21
Nos reunimos en asamblea

Esa noche hubo una especie de asamblea general en la que participaron todos los náufragos. Los expertos en hogueras encendieron un fuego en la orilla del río para tener luz y poder vernos las caras, pero aun así las sombras del bosque nos rodeaban por todas partes y pequeños animales, pájaros y pequeños reptiles y ágiles primates se asomaban en la floresta mirando cautelosos entre las hojas y acercándose por las lianas y las ramas para observar la asamblea de los hombres. No me decido a contar con detalle todo lo que se dijo allí, y me limitaré a contarlo por encima y de forma resumida. Sophie planteó ante todos la necesidad de establecer unas ciertas normas de conducta. Hizo una referencia a El señor de las moscas que no creo que todos entendieran (tengo que confesar que yo nunca he leído el libro, aunque conozco la historia y vi la versión cinematográfica de Peter Brook), y dijo que teníamos que esforzarnos por seguir portándonos como personas civilizadas y no ceder a la presión de la situación límite en que nos encontrábamos. Todo el mundo estuvo de acuerdo con ella, aunque la interpretación que unos y otros daban a sus palabras no podía ser más diferente. Para Michael y su mujer, tanto como para Tudelli, Hansa, los señores Lee y los Kunze, esto quería decir establecer unas normas mucho más estrictas a fin de «parar los pies» a los que no se comportaran de la forma debida.

Pei Pei propuso de manera formal que se hiciera un escarmiento con Syra. Aquella niña, dijo, se portaba muy mal y no obedecía, y era necesario azotarla con una caña de rattan delante de todos. Así aprendería, de una vez por todas en la vida, la importancia de la disciplina. Sería, dijo, muy bueno para ella. Sería lo mejor que le pasara en la vida.

—¿Eso es lo que te hicieron a ti, muñeca? —le dijo Jimmy Bruëll—. ¿Así aprendiste tú la importancia de la disciplina?

—Mi esposo puede tenerte en el suelo y chillando en medio segundo —le dijo Pei Pei a Jimmy calmosamente—. Por favor, no le provoques.

—Por favor —dijo Michael con una exquisita sonrisa y haciendo una reverencia—. Habla a mi esposa con respeto.

—Me gusta el respeto —dijo Jimmy—. Lo que no me gusta es administrarlo con latigazos. ¿O era con bolas chinas? Estoy un poco confuso.

No estoy seguro de que Michael entendiera la pequeña broma racista de Jimmy. Estoy convencido de que un hombre como él debía de saber perfectamente lo que son las «bolas chinas», especialmente proviniendo de Singapur, que a pesar de sus leyes moralistas es un conocido paraíso de la depravación. Quizá no lo oyó o quizá consideró que Jimmy era un palurdo cuyas ofensas no merecían ser tenidas en cuenta.

—Lo de los castigos físicos está fuera de cuestión —dijo Joseph—. No somos unos bárbaros y no nos vamos a convertir en unos bárbaros.

—¿Estás diciendo que yo soy un bárbaro? —le dijo entonces Michael—. ¿De nuevo los norteamericanos nos enseñan valores humanos a los demás? ¿Soy yo un bárbaro? Yo no he tirado napalm sobre niños, ni bombas atómicas sobre ciudades, ni he tenido esclavos negros ni he masacrado a los indios. ¿Soy yo un bárbaro?

—Ok, folks, folks, folks —dijo Wade levantándose y avanzando hacia el fuego con los dos brazos abiertos—. Creo que todos estamos olvidándonos de lo más importante (missing the point, dijo). Todos estamos nerviosos y asustados, y el miedo y los nervios son los peores consejeros.

—¿Qué es «lo más importante», Mr. Erickson? —dijo entonces Stephan Kunze, el millonario suizo—. ¿Qué es, según usted, eso tan importante que estamos olvidando?

