negocio, un trabajo. Era nuestra chamba. Ya saben lo que dicen, no cagues donde comes. Algunas veces teníamos la casa llena de chavas jóvenes. Ni las mirábamos. No cagues donde comes. Pero a veces había una chava, ni más guapa ni más fea que las otras, ni más joven ni más vieja, ni más provocativa ni menos, y a ésa la violábamos todos, uno tras otro. Chico, grande y mameluco, así le dicen. Tres días estaba en la casa, y tres días estaba siendo violada. Y a la de la recámara de al lado, que pues estaba bien culo y era más mujer que ella, ni la mirábamos, pues.

»Yo no sé por qué pasaba esto. Pero muchas veces me pregunto. ¿Qué es lo que hace que a uno lo maten y al de al lado no lo toquen siquiera? Ya saben cómo le dicen: es la ley de Caifás, al fregado fregarlo más. Y la ley de Herodes: o te chingas o te jodes.

»A veces pasa con los rayos. Una vez, se los juro, cayó un rayo en la casa donde yo vivía, y mató a dos guajolotes, y a la totola que estaba entre los dos pues ni la tocó. Órale. El rayo elige a su víctima, no hay cómo esconderse. Y si eres un amigo del rayo, el rayo ni te toca. O te cae encima y no te mata. Allá, en mi tierra, hay hombres que recibieron un rayo, y dos y tres… Y siguieron vivos.

»Los rayos salen de las cuevas, de lo hondo de la tierra. No caen del cielo como dicen.

»Una vez raptamos a dos chavas que iban las dos con el uniforme del colegio. Estaban en la prepa, eran hermanas, hijas de un industrial importante. Le pedimos un chingo de lana a su papá si quería volver a verlas enteras. Digo, eran hermanitas, casi gemelas. Las dos creciditas, las dos bien chichonas, tendrían quince o dieciséis años, las dos bien culo. A una de ellas, nada más verla, pensé: pobrecita chancluda, cómo te va a quedar el tamal. Esa noche mi compadre me dice “me voy para allá, hay que romper el precinto”. Fue él primero, luego la violamos todos. No se crean que esto era común. No cagues donde comes. Era un negocio, nada más. Y tampoco era algo premeditado. Simplemente, a aquella chava, nada más mirarla a los ojos, uno quería violarla. Pero a la hermana ni se nos pasó por la cabeza. Y eran casi gemelas. Eran casi idénticas. No sé, es como si aquella chancluda chichona lo estuviera pidiendo. O como si le diera tanto miedo, pero tanto tanto, que diera más gusto hacérselo sólo por esa razón. A su hermanita ni la tocamos.

»En veces teníamos que matar a los panes, cuando la familia no pagaba. Lo hacíamos discretamente. Los llevábamos al monte y los degollábamos. Eso enviaba un mensaje. Si no pagan, ya saben lo que pasa. Si se retrasan en el pago, ya saben lo que pasa… Yo entonces no había matado a nadie todavía. Tenía las manos limpias de sangre, como aquel que dice. Pero sabía que tarde o temprano me tocaría a mí también. Pues pa eso estamos, ¿no?

»Era sólo un negocio. Una chamba…

Xóchitl y Vrajavala escuchaban en silencio, esperando el final de la historia. Esperando la explicación, la moraleja. Esperando el argumento final que daría sentido a todo lo anterior. Los animales muertos, los pájaros con alfileres clavados en los ojos, la necesidad de ser valiente, la liebre clavada en una tabla, el hecho de que unos sean víctimas y otros no… Esperando para entender el significado de la historia, ya que el significado está al final, o al menos eso es lo que siempre suponemos, que es el final de una historia lo que dará sentido a todo lo anterior. Pero no hubo final porque Simeón estaba ahora tan borracho que no podía ya ni levantar el vaso de la mesa. Se le caía la cabeza. Finalmente se quedó dormido en la silla, con los labios entreabiertos, la gruesa lengua brillante asomando entre los labios y la barbilla clavada en el pecho.

