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Lo que vi dentro del túnel
Cuando abrí los ojos, la luz del amanecer inundaba la entrada del túnel. En un principio, no entendí dónde me encontraba. Luego vi el rostro de Gwen a mi lado. Me pareció inmenso, ahora que tenía las gafas quitadas, inmenso y muy hermoso, como Siberia. No sé por qué pensé en Siberia al contemplar su rostro dormido y profundamente relajado, los párpados, las mejillas, los labios relajados. La sensación de paz de su rostro dormido.
Salí a la entrada del túnel, estirándome y desentumeciendo los músculos, y contemplé desde allí la vista del amanecer. Las montañas del otro lado del valle me impedían contemplar el espectáculo de la salida del sol, pero la vista desde allí arriba era maravillosa. La selva seguía todavía llena de niebla, una niebla espesa y lechosa de la cual surgían las copas de los árboles más altos cargadas de lianas, como carabelas fantásticas que flotaran sobre el mar. El doble tramo de autopista que cruzaba el valle trazando una curva hacia la izquierda flotaba también sobre la niebla, y los pilares que lo sostenían desaparecían devorados por los vaporosos giros. Bandadas de grandes pájaros blancos volaban de las copas de unos árboles a otras. Entonces hice algo que hacía mucho tiempo que no hacía. Me puse a cantar.
No, aquello no era exactamente cantar, ni tampoco tararear. Era algo que yo había practicado mucho cuando era niño, y que consistía en recrear con la boca, en el interior del cráneo, los sonidos musicales de los diferentes instrumentos. Me puse a cantar la melodía inicial del Adagio de la Octava Sinfonía de Bruckner. Recordaba bastante bien este movimiento y pude cantar un largo trozo sin equivocarme, imitando con los órganos de la fonación las cuerdas, las trompas, las maderas.
De pronto, oí un ruido a mis espaldas, en el interior del túnel. Dejé de cantar y me di la vuelta. Algo se movía entre los cuerpos de mis compañeros dormidos. Me asusté, porque pensé en un primer momento que era una rata, una enorme rata. Estaba olisqueando la mochila de Wade, donde había bastantes provisiones guardadas. Pero no era una rata, aunque su aspecto recordaba vagamente al de ese animal. Era mucho más grande que una rata y no tenía rabo, y estaba cubierto de un pelo largo y espeso de color castaño oscuro. Era una capibara.
No era imposible que en una isla del Pacífico en la que había manadas de lobos canadienses y bandadas de monos capuchinos hubiera también capibaras, los roedores gigantes de los grandes ríos de Sudamérica. Sin embargo aquella capibara tenía algo especial que atrajo mi atención y que casi me hizo soltar un grito. Tenía un collar azul alrededor del cuello y un pequeño lazo de pajarita también azul exactamente iguales que los que llevaba Trixie, la capibara de Cristina. Yo habría dicho que era, de hecho, la capibara de Cristina. Me daba miedo y asco aquel animal, las mismas sensaciones que me habían provocado en la infancia, pero a pesar de todo me acerqué a donde estaba. Parecía muy interesada por la mochila llena de provisiones de Wade, que olisqueaba y acariciaba con su horrible morro cuadrado y peludo. Pero cuando me acerqué hacia ella, se asustó y echó a correr hacia el interior del túnel. Yo la seguí, y entonces se puso a correr a toda velocidad. Y es sorprendente lo rápido que puede llegar a correr una capibara adulta con ese cuerpo tan regordete y esas patitas tan cortas y ridículas. Corrí detrás de ella hasta que nos fuimos hundiendo en la oscuridad del túnel, aunque los rayos del sol del amanecer comenzaban a penetrar ahora profundamente y yo veía con toda claridad la forma oscura de la capibara correteando frente a mí. Así llegamos hasta el lugar donde la tierra y las plantas bloqueaban el túnel. Vi cómo el roedor subía por la tierra a toda prisa y desaparecía en lo alto, y me puse a subir yo también. El hecho es que la tierra y los escombros no cegaban el túnel por completo, y en lo alto había un hueco estrecho por el que se podía pasar, mal que bien, al otro lado. Lo atravesé y comencé a descender por el otro lado de la montaña de tierra y escombros. Al fondo, muy lejos, veía la otra salida del túnel, un semicírculo de luz en medio de la oscuridad. Cuando llegué de nuevo al asfalto, después de tropezarme varias veces y de caer en las irregularidades de la montaña de tierra y cascotes, me puse a caminar a paso ligero. Había avanzado un buen trecho cuando descubrí a la capibara unos cien metros por delante de mí, ya cerca de la salida del túnel. Aquel lado estaba mucho menos iluminado, porque daba a poniente, pero como la salida no estaba muy lejos podía adivinar la forma de la capibara. Cuando oyó mis pasos y me vio aparecer, surgiendo de las sombras, echó a correr de nuevo. Yo la seguí, corriendo también. Salió por la otra boca del túnel y la vi desaparecer corriendo hacia la izquierda.
La carretera asfaltada sólo se continuaba unos diez o quince metros más allá de la salida del túnel. Luego el suelo volvía a ser de tierra. Ahora que estaba al otro lado de la montaña, había otra cosa que me sorprendió: corría por allí un aire fresco, casi helado, que me provocó un escalofrío de placer. ¡Hacía tanto tiempo que no sentía la caricia del aire frío! Pensé que aquella frescura se debía a que estaba en el lado de la montaña donde no daba el sol del amanecer. El túnel se abría a un amplio herbazal despejado y cerrado por una espesa hilera de matorrales. Aquello no tenía el menor sentido: parecía que habían construido un trozo de autopista cruzando el valle, y luego atravesando la montaña por medio de un largo y costoso túnel, para abandonar a continuación la construcción y dejar que la carretera se deshiciera de nuevo en la selva. Vi cómo la capibara atravesaba el herbazal y desaparecía entre los matorrales. Y hacia allá me dirigí yo también.
