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Historia de Noboru
Desde joven, me contó, había tenido anhelos místicos. Siempre se había preguntado por qué las cosas son como son, por qué existe la vida humana y si ésta tiene algún sentido. Siempre se había sentido vagamente interesado por enseñanzas esotéricas tales como el budismo zen, la astrología o la teosofía, y se había preguntado qué habría de cierto en todas esas doctrinas. Sin embargo, este interés vago sólo se concretó en algunas lecturas dispersas y en una sensación confusa de que en el interior del hombre existe un misterio inalcanzable. Desde que era niño, me explicó, sentía que el ser humano era una máquina de extraordinaria complejidad cuyo mecanismo, funcionamiento y finalidad verdaderos desconocemos por completo.
Quizá por esa razón se dedicó a investigar las máquinas más complejas que existen después de la máquina humana, y estudió ingeniería electrónica e informática en la Universidad de Electrocomunicaciones de Chofu hasta llegar a convertirse en una especie de computer wiz, me dijo, un mago de la informática. Al terminar sus estudios dudaba entre la posibilidad de entrar a trabajar en alguna empresa informática o bien continuar estudios especializados a fin de convertirse en programador de software. El oficio de programador, la posibilidad de escribir las leyes de esos fabulosos programas o juegos que otros utilizaban, le parecía similar al del dios creador. Por entonces cayó en sus manos un folleto publicitario de Aum Shinrikyo en el que se anunciaba un encuentro público con el líder de la orden, Asahara Shoko, en una sala de conferencias de Shibuya. «Si tienes dudas sobre la existencia», decía el folleto, «llama a nuestra puerta». La foto de Asahara ocupaba toda la portada del folleto, un hombre de rostro redondeado y aspecto vagamente mogol ornado con una espesísima melena, negra como el carbón, que se fundía en una larga barba similar a las de los genios malvados de los cuentos. Asahara miraba directamente a la cámara con una media sonrisa sardónica y sus ojos pequeños y oscuros poseían un brillo desdeñoso y altivo que parecía clavarse en el interior del alma del que los miraba. Noboru no sabía entonces que Asahara era prácticamente ciego y que por esa razón sus ojos apenas despedían luz. Vestía una amplia túnica de seda color violeta y era, me contó, «fascinante como un demonio».
Ver a Asahara en persona le impresionó más todavía. Era un hombre corpulento y de aspecto imponente. No parecía un manso líder espiritual, sino una especie de emperador, un héroe glorioso. Al verle entrar en aquella sala de conferencias iluminada por los focos, Noboru notó que en los brazos y en la nuca se le ponía la piel de gallina. Sintió además un cálido cosquilleo en los tobillos y en las plantas de los pies, como si su cuerpo se hubiera hecho de pronto más ligero y sus pies estuvieran a punto de separarse del suelo. Luego Asahara habló. Su voz, me dijo, era como una cascada solitaria que cae en lo profundo del bosque. Como el vuelo de los gansos cuando regresan en primavera. Como el agua transparente de los carámbanos del deshielo en la ventana. No era necesario ni siquiera escuchar sus palabras. Su tono de voz lo decía todo, y parecía atravesar como un rayo de sol hasta el centro del alma.
«Todos vosotros poseéis tres fuerzas», dijo Asahara. «Una es la imaginación. Otra, la crueldad. La tercera, el instinto de supervivencia. Las tres significan lo mismo: destrucción. En sánscrito existe una palabra para expresar todo esto. Es la palabra Aum, compuesta de tres sílabas, A, U y M.
»Aum simboliza la crueldad del universo que subyace a la esencia de la verdad absoluta. Esta verdad absoluta, shinri, es la búsqueda que a todos nos une. El nombre Aum Shinrikyo deriva de estos términos y de estos significados. Si tienes dudas sobre tu existencia, ¿por qué no llamas a nuestra puerta?».
Nunca había sentido que Shoko Asahara fuera una buena persona. Nunca había sentido paz, ni amor al ver la imagen del líder ni al verle en persona, que era lo que sentían muchos otros, o lo que decían sentir muchos otros. No era esto lo que inspiraba Asahara, me contó Noboru, y me dijo también que estaba convencido de que estas sensaciones no eran exclusivamente suyas, sino que eran en realidad lo que le hacía tan atractivo e irresistible a tantas personas: que él no pretendía anunciar el bien y el amor sino todo lo contrario. Asahara era el heraldo del horror y del sufrimiento, un sufrimiento infinito y totalmente carente de sentido. Ahí radicaba el secreto de su fascinación, me contó Noboru. En medio de un mundo de espejismos y de grandes flores fingidas, Asahara traía la verdad. Era una verdad horripilante, pero era la verdad.
Se aproximó a una de las sedes de Aum, y comenzó a asistir a reuniones, sesiones de yoga y lecturas. Le gustaba mucho la atmósfera pacífica y amistosa del centro. Comparado con la universidad, un mundo agresivo y competitivo lleno de fiestas nocturnas y de alcohol, el ambiente de Aum le resultaba grato y placentero. Todo era allí suave y sencillo, todos eran sonrientes y amigables. Le gustaba la austera elegancia de los ordenados, todos con el pelo corto y vestidos con blancas togas de algodón que hacían casi indistinguibles a hombres y mujeres. Había fotos de Asahara por todas partes, y también velas y flores y también imágenes de divinidades hindúes, tibetanas y budistas. Las sesiones de yoga y de pranayama le hacían sentirse bien físicamente. Le enseñaron una técnica yóguica para limpiar los intestinos mediante la ingestión de agua salada y otra para purificar las vías respiratorias de mucosidades insertando por las fosas nasales un hilo de seda impregnado en leche. Dejó de beber cerveza y de fumar, y su vida caótica de estudiante universitario recién graduado comenzó a normalizarse. El japa, la repetición ritual de mantras, fue para Noboru todo un descubrimiento. Cantaban juntos un mantra durante una hora o una hora y media, y la mente quedaba en paz, sumida en una intensa sensación de felicidad. Era la puerta de la iluminación.
Los de Aum también mostraron pronto interés por él. Les interesaba contar con un ingeniero informático recién salido de la universidad y que además hablaba buen inglés. Aum estaba organizado como el gobierno de un país y dividido en distintos ministerios: el Ministerio de Inteligencia, el de Ciencia, el de Educación, el de Obras Públicas, el de Comunicación… La razón era que el proyecto último de Asahara era acabar con el sistema político existente en el Japón y convertirse él mismo en emperador, al estilo de los monarcas-dioses de la antigüedad, creando una línea dinástica que luego heredarían sus hijos. Por esa razón, en Aum había muchos licenciados universitarios, técnicos, científicos y expertos en leyes, me contó Noboru. Asahara se las ingeniaba para atraer a su secta a personas brillantes que le fueran útiles en el futuro para la realización de sus planes megalómanos.
Asahara se presentó a las elecciones generales a la Cámara de Representantes en 1990 con un partido llamado Shinri-to, «Partido de la Verdad Suprema», e hizo incluso varias apariciones en televisión. El fracaso del Partido de la Verdad Suprema ante las urnas enfureció a Asahara y a la élite de la secta, y les hizo adoptar una actitud de rebelión e incluso de guerra contra las instituciones civiles y democráticas de Japón.
Es difícil saber cuántos miembros tenía Aum entonces. ¿Veinte mil miembros? ¿Treinta mil? En su momento de mayor esplendor, la secta afirmaba contar con cuarenta mil miembros. Había cientos de sedes en distintas ciudades, a veces edificios más o menos grandes donde vivían centenares de fieles, a veces simplemente un piso en un edificio de apartamentos. La sede central estaba situada en la villa de Kamikuishiki, en la prefectura de Yamanashi, en las proximidades del monte Fuji, una de las zonas más bellas de Japón, llena de bosques y de lagos, de balnearios y de estaciones termales y presidida por la visión sempiterna del Fujiyama cubierto de nieve.
Entrar en la orden costaba en aquella época 30 000 yens, y había que pagar además la tasa correspondiente a medio año de pertenencia a la secta, 18 000 yens, es decir, una suma de 48 000 yens en total. Noboru tenía un cierto dinero ahorrado, de manera que satisfacer aquella tasa inicial no le resultó gravoso. La decisión de convertirse en un renunciante tuvo lugar durante uno de los seminarios impartidos por Asahara en la isla Ishigaki. Estos seminarios, me contó Noboru, tenían unos precios astronómicos y costaban cientos de miles de yens, aunque a él le ofrecieron un descuento especial, sin duda porque querían animarle a que se uniera a la secta. Los días en Ishigaki, me contó, fueron tan hermosos como un sueño. Comenzaban la jornada haciendo yoga todos juntos en la playa, acunados por el rumor de las olas, bañados por el sol primaveral. Luego Asahara les hablaba del Armageddon y del fin de los tiempos y les explicaba el engaño sutil en que todos vivían esclavizados desde el momento de su nacimiento. Pero todo parecía hermoso a pesar de todo. Su voz llenaba el alma de poesía y de misterio, aunque el significado de sus palabras fuera terrorífico.
Aum Shinrikyo es una orden monástica, y sus miembros viven como monjes y están sujetos a una regla estricta. Para entrar en Aum es necesario hacer votos, comprometerse a respetar unos mandamientos y renunciar a las gratificaciones de la carne y del mundo, es decir, los placeres de la comida, del sexo y de la fama. Cuando una persona se une a Aum, se compromete a no volver a ver jamás a su familia y también a entregar a la orden todos los bienes que posee. Fue así como Asahara logró amasar su inmensa fortuna.
En Aum no sólo ingresaban individuos, sino también familias enteras. Cuando una familia entra en Aum, sus miembros se separan y ya no vuelven a verse. El marido va a una sede, la mujer a otra. Si hay niños, las mujeres del Ministerio de Educación se ocupan de escolarizarlos y de cuidarlos. En Aum, me contó Noboru, había muchos niños, y uno se encontraba juguetes y dibujos infantiles por todas partes. En todas las sedes había zonas dedicadas a los niños. Supongo que pertenecían a los padres que habían decidido entrar en la orden y convertirse en renunciantes. Todavía hoy no puedo comprender, me dijo Noboru, cómo uno puede renunciar a sus hijos. Sobre todo cuando todos sabíamos que el propio Asahara tenía hijos y siguió teniendo hijos durante esos años. Claro que él era el sensei, el Maestro, un ser perfecto que había alcanzado la Iluminación Total y estaba, por definición, más allá de la ley.
Cuando vivía en Kamikuishi-mura, cerca del monte Fuji, o en la sede de Kameido, en Tokio, me contó Noboru, la imagen del líder y su voz eran omnipresentes. Su rostro, sus ojos medio ciegos, su sonrisa, su voz, lo llenaban todo. Gran parte del espacio de almacenamiento de las sedes de la orden se destinaba siempre a guardar miles de cajas y sacos de plástico llenos de fotografías de todos los tamaños de Shoko Asahara, y todas las sedes de la organización estaban llenas de casetes en los que sonaba día y noche la voz de Asahara leyendo textos, cantando mantras o explicando los enrevesados conceptos tántricos que todo adepto de Aum debe asimilar e integrar en su vida. Había casetes por todas partes. En la cocina, en los dormitorios, en las salas de meditación, en las oficinas, en los almacenes, en los garajes, todo estaba lleno de casetes donde cada uno ponía su cinta para escuchar el canto de los mantras. La voz de Asahara era reverenciada como algo sagrado.
¿Era un buen cantante?, le pregunté. Noboru quedó un largo rato en silencio, tanto que pensé que no me había oído y ya estaba a punto de repetirle la pregunta. No lo sé, me dijo al final. Es como preguntar si este océano es un buen océano. ¿Con qué podría compararlo? Este océano es el océano, no se puede comparar con nada. Estábamos todo el día oyendo su voz. El maestro sabía centenares de sutras de memoria, y los cantaba en sánscrito o en pali, pero a veces también cantaba canciones, que podían llegar a ser muy alegres. Su registro vocal era asombroso, me contó Noboru. Se decía que en un día bueno, el maestro podía entonar todas las notas de un piano. Se consideraba esto un ejemplo de las posibilidades ilimitadas del entrenamiento: al abrir el chakra de la garganta, la voz se libera de sus ataduras. En Aum todo era una cuestión de entrenamiento. Una de las frases que escuchábamos a todas horas era: «Con el entrenamiento, todo es posible». Supongo que la historia de la organización demostró la veracidad de este principio.
Imaginación.
Instinto de supervivencia.
Crueldad.
Según Asahara, éste era el triple significado del término sánscrito Aum. Todo ello sintetizado en una idea: destrucción. Pero no estoy seguro de que Aum signifique realmente eso. Sólo un grupo de locos como nosotros podría pasarse todo el tiempo cantando himnos a la destrucción. Claro que lo que siempre nos decían era que se trataba de la destrucción del ego, es decir, de todo lo falso e ilusorio que hay en nosotros.
Dado que lo falso e ilusorio es lo que constituye la totalidad de lo que normalmente comprendemos como «vida humana», los nuevos adeptos de Aum han de renunciar a todo lo que son o han creído ser hasta entonces, y entran en terribles estados de contradicción que les producen un intenso sufrimiento psicológico. Se les dice que han de ser valientes y atreverse a ir más allá, que sus dudas provienen del hecho de que nuestro cuerpo y nuestra mente desean continuamente gratificaciones que debemos negarles para sacarlos del círculo de animalidad e ilusión en los que Samsara, la rueda de las reencarnaciones, los tiene esclavizados. El cuerpo desea comida sabrosa, desea alcohol, desea sexo, desea caricias. El ego desea reconocimiento, desea fama, desea sentirse importante y admirado. Es el círculo del Samsara, que nos hace morir una y otra vez y volver a nacer en cuerpos sucios y corruptos que sólo anhelan más sexo, fama y comida. Yo mismo, me contó Noboru, instruí a muchos nuevos adeptos en estas ideas que hoy me parecen equivocadas y nocivas.
Había vivido en tres dojos, me dijo, primero en el de Aoyama, luego en el del monte Fuji, y finalmente en la sede de Kameido, en Tokio.
Se decía que el dojo del monte Fuji estaba lleno de dioses. Pero nadie puede verlos, quiero decir que la gente normal no puede verlos. Aunque a veces toman forma de humanos, ni siquiera éstos se muestran a la gente normal. Yo no acababa de comprender lo que me contaba y le pregunté si había visto realmente a alguno de estos «dioses» y qué aspecto tenían. Oh, sí, me dijo. Yo era entonces parte de la orden, era un renunciante y llevaba una vida limpia, sin alcohol, sin comida excitante, sin deseos carnales, estaba consagrado en cuerpo y alma a mi amado maestro, Asahara Shoko, y dedicaba muchas horas al día a mi entrenamiento practicando el pranayama, el hatha yoga, el japa y la meditación. Por eso vi a algunos que parecían personas o que podían ser confundidos con personas de carne y hueso pero eran en realidad dioses encarnados. Eran seres muy especiales, me explicó Noboru, tenían la capacidad de ver las cavernas de tu corazón y de saber todo lo que hay en tu interior. ¿Quieres decir que podían leer tus pensamientos?, le pregunté. No, no, no se trata de leer los pensamientos, dijo él. Eso sí, también, pero es mucho más que eso. Se trata de ver en las profundidades de la caverna del corazón. Es difícil explicar cómo es la experiencia de ser mirado y de ser visto de ese modo. Es como someterse a una sesión de rayos X en un laboratorio cósmico flotando en medio de la Vía Láctea. Como recibir el fogonazo de una radiografía, pero un fogonazo blanco que hace que se transparenten tus huesos y que proyecta el mapa completo de tu sistema nervioso sobre una pantalla de plata resplandeciente. Cuando uno ha sido atravesado por esa luz, ya nada vuelve a ser lo mismo. Uno se siente vacío, sin secretos. ¿Es una experiencia sublime, le pregunté, una especie de éxtasis? No lo sé, me dijo él. No lo fue para mí. Ser mirado de este modo no es una experiencia agradable. Se siente uno desnudo, pero no sólo con la piel expuesta a las miradas de los otros, sino también todo lo que está dentro de la piel. Es como si a uno le desnudaran primero y luego le arrancaran la piel y luego le arrancaran la piel del alma para mostrar a la luz toda la negrura que anida en el interior de uno mismo. No, no es nada agradable. Muchos no pueden soportarlo y pierden el sentido o caen enfermos. Si no fuera porque esos seres sublimes son tan superiores a los seres humanos, la experiencia resultaría humillante. Pero no hay humillación sino, más bien, una especie de amor. Porque te están ayudando a despojarte de ti mismo, a vaciarte, a sentir que no eres nada. Y cuando comprendes que no eres nada, cuando te sabes completamente anulado, sientes una especie de felicidad.