Vrajavala y Xóchitl salieron de la casa para conferenciar. Finalmente decidieron coger todas las provisiones que pudieran y alejarse del lugar. Dado que habían pasado toda la noche caminando y que apenas habían podido dormir dos horas en dos días, se hallaban en un estado de absoluto agotamiento, pero no podían quedarse en aquella casa ni tampoco en las proximidades. No estaban seguras de que aquellos «compañeros» de los que había hablado Simeón existieran realmente, pero no podían correr el riesgo.

De modo que volvieron a entrar, recogieron la mesa e intentaron dejarlo todo como lo habían encontrado a fin de no dejar huella de su presencia. Luego registraron la planta baja. Encontraron varios camastros y un armario lleno de ropa sucia de hombre, en uno de cuyos estantes encontraron unos prismáticos y un mapa doblado varias veces. Debajo de uno de los lechos encontraron un rifle, un cuchillo de monte en su funda y varias cajas de munición para el rifle. Ninguna de las dos había disparado nunca un rifle, aunque Xóchitl sí sabía cargar y usar una pistola. Después de conferenciar un rato, decidieron coger sólo los prismáticos y dejar allá lo demás para que los ocupantes no notaran la falta del rifle y se echaran al monte para intentar recuperarlo. Fabricaron un hatillo atando varias de las camisas encontradas en el armario y pusieron en el interior todos los víveres que pudieron. Si los habitantes de la casa llevaban un estricto control de los víveres, podrían notar que faltaban latas, pero con tal de tener comida estaban dispuestas a correr cualquier riesgo. Además, no era probable que notaran la falta nada más llegar a la casa. Luego se alejaron de la cabaña, ascendieron por la torca y entraron entre los árboles. Una vez allí buscaron un refugio desde el que pudieran contemplar bien la casa y decidieron dormir unas horas haciendo turnos para vigilar la casa. Lo más sensato hubiera sido seguir caminando y alejarse lo más rápidamente posible, pero estaban completamente exhaustas. El primer turno le correspondió a Xochtil. No pudo resistir el sueño y se quedó dormida varias veces. Una de las veces que se despertó de golpe, era ya noche cerrada. Vio que había un grupo de siete u ocho hombres que se dirigían a la casa caminando con linternas por la orilla del lago. Despertó a Vrajavala y las dos los observaron con los prismáticos, pero no reconocieron a ninguno de ellos. Había una luz encendida fuera de la casa, gracias a la cual pudieron verles bien a medida que entraban. Iban todos armados, y había varios que podrían ser malayos o filipinos además de varios blancos de cabello claro. Sabían que estaban en peligro, de modo que se pusieron en marcha de nuevo. Caminaron toda la noche, deteniéndose sólo para hacer sus necesidades y para comer. Cuando llegó el amanecer estaban tan cansadas que las piernas se les empezaban a poner negras. Vrajavala dijo que había oído decir que uno podía gangrenarse las piernas e incluso perderlas si era sometido a un ejercicio constante y agotador. De modo que buscaron un rincón protegido entre las rocas y encontraron una pequeña cueva, o más bien una abertura entre dos rocas en la que apenas cabían las dos tumbadas. Después de asegurarse de que estaba limpia de ofidios y de escorpiones, cubrieron la entrada con ramas de helecho para permanecer completamente invisibles, se metieron en el interior, que era estrecho y húmedo, y se durmieron. Cuando despertaron, seguía siendo de día, y el sol seguía estando muy bajo en el este. Les costó un cierto tiempo comprender que habían dormido veinticuatro horas ininterrumpidas.