Kunze tenía una voz muy tenue y no hacía el menor esfuerzo por elevarla, pero a pesar de todo cuando él habló se acallaron todos los rumores. No sé cómo es posible una cosa así, ni de dónde proviene una fuerza semejante. Los Kunze solían estar siempre sentados en butacas del avión, butacas azules con reposabrazos grises y respaldos almohadillados y un revistero en la parte de atrás, que sus «ayudantes» iban moviendo siempre de un lado a otro, y en aquella ocasión los dos esposos también estaban sentados en sus butacas en el amplio círculo que había alrededor de la hoguera. También Tudelli tenía una butaca del avión. Y Jimmy Bruëll se había conseguido otra, todo hay que decirlo, pero la tenía a la entrada de su cabaña y solía sentarse en ella para leer. Pero allí, apoltronado en su ridícula butaca azul, aquel hombre septuagenario mal afeitado, ¿de dónde sacaba aquella fuerza hipnótica que obligaba a noventa personas a quedar en silencio cuando él despegaba los labios?

—Díganos, Mr. Erickson —siguió diciendo Kunze—, qué es eso tan importante. Porque aquí lo único que yo veo es que nos estamos desmoronando. Nuestra pequeña sociedad está en crisis, y necesita liderazgo. Especialmente liderazgo moral.

Vi que Sophie estaba desesperada. Estaba de pie llorando. Jamás he visto nada parecido. Estaba de pie, al lado de su esposo, con sus dos hijos a su lado, y las lágrimas caían brillantes por sus mejillas. Lloraba sin gemir, sin sollozar. Un río de lágrimas caía de sus ojos, lágrimas de impotencia porque el Señor de las Moscas se había instalado entre nosotros y había comenzado a alimentarse de nuestra desesperación y de nuestro resentimiento y no había nada que pudiera hacerse al respecto.

—Lo que estamos olvidando —dijo Wade mirándonos a todos con su sonrisa inolvidable, girando para incluirnos a todos en sus palabras, mirándome a mí con sus ojos azules, y luego a otro, y a otro, y a otro—, lo que estamos olvidando es que nada de lo que sucede en este lugar sucede por casualidad. Que hay una razón de que estemos aquí. Que todo esto que está sucediendo en esta isla sucede por una razón y tiene un propósito. Eso es lo que estamos olvidando. Y que es posible que hasta las cosas terribles e inexplicables que suceden, las que nos aterran y nos confunden, sucedan por una razón.

—Todo sucede por voluntad de Dios —dijo Hansa.

—No sé si es por voluntad de Dios —dijo Wade—. No sé si Dios tiene voluntad, o si Dios existe, o si, en el caso de que exista, nosotros le importamos mucho. Ni siquiera sé si Dios conoce la existencia de este lugar en que nos encontramos. Es posible que éste sea un lugar que Dios ha olvidado, y es posible que ésa sea, a pesar de todo, nuestra gran suerte, la de estar en un lugar en donde Él no puede vernos. No soy un hombre sabio. Aquí hay hombres más sabios que yo, más inteligentes, más cultos que yo. Hay médicos, psiquiatras, financieros, obispos, arquitectos, profesores. Yo no soy nada. Soy Wade Erickson y no soy nada, pero desde que llegué a esta isla soy alguien. Soy alguien que sabe que su vida no es un poco de agua que corre por las tuberías cuando alguien tira del tapón de la bañera. Porque estoy aquí. Porque estoy sobre mis dos piernas y estoy aquí y estoy vivo. Porque he sobrevivido, como todos vosotros. Hemos sobrevivido, no lo olvidéis. Se nos ha entregado una segunda vida. Nos han dado una segunda oportunidad. No podemos desaprovecharla. No sé cómo explicaros lo que siento. No sé cómo explicaros que a pesar de todas las cosas malas que nos están sucediendo y de las heridas que todos tenemos en el corazón por los que han muerto, por los heridos, por los niños desaparecidos, estoy convencido de que todo tiene un sentido, y que llegará un momento en que comprenderemos qué es lo que hacemos aquí y por qué llegamos aquí, por qué volamos hasta aquí y por qué caímos aquí y por qué hemos sobrevivido y qué hemos venido a hacer aquí. Todos sabemos que esta isla no es un lugar como los demás. Aquí suceden cosas extraordinarias. Lo sabemos, lo hemos vivido. Lo vivimos todos los días. En este lugar suceden milagros. De eso es de lo que deberíamos hablar. No de castigar a los niños. No de establecer leyes crueles. Deberíamos hablar de los milagros, y dar gracias, e intentar comprender. Tenemos que dejar atrás nuestro deseo de venganza. Yo siempre he tenido deseos de venganza. Creo que desde que cumplí los doce años, o quizá antes, siempre he sentido miedo, odio y resentimiento y siempre he deseado vengarme y siempre he vivido con la opresión de tener que ser aquello que no quería o que sentía que no podía nunca llegar a ser. Pero al llegar a esta isla todo eso ha desaparecido. Mi deseo de venganza ha desaparecido. Perdono a todos los que me han hecho daño. Perdono a todos los que me han hecho daño porque ahora ya no pueden tocarme. Tampoco mi culpa puede tocarme, también me libero de mi culpa. Perdono a los que me han hecho daño y perdono también a aquellos a los que hice daño yo. Me perdono a mí mismo. Me acepto completamente. Me abrazo. Me saludo. Soy mucho más de lo que era, y puedo mucho más de lo que podía. Nada puede tocarme porque ahora sé quién soy. Y lo sé gracias a esta isla.

