28
Mi encuentro con Marianne.
Los Villar regresan a Inglaterra

Siempre he sido una persona sensual. La sensualidad ha sido mi facilidad y también mi perdición. Durante esos años, cuando yo estaba enamorado de Cristina, también estaba enamorado de su madre. Quizá utilice la palabra «enamorado» un tanto a la ligera, pero no se me ocurre qué otra podría usar. Quizá no fuera amor lo que sentía por ella, no el amor tierno y romántico que sentía por Cristina, sino más bien algo parecido a la admiración. La admiración que siente un niño por una mujer madura. Después del parto, Marianne había recuperado su figura. Para mí, verla tan esbelta era casi una desilusión, porque me parecía que estaba mucho más hermosa y radiante cuando estaba embarazada. Pero quizá esto se debiera simplemente a que la primera vez que la había visto estaba embarazada, es decir, a la fuerza que tienen siempre las primeras impresiones.

Pasaron dos años. Cristina estaba preciosa, y las formas femeninas comenzaron a asomar en su cuerpo. Mi pene crecía y una pelusa oscura adornaba mi labio superior. Ahora Cristina ya no me dejaba que la besara como hacíamos cuando éramos niños y escapábamos al jardín de la casa en ruinas, el jardín dividido en dos alturas que llamábamos «la Pradera». Por lo que yo sé, tampoco dejaba que la besara Ignacio. La propiedad vecina se vendió, y los nuevos propietarios limpiaron el jardín de hierbas parásitas y comenzaron a reconstruir la casa en ruinas. Eran la familia de Juan Luis Panur, el poeta. Cuando Villar se enteró de que su nuevo vecino era un escritor importante, se sintió feliz. Y además un poeta del régimen, decían mis padres. Y exfalangista. Ya tiene cubiertos todos los frentes. La capibara murió, seguramente porque no se bañaba lo suficiente, o quizá porque el clima de Madrid no le sentaba bien.

Marianne tenía entonces treinta y dos años, y estaba entrando en esa época de plenitud dorada que suele envolver a las mujeres en la tercera década de su existencia y que, en algunos casos, se prolonga hasta bien entrada la cuarta. Vestía ropa cara, seguramente de marcas inglesas (sus flores y encajes, sus prendas transparentes y ceñidas en el busto, no se parecían a nada que yo hubiera visto nunca), y siempre la recuerdo maquillada, con el rostro empolvado, los labios pintados de color rojo oscuro o simplemente brillantes de cacao y de glaze (ya que, al igual que su hija, tenía los labios siempre resecos) y con la raya del ojo discretamente dibujada. Tenía el pelo graso y brillante, una cabellera rubia entremezclada de castaño que llevaba siempre cortada por encima de los hombros y perfectamente peinada en dos bloques a ambos lados del rostro, normalmente sujeta con una banda de tela o un grueso sujetapelo por encima de la frente. Tenía la piel tensa, de ese color rojizo que tienen a veces los cutis británicos, los pómulos prominentes, los ojos siempre ligeramente hinchados y rojos, como si acabara de llorar, y el labio inferior torcido en un gesto de desilusión. Aquella desilusión me llamaba la atención y me inquietaba. ¿Sería posible que fuera un hábito del pasado, la herencia de una infancia con las mandíbulas apretadas (como lo son, según luego me contaría Cristina, tantas infancias inglesas) y que ya no siguiera reflejando la realidad de su vida? Ella siempre parecía triste, y más que triste, desilusionada, y más que desilusionada, aburrida.

Un día sucedió algo. No recuerdo las circunstancias, pero mis padres me habían dejado en casa de los Villar para pasar la tarde. Juan Villar no estaba, y se ocupaba de nosotros Jeanne, una muchacha irlandesa que los Villar habían contratado para cuidar de los tres niños y especialmente para ocuparse de Ian, el pequeño. Tampoco estaban los hermanos Recalde, de modo que Cristina y yo decidimos distraer a los pequeños y nos pusimos a jugar con ellos al balonvolea en una red que Villar había colocado en el jardín y luego al bádminton. Oí a Marianne decirle a Jeanne en inglés que iba a tomar un baño y que se ocupara de la merienda de los niños. Ahora el recién nacido tenía un año o dos, y caminaba por la casa como un muñequito animado, agarrándose a todas partes y metiendo los dedos en los rincones oscuros.