Se sentían físicamente bien. Es más, se sentían poseídas por una sensación de exaltación. Habían logrado huir de sus captores, habían logrado huir de Simeón y de su grupo de sicarios. Tenían comida. Se encontraban entre las montañas, en una región de valles llenos de flores y cubiertos de abetos, píceas y cedros. La vegetación había cambiado, y comenzaba a ser alpina. Aquí y allá se veían piedras suspendidas en el aire, un fenómeno que era nuevo para ellas, y también sentían la sugestión de que su propio cuerpo era más ligero, como si la gravedad se comportara en aquella zona de una forma diferente a la habitual. La magnitud de los abetos y las otras plantas que crecían allí por todas partes podía deberse, también, a este fenómeno gravitatorio de ausencia de peso. Las dos reconocieron plantas de mariguana que crecían silvestres por todas partes, a menudo más altas que un hombre. Xóchitl se puso a recolectar hojas y las enrolló para hacer cigarros. Llamaba a la planta «Doña Juanita». Tenían cerillas, de modo que pudieron fumar toscos cigarros de mariguana fresca que les hicieron toser y cuyo sabor ácido parecía taladrarles la garganta y las narices, pero la planta enseguida hizo efecto. Al cabo de un rato estaban las dos con los ojos rojos e hinchados y riendo a carcajadas. Era la primera vez que Vrajavala fumaba mariguana en su vida. Le contó que en la India también había, sobre todo en las montañas, en el norte, pero que ella nunca la había probado. ¿Por qué me estoy riendo?, decía Vrajavala. ¿Por qué nos reímos? Xóchitl la escuchaba y reía más todavía. Esta Doña Juanita es muy buena, decía Xóchitl. Esta hierba está bien chida, decía en español. Tú sí que eres buena onda, le decía a Vrajavala, tú sí que eres buena leña. Vrajavala reía más todavía, sin entender una palabra.

Decidieron descansar unos días en aquel valle. La cueva que habían encontrado era muy pequeña, pero sólo la necesitaban para dormir, ya que el cielo no amenazaba lluvia. Tenían comida en abundancia y estaban a salvo en aquel lugar, aunque ellas entonces no sabían que los hombres del grupo de Simeón nunca las habrían seguido hasta aquellas alturas donde las piedras flotaban en el aire, ya que se encontraban en las proximidades de la temible Columna Negra, la montaña magnética que enloquece y mata a aquellos que se atreven a acercarse siquiera a su base. Pasaron aquel primer día fumando mariguana y hablando y contándose sus vidas con la sinceridad y la emoción con que sólo pueden hacerlo los desconocidos, aunque al final de aquel día ya no se sentían desconocidas, sino casi como viejas amigas, casi como hermanas. Vrajavala le contó riendo, con una de esas risas parecidas al llanto o al grito de dolor, que toda su vida había deseado tener sensaciones y aventuras, y que su matrimonio con el doctor Sutteesh, Ranji, como ella le llamaba, había sido concertado por las familias de ambos. Que siempre había tenido una vida fácil y cómoda, que había pasado de vivir con sus padres a vivir con su marido, y que aunque su padre y su marido eran los dos hombres muy dulces y cariñosos, lo cierto era que ella nunca había tenido ocasión de vivir por su cuenta ni de tomar sus propias decisiones.

—Yo añoraba las aventuras y la emoción —decía Vrajavala, con los ojos muy rojos por el efecto de la mariguana—. ¡Y aquí me tienes! ¡En medio de la selva huyendo de un grupo de asesinos!

Xóchitl le preguntó con curiosidad si no quería a su marido. Vrajavala no comprendía su pregunta. Quiero decir, dijo Xóchitl, que fueron tus padres los que organizaron vuestra unión.

—Claro que le quiero. Estamos muy enamorados —dijo Vrajavala—. Los europeos soléis creer que sois los únicos que sentís amor en el mundo. Que los matrimonios sean concertados no quiere decir que no exista el amor.

—Amiga, yo no soy europea —dijo Xóchitl.

—Perdona. Nunca había conocido a nadie de América del Sur.

—Tampoco soy de América del Sur —dijo Xóchitl riendo a carcajadas—. México es Norteamérica.

—¡No sabemos nada la una de la otra! —dijo Vrajavala, también riendo—. Es un milagro que las dos pertenezcamos al mismo planeta.

—Las dos somos mujeres —dijo Xóchitl—. Ése es nuestro planeta. El planeta de las mujeres.