—¿Cuál es esa razón, Wade? —preguntó Joseph entonces—. ¿Podrías explicármelo? ¿Podrías decirme qué es eso tan importante que hemos venido a hacer aquí? ¿Podrías explicarme qué tipo de «milagros» suceden aquí?

—Tú lo sabes mejor que nadie —dijo Wade—. Mejor que nadie. Tú mismo has visto cómo un hombre volvía a la vida delante de tus propios ojos.

—No existen los milagros, Wade —dijo Joseph—. Sí, yo puedo haber dicho… A veces decimos cosas… La ciencia está hecha de milagros, Wade. Hay cosas inexplicables, pero no son milagros. Rosana se ha curado de su enfermedad de los ojos. Pudo deberse al estrés. Algunas veces el cuerpo reacciona de forma inesperada en situaciones de extremado peligro. Se han descrito casos similares en la literatura científica.

—¿Qué pasó con Noboru, Joseph? —dijo Wade—. Tú mismo viste cómo regresaba a la vida después de estar clínicamente muerto. Todos lo vimos. ¿Y qué pasó con Christian, que fue sacudido por un rayo y no sufrió el menor daño? ¿No os dais cuenta de que lo que está pasando simplemente no es posible que pase? ¿De dónde hemos salido todos los que estamos aquí? ¿Cuál fue nuestro motivo para viajar de Los Angeles a Singapur, o a la India, o a Australia? ¿Cómo es posible que en el pasaje haya una actriz británica y también dos guionistas que escribieron las líneas que ella diría en una serie de la televisión? ¿Cómo es posible que encontremos aquí, en esta isla, una revista del año 1958 y que entre los pasajeros esté la mujer que aparece fotografiada en la portada de esa revista? ¿Cómo es eso posible? ¿No os parece demasiada casualidad? ¿Cómo es posible que John se haya encontrado en este avión con sus amigos de la infancia, que viven en el otro extremo del mundo y a los que no veía desde hacía veinte años? No, todo esto no puede ser una casualidad. Es imposible. No es una casualidad que todos nosotros nos subiéramos a ese avión de Global Orbit. No es una casualidad que tuviéramos un accidente. No es una casualidad que el avión cayera precisamente en las costas de esta isla. No, no es una casualidad ni un accidente. El hecho es que no sufrimos ningún accidente.

Hubo voces que se levantaban aquí y allá.

—Usted es un loco, Erickson —le dijo Kunze—. No quiero seguir oyéndole.

—Bueno, Kunze —dijo Wade de buen humor—, no sé cómo podría usted callarme. Lo cierto es que no puede.

—Usted parece feliz de estar aquí —dijo Kunze—. ¡Feliz! Usted cree que tiene una especie de misión, o algo así. Usted es un chiflado.

Los ánimos empezaban a caldearse, y se levantaban voces aquí y allá en apoyo a Wade, en apoyo a Kunze, voces que cuestionaban a Wade, voces que gritaban que estábamos cambiando el tema de la reunión. Y entonces todos oímos el sonido de un violín. Era Sebastian Leverkuhn, que había sacado su instrumento y se había puesto a tocar.