A pesar de que yo había oído la voz aguda y desfallecida de Marianne decirle a la cuidadora que se iba a dar un baño, lo que sucedió después fue un accidente. Ni siquiera estoy seguro de haber entendido bien las palabras de Marianne. Yo no sabía mucho inglés en esa época, y había sido una frase dicha dentro de la casa, en otra habitación, entre el pasillo y la cocina, o quizá entre la cocina y el cuarto de la plancha. El hecho es que en un momento determinado entré en la casa para buscar algo que estaba en la habitación de Cristina. Se trataba de un boomerang con el que jugábamos a veces, un auténtico boomerang australiano que Juan Villar les había traído a los niños unos años atrás después de un viaje a Sidney, que volvía, verdaderamente, si uno lo tiraba bien, y con el que esperábamos distraer a los pequeños.

Al pasar frente a la habitación de los padres de Cristina, vi a Marianne a través de la puerta entreabierta. Fue una visión fugaz y no premeditada. Yo caminaba por el pasillo y la puerta estaba entreabierta y mis ojos se fueron solos. Ella sabía que yo estaba en la casa y sabía que podía perfectamente entrar y a pesar de todo no se había molestado en cerrar bien su puerta. Supongo que fue un descuido. Estaba de espaldas a mí, mirándose en el espejo de su cómoda. Estaba completamente desnuda, y su cuerpo dorado resplandecía en medio de los tonos oliváceos de la habitación. Sólo llevaba puesto el sujetador blanco, cuya banda elástica le cruzaba la espalda bajo los omóplatos y cuyos tirantes se hundían suavemente en la carne mullida de sus hombros. Pero yo la veía reflejada en el gran espejo oval de su cómoda. Había tenido tres hijos, pero su cuerpo seguía siendo un milagro. Tenía efes de violonchelo por encima de los glúteos, en el nacimiento de la espalda blanquísima, y unas nalgas grandes y pálidas, más pálidas aún por la marca dejada por el bikini, que marcaba con una diferencia de matiz en la piel el dibujo de la parte prohibida. Me quedé paralizado. Nuestros ojos se encontraron en el espejo. Nos miramos durante unos segundos sin decir nada. Cualquiera hubiera murmurado una excusa y hubiera salido de allí disparado, pero yo no me moví de donde estaba. Pensé en sonreír, pero no podía sonreír. Me dolían los huesos y la piel se me había tornado de cartón. Algunas veces, cuando me vuelve a la memoria la imagen, tengo la sensación de que ese instante (porque no pudo ser más que un instante) todavía no ha terminado, y que todavía seguimos allí los dos, atrapados en ese momento del tiempo, contemplándonos el uno al otro en silencio a través del espejo. Entonces ella tuvo una reacción verdaderamente sorprendente. Se volvió así como estaba, sin intentar cubrirse. Me miraba sin sonreír, con gesto serio, quizá pensando rápidamente. ¿Cuántos años tenía yo entonces? Supongo que trece o catorce. Nunca he sido bueno con el tiempo, con las fechas ni con las secuencias temporales. Jamás he sido capaz de decir «eso sucedió en 1983» a no ser que tenga alguna referencia externa e inequívoca. Pero si Ian, el hermanito pequeño de Cristina, tenía entonces dos años o casi dos años, entonces yo tenía catorce. Ella se dio la vuelta, me miró directamente a los ojos y avanzó unos pasos en dirección a la puerta entreabierta. Parecería que se dirigía hacia la puerta para cerrarla, pero no fue eso lo que hizo. Se quedó inmóvil en mitad de la habitación, con los brazos caídos a ambos lados del cuerpo, y me miró gravemente. Por un instante pensé que estaba enfadada, aunque lo que hacía, de hecho, era permitirme que contemplara su cuerpo y comprobar, al mismo tiempo, el efecto que causaba en mí. Y el efecto era devastador. Ni siquiera hubiera yo reconocido aquel cuerpo como un cuerpo de mujer, como un hermoso cuerpo de mujer, porque no se parecía a nada que yo hubiera visto antes. Lo percibí como un golpe de realidad en estado puro. Una revelación súbita del sentido de todo, la razón de que existamos, la razón de que suframos y que nazcamos y que nos matemos y nos odiemos y nos amemos y nos deseemos. Belleza, violencia, luz, sangre, realidad, amor, sueño, batallas, sufrimiento. Todo eso era el cuerpo que ella me ofrecía, y más cosas todavía. Una mujer desnuda. La primera mujer desnuda. Las piernas doradas y esbeltas como el largo tallo que sostenía la copa de su cuerpo, una copa en forma de V de la cual surgía, como la rama de un rosal que brotara del interior de la copa, la sirena de largos brazos caídos y de simétricos pechos todavía protegidos por su blanco estuche de encaje, la altiva barbilla y los ojos verdes y la espesa cabellera dorada, la cabeza inclinada ligeramente hacia la derecha, como si el pelo fuera de algún material muy pesado, quizá de oro o de mármol, y le costara mantener la cabeza erguida; el rosado triángulo de su vientre y sus ingles, de un intenso y conmovedor color blanco tierno y vulnerable, que continuaba y completaba el dibujo pálido que ya había visto en sus nalgas, y el vértice de su cuerpo, adornado de un espeso triángulo de vello oscuro que parecía, ahora que se revelaba a mis ojos por vez primera, y a pesar de haber estado siempre oculto, o quizá precisamente por haber estado siempre celosamente oculto, como el centro de su cuerpo y también de su persona completa, la verdad secreta de lo que ella era, la explicación, por fin, la realidad.