Pero no me gustaba el dojo de Fuji porque además de estar lleno de dioses, estaba lleno de ratas. Se habían instalado en los huecos de las paredes y del techo, en el interior de las vigas de cemento, y se multiplicaban a una velocidad escalofriante, porque nadie las mataba. Estaba prohibido. Había también muchas cucarachas. Nos pasábamos el día cogiendo cucarachas y metiéndolas en botes de plástico, y al final del día las sacábamos al jardín o a la calle y las tirábamos por allí, ya que en Aum está prohibido atentar contra cualquier forma de vida. Pero no es posible coger a una rata y meterla en un bote de plástico. Me daban mucho asco, y mis superiores me decían que yo tenía que ser igual que una de esas ratas, un animal inteligente, limpio, discreto y sin pretensiones. Que aprendiera de ellas. La verdad es que no sé por qué había tantas cuando teníamos tan poca comida y cuando la comida que comíamos era tan insípida y poco apetitosa.
Que fuera insípida era parte del entrenamiento. Se supone que la comida demasiado sabrosa llena la mente de deseos pecaminosos. Comíamos todos los días prácticamente lo mismo: masa de proteína de soja calentada en una sartén con un poco de aceite de girasol, arroz blanco y caldo de algas con un huevo duro, todo ello servido en contenedores de plástico e ingerido con un tenedor metálico. Se trata de una dieta muy astringente y muy rica en proteínas. Por eso, todo el tiempo que estuve en Aum, estuve estreñido. A veces me pasaba una hora intentando hacer de vientre, y las deposiciones eran duras como piedras. Se nos decía que esto tenía que ver con el estado energético de nuestro cuerpo, con los pecados acumulados en nuestras vidas pasadas, y no con la dieta.
Recuerdo una «receta» de la orden para hacer arroz con curry. Estaba en un papel pegado con cinta aislante en la pared de la cocina, en el centro de Kameido. Decía así: «¡Hacer arroz con curry es fácil! Echa el arroz en el curry y ¡ya está!». Comíamos simplemente para alimentarnos, para hacer que ese enemigo, nuestro cuerpo, siguiera funcionando, pero extirpando del acto de comer cualquier sensación de placer o de deleite. Cada uno comía en su puesto de trabajo, no nos reuníamos en una mesa para comer juntos y charlar, por ejemplo, y tampoco se usaban vajilla ni palillos. A veces había boles para el caldo, pero normalmente me traían la comida en dos contenedores de plástico, uno con arroz y proteína de soja y otro con un huevo duro y un poco de caldo de algas. Y usábamos un tenedor metálico. Supongo que para ti esto será una cosa normal, pero en Japón no suelen usarse tenedores. Sé que en Occidente es habitual utilizar cucharas y tenedores de metal, pero a nosotros nos parece muy desagradable meternos en la boca un frío trozo de acero. Son las diferentes costumbres de los países.
Éstas eran las enseñanzas de Aum: «Rechaza el sueño. Rechaza la lujuria. Rechaza la comida».
Había carteles por todas partes, me contó Noboru. En todas las sedes que conozco estaba todo lleno de papeles con inscripciones pegados. Había papeles y cartones pegados en las puertas, en las mesas, en las pantallas de los ordenadores, en los pasillos, en los armarios. Usábamos muchos rotuladores en Aum. Había un enorme presupuesto para comprar rotuladores. Carteles del tipo «¡Me he convertido!», mensajes del maestro del tipo «Rechaza la comida», exclamaciones de «¡Sensei, sensei, sensei!», además de todos esos carteles que aparecen siempre por doquier cuando uno hace vida en comunidad: «dejad aquí los cepillos de dientes limpios», ya que teníamos todos los cepillos de dientes juntos en un pequeño armario. «No dejes ropa sucia fuera de la cesta». Cosas así.
Pero estaban los plátanos. ¿Tú no sabes qué significa un plátano? Sí, es posible vivir una vida entera sin saber lo que significa un plátano. Quiero decir lo que significa un plátano para un vegetariano. Un plátano es la gran delicia para un vegetariano. Es delicioso, perfumado, dulce, cremoso, graso, produce una agradable sensación de saciedad, no es ácido ni amargo, y además está permitido porque es vegetal, porque es fruta y porque es nutritivo. El plátano es uno de esos placeres que puede permitirse hasta el vegetariano más estricto. Por esa razón estaban todo el rato diciéndonos que no comiéramos tantos plátanos. Se hablaba mal de los que comían demasiados plátanos. Pero en cuanto había plátanos en una fuente, a los diez minutos ya habían desaparecido.
Cuando me ordené, comencé a ver a menudo a Asahara. El contacto con un hombre tan sabio me parecía un privilegio inconcebible. Me parecía increíble que él y yo pudiéramos estar en la misma habitación, aunque en la habitación hubiera doscientas personas más realizando las prácticas. Era maravilloso oírle hablar, oírle cantar. Nos decía que nosotros éramos los únicos puros, que el mundo estaba podrido, que la sociedad nos había traicionado, que los valores de la sociedad estaban matando el mundo, que allí, en el dojo, estábamos en la frontera de los dioses. Unos pasos más, y entraríamos en el mundo de los dioses. Yo a veces presentía como si por uno de los largos pasillos de la sede pudiera llegarse directamente a ese mundo de los dioses del que tanto hablaba Asahara.
Un día le vi levitar.
—¿Cómo? —dije yo, casi saltando de la silla—. Venga ya, Noboru.
—Lo juro —dijo él gravemente—. Él decía que los poderes, los siddhi, no tenían excesiva importancia, pero que si practicábamos y nos entrenábamos con tesón, vendrían naturalmente a nosotros. La levitación, la telequinesia, la clarividencia, la clariaudiencia, la capacidad de caminar sobre el agua…
—Pero no es cierto que le vieras levitar.
Noboru quedó en silencio un largo rato.
—Yo sí le vi —me dijo—. Lo que no sé es si lo que vi era cierto.
—Eso no tiene sentido —dije—. Si lo viste, lo viste. Uno sabe lo que ha visto con sus propios ojos. Del mismo modo que sabe lo que no ha visto.
Noboru quedó de nuevo en silencio largo rato. Luego cerró los ojos, y estuvo así otro rato. Tanto, que pensé que se había quedado dormido y que nuestra conversación se había terminado. Pero entonces abrió los ojos lentamente y se volvió a mirarme. Siempre me sorprendía la tristeza que había en su rostro.
—No sé, John —me dijo—. Lo que dices parece muy lógico. Pero de algún modo yo encuentro que no es cierto. ¿Cómo puedes estar seguro de que lo que ves existe realmente? ¿Cómo puedes estar seguro de que tus ojos no mienten? Al fin y al cabo, no son los ojos los que ven, sino el cerebro.
—Es cierto —dije—. Pero cuando ves algo, es porque hay algo.
—A veces ves algo y no hay nada —dijo Noboru—. Y a veces hay algo ahí delante y no lo ves.
Había hombres y mujeres en la sede de Kameido, y las relaciones entre chicos y chicas, me contó Noboru, eran cordiales. La ropa propia de la orden es una especie de toga blanca de algodón que cubre hasta los muslos y oculta las formas del cuerpo. Las mujeres llevan el pelo muy corto, como las monjas de todas las religiones, y no se ponen ningún adorno, por supuesto, ni tampoco maquillaje, pero a pesar de todo comencé a sentirme atraído por una muchacha de la sede de Kameido que también trabajaba en las oficinas como yo. Estaba en el otro extremo de una habitación muy grande dividida en muchos compartimentos e iluminada por tubos fluorescentes. En las sedes de Aum todo es funcional, ¿comprendes? Los muebles, la luz, la ropa, los cubículos para dormir. Suele haber lámparas fluorescentes en todas partes porque son más baratas, consumen poco e iluminan bien todo el espacio. Era una muchacha de veintiséis años que se llamaba Kumiko. Era químico, creo, especializada en combustible para cohetes, y estaba adscrita al Ministerio de Ciencia. Era miope y llevaba unas gruesas gafas de pasta, aunque estaba trabajando en el sexto chakra para abrirlo y mejorar así su visión. A pesar de que llevaba gafas desde los trece años, se había autoimpuesto la tarea de mejorar su vista mediante el entrenamiento y dejar de usar las gafas en un plazo de seis meses. Este tipo de propósitos o pequeñas metas personales eran característicos de la vida en Aum. A veces me acercaba a su mesa con cualquier excusa y charlaba un rato con ella. Era muy bonita, tenía una nariz pequeña y redondeada, grandes ojos oscuros adornados con largas pestañas y unos labios muy bonitos y sensuales. Me gustaban sus labios y sus orejas delicadas, cuyos lóbulos eran casi transparentes, como si fueran de cera rosada. Casi como una gota de agua congelada, colgando del extremo de sus pequeñas orejas rosadas. Me gustaban sus manos y sus dedos largos y elegantes y la forma en que su mano sostenía la taza de té apoyándola contra su pecho como para sentir su calor. Era delicada y preciosa como una pequeña reina de la nieve. Solía estar sentada en su silla con las piernas cruzadas. Como todos en Aum, llevaba en los pies unos gruesos calcetines blancos. Una noche tuve un sueño erótico con ella, y pensé que me estaba enamorando. En el sueño ella me besaba toda la cara y el cuello y yo acariciaba sus senos a través de la toga. Ella me murmuraba al oído: «sí, gatito mío, sí, apriétamelos con fuerza, son para ti». Y la idea de que ella dijera esas palabras y de que me ofreciera sus senos y me permitiera acariciarla de este modo me producían una sensación de calor y de vida de tal intensidad que esa noche tuve una polución nocturna. Tuve que levantarme a limpiar la ropa de la cama y el pijama. Al día siguiente estaba tan avergonzado que no podía ni mirarla a la cara. Intensifiqué mi entrenamiento, aterrado al comprobar que había caído de nuevo bajo las garras de la lujuria. Su voz llamándome «gatito» en el oído me perseguía. Luego comprobé que Kumiko tenía en su ordenador un dibujo de un gatito blanco. Le pregunté qué era aquel dibujo, y me dijo que se lo había hecho su hermana pequeña, que tenía sólo nueve años. Era un precioso gatito que su hermanita debía de haber calcado del cartel de una película o de algún manga, porque era perfecto. Tenía una cinta rosa al cuello, y una inscripción donde se leía «para mi hermana Kumiko». Aquello era raro, porque ninguno de nosotros teníamos objetos personales de ningún tipo. Un dibujo como aquél sólo serviría para reforzar el ego de Kumiko, y lo que intentábamos en Aum era, precisamente, librarnos del ego que nos hace sufrir y buscar gratificaciones sin medida. Pero el hecho de que le hubieran permitido conservar aquel dibujo la hacía todavía más fascinante a mis ojos, como si ella fuera una verdadera princesa, un ser aparte de todos. Ahora casi no podía mirarla a los ojos, y cuando adivinaba el volumen de sus senos bajo la toga, me ponía rojo.
Para combatir la lujuria, me impuse un régimen severísimo de hatha yoga y de ejercicios de retención del aliento. Hacíamos constantemente ejercicios de yoga, canto de mantras, repetición de sutras y pranayama. Me propuse hacer las posturas más difíciles durante horas a fin de castigar el cuerpo, basándome en el principio de que si uno siente dolor no puede sentir lujuria. De modo que cogí dos cinturones de cuero, los uní entre sí, y los utilizaba para anudar los miembros en las posturas más difíciles y quedarme así inmóvil durante horas. Me ponía, por ejemplo, en la postura del loto, que en su versión completa yo puedo hacer a duras penas y que no puedo mantener más de diez minutos, me ataba las piernas con la correa y me pasaba así dos horas, completamente inmóvil. Pasados veinte minutos, el dolor comenzaba a ser intolerable. Músculos, articulaciones, tendones, nervios, huesos, todo parece comenzar a desencajarse. Los músculos se tensan dolorosamente, las articulaciones parecen a punto de ceder y los tendones a punto de romperse, y los nervios retorcidos envían mensajes desesperados al cerebro para que los liberen de su sufrimiento. Estuve a punto de crearme varias lesiones graves con esta práctica, y todavía hoy tengo dolores a veces en las rodillas y en los tobillos. Pero hay una especie de delectación en la sensación de dolor físico y de autodestrucción voluntaria cuando el cuerpo no puede obtener gratificaciones sensuales normales. Aquellas experiencias me hicieron reflexionar que el dolor físico es, quizá, el mejor sustituto del placer que existe. Porque yo sentía aquellos dolores insoportables como una especie de voluptuosidad. No sé si comprendes lo que quiero decir. Hay que experimentarlo para poder comprenderlo. Voluptuosidad, una caricia a los nervios, ¿comprendes?, aunque no sea una caricia erótica, sino una caricia de tormento.
—Me sorprende que hicierais tanto yoga —dije yo entonces—. No parece una cosa muy japonesa.
—No lo es. Pero es la base de la enseñanza de Aum Shinrikyo. El maestro se inspiró sobre todo en los textos tántricos, que adaptó e interpretó a su manera. Mucha gente entraba en Aum simplemente para practicar el yoga, como en una escuela de yoga cualquiera. Como ese grupo de practicantes de yoga que se reúnen en círculo aquí, en la isla, para hacer ejercicios de retención del aliento. ¿Les has visto?
—Sí —dije—. Tengo varios amigos entre ellos. Y me he hecho bastante amigo de su líder.
—¿Amigo? No, no, estás equivocado —dijo Noboru—. Uno nunca puede ser «amigo» del jefe de una secta.
Le expliqué que me parecía que lo que hacían mis amigos no tenía nada que ver con una secta, y que no me parecía que Carlos, el bondadoso carpintero brasileño que era su líder, tuviera tampoco alma de manipulador ni de Mesías. Le conté que era él quien me había fabricado las muletas, y que me había tomado medidas para hacerme una pierna de madera.
—Estás equivocado —me dijo—. Alguien ha fabricado las muletas por orden suya y te las han entregado como si fueran un regalo personal. Son formas que tienen de captarte, de irse metiendo dentro de tu cabeza, de hacerte sentirte especial. Son todo engaños, todo mentiras.
Sabía que Noboru se equivocaba, y me di cuenta de que su experiencia con Aum le había hecho perder su fe en la humanidad. Ahora cualquier acto bondadoso le parecería calculado y falso.