Vrajavala le dijo que no estaba de acuerdo, que ella creía que las mujeres de las diferentes culturas eran diferentes entre sí, y Xóchitl pensó que probablemente ella también pensaba lo mismo, aunque muchos de los libros que había leído afirmaban que las mujeres poseen una especie de cultura y una especie de lenguaje propio y una forma de relacionarse con la vida, con el sexo, con los hombres, con la familia, con los hijos, que era común en todas las partes del mundo.

Las familias de Vrajavala y del doctor Sutteesh habían hablado de un posible matrimonio entre los hijos de ambos cuando ellos eran apenas adolescentes. Sin embargo, ella sólo conoció a Ranji cuando el compromiso se hizo firme. Por supuesto, dijo, los matrimonios concertados por los padres no son obligaciones dictatoriales, al menos no lo eran entre las gentes de su clase. No son una imposición de los padres, sino una sugerencia que proviene de las personas que mejor te conocen y que más te quieren en este mundo. Personas que conocen además la vida, el amor, la familia, la paternidad y la maternidad, las dificultades y los problemas que puede experimentar una pareja, mientras que dos jovencitos que se conocen en un bar o en una piscina no saben nada de estas cosas y están además cegados por el deseo sexual. Todo esto le dijo Vrajavala, y Xóchitl pensaba que tenía razón. O al menos algo de razón, porque nadie puede tener toda la razón ni tampoco carecer de razón en absoluto. Las dos familias eran de Calcuta, las dos pertenecían a la clase media alta, las dos madres habían estudiado en la universidad y los dos padres habían tenido cargos en la Administración Pública (el padre de Vrajavala) y en la política nacional (el padre de Ranji). Ranji había terminado la carrera y se iba a marchar dos años a Oxford para completar sus estudios y trabajar en su tesis. Sin embargo, nunca llegó a viajar a Inglaterra, ya que le ofrecieron un puesto de lector en el Departamento de Literatura Inglesa de la Universidad de Calcuta, en el campus de College Street. De modo que las dos familias decidieron que no había motivo para retrasar la boda y que había llegado el momento de que Ranji y Vrajavala se conocieran a fin de que el compromiso pudiera sellarse. El primer encuentro tuvo lugar en casa de la familia de Vrajavala. Ranji acudió con sus padres, todos con ropas elegantes. Ranji fue vestido como un príncipe y le trajo de regalo un reloj Cartier. Llevaba un turbante blanco con una pluma de pavo real, le contó, y parecía un tanto cohibido por su atuendo. Ella se había ido a la peluquería y se había puesto su mejor sari y muchas joyas, algunas de ellas prestadas por su madre. Fue una reunión un tanto estirada, muy formal. A partir de entonces, Ranji y Vrajavala salieron juntos unas cuantas veces. En su primera cita, fueron a tomar un helado. En la segunda, se fueron al club a jugar al tenis, y Vrajavala ganó a su futuro marido por tres sets. Él no era muy atlético, no era un gran deportista. Sin embargo, le caía bien. Le parecía dulce, simpático y buena persona. Les dijo a sus padres que Ranji le gustaba, y que se casaría con él.

¿Dos citas?, preguntó Xóchitl escandalizada. ¿Os visteis dos veces antes de casaros? Antes de comprometernos formalmente, sí, dijo Vrajavala. Pasó algún tiempo hasta la boda, y durante ese tiempo nos vimos varias veces más. Fue entonces cuando nos enamoramos. Quiero decir, cuando yo me enamoré de él, porque Ranji se enamoró de mí la primera vez que me vio. No me extraña, dijo Xóchitl, eres una de las mujeres más guapas que he conocido. Oh, pero seguramente él no se enamoró de mí sólo porque fuera guapa, dijo ella riendo.