Luego sus labios sonrieron imperceptiblemente. Entonces comprendí, para mi infinito asombro, que ella no sólo no estaba enfadada, sino que me estaba invitando a entrar en su cuarto. Lo hizo sin una palabra, sin un gesto. De pronto, comprendí que aquella puerta no iba a cerrarse, sino que se abría para mí, que me estaba permitido entrar. Avancé, caminando con dificultad a causa de mis rodillas temblorosas, empujé suavemente la puerta y me adentré en el dormitorio de los Villar. Era una alcoba muy grande, con una larga ventana apaisada que daba al jardín, con una cama inmensa cubierta con una colcha color verde hoja, con lámparas de pantalla de pie de porcelana en las mesillas, en una de las cuales había un libro de Harold Robbins en inglés abierto boca abajo y unas gafas. Así fue como descubrí que Marianne Wilson, señora de Villar, usaba gafas para leer. Ninguno de los dos dijo ni una palabra. Ella se dirigió a la puerta, la cerró y corrió el pestillo. Sus glúteos blancos temblaban. En la rosada y dorada piel de sus caderas, la señal de la parte de abajo del bikini se movía graciosamente. Era uno de esos bikinis de la época de grandes bragas, de color amarillo, que yo le había visto puesto muchas veces cuando ella estaba en el jardín tomando el sol. Luego corrió las cortinas de la ventana. A continuación, muy pausadamente, se volvió a mí de nuevo, se desabrochó el sujetador, y lo dejó deslizarse por sus brazos hasta que cayó a sus pies. Sentí un estremecimiento al ver la blanca prenda caer como una larga pluma blanca sobre la moqueta color verde claro que cubría el suelo de la habitación. Pensé, quién sabe por qué, en ese cuento de hadas en que el cisne se desprende de sus plumas y se convierte en una mujer. Marianne tenía las uñas de los pies pintadas de color rosa carne. Tenía unos pechos grandes, perfectos. También sus pezones eran color rosa carne. En aquella época las mujeres no se rasuraban el pubis. Muchas veces ni siquiera se rasuraban cuando llevaban bañador, un detalle que yo había observado a menudo cuando la había visto en el jardín con su bikini amarillo, aunque la visión de los finos rizos de vello castaño asomando por sus ingles nunca me había causado ninguna emoción especial. El pubis de Marianne estaba cubierto de una mancha irregular y vaporosa de vello rubio castaño, a través del cual contemplé los pliegues de su vulva, que me recordaron los sexos de niñas pequeñas que yo había visto alguna vez. La blanca cicatriz de una cesárea le cruzaba verticalmente el vientre, con las líneas cruzadas de los puntos dolorosamente visibles. Marianne me tomó de la mano y me llevó a la cama. Recuerdo la sensación de sus manos, manos grandes, manos hábiles, con dominio y conocimiento de las cosas, la sensación del calor de sus manos cuando me acariciaba el rostro y me desnudaba. Recuerdo la sensación del calor de su cuerpo, su suavidad inaudita, la sensación del roce de sus cabellos sobre mi piel.