Te contaré lo que sucedió con Kumiko, siguió diciendo Noboru. Volví a tener sueños con ella, y cada vez que esto sucedía, manchaba mi pijama y mi futón. Yo me sentía avergonzado, ¡era como si de nuevo volviera a tener catorce años! Durante la jornada diaria, me acercaba para hablar con ella con cualquier excusa, y un día le puse la mano en el hombro y ella puso su mano sobre mi mano. Yo estaba detrás de ella. Los dos estábamos mirando la pantalla de su ordenador, en la que aparecía un diagrama de una máquina copiadora de vídeos (al parecer, había un problema con estas máquinas, ya que en Aum el copiado de cintas de vídeo era una actividad constante) y entonces yo puse mi mano sobre el hombro derecho de Kumiko, cerca de su cuello. Y ella puso su mano sobre mi mano y estuvimos así un rato. Luego ella levantó la mano y yo aparté la mano de su hombro, pero los dos sabíamos que aquel contacto no había sido casual y creo que los dos deseábamos que volviera a producirse. Pensé consultar a alguno de los maestros de la sede sobre la situación que estaba viviendo, de manera que hablé con una de las señoras que estaban en el círculo de Asahara, la señora Matsumoto, una mujer muy dulce y afable con la que había tenido antes varias entrevistas. Ella me dijo que sentir deseos sexuales era algo normal, y que no debía preocuparme en exceso. Que eran parte de las samskaras, las tendencias latentes de mi psique, y que mediante el entrenamiento estos deseos irían desapareciendo paulatinamente. Unos días más tarde, le propuse a Kumiko que hiciéramos hatha yoga juntos, y una vez nos encontramos a solas, la abracé. Ella no se resistió, pero estaba inmóvil como si fuera un trozo de madera. Le dije que estaba enamorado de ella, que me pasaba el día pensando en ella y que soñaba con ella todas las noches, que me sentía muy desgraciado y que no podía hacer nada para dominar lo que sentía. Ella me dijo que debía controlarme, que lo que estábamos haciendo era un gran pecado. Luego se echó a llorar. Yo no entendía por qué lloraba, y no me parecía que lo que acababa de confesarle fuera motivo suficiente como para que rompiera en sollozos. Entonces me dijo que la disculpara y me preguntó si yo era su amigo. Le aseguré que podía contar conmigo para lo que quisiera, y entonces me contó algo que me dejó helado. Me explicó que desde su entrada en Aum, el Maestro había estado cortejándola, otorgándole entrevistas privadas y llamándola continuamente por teléfono. Ella nunca había visto nada raro en ello, aunque había disfrutado lo indecible del gran honor que se le hacía, pero se había preguntado a menudo cuál era la causa de que el Maestro la distinguiera de tal modo y se interesara tanto por su vida espiritual. Me contó que unas semanas atrás, Asahara la había hecho llamar y le había dicho que había sido seleccionada para pertenecer a la élite de Aum, para lo cual debía pasar una ceremonia de iniciación especial. Kumiko había hablado con la señora Matsumoto y le había comunicado las dudas que sentía después de su entrevista con el Maestro. Es decir, que le preguntó abiertamente en qué consistía aquella ceremonia de iniciación especial. La señora Matsumoto le explicó con toda dulzura que se trataba de tener relaciones sexuales con el Maestro, y añadió que se trataba de una antigua ceremonia tántrica, y que ella misma y otras señoras de Aum la habían recibido también. Que no había nada pecaminoso en unirse sexualmente al Maestro, y que debía sentirse feliz por haber sido distinguida con aquel honor. A partir de entonces, la vida de Kumiko se había convertido en un infierno. Fue entonces, me explicó, cuando tú apareciste en mi puesto de trabajo y me pusiste la mano en el hombro con tanta dulzura, me contó Kumiko. Era como si tú, mi dulce Noboru, fueras capaz de sentir mi sufrimiento y hubieras venido espontáneamente a consolarme. Me explicó que ahora Asahara la llamaba por teléfono a su puesto de trabajo todos los días, y que esa misma tarde la había llamado y le había preguntado cuándo había tenido su período menstrual.
Kumiko me dijo que no sabía qué hacer, que se debatía entre la lealtad que debía al Maestro y la repulsión física que Asahara le producía como hombre. Le pregunté que si era virgen y me dijo que antes de entrar en Aum había tenido una vida disipada y había estado con muchos hombres, que no era su virginidad lo que le preocupaba, sino la sensación de que aquello que Asahara pretendía no estaba bien. Yo le dije que él era un Ser Completamente Realizado y estaba, por tanto, más allá del bien y del mal y que, de cualquier modo, nosotros no podíamos comprender todas las sutilezas de las enseñanzas tántricas. Sí, en Aum uno aprendía a hablar así, diciendo exactamente lo contrario de lo que sentía, escondiendo la verdad con frases y conceptos aprendidos. Al hablarle así, supongo, yo ocultaba la tremenda frustración que me producían las revelaciones de Kumiko e intentaba, además, justificar el acoso sexual a que se veía sometida mi compañera.
Kumiko era una muchacha preciosa, y no era extraño que Asahara se sintiera atraído por ella. Quién sabe, supongo que un ciego también puede disfrutar de la belleza de una muchacha, aunque sólo la conozca a través del tacto. El período menstrual de Kumiko terminaba dos días más tarde, de modo que al tercer día, Asahara la llamó por teléfono y le dijo que todo estaba listo para su iniciación. Kumiko dijo que no estaba preparada para recibir la iniciación, pero a pesar de todo no podía desobedecer una orden directa del Maestro. Fue a los aposentos que ocupaba cuando estaba en la sede de Kameido, y una vez allí, el Maestro la recibió hablándole con enorme dulzura e interesándose por sus progresos dentro de la orden. Asahara tenía la capacidad de ver dentro de uno, me explicó Noboru, no había nada que le quedara oculto. Él sabía lo que pensabas, sabía lo que habías hecho, sabía lo que pensabas hacer. Esto resultaba fascinante, y también muy halagador. También terrorífico, ciertamente, sobre todo si uno tiene secretos o ha cometido pecados que le avergüenzan. Asahara intentó besar y acariciar a Kumiko, pero ella se mantuvo quieta y fría como una estatua. Igual que cuando la abrazó el pequeño Noboru, supongo, el más insignificante gusano de toda la familia de insignificantes gusanos. Rígida como un trozo de madera, sin responder a los avances del Maestro. Después de un rato, Asahara se cansó de insistir y la despidió.
Me contó todo esto a la noche siguiente. Yo me sentía confuso. Kumiko me pidió que no hablara con nadie del tema, ya que Asahara le había advertido que todo lo que sucediera entre ella y él debía de permanecer secreto. Creo que la mandó llamar otra vez y que Kumiko se quedó de nuevo fría como una estatua para evitar sus avances, hasta que Asahara, finalmente, abandonó la persecución.
A partir de entonces, Kumiko se convirtió en una persona muy extraña. Intenté volver a hablar con ella, pero ahora me recibía con frialdad y ya nunca volvió a abrirse a mí. En una ocasión volví a poner la mano sobre su hombro, como para hacerle saber que yo estaba a su lado, que seguía ofreciéndole mi amistad y que podía confiar en mí. Pero ella no hizo nada en absoluto. Permaneció inmóvil como una estatua, y yo tenía la sensación de que ni siquiera notaba mi presencia, ni tampoco mi mano sobre su hombro. La dejé tranquila unos días y luego volví a intentarlo. Pero ella estaba muy rara. No es que se mostrara enfadada conmigo o que me evitara. Seguía sentada frente a su ordenador, pero a veces pasaban las horas y ella permanecía sin moverse y sin apretar ni una sola tecla. Estaba inmóvil frente al ordenador, sin ver las estrellas que avanzaban en el salvapantallas, como perdida en un viaje hacia el fondo del cosmos. ¿Recuerdas esos salvapantallas que había hace unos años, que representaban estrellas moviéndose hacia ti, como en un viaje a la velocidad de la luz a través del cosmos? Yo le preguntaba qué le pasaba, le recordaba que una vez me había preguntado si yo era su amigo. Pero era inútil. A veces parecía salir de su abstracción y me contestaba cualquier cosa, en otras ocasiones decía cosas sin sentido. Algo muy extraño le estaba sucediendo que le impedía hacer su trabajo. Yo noté que tenía unas señales en el cuello, una hilera de marcas parecidas a quemaduras. Le pregunté qué eran aquellas marcas y ella me miraba como si no entendiera lo que le decía, como si no me reconociera.
Poco tiempo después, la transfirieron al Ministerio de Asuntos Sociales, donde se dedicaba a tareas tales como hacer la limpieza o encargarse de la colada. Yo no podía comprender lo que sucedía. Me entrevisté con uno de los Maestros, el señor Ryuku, y le dije que estaba preocupado por Kumiko. El señor Ryuku me preguntó, de forma un tanto cortante, si yo había roto los mandamientos con ella, y le aseguré que ése no era el caso. Luego me dijo que lo que le sucedía a Kumiko no tenía nada que ver conmigo. Que Kumiko era una víctima del karma de la ignorancia, que sufría de un resurgimiento de samskaras de su karma animal y que se habían visto obligados a tomar medidas especiales con ella.
Más tarde supe en qué consistían aquellas «medidas especiales». En realidad, habían comenzado a aplicarle a Kumiko sesiones de electroshock. Ése era el origen de las marcas que yo había visto en su cuello, que le dejarían, supongo, cicatrices de por vida. Los que sufrían electroshock de forma continuada se quedaban en un estado de amnesia casi total. No recordaban lo que les sucedía y no eran muy conscientes de lo que pasaba a su alrededor. En esas circunstancias, no era raro que Kumiko no pudiera seguir haciendo su trabajo y hubiera tenido que ser transferida a otras ocupaciones más bajas.
Ignoro dónde se aplicaban estas sesiones. La sede poseía un hospital en Nakano, quiero decir, un verdadero hospital con personal médico cualificado, pero creo que las sesiones de electroshock que le administraban a Kumiko eran excesivas y no tenían un verdadero sentido terapéutico, sino que eran un castigo y también otra forma de humillación y de dominio.
Poco después, fui enviado en una misión especial fuera de Japón, y ya no volví a ver a Kumiko.
A veces me pregunto qué habrá sido de ella.
Mis años en Aum son como un sueño, continuó contándome Noboru. Un sueño iluminado por falsos techos de los que cuelgan tubos fluorescentes. Un sueño envuelto en esa luz láctea y fría de los fluorescentes. La secta compró un trozo de tierra perdida en Australia Occidental, una de las regiones más desoladas y abandonadas del planeta. Se llamaba Banjawarn Station, aunque cuando llegamos allí no había nada, absolutamente nada. ¿Qué sentido tiene ponerle un nombre tan sonoro a un lugar donde no hay nada? Supongo que Banjawarn es un viejo nombre maorí, aunque por allí no había ni un solo maorí, sólo carreteras que se pierden por una interminable llanura roja salpicada de arbustos grisáceos y eucaliptus retorcidos. Banjawarn Station era una propiedad de medio millón de acres, a quinientas millas al norte de una ciudad llamada Kalgoorlie. El pueblo más cercano era Leonore. Allí sólo había tierra roja, arbustos y ovejas, muchas ovejas. Yo nunca había visto tantas ovejas juntas, ya sabes que en Japón apenas hay ganado ovino. Y me daban miedo aquellos animales, si te digo la verdad. No conozco ningún animal tan espantosamente feo como las ovejas. Su rostro, esa mezcla de pasividad y crueldad, su berrear lastimoso, una queja que no es una queja, un chillido que no es un chillido, ese abandono totalmente inconsciente a su destino. Por comparación con las ovejas, las vacas y los bueyes parecen animales majestuosos e investidos de una especie de dignidad real. Los cerdos son sucios, pero al menos tienen personalidad y son, además, peligrosos y violentos. Pero ¡las ovejas!
Sí, yo también fui a Banjawarn Station. Fui seleccionado porque hablaba bien inglés, no porque mi ministerio estuviera relacionado con lo que iba a hacerse allí, un proyecto del Ministerio de Ciencia. Estuvimos en total un mes en Australia, dedicados a pedir permisos, legalizar contratos y formalizar los planos de los edificios diseñados por los arquitectos de Aum, aunque pronto descubrimos que en Australia Occidental uno puede hacer prácticamente lo que quiera sin explicarle nada a nadie, sobre todo si es dueño de una propiedad de medio millón de acres. En un principio estábamos todos muy contentos de salir de la rutina, vestirnos con ropas normales (yo incluso me puse chaqueta y corbata durante el viaje, tenía ganas de estar elegante), ir al aeropuerto y volar a Sidney y luego de Sidney a Perth. El aire libre, la sensación de estar en un mundo nuevo, ¡incluso en un nuevo continente!, todo eso me producía una intensa sensación de felicidad. En Perth alquilamos varios coches y fuimos conduciendo hasta Kalgoorlie y luego hasta la propiedad adquirida por la orden. No recuerdo cuántos días tardamos. Creo que tres días, quizá cuatro, conduciendo sin parar a través del paisaje más monótono que puedas imaginarte: una llanura de tierra roja que se extiende en todas direcciones y una carretera recta, completamente recta, que atraviesa la llanura de tierra roja. Me dijeron que en Australia hay rectas de hasta seiscientos kilómetros. No entiendo cómo puede uno conducir en línea recta tanto tiempo sin salirse de la carretera, dormirse o, al menos, entrar en éxtasis. ¡Dios mío! ¿Puedes imaginarte una recta de seiscientos kilómetros? ¡Si conduces en Japón durante seiscientos kilómetros, recorres la mitad del país! Es una suerte que en Australia se condujera por la izquierda. Al menos eso era igual que en nuestra patria, porque lo demás era todo completamente diferente.
Las medidas, las extensiones, el gasto inconcebible de tierra baldía, la cantidad de espacio vacío. ¿Es que a Dios se le olvidó Australia cuando creó el mundo? ¿Se le olvidó poner cosas allí dentro del mismo modo que llenó Japón de valles, de montañas, de flores, de animales, de fuentes termales, de castillos, de cascadas? Hacía mucho calor, y al tercer día de conducir en línea recta por aquel desierto rojo creo que todos empezábamos a sentirnos un poco desanimados. Además, no podíamos conducir de noche para hacer más breve nuestro viaje. En Australia no se puede conducir por la noche, porque al caer el sol los canguros salen a las carreteras para calentarse con el asfalto y es muy fácil tener un accidente. Son muy grandes, los canguros. Yo había pensado que eran animales un poco mayores que un gato, pero un canguro adulto es tan alto como una persona.
Nuestro trabajo consistía en contratar trabajadores locales para que construyeran los edificios donde íbamos a vivir, como te he explicado, además de formalizar todos los permisos con las autoridades locales. El terreno estaba dedicado a la cría de ganado lanar, pero en realidad a Aum no le interesaban las ovejas. En el centro de aquella inmensa propiedad construimos un par de edificios con una amplia planta subterránea mucho más grande de lo que podía verse desde el cielo y desde los satélites de observación, llevamos la luz y el teléfono y abrimos pozos artesianos. Mi trabajo como intermediario e intérprete terminó pronto, y una vez las obras estaban en marcha, me volví a Japón, aunque en aquella ocasión cogí una avioneta de Leonora a Kalgoorlie, y desde allí un vuelo local a Perth. Los australianos se reían al enterarse de que habíamos venido conduciendo desde Perth. Yo les dije, intentando ser amable, que queríamos admirar el paisaje, y ellos estallaban en carcajadas.