No eran realmente matorrales, sino más bien algo así como una pared vegetal. Si no fuera porque era completamente absurdo, yo hubiera dicho que se trataba, precisamente, de un espeso seto de arizónicas idéntico a los que yo había conocido en Pozuelo durante mi infancia y que solían utilizarse para separar los jardines de los chalés. Era un seto espeso, y las leñosas ramas de las arizónicas se separaban con dificultad, pero a pesar de todo yo forcé mi paso a su través, llenándome de arañazos las piernas y los brazos, porque tenía que averiguar qué diablos hacía allí aquella criatura imposible, salida de mis recuerdos, salida de las profundidades de mi memoria. De modo que atravesé el seto como tantas veces había hecho durante mi infancia, cuando tenía un cuerpo mucho más fino y elástico y atravesar paredes vegetales era una hazaña a mi alcance, y de pronto me encontré al otro lado, en la Pradera. Era la misma Pradera de mi infancia, la Pradera donde había jugado tantas veces con Cristina y con Ignacio, la Pradera de la calle de los Olmos, en Pozuelo, un amplio rectángulo de hierba silvestre separado en dos niveles por un escalón de piedra y rodeada de un espeso seto de arizónicas.
Me detuve y miré a izquierda y derecha. Mi cuerpo estaba allí, pero mi mente no podía comprender dónde estaba.
Hacia el fondo, en el nivel más elevado, había una casita de piedra en ruinas, y a ambos lados de la casita dos árboles muy altos, uno pálido y el otro oscuro. Ahora ya no veía a la capibara por ningún lado. Entré en la Pradera y avancé hacia el escalón de piedra que la partía en dos, y toqué el escalón con ambas manos. Estaba construido con los mismos largos bloques de piedra caliza que yo recordaba tan bien. Yo no podía explicarme qué era todo aquello. ¿Sería una alucinación, un sueño? ¿Sería un montaje puesto allí para confundirme y enloquecerme? ¿Se habría molestado alguien en construir allí, en medio de la isla, una réplica exacta de la Pradera de mi infancia? ¿Qué era todo aquello? ¿Una broma gigantesca?
Una broma, Juan Barbarín. Te hemos preparado una broma. Pero ¿quién? ¿Quién podría saber nada de mi Pradera? Y sobre todo, ¿a quién podría importarle?
Salté a la parte superior y fui caminando hacia la casita en ruinas. Tenía el tejado destrozado, una puerta central y una ventana a cada lado, exactamente igual que la que había en nuestra Pradera de la calle de los Olmos. Empujé la puerta, cuyos tablones también estaban rotos, y me asomé al interior. Había ventanas también en las paredes laterales aunque, al tener el tejado roto, la pequeña casita estaba llena de luz.
Estaba distribuida en tres habitaciones. La de la izquierda estaba vacía. En la de la derecha había una mesa vieja de patas muy finas con un cajón, como las típicas mesas de escritorio. Intenté abrir el cajón, pero estaba encasquillado. En la habitación del centro, que también estaba vacía, había algo pintado en la pared. Era una representación de estilo oriental de un cuerpo humano y los siete centros de energía de acuerdo con los textos tántricos. Si de algo estoy seguro es que en la casa en ruinas de nuestra Pradera, jamás había existido una imagen así.
La observé con atención. Parecía haber sido pintada hacía mucho tiempo, ya que estaba muy descolorida. Había siete flores de loto pintadas en el cuerpo e iluminadas vagamente con distintos colores: una en la base del tronco, otra justo encima de los genitales, otra en la región del ombligo, otra en el esternón, otra en la garganta, otra entre las cejas y otra en lo alto de la cabeza. Estaban coloreadas con los tonos del arco iris, rojo amapola, naranja caléndula, amarillo mango, verde esmeralda, turquesa verdemar, añil índigo y violeta petunia, comenzando en rojo en la flor inferior. La figura estaba pintada de un vago tono azul celeste, y por encima de su cabeza y como flotando en mitad del aire, había una octava flor, pintada de blanco. Era un poco diferente de las demás porque no representaba exactamente una flor de loto, sino más bien una rosa, una rosa blanca.
Salí de la casita. La rodeé en busca de señales, de pistas, de claves. Observé el árbol oscuro, que era un pinsapo, y el blanco, que era un haya. Era obvio que aquellas especies arbóreas no se correspondían con la flora de la isla, como tampoco se correspondían los setos que rodeaban la Pradera ni las hierbas salvajes que crecían en ella, entre la que distinguí especies de climas templados como los tréboles, el diente de león, los hinojos, los gordolobos, e incluso alguna margarita.
Indeciso y sin saber qué hacer, me senté en el escalón de piedra que dividía la Pradera en dos. No sé, es posible que estuviera esperando algo. ¿Algo? Pero ¿qué clase de algo?, me diréis. Algo, o alguien. La llegada de algo. El advenimiento de Alguien.
En el cielo había aparecido la nube blanca con forma de platillo volante. Se movía lentamente, como impulsada por el viento, y siguió moviéndose hasta quedar justo encima de mí. Pero entonces ya no parecía un platillo volante, sino más bien la corola de una rosa blanca. La transformación se debería, supongo, al ángulo desde el que yo la miraba ahora. Vi cómo esta gran rosa blanca descendía hacia mí, y seguía descendiendo hasta quedar a unos cien metros por encima del jardín. Pero ya no era una nube, evidentemente, ya que no podría estar tan cerca y ser una nube. Yo no sabía lo que era y tampoco tenía el valor de mirar hacia arriba para averiguarlo.
Una rosa blanca flotaba sobre mí.