Habían encontrado una poza de aguas profundas y tranquilas, y fueron allí a darse un baño. Xóchitl fabricó una especie de cigarro puro de hojas de mariguana enrolladas y se lo fumaron entre las dos, aspirando el humo espeso y caliginoso entre toses guturales, ya que las hojas estaban muy verdes y rezumaban savia. Luego se quitaron la ropa, con los ojos tan rojos como los de las ratas blancas, y se metieron en el agua dando voces y riendo despreocupadamente. El agua estaba muy fría, y no estuvieron dentro mucho rato. Lo que resultaba absolutamente delicioso después de la inmersión en la poza helada era tenderse en la hierba de la orilla y dejar que el sol tibio que se filtraba entre las ramas de los abetos las secara. A su alrededor, las piedras y las flores y pequeñas plantas nacidas de parches de tierra flotaban en el aire a distintas alturas. Era curioso ver cómo un pájaro se posaba sobre una piedra flotante o cómo las avispas visitaban las flores que crecían en pequeños parches de tierra suspendidos en el aire. Al ver aquello reían como locas. La mariguana les hacía reír y también les hacía no desear volver a ponerse la ropa, que estaba sucia y acartonada después de varios días de llevarla sin poder cambiarse. Lo que hicieron en cambio fue lavarla golpeándola contra las rocas. Luego la tendieron al sol y volvieron a fumar mariguana desnudas. Xóchitl dijo que no pensaba volver a vestirse nunca. Que jamás se había sentido tan bien como se sentía en aquel momento, completamente desnuda en mitad de la naturaleza. Vio cómo Vrajavala colgaba su sujetador y sus bragas blancas de las ramas de una pícea, y cómo el encaje de las piezas de lencería capturaba la luz del sol. Le gustaba el cuerpo de Vrajavala, moreno, rotundo. Tenía la espalda satinada, y las nalgas fuertes y alargadas. La larga cabellera negra le caía hasta la mitad de la espalda. Tenía los pezones grandes y casi negros, del color de los granos de café, y el pubis cubierto de un vello muy oscuro y espeso, como es característico en las mujeres morenas. Le ofreció el cigarro de mariguana a Vrajavala y ésta se acercó a donde estaba su amiga, se arrodilló a su lado, lo cogió y dio una larga calada. Ahora estaban las dos sentadas sobre la hierba con las piernas cruzadas, una frente a otra. Vrajavala tosió un poco, porque no tenía costumbre de fumar. Volvió a inhalar y luego le devolvió el cigarro a Xóchitl. Xóchitl se lo llevó a los labios e inhaló, sintiendo cómo el humo ardiente entraba en sus pulmones. Lo mantuvo en los pulmones todo el tiempo que pudo y finalmente comenzó a exhalarlo lentamente por la nariz y por la boca. Entonces Vrajavala hizo algo que le sorprendió: desdobló las piernas, apoyó las manos en el suelo, y acercó su rostro hacia el de Xóchitl. Xóchitl sintió con sorpresa el contacto de la nariz de su amiga contra su nariz y el roce de los labios cálidos y rugosos de Vrajavala contra sus labios. Vrajavala tenía los ojos cerrados, y de pronto Xóchitl comprendió que la estaba besando.

A Xóchitl aquel beso la cogió por sorpresa. Vrajavala era una mujer extraordinariamente atractiva. Tenía el rostro alargado, la nariz grande, aplastada por los lados y arqueada hacia delante, los labios cremosos y sensuales, los ojos almendrados y aceitosos, preciosos ojos oscuros ribeteados de espesas pestañas negras, la piel marrón y tensa como la seda. Vrajavala separó su boca de la de Xóchitl y luego volvió a besarla, esta vez más despacio y acariciando los labios de Xóchitl suavemente con sus labios. Torcía el rostro hacia un lado para besarla mejor y cerraba los ojos. Al tercer beso, Xóchitl sintió el roce suave de la lengua de Vrajavala en sus labios, y entreabrió los labios ella también y permitió que las lenguas de ambas se tocasen. Luego dejó que la lengua de Vrajavala entrara en su boca y jugara con su lengua. Sintió que sus pezones se ponían duros, y que un relámpago de placer le corría por las ingles y por la espalda. Quizá fuera un efecto de la hierba que habían fumado, pero Xóchitl sintió que jamás había sido besada de este modo y que jamás había disfrutado tanto besando a nadie. Sabía que la mariguana tenía el efecto de acentuar los sentidos, y pensó que el placer que le proporcionaban aquellos besos se debía, seguramente, a la hierba. Siguieron besándose durante un rato, y Xóchitl pensó que estaba dispuesta a dejarse llevar a cualquier sitio por aquellos besos. Los largos dedos oscuros de Vrajavala rozaban su mejilla. Sintió que amaba a Vrajavala y que haría cualquier cosa por ella. Luego Vrajavala se puso de pie y dijo que era hora de comer. Las dos estaban hambrientas. La mariguana hacía todavía más intensa la sensación de hambre.