Tuvo que pasar bastante tiempo para que llegara a saber para qué quería la secta aquella instalación remota. En la planta subterránea de Banjawarn Station se instaló un laboratorio químico cuya finalidad era fabricar armas de destrucción masiva. Fue allí donde la secta fabricó por primera vez el gas nervioso que utilizaría en los ataques en el metro de Tokio. La secta tenía también la intención de fabricar bombas atómicas, y creo que poseía minas de uranio o que había estado extrayendo uranio directamente en un yacimiento de Hokkaido, e incluso que había contratado a dos científicos rusos especializados en armas nucleares. Allí, en el corazón de Australia, mis amables compañeros de Aum, que tenían prohibido matar a las ratas y aplastar a las cucarachas que infestaban sus viviendas, que eran vegetarianos y consideraban que los que comían pescado o filetes de vaca eran asesinos, se dedicaron a fabricar gas sarín y a experimentarlo con las ovejas de la propiedad. Soltaban gas sarín en medio de un rebaño y veían cómo las ovejas caían muertas una tras otra. Otras se ponían a jadear y a babear. Algunas quedaban ciegas o inútiles. Como eran ovejas y además no entendían lo que les estaba sucediendo, ninguna de ellas escapaba. Mataron exactamente 29 ovejas en Banjawarn Station. En el metro de Tokio murieron 13 personas, aunque hubo 54 afectados graves, algunos de ellos reducidos a un estado vegetativo, 1000 intoxicados y más de 6000 personas afectadas. Supongo que la diferencia entre los seres humanos y las ovejas es que los seres humanos intentan escapar cuando presienten un peligro. Aunque esto no sucede todas las veces, de modo que podríamos decir que, en muchas situaciones, las ovejas y los seres humanos son animales parecidos.
Quizá por eso me resultaban tan feas las ovejas, porque me parecía que tenían rostro de personas. Tienes que recordar que yo nunca había visto ovejas de cerca. Si me perdonas, amigo John, me parecía que tenían cara de occidentales. Sí, porque a los japoneses nos extraña mucho que las caras occidentales sean tan… ¿cuál sería la palabra? ¿Protuberantes? Quiero decir que las caras orientales son planas, mucho más planas que las occidentales, mientras que los blancos tienen una nariz muy grande, y pómulos pronunciados, y una boca prominente con grandes dientes que salen hacia adelante, igual que los morros de las ovejas. Por favor, discúlpame, espero que no te ofendas. Muchos orientales piensan que los blancos tienen cara de animales, y a veces los niños, cuando ven a un blanco por primera vez, se ponen a llorar de miedo. Antiguamente, a los occidentales se les llamaba «diablos», porque la gente pensaba de verdad que tenían caras de diablos. Esas enormes orejas, las grandes cejas, abultadas como las de los simios, los ojos redondos y saltones, la piel roja y curtida, la nariz enorme y con las fosas nasales levantadas hacia arriba, como las de los cerdos… Sí, para muchos orientales los blancos tienen cara de puerco. Especialmente cuando se ríen a carcajadas mostrando los dientes y la lengua, abriendo la boca de forma que se puede ver casi hasta la glotis. Además, los blancos tienen pelos en la nariz, en las orejas, en las manos… Son feos como monos. Entiendes lo que estoy diciendo, ¿verdad? Los orientales, y los japoneses en particular, pueden ser tremendamente racistas. Bueno, como todo el mundo, supongo. Los japoneses suelen considerar que los occidentales, por ejemplo los americanos (la verdad es que no conocemos a muchos occidentales), son toscos, ruidosos, sucios y carecen de educación. También existe la extendida creencia de que son estúpidos. Pero los japoneses somos demasiado superiores, demasiado refinados, como para dárselo a entender, y siempre los tratamos con exquisita cortesía.
—Ya veo —dije.
En Banjawarn Station sucedió algo más. Al poco tiempo de instalarse Aum allí y de construir sus instalaciones, se produjo un incidente. Sucedió el 28 de Mayo de 1993. Una perturbación sísmica de gran intensidad que fue percibida en Australia por numerosos observatorios, y cuyo epicentro estaba, precisamente en Banjawarn.
Nadie sabe qué es exactamente lo que pasó. Varios camioneros que viajaban por la zona afirmaron que en el momento del incidente, vieron algo así como una explosión brillante en el cielo. De modo que los adictos a las teorías de la conspiración comenzaron a afirmar que lo que había sucedido era que la secta Aum había logrado construir una bomba atómica y la había hecho detonar. La explosión que tuvo lugar fue ciento setenta veces más potente que la explosión más fuerte jamás detectada en Australia, lo cual dejaba a un lado, por supuesto, la posibilidad de que se hubieran usado explosivos convencionales tales como la dinamita o la nitroglicerina.
Las otras explicaciones posibles eran que se trataba de un meteorito o bien de un simple terremoto. Pero un meteorito que produjera una conmoción tan grande debería haber dejado un cráter de unos 270 metros de diámetro. Y en caso de que hubiera sido un terremoto, ¿no era demasiada casualidad que su epicentro estuviera, precisamente, en el mismo punto remoto y abandonado de Australia Occidental en el que Aum Shinrikyo había decidido construir un laboratorio? Y además, si se trataba de un terremoto, ¿cómo explicar las luces en el cielo?
Se realizaron investigaciones, y la noticia de que la explosión podría haberse debido a una bomba atómica fabricada por Aum llegó a aparecer en el New York Times. Pero no se encontraron evidencias de que en Banjawarn se hubiera trabajado con materiales radiactivos, y finalmente la División de Geociencia Urbana de la Organización Geológica Australiana determinó que el incidente encajaba con el perfil habitual de la actividad sísmica de la zona, de modo que había sido, con toda probabilidad, un terremoto.
Era como si Australia hubiera sentido la picadura del mal sobre su inmensa piel roja y se hubiera estremecido.
A partir de aquí, Aum fue entrando poco a poco en la locura más absoluta. Nosotros no sabíamos nada de esto entonces, por supuesto, y muchos de los que siguen perteneciendo a la secta, que ahora se llama Aleph y cuyos líderes actuales reniegan del pasado violento de Aum y del legado de Asahara, lo siguen ignorando hoy en día.
Parecería que los ataques con gas sarín en el metro de Tokio fueron un episodio aislado, una especie de locura momentánea que surgió de un grupo de mentes enloquecidas. Pero no es así. Hay muchas historias sórdidas relacionadas con la secta. Por ejemplo, el asesinato de la familia Sakamoto. Tsutsumi Sakamoto era un abogado especializado en sectas que comenzó un proceso contra Aum. Después de una intervención en la televisión, Sakamoto, su esposa e hijo desaparecieron. Tuvo que pasar mucho tiempo para que la policía descubriera que habían sido raptados y asesinados por miembros de Aum.
Aum planeó el asesinato de muchas otras personas o miembros de organizaciones que les criticaban o les ridiculizaban. Intentaron asesinar al caricaturista Yoshinori Kobayashi, por ejemplo. También amenazaban de muerte a los que intentaban abandonar la secta. O a sus parientes. En una ocasión, una mujer que pertenecía a Aum escapó, y la secta raptó a su hermano, un hombre de sesenta y nueve años llamado Kiyoshi Kariya, y le llevó al dojo del monte Fuji, en Kamikuishiki. Le raptaron en las calles de Tokio, cuando el pobre hombre iba caminando por la acera, después de acosarle durante semanas con llamadas telefónicas amenazantes, diciéndole que si no les decía dónde se escondía su hermana lo pagaría muy caro. El señor Kariya dejó escrito: «Si desaparezco, he sido raptado por Aum Shinrikyo». Y eso es lo que sucedió, le raptaron, le mataron, quemaron su cuerpo en un incinerador de microondas y luego tiraron sus restos al lago Kawaguchi.
La lista de extorsiones, amenazas, asesinatos e intentos de asesinato de la secta es interminable. La secta fabricó gas sarín y gas VX y los utilizó en varios asesinatos e intentos de asesinato, sobre todo en el incidente de la villa de Matsumoto, que no fue otra cosa que una especie de ensayo general para los ataques al metro de Tokio. La secta liberó gas sarín y VX en la población de Matsumoto y consiguió asesinar a ocho personas e intoxicar a unas doscientas. Después de este éxito, se pensó que al liberar el gas venenoso en un espacio cerrado como el metro, el número de víctimas mortales sería de cientos o quizá de miles.
El gas sarín es un arma química. Ataca directamente al sistema nervioso. Es un gas altamente volátil y se absorbe directamente a través de la piel. Algunos suponen que su nombre proviene del de una estrella que se encuentra a 79 años luz de la tierra, pero no es así. El gas sarín fue inventado en Alemania en 1938 por un grupo de científicos que intentaban crear un pesticida muy potente, y su nombre deriva del de sus inventores: Schrader, Ambros, Rüdiger y Van der LINdé. Al año siguiente, en 1939, el ejército alemán lo adoptó como arma química y comenzó su producción en masa. Sin embargo, los nazis no llegaron a utilizarlo en la Segunda Guerra Mundial.
Saddam Hussein lo utilizó en sus ataques contra poblaciones kurdas del norte de Iraq. Fue uno de los elementos químicos con los que Alí «el químico» bombardeó la ciudad de Halabja, en la que murieron cinco mil personas.
Los síntomas del envenenamiento con gas sarín son mucosidad, rigidez en el pecho y constricción en las pupilas. Poco después la víctima tiene dificultades para respirar, experimenta náuseas y comienza a perder el control de las funciones del cuerpo, de modo que comienza a babear, a vomitar, a defecar y a orinar. A continuación comienza a retorcerse y a sufrir sacudidas. Finalmente, entra en coma y fallece en una serie de espasmos convulsivos. Existen antídotos contra los efectos del sarín, que pueden salvar a la víctima afectada si se administran nada más notar los primeros síntomas. Si el tratamiento médico no es el adecuado, la víctima, aun habiendo recibido dosis no letales de sarín, puede sufrir daños neurológicos permanentes.
Aum se estaba armando. Kiyohide Hayakawa, ministro de la Construcción de Aum, comenzó a hacer viajes a Rusia para comprar armas, sobre todo rifles Kalashnikov AK-47 y también un helicóptero militar Mi-17, que luego sería encontrado en la sede del monte Fuji, aunque la secta también se propuso la fabricación de rifles de asalto en sus propias instalaciones. Entre los miembros de Aum había algunos exmiembros del KGB, algunos de los cuales fueron detenidos. No sé cuántos de estos rifles consiguieron montar. La verdad es que yo jamás vi ni una sola arma en las sedes de Aum que visité. Por eso al principio pensábamos que todo era mentira, un montaje del gobierno para desautorizar a Aum y encarcelar a Asahara.
Cuando la policía comenzó a investigar las sedes de Aum, salieron a la luz todo tipo de detalles macabros. En Kamikuishiki, «la frontera de los dioses», en el mismo lugar donde yo había conocido a dioses encarnados en seres humanos, la policía descubrió explosivos, armas químicas, muestras de ántrax, cultivos del virus de Ébola traídos desde Zaire, y también laboratorios para fabricar metanfetaminas, LSD y una forma rudimentaria de «suero de la verdad», además de componentes para fabricar cantidades ingentes de gas sarín. Supongo que la secta planeaba el asesinato de miles o decenas de miles de personas, quizá lanzando el gas desde el aire. Encontraron además una caja fuerte donde se guardaban millones de dólares en billetes y en oro. Y había también celdas, pequeños cubículos sin apenas ventilación, en las que había prisioneros encerrados. Y muchas otras cosas inexplicables: jeringas para caballos, decenas de perros encerrados… Nadie sabe todavía para qué eran esas jeringas equinas ni para qué querían a todos esos perros. Quizá para probar en ellos los efectos de las armas químicas que estaban fabricando.
Dios mío, dijo Noboru abrazándose las entrañas, balanceándose de atrás hacia delante, Dios mío, Dios mío. ¡Armas, drogas, virus de Ébola, veneno, gas nervioso, prisioneros, en la misma casa en que no se nos permitía aplastar a las cucarachas y se nos decía que el que mata a una rata es un asesino! ¡Dios mío, Dios mío! ¡Los mismos que nos decían que tocar a una mujer era condenarse al infierno!
Le pregunté qué había sucedido después de los ataques al metro.
Yo no supe nada de esos ataques, me dijo casi poniéndose a la defensiva. Yo no sabía nada. Estaba en el Ministerio de Inteligencia.
Los ataques con gas sarín al metro de Tokio se produjeron el 20 de Marzo de 1995. La organización del atentado fue bastante simple, aunque se ensayó hasta la saciedad en la sede de Kamikuishiki. Se prepararon varias bolsas llenas de gas sarín en estado líquido y se taparon con periódicos para darles un aspecto inofensivo. Había cinco personas encargadas de ir a cinco paradas de metro y cinco conductores que les llevarían en coche al lugar decidido y luego les recogerían cuando salieran a la calle. El procedimiento para romper las bolsas también era sencillo. Se compraron cinco paraguas de punta metálica y se afilaron las puntas lo más posible. Los cinco encargados de liberar el gas entraron cada uno en un vagón en su estación correspondiente. Y esto era lo que tenían que hacer: colocar las bolsas de sarín envueltas en periódicos en el suelo, esperar a que el tren se acercara a una estación y en ese momento pinchar las bolsas varias veces con las puntas afiladas de los paraguas y salir del vagón, caminando tranquilamente. Un coche les estaría esperando en la calle para llevarles a un lugar seguro.
En la práctica las cosas no resultaron tan fáciles. A pesar de las muchas pruebas y ensayos, algunas bolsas se resistían a romperse. En algunos casos los propios miembros de Aum se vieron afectados por las emanaciones tóxicas del gas. Todos tenían jeringuillas con antídoto por si se producía esta eventualidad, y algunos se vieron obligados a usarlas al notar los primeros síntomas de envenenamiento.
El efecto nocivo del gas era casi instantáneo. Al contacto con el aire, el líquido se convertía en vapor y comenzaba a afectar a todos los que estaban cerca. Enseguida los viajeros comenzaban a moquear y a sentir dificultades respiratorias. Se produjeron muchas escenas de histeria. Aquél fue un día de caos en el metro de Tokio.
Todos fueron detenidos, me contó Noboru. Los cinco que liberaron el gas y los cinco cómplices que conducían los coches. Todos menos uno, Katsuya Takahashi, el conductor de uno de los vehículos, que sigue desaparecido. Y otra persona, un undécimo miembro de Aum que iba en uno de los coches y que realmente no sabía nada de lo que estaba sucediendo allí pero que, a pesar de todo, estaba sentado al lado de uno de los conductores que sí lo sabían. Y aunque esta undécima persona nunca fue localizada y aunque nadie buscaba a esta undécima persona porque nadie sabía que estaba allí, ¿cómo podría demostrar este undécimo ocupante que realmente no sabía nada de lo que estaba sucediendo? ¿Quién le creería? Uno de los conductores pidió a esta undécima persona que le acompañara para que comprara los periódicos con los que cubrieron las bolsas de sarín. Creo que esto no estaba en el plan inicial, y el hombre que me lo pidió tenía miedo y no quería abandonar el vehículo en ningún momento. Ésa fue mi participación en los atentados, de los cuales yo no sabía nada. Sólo sabía que la secta iba a hacer algo importante ese día, una acción memorable. Yo compré unos periódicos, como me dijeron, y luego me subí al coche, en el que había un conductor y otro hombre en la parte de atrás, al que le entregué los periódicos. Luego nos detuvimos al lado de la parada y el hombre que estaba atrás bajó y se metió en el metro llevando un paquete entre las manos y un paraguas.
Los autores intelectuales y los perpetradores directos fueron condenados a muerte. Los conductores de los vehículos, a cadena perpetua. ¿Comprendes? Si llegaba a saberse alguna vez que yo iba en uno de los cinco coches, mi vida se habría terminado. Iría a juicio, me declararía miembro de Aum Shinrikyo, seguidor incondicional de Shoko Asahara y parte activa del Ministerio de Inteligencia, se descubriría además que había estado en Australia trabajando en la Banjawarn Station, me acusarían de ser cómplice de los asesinatos y sería condenado también a cadena perpetua. Sentí pánico.
Supongo que lo más lógico habría sido escapar. Pero ¿escapar a adónde? Yo no tenía adonde ir. Aum era toda mi vida, mi familia, mi trabajo, mi hogar. De modo que me quedé en el dojo de Kameido, en Tokio, intentando seguir mi vida de siempre, manteniendo, como se dice en inglés, un perfil bajo, mientras la organización Aum Shinrikyo se desmoronaba a mi alrededor.