No sé cuánto tiempo duraron nuestras caricias, pero sí sé que sería imposible medir con un reloj lo que sucedió entre Marianne y yo esa tarde. Yo me sentía completamente rodeado por ella, como si su cuerpo estuviera delante de mí y detrás de mí también, envolviéndome, enlazándome. Ella me guiaba sin palabras, porque yo estaba tan aturdido que no podía hacer nada y no sabía hacer nada. El contacto de su boca húmeda en mi cuello me producía una sensación de desfallecimiento. El calor de su cuerpo, la suavidad inconcebible de sus senos, de su vientre, de sus ingles, yo que había imaginado, quién sabe por qué, que los cuerpos femeninos eran duros. Quizá por influencia de las estatuas de piedra. Quizá por la marmórea perfección de los desnudos clásicos. La suavidad con que me acariciaba. La sensación de su lengua en mi boca, de su mano en mi ingle, de su boca en mi glande. La naturalidad con que ella besaba y lamía mi pene, como si aquello fuera algo normal que se hacía todos los días. Sus ojos verdes, fríos y felinos y la forma en que me miraba y me sonreía mientras pasaba su lenta y gruesa lengua de cierva alrededor de mi pene. Aquello que no era amor pero era misterioso y profundo y delirante como el amor. Yo jamás había sentido frente a mí, alrededor de mí, la muestra de un poder tan intenso, luminoso y conmovedor. Me parecía que ella no era realmente una mujer, sino una larga hilera de mujeres, similares a las cariátides de un templo, que fueran rodeando y sosteniendo a la verdadera mujer, inmensa como una bóveda suspendida por encima de mí. Era el poder del amor femenino, la fuerza femenina de la tierra, el aroma de la madre y de la hermana, de la novia y de la esposa. Yo era entonces físicamente un hombre, mentalmente un niño. Ella rió suavemente y me abrazó contra sus pechos suaves y cálidos, y yo sentí que me hundía en el mar, un mar tibio de verano, un mar de agua translúcida y aterciopelada. Le dije que la quería, que llevaba años enamorado de ella. Me maravillaba la plenitud tenue y rosada de sus pechos, en uno de los cuales resonaba su corazón como un reloj poderoso dentro de una iglesia. Luego se tendió sobre el lecho, me puso sobre ella, me tomó el pene y lo condujo a su interior y ella era tan suave que yo no sabía que ya estaba dentro de ella cuando estaba dentro de ella. Le dije al oído que quería estar dentro de ella y me dijo riendo muy suavemente y con los ojos cerrados que ya estaba dentro. Sí, ya estaba dentro de ella, y la sensación era delicada, remota como un sueño. Todo aquello me sorprendía sobremanera. Estaba convencido de que la penetración debía de ser dolorosa para el hombre, teniendo en cuenta la sensibilidad extrema de la piel del glande, y no estaba preparado para ser recibido y envuelto con esta suavidad. Pensé que ella había tenido tres partos (en realidad sólo dos, porque el tercero había sido una cesárea) y que su canal vaginal estaba muy abierto y eso le impedía a ella gozar y a mí sentir la penetración de la forma debida, pero era la primera vez que estaba con una mujer y no tenía ninguna forma de saber si lo que estaba sucediendo entre ella y yo era un episodio menor y fallido o bien un intenso encuentro sexual lleno de pasión. Creo que en cierto modo fue las dos cosas. Yo deseaba besarla en la boca, pero ahora que estaba dentro de ella se negaba a besarme. Cuando todo terminó, me dio un suave beso en los labios y luego se incorporó, cogió su sujetador caído en el suelo y comenzó a ponérselo de nuevo. En ese momento, mi deseo era intolerable, y yo hubiera matado por hacerla volver al lecho, pero ella me dijo que aquello no volvería a repetirse. Intenté hablar con ella a solas en otras ocasiones, pero encontraba en ella, en sus ojos, en su educada y helada sonrisa, algo así como una pared de piedra que me cerraba el paso.

No, aquello nunca volvió a repetirse, y quizá por esa razón el episodio en que un jovencito y una mujer madura hacen el amor en mitad de la tarde de primavera, con voces distantes y cantos de pájaros colándose a través de las cortinas corridas, se convirtió para mí en una obsesión y en un mito. Un deseo insaciable, la sensación de una necesidad física y emocional imposible de satisfacer. La sensación de que existe un círculo del amor, algo así como un mundo radiante de belleza y de placer al que pocos son admitidos. El Mundo de las Mujeres Hermosas. El Gineceo de las mujeres-rosa. El Serrallo de los Deseantes y las Deseosas. El cielo del amor sexual.

Ahora sé que aquella tarde fatídica en que Marianne me llevó a su cama, ella ya sabía que se iban a volver a Inglaterra. No fue sólo el hastío, la sensualidad, la que le hizo abrirme su puerta esa tarde, sino también la sensación de impunidad de saber que nuestras vidas pronto se separarían, probablemente para siempre.

Villar había recibido una oferta de la universidad de Oxford que no podía rechazar. Unos meses más tarde, la familia Villar se trasladó a Inglaterra de nuevo, y yo perdí por primera vez a Cristina.

Brilla, mar del Edén
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