Abrieron su precioso hatillo lleno de alimentos y comieron intentando no llenarse demasiado para hacer que los víveres les duraran más días. Luego volvieron a hablar. Vrajavala le habló de sus hermanas, y de su vida en Calcuta, y de sus intentos infructuosos de quedarse embarazada, y de la vergüenza que le daba llevar años casada y todavía no tener hijos. Ése había sido el motivo de su viaje a Los Angeles, le contó, someterse a un tratamiento especial de fertilidad que duraba un mes. Pero ni siquiera así había logrado todavía quedarse embarazada. Xóchitl le preguntó si habían seguido intentándolo en la isla y ella le dijo que sí, que nunca habían dejado de intentarlo. Pero ¿no sería una locura que te quedaras embarazada aquí?, preguntó. Sí, sería una locura, dijo Vrajavala riendo. Sería una verdadera locura. ¿Entonces?, dijo Xóchitl. No sé, dijo Vrajavala, los niños han nacido siempre en todas partes y en todas las épocas, ¿no? También en las islas. No hay nada más natural que tener un niño. Entonces ¿no tienes miedo?, le preguntó Xóchitl. Yo siempre tengo miedo. Siempre tuve miedo, incluso antes de que me atacaran, mucho antes, desde niña, desde siempre. ¿Miedo a qué?, preguntó Vrajavala. Miedo a todo, dijo Xóchitl. Miedo a todo. Al amor, a la sociedad, a los exámenes, a no resultar interesante a los hombres, a ponerme enferma si bebo agua de la llave… ¡hay tantos motivos para tener miedo! Le habló de sus padres, de su vida en México, de Miguelito y de los indios huicholes, y de la forma en que Ana María y Miguelito idealizaban la vida indígena, de sus experiencias con las mujeres de San Barros. Vrajavala le dijo que, por lo que contaba, México y la India se parecían en muchas cosas. Que la gente pobre de la India también era muy desgraciada, y que había también mucha violencia contra las mujeres. Que había miles de mujeres a las que les quemaban el rostro con ácido. Que en Calcuta había un hospital dedicado a tratar sólo casos de mujeres quemadas con ácido, mujeres que habían sido repudiadas por su esposo o por la familia del esposo, que habían sido infieles o habían sido acusadas de ser infieles o bien que eran simplemente desfiguradas por una familia que querían evitar que se casara con un joven que consideraban un buen partido.

Ahora la ropa ya estaba seca, pero ninguna de las dos tenía deseos de vestirse. No hacía calor ni frío. Tenían el estómago lleno. No había amenazas. No había prisa. Hablaron de religión y de creencias. Vrajavala se sorprendió al enterarse de que Xóchitl no era cristiana.

—Pensaba que los mexicanos eran católicos —le dijo.

—No todos los mexicanos son católicos —dijo Xóchitl.

—Pero tú adoras a la virgen de Guadalupe —dio Vrajavala—. Yo también, ¿sabes? Pero en la India la llamamos Durga.

—Yo no adoro a la virgen de Guadalupe —dijo Xóchitl—. Lo de los mexicanos y la virgen de Guadalupe es un poco difícil de explicar. Se trata de una especie de símbolo, ¿comprendes? Hay mucha gente que no es religiosa y no va jamás a la iglesia pero a pesar de todo tienen en su casa y en su vehículo una imagen de la virgen de Guadalupe.

—Supongo que si tienes a la virgen en tu casa, ya no necesitas ir a la iglesia —dijo Vrajavala—. Entonces, tu casa es ya una iglesia.