Después de los ataques y de las detenciones, todos los miembros de Aum estábamos como replegados, escondidos en nuestras sedes y dojos, rodeados de barreras policiales rodeadas a su vez de periodistas. Y allí, dentro de nuestros refugios iluminados con tubos fluorescentes, nosotros seguíamos venerando la imagen de nuestro pequeño dios, Shoko Asahara, seguíamos recitando mantras y escuchando al Maestro murmurar el Sutra del diamante en nuestros casetes, seguíamos comiendo proteína de soja con arroz blanco. También nos pasábamos el día viendo las noticias y leyendo los periódicos. Era asombroso que tanta gente supiera tantas cosas de nosotros. Después de vivir recluidos como monjes durante años, todo lo relativo a Aum había saltado a la luz pública. Y así nos fuimos enterando de los asesinatos, de las armas, del helicóptero de Asahara, del Mercedes Benz que utilizaba, de los millones de dólares, del ántrax… Pero a pesar de todo nuestra fe seguía firme. Te preguntarás cómo.
Es muy sencillo. Seguíamos creyendo en Aum porque no éramos nosotros, los miembros de Aum, los que interpretábamos las cosas que sucedían a nuestro alrededor. Era la secta la que interpretaba las cosas por nosotros. Así dicho, puede resultar muy crudo, muy tosco. Puede parecer muy estúpido. Pero así era como funcionaban las cosas en Aum. Leíamos que cinco miembros de la secta habían soltado gas sarín en el metro de Tokio y que había doce muertos y mil intoxicados, y aunque ya no dudábamos de que todo eso hubiera sucedido realmente (ya que al principio, y durante mucho tiempo, estuvimos convencidos de que todo era mentira), y aunque todo aquello que había sucedido nos parecía escalofriante y terrorífico, seguíamos esperando a que Asahara, o al menos alguien importante en la organización, nos explicara qué era lo que había pasado y por qué. Es decir, que nosotros conocíamos los hechos, pero no su interpretación. Recuerdo una frase de uno de los ordenados, un muchacho que había trabajado en un matadero durante años liquidando con una pistola automática vacas y cerdos y estaba convencido de que era un asesino y tenía las manos manchadas de sangre y que ahora cargaba con el karma de todas aquellas vacas y cerdos que había matado. Este muchacho dijo en cierta ocasión, con una gran sonrisa: «En realidad, los atentados del metro de Tokio no son más que una prueba que nos ha puesto el Maestro para comprobar la fe de los discípulos. Si abandonáramos ahora, le fallaríamos». Ésta era una idea corriente entre los de la secta: que en realidad todo aquello no era más que una especie de prueba para nosotros, una especie de «truco» del Maestro para probar nuestra fe, y que pronto Asahara nos lo explicaría todo y todo volvería a tener sentido. Había otra ordenada, una mujer que también pertenecía al Ministerio de Inteligencia y que al entrar en Aum se había separado de su marido y de sus dos hijas y había jurado no volver a verlos jamás, que decía: «Sólo el Maestro puede mostrar la interpretación final». Esta frase me impresionó más que ninguna otra. Sólo el Maestro puede mostrar la interpretación final.
Pero Asahara jamás habló. ¿Lo sabías? Shoko Asahara, el de la voz hipnótica, el que había abierto el chakra de la garganta y era capaz de entonar todas las notas de un piano, se quedó completamente callado después de su detención. No habló en su celda. No habló con sus seguidores. No habló en el juicio. No hizo ninguna declaración a la prensa. No contestó ni una sola pregunta del fiscal. No dijo nada, ni a los jueces, ni al mundo, ni a nosotros.
El silencio de Asahara se parece al silencio del mundo. Gritamos, llamamos a Dios, imploramos, y sólo encontramos el silencio del mundo.
Pasó el tiempo. Rodaban las estaciones. Pasaban los meses y nosotros seguíamos allí encerrados en la sede de Kameido, con nuestras cucarachas marrones, nuestras fotos de Asahara y nuestros tubos fluorescentes. Se produjo entonces el traspaso de poderes. Asahara tenía seis hijos, pero los cuatro mayores eran mujeres. De modo que el liderazgo de la orden recayó en dos de los hijos menores de Asahara, su excelencia Akiteru Rinpochi y su excelencia Ryokko Rinpochi, dos niños de unos cinco o seis años de edad, cuyas fotos aparecían ahora en todos los altares. La hija mayor de Asahara salió también a la luz y comenzó a dar ruedas de prensa en la sede de Kameido. Era una adolescente de gesto confuso y con la cara llena de acné, una mujercita muy furiosa y completamente superada por los acontecimientos. Los periodistas le preguntaban su edad y ella se negaba a revelarla. Odiaba a la prensa, miraba a todos con odio. Tenía siempre los ojos bajos y la mandíbula apretada, y se veía que estaba consumida por la furia y el resentimiento. No es común en Japón ver a nadie, especialmente una mujer joven, dejar que sus sentimientos más íntimos salgan de este modo a la luz. Supongo que estaba aterrada por todo lo que estaba sucediendo y quizá también furiosa por no haber heredado ella el trono de Asahara en vez de sus hermanos menores, que eran tan pequeños que ni siquiera eran mostrados en público.
Pasó el tiempo, y yo comencé a tranquilizarme. Parecía que la opinión pública y la policía habían comenzado a olvidarse de nosotros. Pero cuando comenzaron los juicios, la atención pública regresó una vez más a Aum. Durante los juicios, salieron a la luz todavía más cosas oscuras de Aum, y se hizo pública la frialdad inhumana con que habían sido planeados los atentados del metro de Tokio. En muchas sedes de Aum había manifestaciones de los vecinos pidiendo que nos fuéramos. Las sedes de Aum eran nidos de suciedad, de cucarachas, de ratas, de mal olor. Los vecinos temían nuestros productos químicos. Éramos universalmente odiados. Mis temores volvieron. Me pasaba el día aterrado pensando que alguno de los acusados hablaría y contaría que el ordenado Shambhala, es decir, Noboru Endo, se encontraba también en uno de los coches que habían llevado y recogido a uno de los encargados de liberar el gas. No tenían nada que ganar al involucrarme, de modo que no había razón de que lo hicieran, pero uno nunca puede estar seguro con un miembro de Aum. A lo mejor sentían un deseo insensato de decir la verdad a toda costa. A lo mejor Asahara les ordenaba en sueños que lo hicieran. Yo no estaba tranquilo, y había pensado que a lo mejor sería buena idea desaparecer de Kameido. Pero ¿adónde podía ir? Todas las sedes de la orden estaban vigiladas y sometidas a escrutinio. La del monte Fuji había sido destruida por los bulldozers y reducida a escombros. Hacía años que no veía a mis padres ni a mis abuelos, pero si alguien me buscaba, las casas de mi familia serían el primer lugar que visitarían.
Araki, un muchacho de mi edad de la sede de Kameido, fue nombrado portavoz de Aum ante los medios de comunicación. Creo que fue una elección inteligente por parte de las autoridades de la orden, porque Araki era joven, de aspecto inocente, con gafas de miope y expresión bondadosa, y no había tenido nada que ver con ninguna de las acciones violentas de Aum. Araki era un muchacho tímido, y el trabajo de enfrentarse con las cámaras de televisión y de hablar con los periodistas le producía una enorme carga de angustia, que él lograba soportar porque lo tomaba como parte de su «entrenamiento». Era uno de los convencidos, uno de los inocentes, una de las muchas buenas personas que uno podía encontrar en Aum.
Una tarde de verano, una de esas tardes húmedas y ardientes del verano del sur de Japón, al salir de la sede de Kameido con Araki y con otros miembros de la orden, sucedió algo. El edificio de Aum era bien conocido, y muchas veces al salir a la calle la gente nos gritaba o nos decía cosas desagradables. Estábamos acostumbrados. Además, todos reconocían a Araki, que salía a menudo por televisión. El edificio de Kameido está en un cruce de calles con bastante tráfico cerca de una gran avenida, la Keiyo Road. Fue allí, en la Keiyo Road, donde fuimos detenidos por un grupo de policías. Recuerdo que estábamos frente a una tienda de fotografías y que a medida que se iba haciendo de noche, los rótulos luminosos amarillos y rojos de la tienda parecían brillar con más y más y más fuerza. El cielo se oscurecía y los luminosos rojos y amarillos resplandecían como grandes flores nocturnas. Yoru no hana.
Mis compañeros llevaban la toga blanca típica de Aum, pero yo llevaba chaqueta y corbata. Cuando salíamos de la sede yo solía vestir ropas normales. Todos nosotros teníamos trajes, aunque raramente los usábamos. Era una noche de agosto muy calurosa, y ninguno de nosotros iba vestido adecuadamente, pero mi traje de verano era más ligero que la gruesa toga de Aum. Al llegar a la Keiyo Road, fuimos detenidos por un grupo de policías, tres o cuatro de uniforme y dos de paisano, uno de ellos de unos cincuenta y cinco años, con traje y corbata, gafas metálicas redondas y pelo gris, y el otro de unos treinta y tantos. Este policía más joven vestía zapatos negros, pantalones vaqueros ajustados y un polo blanco muy ceñido que marcaba claramente los músculos de sus pectorales y sus hombros. Tenía la frente despejada y el pelo muy negro, engominado y peinado hacia atrás, el típico detective joven con una impresionante hoja de servicios que es el mejor tirador y el mejor karateka de su promoción, y que puede acertar a un ladrillo escupiendo a tres metros. El típico jovencito arrogante y violento, de los que disfrutan más golpeando a un sospechoso que practicando el sexo. Nada más verle, presentí el peligro. Llevaba una pistola metida en el pantalón e irradiaba agresividad y violencia.
Los policías nos rodearon y no nos dejaban avanzar. No estaba muy claro qué era lo que querían de nosotros. La sede de Kameido había sido inspeccionada mil veces por la policía y había vuelto a ser inspeccionada durante los juicios. Todos habíamos sido interrogados hasta la saciedad. La fiscalía, junto con muchos periódicos y organizaciones ciudadanas, había pedido que se le aplicara a Aum la Ley Antisubversiva, pero la petición había sido denegada y la orden seguía estando protegida por la ley de libertad religiosa de Japón y seguía siendo legal. De modo que aquellos policías no tenían nada contra nosotros. No sé, quizá habían tenido un mal día o alguno de ellos tenía a un familiar afectado por los atentados. Quién sabe. Araki intentó dialogar con ellos, pero su suavidad y su buena educación servían de poco con unos agentes de policía frustrados y recalentados al final de una larga jornada de trabajo. No se atrevían a meterse con él, pero tampoco nos dejaban en paz. Pero entonces el policía más bajo, el joven del polo blanco, se me puso delante y me dijo: «tu grupo está bajo sospecha; sé que estás en el culto». Yo no sabía qué hacer. El policía estaba frente a mí, tan cerca que su pecho y el mío estaban en contacto y me miraba directamente a los ojos. Resultaba muy violento que estuviera tan cerca. Yo intentaba separarme un poco, pero él se acercaba de nuevo, y se me ponía delante, pegado a mí y mirándome directamente a los ojos con una expresión de enorme agresividad contenida. «Quiero tu nombre», me dijo. «Dime tu nombre». Yo no podía hablar. Estaba aterrado. Araki intentó dialogar, pero los policías de uniforme se interponían entre él y yo sin llegar a tocarle siquiera. «Quiero tu nombre», repetía el policía más joven. «Todos los que están en el culto tienen que decirme sus nombres. Si tú no lo haces, parecerás sospechoso». Entonces yo dije que no tenía por qué hacerlo, que aquello era completamente arbitrario. La acera era muy estrecha frente a aquella tienda de fotografía, y había mucha gente a aquella hora pasando por allí. Pasaban señoras, jubilados, gente en bicicleta, muchachas con mochilas a la espalda. Muchos se detenían para averiguar qué era lo que estaba pasando. Reconocían al instante las togas blancas de Aum y el rostro de Araki, que todos habían visto muchas veces en la televisión. La policía les decía que no obstaculizaran, que se alejaran, que circularan. Pero a pesar de todo había varios curiosos que observaban la escena a cierta distancia. Y todo el rato pasaban ciclistas por la calzada que se detenían a curiosear. Había dos señoras en la acera que empezaron a hablar con Araki y con los otros. Eran señoras de mediana edad, quizá de la edad de mis padres, esa generación obsesionada con el trabajo duro y con el dinero. Le decían a Araki que debía abandonar la secta. «Busque un trabajo apropiado», le decía una señora, «encuentre un empleo normal y trabaje duro». «Conviértase en hombre de negocios», le decía la señora. A mí me parecía una señora muy amable, y me gustaba lo que le decía a Araki y cómo se lo decía. No creía que tuviera razón, pero me gustaba su actitud y su forma de hablar porque percibía en ella verdadero amor. Se notaba que no hablaba con nosotros por odio ni por resentimiento, sino por verdadero amor. Porque uno sólo puede sentir verdadero amor por aquellos que no conoce y de los que no espera nada. «Únase a una compañía», le decía la señora. «Entre a trabajar en una empresa. No ha de ser un sitio grande. Sude un poco y trabaje duro. Los muchachos brillantes como ustedes no necesitan estar en una secta y malgastar su vida de ese modo. Conviértase en jefe. Tome gente a su cargo». Araki le dijo: «yo trato de trabajar como misionero». Hablaban también del negro y del blanco. Los japoneses hablamos a menudo del negro y del blanco. El negro es lo malo y el blanco es lo bueno. «Aum es negro», decía la señora, «y lo que es negro nunca puede volverse blanco. Tú quieres convertir lo negro en blanco, y eso no es posible». «Pero es posible actuar como filtro», dijo Araki. «Puedes ser un filtro, puedes filtrar lo negro y dejar que sólo pase lo blanco». «¿Un filtro?», le dijo la señora. «¿Eso es lo que eres tú?». «Sí, eso es», dijo Araki. «¿Tu vida entera es un filtro?», le dijo la señora. «¿Eso es lo que es tu vida?». «Sí, tengo que ser un filtro», dijo Araki. Creo que, a pesar de todo, él también percibía que aquella mujer le estaba hablando con amor. El amor, el verdadero amor, es la cosa más rara del universo. La cosa más rara que uno puede encontrar en una calle de Tokio una húmeda noche de Agosto. La cosa más rara, John. Hay afecto, hay deseo, hay afinidad, hay muchas cosas, pero verdadero amor no hay casi nunca. Por esa razón, el verdadero amor, cuando aparece, debería destellar como un sol en mitad de la noche. Debería resplandecer igual que el luminoso rojo y amarillo de una tienda de fotografía. Pero no es así. Precisamente porque es tan raro, muchas veces ni siquiera lo reconocemos cuando lo tenemos delante. El verdadero amor es muy apagado, casi invisible, muy humilde. No grita, no se hace notar. Es como una gota de agua en mitad de un bosque. Es como una pequeña aguja de hielo en un glaciar. A veces es sólo una mirada, un gesto, una mano que se posa en un hombro. A veces es una larga conversación serena, o un golpe fuerte entre los hombros con un bastón, o una frase aparentemente cruel que te deja tan aturdido como si te hubieran golpeado con una piedra, o una mano que coge la tuya sin decir palabras. El verdadero amor tiene muchas formas. A veces lo encontramos en un viejo vendedor de fruta, o en la dueña de un restaurante de soba, o en un funcionario que está detrás de una mesa y que muestra verdaderos deseos de ayudarte. El verdadero amor es raro, pero está también muy extendido. Es imprevisible. Es invisible. Es lo que nos hace seguir vivos a pesar de todo. Siempre está lejos pero al mismo tiempo siempre está cerca. Es imposible apartarse completamente de su influencia, porque si lo hiciéramos, moriríamos. Nos rodea por todas partes, aunque rara vez lo veamos. Es lo que mueve nuestros nervios y nuestra imaginación, aunque rara vez lo sintamos.