Tocaba el Largo de la Sonata para violín solo número 3 de Bach. No sé por qué se había puesto a tocar, ni si la idea de coger el violín fue suya o de su madre, aunque estoy convencido de que Sebastian no necesitaba que nadie le dijera lo que tenía que hacer. No, seguramente nadie le dijo que se pusiera a tocar, aunque los Leverkuhn iban en esos días a todas partes juntos y Sophie (era lo único sensato) no se separaba de sus hijos ni un segundo. Me los imaginé a los dos yendo a buscar el estuche del violín, y al niño muy serio abriendo el estuche y sacando el violín y el arco ante los ojos llorosos de su madre, y luego ella sosteniendo el estuche, y él afinando y luego los dos caminando de vuelta en dirección al lugar donde se celebraba la reunión, alrededor de la gran hoguera en la orilla del río.

Jamás olvidaré esa noche. Los ánimos estaban caldeados y había fuertes emociones y mucha animosidad en el aire. ¿Cuánto faltaba para que alguien hiciera algo? ¿Cuánto faltaba para que la locura comenzara a manifestar su rostro tuerto y deforme? El pequeño de los Griffin había desaparecido y su madre abandonaba a su marido y se iba a follar con Jimmy Bruëll. Syra cometía una pequeña travesura y una pareja china muy agradable vestida de Gucci y de Prada proponía que la azotaran públicamente. Era la obra del Señor de las Moscas. Los partidos enfrentados alrededor de la hoguera eran tres, los justicieros, los visionarios y los pragmáticos. Pero la voz de los pragmáticos siempre se oye menos, y sus argumentos poseen menos pasión que los de los otros. Los justicieros querían comenzar a poner leyes, a inventar castigos floridos. Los pragmáticos y los visionarios se oponían a los justicieros, pero estaban peleados entre sí. Y luego estaban los que no se pronunciaban, los que quedaban siempre en silencio, los que se sentaban al fondo o se marchaban a dormir.

Cuando comenzó a sonar el violín de Sebastian todo cambió. No podría explicar de qué modo cambió ni sé tampoco cómo oían los demás aquella música ni qué significaba para ellos. La reunión comenzó a disgregarse. Varias mujeres comenzaron a llorar. Y muchos de los náufragos comenzaron a abrazarse, como al final de una fiesta, como en un regreso, cuando vuelven los que partieron, como al final de un año, como al final de una guerra. Los Kunze y Tudelli hablaban apasionadamente, sentados todavía en sus ridículas butacas azules. Pero recuerdo que muchos comenzaron a abrazarse, y yo también sentí el ardiente deseo de abrazar a alguien, y no creo que eso se debiera a la música de Sebastian, aunque es posible que se debiera realmente a la música, que seguía sonando y que me parecía la música más hermosa y más extraña que había oído nunca. Y no sonaba como música, como vieja música alemana de la reforma escrita por un hombre con una pluma de ganso a la luz de una vela en una casita de dos pisos en una calle empedrada frente a un manzano en el corazón de Europa. No sonaba como música. No, no era música. No sé qué era, pero no era música. Busqué a Gwen y me la encontré abrazada a Joseph, que tenía los ojos cerrados y le decía a cosas al oído. Busqué a Swayla y me la encontré abrazada a Santiago Reina, y como hundida en su torso enorme y blando. Busqué a Idoya y me la encontré abrazada a Ignacio. Busqué a Sheila y me la encontré abrazada a Christian. Busqué a Nicollette Sheridan y me la encontré abrazada a Jean Jani. Busqué a Rosana y me la encontré abrazada a su hija y acariciándole los largos cabellos negros. Observé los ojos de Syra por encima del hombro de su madre, y vi que la niña estaba distraída y se dedicaba a observar las cosas que había a su alrededor, las luces del fuego, los reflejos en el agua del río, los monos capuchinos que observaban la escena desde lo alto de las ramas. Me pareció que sus ojos eran insondables, pero también que la niña estaba pensando en otra cosa, ajena al sufrimiento, al remordimiento, al difícil amor de su madre. Cuando me descubrió allí a su lado, me sonrió.

Brilla, mar del Edén
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