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Tengo celos
A partir de entonces, las dos familias comenzamos a vernos a menudo. Casi siempre íbamos nosotros a Pozuelo a pasar la tarde, aunque algunas veces ellos nos visitaban en Madrid. Pero yo prefería ir a Pozuelo porque cuando íbamos allí jugábamos con los vecinos de Cristina, que vivían justo al otro lado de la calle, y que eran hijos de un compositor muy famoso en la época, Dionisio Recalde. Así fue como conocí a Ignacio Recalde y a su hermana Yvonne. Mis padres decían que Recalde era del Opus y que Villar cultivaba tanto su amistad porque quería tener amigos bien situados. Yo no sabía lo que era el Opus, pero me maravillaba la capacidad que tenían mis padres para arruinar siempre todas las diversiones y encontrarle defectos a todo el mundo. Después de cada una de nuestras visitas a Pozuelo se pasaban horas criticando minuciosamente todo lo que hacían y decían los Villar y los Recalde (sí, a menudo nos reuníamos las tres familias), la forma en que educaban a sus hijos, el hecho de que Patricia, la esposa de Recalde, tuviera un Simca Mini y fumara sin parar, que al llegar la cena pusieran a los niños en una mesa en la cocina como si fueran criados, que llevaran a los hijos a un colegio privado, el Langlam, un liceo «angloespañol» donde mi padre había sido profesor de inglés unos años atrás, que Marianne y Patricia pertenecieran a un club al que iban a jugar al tenis, que jugaran al tenis con una faldita blanca y una gorra de visera. Todo les parecía mal. Todo les irritaba. Decían que los Villar eran bastante esnobs, que los Recalde eran unos enchufados del régimen y que Juan Villar era un trepa. Qué personajes, mis padres. Estaban en guerra con todo. Quizá por esa razón yo he salido tan acomodaticio, tan blando, tan manejable. Un hombre sin personalidad ninguna. Encantador, quizá seductor a veces, pero secundario en todo.
A veces coincidíamos también en Pozuelo con Joaquín, el único primo que Cristina tenía en Madrid. Era un chico moreno y delgado, de la edad de Cristina, hijo de unos primos de Juan Villar. Siempre le recuerdo pensativo y con las manos en los bolsillos, un muchacho tímido que ya entonces llevaba gafas. Tenía un hermano más pequeño, que siempre estaba jugando con los hermanos pequeños de Cristina.
En cuanto a Ignacio, el hijo mayor de los Recalde, era de mi edad y decía que Cristina era su novia y que se iba a casar con ella cuando fueran mayores. Esto creaba entre él y yo un continuo estado de rivalidad. Una rivalidad que a mí me ponía enfermo, porque él vivía en la casa de enfrente de Cristina y podía verla todos los días, mientras que yo sólo podía disfrutar de la compañía de mi amada durante nuestras visitas a Pozuelo, que nunca eran suficientes ni duraban tanto como yo hubiera deseado. Fue Yvonne la que me contó un día que su hermano y Cristina se escapaban muchas veces al jardín de la casa abandonada para besarse en la boca. Yo debí poner unos ojos como platos. Me aseguró que lo había visto con sus propios ojos, y no una vez ni dos, sino muchas. A mí aquellas palabras me cayeron como pez ardiendo. ¡Besarse en la boca! ¿Cómo se atrevían a hacer una cosa así? Envalentonada al ver el efecto de sus palabras, Yvonne me contó que Ignacio y Cristina no sólo se escapaban a la Pradera para besarse, sino que a veces se quitaban toda la ropa y se quedaban desnudos uno al lado del otro.
—¿Desnudos? —pregunté yo extrañado.
—Sí.
—¿Y luego?
—Luego nada.
—¿Pero qué hacen?
—Se miran.
—¿Se miran?
—Se miran a los ojos y se besan en la boca.
—¿Desnudos?
—Sí, desnudos.
—No me lo creo —dije yo.
—Te lo juro —dijo Yvonne—. Palabra de niño Jesús. Que me caiga muerta si miento.
—¿Tú les has visto? —pregunté yo temblando.
—Sí. Cuando les veo que se escapan a la casa abandonada, me cuelo yo también y les espío. Están allí en la Pradera y mi hermano le quita toda la ropa a Cristina, y ella se deja. Y luego él se quita toda la ropa.
—Pero ¿para qué se desnudan? —pregunté yo, desconsolado, destruido—. ¿Para qué?
—Porque están enamorados —dijo Yvonne—. ¿No sabías que a los enamorados les gusta estar desnudos cuando están juntos?
—No me lo creo —dije yo—. Te lo estás inventando. Si Ignacio intentara desnudar a Cristina, ella le daría un bofetón. ¡Qué idea tan absurda! Conozco a muchos enamorados, y nunca están desnudos. Además, Cristina no está enamorada de Ignacio.
—Bueno, me da igual si me crees o no.
—Júralo.
—Lo juro —dijo Yvonne.
—Júralo por Dios, y que se muera toda tu familia si mientes.
—Jurar por Dios es un pecado —dijo Yvonne.
—No quieres jurar por Dios porque es mentira.
—No, porque es un pecado mortal.
Es obvio que Yvonne estaba enamorada de mí y deseaba apartarme de Cristina, pero con sus invenciones fabulosas sólo lograba excitar mis celos y hacer que me obsesionara con mi pequeña hada todavía más. A pesar de todo, yo sabía que Cristina e Ignacio se gustaban y que algunas veces se besaban, porque Ignacio era un seductor profesional y sabía cómo hablar a las mujeres y lograr que abandonaran todas sus defensas. Además él era más alto que yo y también más apuesto. Un día les vi cruzar la calle cogidos de la mano y mirándose muy acaramelados. Cuando me vieron asomado a la puerta del jardín de Cristina, se separaron muy azorados. Y otro día, en la Pradera, Ignacio le dijo a Cristina que tenía que elegir entre los dos y decidir de una vez quién de los dos era su novio, y ella dijo que nos elegía a los dos. Y nos besó a los dos en la boca, primero a Ignacio, luego a mí. Éstos eran nuestros juegos cuando éramos niños. Creo que ella disfrutaba dándome celos, porque años más tarde me aseguró que jamás había sentido el menor interés por Ignacio, que en realidad era yo quien le gustaba. Pero yo creo que él sí le gustaba, y que siguió gustándole durante muchos años.