El policía joven no me dejaba en paz. La había tomado conmigo. Ignoro si habían recibido instrucciones de sus superiores para presionarnos, pero yo tenía todo el rato la sensación de que aquello era algo personal. Tampoco sé por qué me había elegido precisamente a mí. A lo mejor porque iba vestido con traje y chaqueta y me distinguía de los otros. «Estás avergonzado de algo», me decía. «Por eso no me dices tu nombre, porque tienes algo que esconder. Dime tu nombre. Dime tu nombre. Dime tu nombre». Me lo preguntaba una y otra vez, sin parar. Yo intentaba apartarme y él se movía conmigo. Siempre le tenía delante, siempre pegado a mí, siempre mirándome a los ojos. Yo sabía que todo aquello era ilegal. Aquel policía no me había pedido que le acompañara. No me había acusado de nada. No me había detenido ni había dicho que iba a detenerme. Simplemente, se ponía delante de mí sin dejarme avanzar por la acera y me preguntaba mi nombre una y otra vez. Yo intentaba seguir andando, y él me decía: «¿estás tratando de esconder algo? ¿Estás ocultando algo?». Yo me aparté y seguí caminando por la acera. Sin correr, sin prisa, caminando normalmente. Entonces él me agarró por detrás. Yo me volví, y entonces él me puso la mano en la garganta y me hizo caer hacia atrás, derribándome sobre la acera. Como no pude amortiguar el golpe de ningún modo y caí de espaldas, todavía con la mano del policía sobre la garganta, me di un golpe terrible en la parte posterior de la cabeza. Me quedé en el suelo boca arriba, completamente inmóvil. Pensé que me había roto el cráneo por el violento choque con el pavimento. Entonces el policía se levantó y le vi que cojeaba, que se retiraba unos pasos cojeando y se sentaba en el escalón de entrada de la tienda frente a la cual estábamos. Se frotaba la pierna y el tobillo y hacía muecas de dolor, como si yo le hubiera hecho algo, como si yo le hubiera agredido y le hubiera herido. Los otros policías de uniforme se acercaron y me preguntaron muchas veces que si estaba bien. Yo dije que me dolía la cabeza. El policía del traje y la corbata se arrodilló a mi lado y me preguntó si estaba bien, mientras el otro hacía muecas de dolor y decía que yo había intentado escapar, que le había empujado y le había herido y que era un caso de obstrucción a la justicia. Luego sacó su móvil y llamó a la jefatura. Dijo que necesitaba una ambulancia porque había sido agredido por un sospechoso que se había dado a la fuga cuando estaba siendo interrogado. Y seguía tocándose la pierna y haciendo muecas de dolor, y fingiendo que no podía levantarse. Un gran autobús verde se detuvo a nuestro lado. Luego siguió su camino. Se hacía de noche, y los carteles luminosos de las tiendas brillaban cada vez con más fuerza. Araki le dijo al policía joven que lo había visto todo, que dejara de fingir, que yo no le había hecho nada. El otro policía le dijo que se alejara y Araki dijo: «pero él está mintiendo. Está fingiendo que le han hecho daño, es una cosa indigna». «¿Cómo te atreves a decir eso?», le decía a Araki el policía de traje levantando el índice. «Estás en un error. Hay un policía herido, ¡muestra respeto!». Yo seguía inmóvil en el suelo. Araki intentó ayudarme, pero no pudo hacer nada más. Enseguida llegó una ambulancia y se llevó al policía, que caminaba cojeando y haciendo gestos de dolor. En cuanto a mí, me llevaron a la comisaría y me detuvieron, acusado de atacar a un policía y de resistirme a la justicia.
Me encerraron en un calabozo. Yo estaba muerto de miedo, pero Araki y los otros vinieron a verme y me dijeron que tenían buenas noticias. Al parecer, todo lo sucedido había sido filmado por un documentalista que estaba haciendo una película sobre Aum y que iba siguiendo discretamente a Araki a todas partes. Araki se había reunido con las gentes del documental y les había pedido la cinta para utilizarla como prueba de mi inocencia, pero el productor y el director del documental dijeron que su obligación era ser neutrales y mantenerse al margen. Sin embargo, la situación era complicada. En Japón, la policía tiene un enorme prestigio. Todo nuestro sistema social se basa en el respeto a la autoridad y a sus representantes. Si eres acusado, hay un noventa y nueve por ciento de probabilidades de que serás declarado culpable. Y resistirse a la autoridad y causarle lesiones a un policía es un delito grave. Podrían enviarme a la cárcel por eso. Me pregunto cómo justificaría el policía sus supuestas lesiones. Él era un policía mentiroso, pero tendría también que encontrar a un médico mentiroso que comprometiera su prestigio y su dignidad profesional declarando y firmando que el policía tenía unas lesiones que no tenía. ¿Existiría un médico así? Aum contrató a un abogado para hacerse cargo de mi caso. Era un tipo peculiar. Iba por ahí con un maletín barato y un paraguas de plástico, y vestía una camisa de manga corta y deportivos. Supongo que en la sala de juicios llevaría un aspecto más formal. No sé qué hicieron exactamente Araki y los demás. Creo que le dijeron a la policía que tenían una cinta de vídeo donde estaba todo grabado, y que finalmente lograron que los documentalistas se la entregaran y se la enviaron al fiscal, de modo que el juez sobreseyó el caso y a mí me dejaron en libertad.
Pero ahora estaba verdaderamente aterrado. Quién sabe por qué, la policía de Tokio estaba interesada en mí. Ya habían intentado detenerme por un cargo falso. ¿Qué sucedería si se ponían a investigar un poco o si alguien hablaba demasiado y revelaba que yo había estado en el interior de uno de los vehículos que habían participado en los atentados del metro?
Así fue como decidí escapar.
Yo sabía que había un lugar secreto en la sede de Kameido donde había dinero en metálico. Los dojos de Aum estaban llenos de dobles paredes, de habitaciones secretas, de dobles suelos, de cajas fuertes invisibles y de todo tipo escondrijos. A la policía le costó encontrar al Maestro porque se encontraba en una de estas habitaciones secretas e incomunicadas en el dojo del monte Fuji. Creo que por eso lo destruyeron completamente y lo redujeron a escombros, porque era un laberinto imposible de recorrer y de dilucidar. Hicieron lo mismo que hizo Alejandro Magno con el nudo gordiano: cuando no pueden deshacerse, se cortan.
No planeé mi huida en exceso. Me puse ropas de civil, me metí el carné de conducir en el bolsillo y bajé a la planta inferior, donde sabía que había un escondrijo con dinero. Era una especie de armario secreto en el que yo sabía que se guardaban documentos y también bolsas de billetes. Estaba en una de las plantas desocupadas, donde antes estaban los niños. Salas y salas llenas de juguetes y de dibujos de los niños que representaban a Shoko Asahara levitando rodeado de pájaros y flores. La caja fuerte secreta estaba en uno de los cuartos de baño. Era necesario quitar uno de los paneles de la pared del fondo de una de las cabinas, que había sido pintado por encima para que no se notara que estaba suelto. Es posible que lo pintaran por encima cada vez que se extraía el panel, no lo sé. Yo sabía que cualquiera que entrara en aquella cabina vería al instante el panel suelto, pero no me importaba, porque mi única obsesión era desaparecer. En el interior había todavía tres bolsas de plástico llenas de billetes. En una había yens, en otra dólares americanos y en otra dólares de Singapur en fajos de billetes nuevos, junto con otras divisas. Yo sabía que los dólares de Singapur valen aproximadamente la mitad que los dólares americanos. Había billetes de veinte y de cincuenta. Preferiría haber cogido yens, pero entonces el dinero habría abultado diez veces más. De modo que cogí doscientos mil dólares de Singapur, cien mil dólares americanos y unos veinte mil yens para ir tirando. Me preguntaba qué sucedería si alguien me descubría allí robando. ¿Qué sucedería si Araki o cualquiera de los otros se extrañaban al ver las luces de aquella planta encendidas y se acercaban hasta donde yo estaba y me descubrían? Pensé que daría un empujón a quien fuera y saldría corriendo. Estaba muy nervioso, me temblaban las manos y tenía la frente cubierta de sudor. Estaba cometiendo un pecado, y además un pecado contra la propia orden que me había acogido y me había ofrecido la posibilidad de convertirme en un dios viviente. Sentía que caía por un pozo oscuro y me hundía hacia lo más hondo, hacia lo más negro, hacia lo más negro de lo negro. Pero no podía parar. Había allí tanto dinero, quizá millones de dólares en billetes de dólares americanos, dólares de Singapur, libras esterlinas y dólares australianos, que pensé que era posible que la sustracción no fuera notada. ¿Llevaría alguien la cuenta exacta de la cantidad de dinero que se guardaba en aquellas bolsas? Volví a colocar el panel de la pared en su sitio asegurándome de que todo estuviera como antes y que la violación del lugar secreto no fuera aparente a simple vista. De pronto me di cuenta de que tenía que salir inmediatamente del dojo, que no podía coger nada de lo que tenía arriba ni despedirme de nadie. En realidad, no tenía nada que llevarme. No tenía nada mío en el dojo, nada personal, ningún objeto, ningún recuerdo, ni siquiera una foto, ni una postal, ni una carta. El único documento personal que tenía, mi carné de conducir, estaba en mi bolsillo. Tenía algo de ropa en mi cubículo, pero no necesitaba ropa. Por suerte, como había dicho que iba a salir a la calle, me había puesto mi traje, una camisa blanca y una corbata oscura, y había dejado atrás también la toga de Aum, con la que sería fácilmente detectable y que marcaría mi presencia en mitad de una multitud igual que un aspa roja. El único objeto personal que tenía en mi cubículo era una piedra redondeada que había cogido en la playa cuando tenía doce años y había llevado siempre conmigo hasta entonces, pero no era más que una piedra. Tenía una marca blanca en el centro que parecía una gaviota con las alas desplegadas. Yo siempre había imaginado que era una gaviota con las alas desplegadas y que esa gaviota era yo. Pero ahora la gaviota por fin abría las alas y volaba, de modo que tenía cierto sentido que dejara la piedra atrás. Lo único que necesitaba realmente era un ordenador, pero no pensaba llevarme ninguno de los ordenadores de Aum, ya que la policía tendría las IP de todos y si lo usaba en línea podrían localizarme fácilmente y encontrarme allí donde estuviera. Pensé en Araki y en la desilusión que se llevaría al enterarse de que yo había robado y había huido. Pero ya no había vuelta atrás. Recuerdo que todo mi cuerpo temblaba violentamente. Me temblaban las manos y las rodillas, tanto que apenas podía andar. Apagué las luces, bajé a la planta baja, me puse los zapatos que estaban colocados en el zapatero de la entrada, y salí a la calle. Era una cálida noche de Agosto. El calor era agobiante. La humedad, junto con los nervios que había pasado, me habían hecho transpirar tanto que tenía la camisa literalmente empapada.
Eché a caminar por las calles, temblando como si tuviera fiebre. ¿Qué sucedía si volvía a detenerme la policía y me encontraban con una maleta llena de dinero? Llevaba la maleta abrazada al pecho, temeroso de que me la robaran. Luego pensé que aquella actitud podía parecer sospechosa, y que debía intentar aparentar normalidad.
Sentía ansiedad al encontrarme en un espacio abierto, en el centro de una ciudad llena de millones y millones de personas. Me crucé con un grupo de muchachas con minifalda de cuadros, camisas blancas y pañuelitos al cuello, cada una de ellas hablando con un móvil. Me extrañó que sus móviles fueran de colores, uno rosa, otro fucsia, el otro violeta. En el cielo nocturno había una especie de zepelín iluminado con un cartel publicitario de Sony. Caminé por las calles de Kameido alejándome más y más de la sede de Aum. Pero no podía alejarme tan rápido como hubiera deseado. Iba caminando por los callejones, evitando las calles grandes y las aceras llenas de transeúntes. Recuerdo que pasé al lado de una peluquería que estaba en uno de los callejones, y que una muchacha que había en el interior me miró con curiosidad y luego me sonrió. Debía de estar aburrida. Tenía un peinado en forma de torre de Babel con el pelo teñido de naranja, los labios pintados de azul y los párpados de morado. Era tan extraña como una extraterrestre. Crucé una avenida mirando a todas partes, temiendo encontrarme a la policía y al joven policía del polo blanco, y luego llegué a la estación de tren de Kameido. De pronto me di cuenta de que no tenía dinero en el bolsillo, y que tendría que abrir la maleta para sacar el dinero necesario para pagar el billete. De modo que entré en los servicios de la estación, me metí en una de las cabinas, abrí mi maleta con dedos temblorosos y extraje cinco mil yens. Calculé que con esa suma habría suficiente por el momento y que ya no tendría que volver a abrir la maleta hasta que me encontrara en un lugar seguro.