—No, no, no es así —dijo Xóchitl riendo—. Para nosotros una iglesia es una iglesia y una casa es una casa.

—Ah, comprendo —dijo Vrajavala—. Para nosotros cualquier cosa puede ser un templo. Hay templos del tamaño de un horno de pan. Y templos grandes como una ciudad. La India está llena de templos.

—Para nosotros la virgen de Guadalupe es una especie de símbolo nacional. No, no exactamente nacional, porque no tiene nada que ver con la política. Una especie de símbolo de buena suerte —dijo tentativamente, sin saber cómo explicarse.

—Claro —dijo Vrajavala—. Todos los dioses son símbolos.

—La virgen de Guadalupe no es una «diosa» —dijo Xóchitl.

—¿No? ¿Por qué no?

—Es la madre de Cristo…

—Pero Cristo es Dios, ¿no? —dijo Vrajavala riendo—. Entonces, su madre tiene que ser una diosa también.

—Los cristianos no creen en «dioses» y en «diosas» como sabes muy bien —dijo Xóchitl—. Creen sólo en un dios, sólo en uno, que es viejo y es hombre.

—Sí, lo sé —dijo Vrajavala—. Pero me da la impresión de que los cristianos no entienden muy bien estas cuestiones.

—Son monoteístas —dijo Xóchitl—. Eso es lo que pasa.

—Todos creemos que sólo hay un Dios —dijo Vrajavala—. Uno, lo Uno. Pero tiene distintos aspectos, distintas manifestaciones. En la India, Shiva y Krishna, Shakti o Hanuman, no son dioses distintos. Son manifestaciones distintas del atman. No hay nada distinto. Sólo hay una cosa. Ni siquiera tú y yo somos personas distintas. Somos la misma persona.

—Nunca lo había visto así —dijo Xóchitl.

—En el hinduismo, todo es divino —dijo Vrajavala—. Para nosotros, la virgen de Guadalupe es una diosa, y también tú para mí eres una diosa. Todo lo que admiramos y amamos y nos parece más grande que nosotros, lo consideramos un dios o una manifestación de dios.

—¿Yo soy una diosa? —dijo Xóchitl ruborizándose—. ¿Todo lo que amamos y que admiramos? ¿Podría entonces decir que Claude Levy-Strauss es un dios?

—Si es alguien al que admiras y que te inspira pensamientos sublimes, no cabe duda de que es un aspecto de Dios. Podrías adorarle, igual que adoras a Krishna, a Jesús o a un santo. Podrías poner una foto suya en un altar y ponerle flores frescas y velas perfumadas, igual que se hace con Cristo, o con un gurú, o con Mahatma Gandhi.

—Pero Levy-Strauss y Gandhi son personas, seres humanos.

—Los seres humanos son Dios —dijo Vrajavala—. Para el hinduismo todo lo que existe es una forma de la divinidad. Hasta el lingam y el yoni son divinos.

—¿Qué es eso? —preguntó Xóchitl.

—¿No sabes qué es el yoni? —dijo Vrajavala.

—No.

—¿Nunca has oído esa palabra?

—Creo que no.

Estaban las dos sentadas en el suelo, como a un metro una de otra. Vrajavala se acercó hacia ella y le puso la mano suavemente entre las piernas.

—Esto es el yoni.

Se había limitado a apoyar con naturalidad la palma de su mano entre los muslos de su amiga, pero Xóchitl se sobresaltó tanto ante esta caricia inesperada que casi dio un salto. Vrajavala ahogó una risa y se tapó la cara con la mano.

—Perdona.

Quedaron las dos en silencio. Llevaban todo el día desnudas, bañándose, comiendo, charlando, descansando a la sombra de los abetos, contemplando las piedras y las flores flotantes, fumando mariguana y riendo hasta que les dolía el vientre y Xóchitl se sentía cansada, con ese tipo de cansancio que sólo se mitiga con la acción física. Se puso de pie y fue caminando hacia el agua, hasta meter los pies dentro del agua transparente. El frescor del limo oscuro de la orilla en la planta de los pies le hacía bien.