Me metí en la estación sin saber adónde ir. Hay dos líneas de tren en la estación de Kameido. Opté por la línea JR Este. Me puse a mirar el mapa de trenes y de conexiones. Me sentía mareado. Como enfermo. Como borracho. Como con fiebre. Las líneas de colores cruzaban en todas direcciones. Se mezclaban las líneas del metro subterráneo con las del ferrocarril elevado. No sabía adónde ir. Pensé que debía salir de Tokio, pero ¿adónde ir? Debería marcharme a otra ciudad, porque una ciudad es el lugar perfecto para desaparecer y ser completamente anónimo. Pensé en Sapporo. Pensé en Kioto. Pero esas ciudades estaban demasiado lejos, y sentía un temor enfermizo a mostrarme en público, expuesto a la vista de todo el mundo. Tenía la sensación de que todos me miraban, de que todos los que me rodeaban intuían que había algo extraño en mí. Me daba miedo que alguien pudiera considerarme sospechoso o me identificara como miembro de Aum o encontrara sospechoso el maletín que llevaba e informara de mi presencia a la policía. No creía poder soportar un viaje de horas y horas en un tren, temiendo a cada paso que alguien fuera a abalanzarse sobre mi maleta llena de dinero o que alguien me reconociera como miembro de Aum o incluso que el policía musculoso del polo blanco apareciera de nuevo y se me pusiera enfrente mirándome fijamente a los ojos y empezara a preguntarme cuál era mi nombre y qué llevaba en la maleta y a decirme que daba la impresión de que tenía algo que ocultar. De modo que decidí dirigirme a Yokohama, a unos cuarenta minutos en tren del centro de Tokio. Cogí el tren JR Este hasta Shinjuku, y allí cambié a la línea JR Shonan Shinjuku, aunque compré un billete hasta Ofuna para despistar a mis posibles perseguidores. El viaje hasta Yokohama me relajó un tanto. El ferrocarril volaba sobre las calles de Tokio, aquella inmensa metrópoli donde trece millones de almas perdidas vagaban de acá para allá, volaba en dirección al sur atravesando barrios y avenidas iluminadas y llenas de automóviles y de autobuses y de motocicletas, y de rascacielos iluminados y avenidas llenas de carteles de neón, y casi sentí algo parecido a la paz cuando dejábamos atrás la capital, aunque en realidad Tokio y Yokohama están completamente unidas. Al llegar a la parada de Yokohama, vi que la estación de ferrocarril tenía conexión con el metro local, de modo que me metí en el metro y me fui hasta la zona moderna de Yokohama, conocida como Minato Mirai. Tenía que encontrar un lugar para dormir. Era una noche ardiente, de calor y humedad insoportables y yo me sentía completamente agotado. Ahora que me encontraba lejos de Tokio, en una ciudad en la que jamás había estado, donde nadie me conocía y donde a nadie se le ocurriría buscarme, me sentía más tranquilo. Así fue como llegué al Hotel de la Ciencia. El edificio apareció ante mí, como un sueño materializado, una torre de veinticinco pisos brillantemente iluminada como si fuera una nave espacial lista para despegar. Me sorprendió el nombre, porque hoy en día es difícil encontrar un hotel grande y moderno que no pertenezca a alguna cadena multinacional. En el inmenso lobby había aire acondicionado y música suave, y hombres de negocios elegantemente vestidos conversaban en grandes sofás de cuero negro en medio de suelos de madera antigua y preciosos arreglos florales. Recuerdo que iba avanzando a través de aquel lobby dividido en salones y en diferentes niveles separados por escalones como el que se adentra en un sueño. El estilo era occidental, pero lleno de detalles del Japón tradicional, todo decorado con un lujo extravagante y exquisito. Había enormes peceras con peces de colores, dragones chinos de piedra como los que se encuentran en las entradas de los templos y camareras vestidas con cofia, delantales blancos, minifaldas negras, medias color humo y zapatitos de tacón, que me parecieron impúdicas como prostitutas. Un pianista vestido con un traje de terciopelo azul celeste y gruesas gafas como las que llevan los ciegos tocaba My Way en un piano de cola blanco. Había zonas casi en tinieblas iluminadas con diminutos halógenos incrustados en el techo y un bar inmenso negro, blanco y dorado con enormes columnas negras que se perdían en las alturas y cuyas camareras iban vestidas con qipaos chinos rojos estampados con flores amarillas y tenían flores frescas en el pelo. Era como entrar en el fondo de la mente, en el lugar de las visiones paradisíacas. Pensé que debía salir de allí y buscar un establecimiento más barato, pero la idea de vagar de nuevo por las calles de Yokohama en busca de un hotel se me hacía insoportable. Además, tenía una maleta llena de dinero, y podía permitirme cualquier lujo. Me acerqué a la recepción y pedí una habitación en un piso alto, lo más alto posible. Tenían diferentes precios, incluso una suite de tres habitaciones en el piso superior, desde el que había una vista espectacular del puerto y de los rascacielos de Minato Mirai. Pero yo no quería nada espectacular, ni tampoco vistas. Opté por una habitación de precio medio en el piso 17 que, según me explicaron, tenía un cuarto de baño muy grande con un ofuro muy cómodo. Rellené la ficha de admisión y me pidieron una tarjeta de crédito. Dije que pagaría por anticipado y en metálico, y el empleado de la recepción me explicó que podía pagar en metálico si lo deseaba, pero que debía facilitar el número de una tarjeta de crédito de todos modos, que era un requisito exigido por el hotel. Yo llevaba tanto tiempo fuera del mundo que ya no conocía las normas de la vida corriente. Solicité hablar con el encargado y me ofrecí a pagar un depósito en metálico si fuera necesario. Finalmente, todo se arregló. Pagué los quince mil yens que costaba una noche en el hotel y me entregaron una tarjeta magnética dentro de un sobrecito de cartón. Yo jamás había usado este tipo de tarjetas y pregunté que por qué no me daban una llave. Como ves, estaba completamente fuera del mundo, y me sentía asustado, frustrado y humillado. El empleado me explicó cómo se utilizaba la tarjeta magnética. Era evidente que me consideraba un paleto, y no se preocupaba por ocultar su desdén.
Me dieron la habitación 1729, en el piso 17. Nada más entrar cerré la puerta con cerrojo y con el pasador metálico y guardé la maleta dentro de la caja fuerte después de poner una combinación sencilla de recordar: 231 955, la fecha de nacimiento de Asahara Shoko. Luego examiné la habitación. Era muy amplia, mucho más grande que el cubículo en el que había dormido durante años en el dojo. Había dos camas, una mesa grande de trabajo en uno de cuyos extremos estaba la televisión, varias sillas, un rincón con una mesita baja de cristal y dos butacas, un armario amplio para colgar ropa, y un mueble con una nevera en la parte inferior y una cocina y una pequeña pila en la parte superior, con un pequeño armario de cocina en el que había vajilla, cazos, una plancha, cuchillos, una tabla de cortar, una licuadora, batidora, tetera y calentador de agua. Había un pequeño balcón, también, con dos sillas plegables y una mesita metálica. Desde allí arriba se veían los rascacielos iluminados de Minato Mirai, la noria gigante del Cosmo Clock y los muelles y las grúas del puerto, pero a mí no me interesaban las vistas y corrí las cortinas. Lo mejor de todo era el cuarto de baño. El ofuro era muy grande: una familia entera había podido caber allí dentro. El ofuro tradicional no es como una de vuestras bañeras, sino más bien como una pequeña piscina. Lo primero que hice fue llenarlo de agua caliente, quitarme la ropa, y después de darme una buena ducha y enjabonarme con un frasquito de gel del hotel con aroma de flor de melocotón y de quitarme de encima la suciedad y el sudor, hundirme en el agua tibia del ofuro para dejar que todas mis preocupaciones y temores se disolvieran. Hacía años, muchos años, que no tomaba un baño como aquél. Uno en la vida siempre dice demasiadas veces la frase «eso lo cambió todo» y siempre piensa que las cosas han cambiado cuando en realidad todo sigue igual que antes, pero a veces pienso que aquel baño fue verdaderamente el punto de inflexión, lo que lo cambió todo. Cuando salí, puse el aire acondicionado a una temperatura agradable, pedí por teléfono una sopa de langosta y una ensalada al servicio de habitaciones y esperé la llegada de la cena envuelto en el albornoz blanco del hotel. Tienes que comprender que para mí todo aquello era tan fascinante y asombroso como si hubiera muerto y hubiera llegado al paraíso. Te aseguro que mi primer impulso, al abrir el menú del servicio de habitaciones, fue buscar algún plato de tofu, o quizá unos fideos de alforfón con salsa de sésamo, es decir, algo que no contradijera en exceso la dieta de un devoto de Aum. Pero yo ya no estaba en Aum y me había convertido, de hecho, en un enemigo de Aum. Después de cenar me tendí en la cama desnudo, ya que no tenía pijama de ninguna clase, y dormí durante diez horas.
Así comenzó mi vida de hikikomori.
Salí pocas veces de mi habitación a partir de ese día, y no volví a salir a la calle.
El hotel tenía varias boutiques en la planta baja y en la primera planta, y estaba comunicado mediante escaleras mecánicas con un extenso mall subterráneo en el que era posible encontrar prácticamente cualquier cosa que uno necesitara. Decidí que me quedaría un par de semanas en aquel hotel, y pregunté en la recepción si me harían un precio especial al prolongar mi estancia. La empleada de la mañana era bastante más simpática que el de la noche y me dijo que, en efecto, si permanecía dos semanas en el hotel, la tarifa se reduciría a siete mil quinientos yens por día. Pregunté si podría pagar en dólares americanos o singapurenses y me dijo que el hotel aceptaba divisas y que podían incluso cambiármelas por moneda nacional si lo deseaba. De modo que pagué una semana por anticipado, cambié dólares singapurenses por yens y luego me fui a comprar ropa en las boutiques del hotel. Compré dos pantalones, dos camisas, ropa interior, calcetines, unos deportivos, unas sandalias, cinco polos de distintos colores, dos corbatas, camisetas de algodón, dos pijamas ligeros, un blazer azul, una mochila de tela y dos pantalones de deportes. Compré además una guía de los ferrocarriles japoneses, una libreta, tres rotuladores negros y un pequeño mapa de Yokohama. Llevé toda la ropa a mi habitación, la desenvolví y la coloqué en las perchas y en los cajones del armario. Necesitaba también una maleta para el momento en que me marchara de allí, pero no era urgente. Tardé, de hecho, tres años en comprarme aquella maleta. Esa primera mañana hice además otra compra importante: adquirí un magnífico ordenador Apple con todas las dotaciones técnicas state of the art que existían en ese momento y lo instalé en la mesa de trabajo de mi habitación. Así fue como comenzó mi vida de hikikomori. Ni que decir tiene que tuvieron que pasar tres años para que usara por primera vez el traje y el blazer que acababa de comprarme. Con el resto de la ropa podía arreglarme teniendo en cuenta que enviaba ropa a lavar una vez a la semana. El mapa de Yokohama y la guía de ferrocarriles japoneses no llegué a usarlos jamás, pero estaban siempre encima de mi mesilla. No sé por qué, me gustaba verlos allí. A veces, antes de dormirme abría el mapa de ferrocarriles y consultaba los itinerarios y horarios de las líneas. También solía llevármelo al baño para consultarlo mientras hacía mis necesidades. Llegué a aprenderme muchos itinerarios de memoria.
Cuando decidí instalarme definitivamente en el Hotel de la Ciencia, hice algunas compras más. Compré varios aparatos de gimnasia para mantener la forma física, y a lo largo del tiempo adquirí más ropa, algunos libros (aunque en la web podía encontrar prácticamente cualquier lectura que deseara) y muchos accesorios informáticos. Todo lo compraba en las boutiques del hotel o en el mall subterráneo y lo cargaba a mi cuenta del hotel, que pagaba mensualmente, dado que todas las tiendas asociadas al hotel tenían ese trato preferente para los huéspedes del Hotel de la Ciencia. Lo hacía todo a través de la red, consultar los catálogos de las tiendas, hacer los encargos e incluso chatear con los empleados preguntándoles detalles técnicos de las máquinas que deseaba adquirir. Era maravilloso pensar que estaban allí mismo, diecisiete pisos más abajo, y que los artículos sobre los que charlábamos existían realmente y pronto serían entregados en mi puerta, y que nadie sabía quién era yo. Yo era, simplemente, la habitación 1729.
No sé cuándo tomé la decisión de quedarme indefinidamente en la habitación 1729 del Hotel de la Ciencia. Supongo que no fue realmente una decisión. Después de pasar dos semanas allí escondido, había llegado el momento de decidir qué hacer a continuación. Entonces descubrí que no quería abandonar mi refugio. Me daba miedo salir de allí, enfrentarme otra vez a las calles, a la policía, a Aum. Ahora era un sospechoso, un ladrón, un prófugo. Podrían meterme en la cárcel por conspiración en los crímenes de Aum y los propios responsables de Aum podrían buscarme, torturarme y matarme. Claro que no me imaginaba a Araki torturándome con electricidad, ni a ninguno de los ordenados a los que conocía en la sede de Kameido, pero poco a poco me iba enterando de todas las cosas que había estado haciendo la secta a lo largo de los años y he de decir que me sentía aterrado. Extorsiones, asesinatos, raptos, torturas, armas químicas… De modo que me refugié en mi habitación del Hotel de la Ciencia, y mi conexión con internet sustituyó al mundo. Pregunté cuánto me cobrarían por una estancia indefinida en el hotel, y me ofrecieron un precio mensual que ascendía a unos veinticinco mil dólares al año. Tuve que hablar con el gerente del hotel, lo cual me puso bastante nervioso. Sin embargo, no había nada irregular en lo que yo pretendía, aunque fuera muy poco habitual. Hay muchas personas que viven en hoteles, incluso durante años. Algunos viven en un hotel toda su vida. El hecho de que yo no saliera nunca de mi habitación no entraba en la discusión, porque una persona es libre de entrar o salir de su casa como mejor le parezca. También resultaba extraño que yo no tuviera una tarjeta de crédito, aunque, que yo sepa, todavía no existe en Japón ninguna ley que obligue a los ciudadanos a tener tarjetas de crédito. El mánager me explicó que las normas del hotel exigían que hubiera siempre un número de tarjeta de crédito por seguridad, y que pedían tarjetas de crédito incluso a los numerosos hombres de negocios que se hospedaban en el Hotel de la Ciencia con todos los gastos pagados. Le dije que entendía su situación, pero que yo podía pagar por anticipado cada mes de estancia y dejar además una suma a modo de depósito de seguridad. El mánager no parecía convencido. Era un hombre de unos cincuenta años, vestido de forma muy elegante, con una corbata plateada que llevaba anudada al estilo inglés. Me dijo, como si estuviera hablando consigo mismo, que la vida privada de sus clientes no le concernía, y que quizá a Hacienda le interesaría saber por qué razón tenía yo tanto dinero en metálico, pero que tener dinero en metálico no era ningún crimen y que, por otra parte, él era sólo el mánager de un hotel y no un inspector de Hacienda. Me ofreció un puro y le dije que no fumaba. Luego me ofreció un whisky de malta y le dije que no bebía. Creo que, en general, y a pesar de estos pequeños desaires que me vi obligado a hacer (en Japón no se considera de buena educación rechazar una invitación a beber), la entrevista fue muy satisfactoria. Dejé un depósito de dos mil dólares, equivalente al límite mensual habitual de una tarjeta de crédito, y eso fue todo. A partir de entonces, nadie volvió a molestarme. Una vez al mes, un empleado subía a mi habitación con un recibo por duplicado. Yo le entregaba un sobre con el dinero, firmaba ambos recibos y me quedaba el mío. Aparte de la mujer de la limpieza, que era una señora de unos treinta años que se llamaba Kameko, ése era todo mi contacto con el mundo exterior.
Le pregunté qué hacía todo el día metido en aquella habitación.
Bueno, lo habitual, me dijo.
Me despertaba al atardecer. Tomaba un desayuno ligero. Hacía unas dos horas de ejercicio en mis aparatos de gimnasia. Tenía un corredor, una bicicleta estática y un aparato de pesas. Solía correr al menos una hora todos los días. Hacía unos diez kilómetros diarios, aunque algunos días llegaba a hacer cincuenta kilómetros uniendo el corredor y la bicicleta. Hacía pesas, brazos, piernas, abdominales. Si Aum me había dejado algo bueno era el sentido de la disciplina, la idea del entrenamiento. Al final de mi ejercicio tomaba suplementos alimentarios, glucosa, líquido y barritas energéticas.
Luego me daba una ducha, y dedicaba una hora a mi práctica espiritual. Me sentaba en la postura del loto y cantaba el mantra durante una hora. A veces durante dos horas. Hacía posturas de yoga y meditaba.
—Ah, ¿sí? —pregunté—. ¿Seguías con tu práctica a pesar de todo?
—Es difícil abandonar la práctica de golpe —me dijo—. Se siente un horrible vacío, una tremenda sensación de fracaso. La práctica religiosa no es una cosa externa. Se convierte en el corazón de tu vida y en la razón de tu existencia. Yo había borrado a Asahara de mi corazón. Estaba convencido de que era un hombre malvado. Pero sus acciones o su persona no me importaban. Yo podía incluso quitar Aum de mi vida, pensando que la obra de un hombre malvado debía de ser malvada también, pero lo que no podía quitar era mi práctica, las experiencias maravillosas que había tenido durante mis años en Aum. Las personas maravillosas que había conocido. Todo eso seguía viviendo dentro de mí. En realidad, no tenía otra cosa.
—Entonces, ¿tuviste experiencias maravillosas dentro de Aum?
—Claro —me dijo Noboru—. No todo era sufrimiento y comida insípida. En Aum estábamos en contacto con los dioses. Y no te olvides de que yo vi a Asahara levitando, suspendido en el aire en mitad de una habitación, a dos metros del suelo. Esas cosas no se olvidan fácilmente.
Con todo esto, me contó, llegaba la hora del almuerzo. Comía algo ligero, una sopa y una ensalada, o algo de marisco. El hotel tenía cinco restaurantes distintos, uno de ellos francés, y la oferta gastronómica era variada, aunque yo pedía a menudo platos muy sencillos. Al principio compraba alimentos frescos en un supermercado a través de la web y cocinaba yo mismo en la habitación. Rallaba un rábano, troceaba cebolletas y salteaba unas gambas en la sartén añadiendo un poco de salsa de soja, hacía sopas de fideos o platos de pasta al estilo italiano. Pero poco a poco abandoné la costumbre de cocinar, dado que pedir comida al servicio de habitaciones resultaba mucho más cómodo.
Después del almuerzo, que solía tomar cuando ya era noche cerrada, comenzaba la verdadera vida para mí. Sí, te aseguro que todo lo que hacía durante las pocas horas de luz que pasaba despierto no era más que una preparación para el momento en que me sentaba delante del ordenador, que estaba siempre encendido y siempre on line. Mi verdadera vida era mi vida dentro de la red.
Me pasaba toda la noche frente al ordenador, hasta que comenzaba a apuntar el amanecer. Entonces pedía la cena. Era una suerte que el hotel tuviera un servicio de restaurante de veinticuatro horas. Después de cenar seguía todavía un rato frente a la pantalla, hasta que comenzaba a sentirme verdaderamente agotado. Entonces llenaba el ofuro con agua caliente y me daba un buen baño relajante. Cuando el sol estaba bien alto en el cielo, me metía en la cama y me dormía.
Como sabes, yo estudié electrónica e informática en la universidad, y dentro de Aum estaba dedicado a cuidar de los ordenadores y de la red interna, aparte de trabajar en las páginas web de la secta. Pero yo nunca había sido un obseso de la red. Nunca había pensado que yo pudiera convertirme en un adicto a la red.
Cuando me hice hikikomori todo aquello cambió. El equilibrio de mi vida se rompió por completo, ¿comprendes? Como cuando uno cae en el alcoholismo. Como cuando uno cae en la locura, y se deja devorar, literalmente, por sus visiones nocturnas, sus miedos y sus obsesiones. Mi vida real desapareció, y mi vida virtual creció tanto que lo ocupó todo.
La verdad era que aquella vida era apasionante. Me convertí en un hacker. Lo hice por pura necesidad. Como sabes, todos los ordenadores tienen una IP y dejan un trazo en la web. Todas las páginas web que visitas quedan registradas en algún lugar, y cada vez que visitas una página, aparece tu IP. Busqué maneras de esconder mi IP, de manera que mi paso era indetectado, o bien proporcionaba IP falsas. Hay maneras de hacerlo. Eso es lo más terrorífico de la red: hay maneras de hacerlo todo, porque todo son números, ¿comprendes? Todo son ceros y unos. En la red nada está seguro. No hay puertas. No hay lugares inaccesibles. En todas partes se puede entrar. Se puede tardar más o menos tiempo, puede hacer falta más o menos habilidad, pero todos los códigos pueden deshacerse y en todas partes puede entrarse y todo puede modificarse y todo puede destruirse porque todo son ceros y unos. Todo, absolutamente todo, las imágenes, las cuentas bancarias, los códigos militares.
La única forma de dejar algo fuera de la red es desconectar el cable USB de tu ordenador. Yo ni siquiera estaría tranquilo con un ordenador apagado y con el cable de conexión metido en el socket. El cable USB debe de estar fuera del socket. Sólo así puedes estar completamente seguro de que el flujo de información electrónica no circula, de que nada entra que no deseas que entre, de que nada sale que no deseas que salga. Quizá incluso esto cambiará con el tiempo, cuando nuestra conexión a internet se haga mediante chips que llevaremos dentro de la piel, o quizá incrustados en el cerebro, cuando la conexión con la red sea universal y a través del aire. Ahora el aire también está lleno de líneas WiFi y de líneas Bluetooth, es verdad, pero todavía necesitamos una máquina para conectarnos a internet. Llegará un momento en que la máquina sea nuestro propio cerebro. Entonces ya nada, ni siquiera nuestros pensamientos ni nuestros sueños, podrán quedar dentro de nosotros mismos. Y dará igual que estemos en lo más hondo de la selva, o en el interior del cráter de un volcán. En esos tiempos será necesario montarse en un cohete e irse a la luna para encontrar un lugar verdaderamente solitario, para estar solo de verdad.
Pero aún falta tiempo para eso.
También en mis actividades ilegales intenté pasar desapercibido. Pero ¡era tan divertido! No podía parar. Hice cosas inconfesables. Un demonio me poseía. No, una congregación de demonios.
No te contaré todas las cosas que hice en la red durante esos años. Me convertí en un adicto a la pornografía de la red. Me pasaba horas todas las noches visitando páginas pornográficas de todas clases, acumulando cientos de miles de fotos de mujeres desnudas y de vídeos de parejas haciendo el amor. Reuní una colección de casi cien mil fotos sólo de la revista Playboy, y me convertí en la máxima autoridad mundial en playmates. Poseía colecciones completas de todas las bunnies de Playboy jamás aparecidas, además de colecciones completas de todas las series de Lingerie, Nude Girls, Vixens, College Girls, Summer Girls, Girls on Girls, Book of the Year, Beach parties, Housewives, All Natural, Exotic Beauties, así como de las colecciones completas de Playboy de los distintos países, desde Hong Kong a Venezuela y desde Italia a Brasil, pasando por Corea, Japón, España, México, Alemania… En realidad, me poseía la obsesión del coleccionista, aunque con la aparición de las Cybergirls el número de modelos aumentó de tal modo que resultaba imposible pensar en tenerlas todas. Sea como sea, mis favoritas eran las playmates de los años ochenta. Sentía verdadera adoración por algunas de ellas, por ejemplo por Sharry Konopski o por Cher Butler. Creo que estas dos eran mis favoritas. Pero había muchas que me gustaban. Sobre todo imágenes individuales de mujeres tan bellas que parecían criaturas sobrenaturales. Por ejemplo, una de Lisa Welch envuelta en una especie de bata de muselina transparente. Dorothy Stratten completamente desnuda, recién salida del baño y con la piel resplandeciente llena de espuma. La verdadera representación de Venus.
Lo malo de la pornografía de la red es que es enormemente variada. Uno se harta de acumular fotos de mujeres bellísimas desnudas. Entonces busca fotos de mujeres reales, fotos colgadas por maridos y por novios morbosos. Luego busca películas reales. Luego siente curiosidad por las mujeres negras, por las embarazadas, por las jovencitas que se fotografían a sí mismas en su cuarto de baño o en su dormitorio, por las películas rodadas por maridos cornudos que disfrutan viendo a su mujer con otro, por las orgías, por las despedidas de soltera en que montones de chicas y mujeres normales se dedican a mamársela a los boys de una discoteca, por fiestas de estudiantes, por vídeos de jóvenes sin moral que violan a chicas borrachas. Siempre hay cosas nuevas. También practiqué a menudo el sexo virtual utilizando webcams, seduciendo a amas de casa aburridas que colocaban la cámara de modo que se viera todo su cuerpo desnudo hasta la barbilla sin revelar su rostro. Tuve varias novias. Con algunas hablaba durante horas y no tenía relaciones sexuales, con otras era sólo sexo. Todo esto se terminó cuando conocí a Ariko.
También me encontré con fantasmas. ¿No has oído hablar de los fantasmas de la red? Algunos son hombres, otros mujeres, otros son las dos cosas y otros no son ninguna de las dos cosas sino algo completamente diferente. Había una muchacha fantasma que me perseguía, me perseguía de sitio en sitio y de IP en IP y yo no podía comprender cómo era capaz de trazar mis pasos. A veces la veía atravesar rápidamente la pantalla.
Algunos piensan que estos fantasmas son usuarios. Pero no lo son. Están dentro de la red, ¿comprendes? No hay usuario.
No te podrías creer la cantidad de cosas que hice a lo largo de los años. Mi vida digital era como un viaje asombroso por paisajes llenos de flores y ciudades brillantes pobladas de mujeres exóticas y fiestas con música atronadora. Creé una ciudad digital Yorunohana City, YNH City, y comencé a crear allí negocios y a vender apartamentos y pronto YNH City se convirtió en una gran metrópoli del mundo virtual. En YNH City casi siempre era de noche. Hice un día que duraba sólo cuatro horas. Tres horas y media, y el cielo ya se llenaba de rojo y comenzaba el crepúsculo. Ciudad de la Flor de la Noche. A través de YNH City gané mucho dinero. Sólo con las ventas de dinero virtual de YNH, con el que sólo se podían comprar cosas virtuales, amasé una pequeña fortuna. Abrí varias cuentas en bancos on line, siempre con IP y perfiles falsos. De este modo, mis ingresos se hicieron prácticamente ilimitados. Aparte del dinero que había robado en Aum, y que me permitiría mantener aquel modo de vida durante un número indefinido de años, ahora tenía fuentes de ingresos y cuentas con dinero por todas partes. El dinero, al fin y al cabo, ya no es otra cosa que ceros y unos. Y el que domina los ceros y los unos domina el mundo.
Al principio tenía una imagen de Asahara como fondo de pantalla. Luego la cambié por una foto de una galaxia. Y sin embargo, cuando veía la galaxia brillante en medio del negro absoluto del cosmos, me parecía seguir viendo los ojitos ciegos de Asahara brillando por debajo. No sé. A lo mejor era el reflejo de mis propios ojos sobre la pantalla de cuarzo líquido. Pero tenía la sensación de que Asahara me contemplaba todo el rato, que me miraba todo el rato y que sabía de mí. Tenía la sensación de que Asahara sabía perfectamente dónde estaba yo y qué hacía a cada instante, que su carita redonda, parecida a la de un rey mogol, me observaba día y noche con su sonrisa contenida. Y también tenía la sensación de que, lejos de sentirse desilusionado o irritado conmigo, contemplaba mis acciones con aprobación y con orgullo.
Crueldad.
Imaginación.
Instinto de supervivencia.
Es decir, destrucción.
¿No era esto lo que, según Asahara, significaba el término sánscrito «Aum»?
¿No eran estos mismos preceptos los que yo había seguido, de forma implacable, en mi huida al Hotel de la Ciencia?
Una noche vi a Asahara. Le vi allí, a mi lado. Yo estaba sentado frente al ordenador. Por la noche sólo dejaba encendida una pequeña luz halógena en una esquina de la mesa a fin de ver bien el teclado, pero el resto de la habitación quedaba sumido en la oscuridad. De pronto me volví, y vi a Asahara sentado al fondo de la habitación, sobre la mesilla de la cama que yo no utilizaba. Estaba allí sentado, vestido con una de sus túnicas color violeta. Me miraba, y sonreía. Yo no me asusté. De pronto, ver allí a Asahara me parecía lo más natural. Era como un milagro, ciertamente, pero ¿acaso no era natural esperar que Asahara obrara milagros? Mi corazón saltaba de felicidad. Hice girar mi silla lentamente y luego me dejé caer hasta el suelo, donde quedé de rodillas. Sin dejar de sonreír, Asahara se puso un dedo sobre los labios, indicándome silencio. Yo sólo dije: «¡Sensei!», y junté ambas manos sobre el pecho a modo de saludo devocional.
Yo sabía que Asahara no estaba realmente allí. Sabía que estaba en Tokio, en una prisión de alta seguridad, aguardando a que se cumpliera su sentencia de muerte. Pero sabía también que Asahara tenía el poder de la bilocación, y que podía estar en distintos lugares a la vez. Aunque mantuvieran su cuerpo físico encerrado en una celda, él podía crear cuerpos energéticos a voluntad e ir a cualquier lugar que deseara. Por eso no me extrañó que apareciera de pronto en mi habitación. Dije otra vez «sensei» en voz alta.
—Shambhala San —dijo él, llamándome por mi nombre de iniciado.
—¿Por qué, Maestro? —pregunté—. ¿Por qué?
Asahara me miraba con una expresión verdaderamente divertida. Tenía las manos sobre las rodillas, como si pensara ponerse de pie en cualquier momento.
—«Por qué» —repitió él con la voz que yo había oído tantas veces, su voz más grave y armoniosa—. «Por qué». ¿Tiene derecho Shambhala a preguntar por qué?
—Sensei —dije yo, haciendo muchas reverencias en señal de respeto.
—Todo es un juego —dijo Asahara—. ¿Comprendes, hijo mío? Toda la vida humana no es más que un gran juego.
—Sí, Maestro.
—No podemos hacer otra cosa más que jugar. Nos obligan a hacerlo.
—¿Nos obligan, sensei?
—Somos obligados a hacerlo, sí.
—Pero ¿quién nos obliga? —pregunté—. ¿Quién, sensei? ¿Quién nos obliga?
—Los dioses —dijo Asahara—. Los dioses nos obligan a jugar, hijo mío. Nosotros somos las piezas de su juego. Eso es todo.
—¿Quiénes son los dioses, sensei? —pregunté.
—Los dioses son ratones y polvo —dijo él mirando a lo alto con gesto soñador—. Son odio y miedo… son insectos, insectos que viven en las venas y en los nervios…
—Pero ¿por qué, sensei? ¿Qué quieren de nosotros?
—¿Qué quieren? —dijo Asahara—. ¿Qué quieren, pregunta Shambhala San? Quieren vivir. Quieren sentir. Quieren nuestra luz.
—¿Y nosotros qué somos para ellos?
—Alimento.
—¿Alimento?
—Sí, hijo mío, somos su alimento.
Entonces Asahara se levantó de la mesilla, y desapareció. Se levantó y caminó hacia el fondo de la habitación, y se perdió en la oscuridad, simplemente se hundió en la oscuridad del fondo de la habitación. Yo me quedé esperando unos minutos. Luego encendí todas las luces y me acerqué al lugar donde había visto a Asahara. No había ni rastro de él, como era de esperar. Yo buscaba alguna señal de que lo que había visto era real. No sé qué buscaba. Un rastro de polvo de oro. Una flor milagrosa. Una palabra flotando en el aire. Una gema misteriosamente aparecida en el suelo. Una perla. La huella de un pie descalzo sobre la moqueta. Pero no había nada, nada, nada. Examiné el fondo de la habitación por donde había desaparecido Asahara. Busqué, con pasión inútil, una puerta secreta. Aparté las cortinas, rocé las paredes con los dedos, busqué resortes escondidos que abrieran un panel movedizo. Intenté ver restos de ectoplasma en el aire, aspiré para registrar la presencia de algún perfume extrasensorial. No había nada, nada, ningún signo físico de que lo que había visto no fuera una alucinación.
Y sin embargo, no era una alucinación.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté—. ¿No eras tú mismo el que me decía que a veces ves cosas que no están ahí?
—Sí, es cierto —dijo Noboru bajando la cabeza.
Y luego, como solía hacer, quedó callado un largo, largo rato, con los ojos fijos en el mar.
Sí, continuó al cabo de un rato, ésa es mi vida. Me pasé media vida dentro de una secta religiosa siendo un monje, observando el celibato y dedicado a la práctica espiritual más extremada, y luego robé doscientos mil dólares, me escondí en un hotel de lujo de Yokohama y me pasé tres años viendo pornografía en internet.
¿Es ésa mi vida? ¿Es eso lo que he hecho con mi vida? Cuando pienso en ello, me dan ganas de llorar.
Sólo queda una cosa que contar, dijo Noboru. Sólo una cosa. Ariko. Es un nombre de mujer. Ariko. Hice muchas cosas en esos años, John. Mi vida se hundía en la negrura más absoluta. Hasta que conocí a Ariko.
Ariko me salvó. Porque Ariko me hizo, por primera vez, conocer el amor.
Ariko fue la razón de que saliera de mi habitación del Hotel de la Ciencia. Ella fue la razón de que comprara un billete de avión de Global Orbit y me fuera a Los Angeles para conocerla en persona. Sí, ella era japonesa pero, como te digo, viajaba mucho. Nuestro encuentro tuvo lugar en el Palacio de la Ciencia de Los Angeles, en un congreso internacional de neurociencia. Sí, ella también venía en el avión de Global Orbit. Volvíamos juntos a Japón, ¿comprendes? Estábamos enamorados, John. Yo nunca había estado antes enamorado. Volvíamos juntos a Japón para vivir los dos en la habitación 1729 del Hotel de la Ciencia y ser felices para siempre. ¿Comprendes? Y entonces el avión sufrió un accidente y cayó al mar y yo lo perdí todo, absolutamente todo.