Sentía que el cabello se le erizaba. El vello de todo el cuerpo, también el vello púbico, también los cabellos. También sentía que los senos apenas le pesaban. No es que tuviera los senos muy grandes, pero le daba la impresión de que allí flotaban suavemente del mismo modo que flotan cuando uno se sumerge en el agua.

—Aquí todo flota —dijo Xóchitl—. Se me levanta el pelo por el aire. ¿Será la electricidad estática?

—No lo sé —dijo Vrajavala.

—¿Te has dado cuenta de que en esta zona de la isla no hay voces?

Dijo, y luego quedó en silencio. Cerró los ojos y los apretó con fuerza.

Oh, Dios, pensó. Lo pensó con palabras, como si lo estuviera diciendo. Como una exclamación, como una plegaria.

Se sentía excitada, sexualmente excitada. Llevaba todo el día excitada. No habían vuelto a hablar de ello, pero seguía pensando en la forma en que se habían besado esa mañana. Sintió que una fina gota viscosa le resbalaba lentamente por entre los muslos. Oh, Dios, pensó. Dios, Dios que estás en todas partes, Dios que estás en los ojos de los que amamos, en los libros que admiramos, en el lingam y en el yoni. Apretó un muslo contra otro y contrajo los músculos internos de su cuerpo. El fluido viscoso rebosaba de su vagina húmeda. Recordó la noche que había descubierto lo placentero que era apretar los muslos uno contra otro, una noche de verano cuando era sólo una niña. Años antes de saber nada, años antes de conocer siquiera la palabra «masturbación» y de sentir la menor curiosidad por los chicos. Regresó hacia donde estaba Vrajavala. Cuando caminaba hacia ella pensó que tenía los muslos húmedos y que debería limpiarse, pero no sentía ninguna vergüenza. Vrajavala seguía sentada sobre la hierba, con las piernas cruzadas y la espalda curvada hacia delante.

—Perdona —repitió Vrajavala con los ojos bajos, tapándose de nuevo la cara con una mano.

—No pasa nada.

—Lo siento.

—¿Habías besado antes a otras mujeres? —preguntó Xóchitl.

—No, nunca —dijo Vrajavala—. ¿Y tú?

—No.

Se sentó al lado de Vrajavala. Un pájaro gritó con fuerza en lo alto, y luego otro, como si los dos estuvieran luchando en las alturas.

—Tú también eres una diosa para mí —dijo Xóchitl.

Le cogió la mano, la mano alargada y oscura, la mano caliente, y se la besó. Le besó las yemas de los dedos y luego la palma de la mano. Vrajavala la miraba con una sonrisa temerosa.

—¿No estás enfadada?

—¿Me ves enfadada?

—Tenía miedo de haber hecho algo incorrecto —dijo Vrajavala.

—No puedes hacer nada incorrecto —dijo Xóchitl—. Una diosa no puede.

—Sé que es muy raro decir esto —dijo Vrajavala bajando los ojos—. Pero siento que te quiero. Siento que te quiero.

—No es raro.

—Es raro sentir esto por una mujer.

—Bésame —le dijo Xóchitl, tirando de la mano de Vrajavala y llevándola entre sus muslos—. Acaríciame.

Se tendió sobre la hierba a su lado, sosteniendo todavía la mano de Vrajavala, y sintió cómo los largos cabellos oscuros de Vrajavala se derramaban sobre ella, sobre su rostro, sobre su cuello y su pecho. Cuando sintió la lengua de su amiga entre los labios, al mismo tiempo que sentía sus dedos cálidos comenzando a acariciarla, pensaba: yo también siento que te quiero. Te quiero, te quiero, te quiero. Soy tuya. Haz conmigo lo que quieras. No sabía a quién iban dirigidas esas palabras que repetía como un cántico en su imaginación. ¿A Vajravala, a la mujer india junto a la cual había escapado? ¿Al ser extraordinario y oscuro cuyos besos recibía como si fueran cayendo lentamente del cielo uno tras otro? ¿Al viento? ¿A los árboles? ¿A sí misma? ¿A la vida impersonal?

Brilla, mar del Edén
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