55
Sufrimos un ataque
A la mañana siguiente me despertaron gritos a mi alrededor. Me puse unos pantalones, agarré las muletas y salí lo más rápido que pude de mi cabaña para contemplar lo que señalaban todos levantando los brazos y mirando en dirección a las nubes. Había un avión que sobrevolaba la isla. Se trataba de un avión no tripulado. Lo vimos con claridad cuando pasó sobre la playa, su forma reflejada de forma fugitiva sobre el gran espejo de la arena húmeda, una especie de juguete dirigido mediante algún tipo de control remoto. Todo el mundo corrió a la playa para contemplarlo. Noboru y Ariko aparecieron cogidos de la mano. Wade surgió de la selva con un par de palomas torcaces, que solía cazar con lazos y con trampas, colgadas del cuello. Roberto B. y Sheila descendieron de lo alto de una palmera. Swayla se asomó de entre las olas donde tomaba un baño matinal. Jimmy Bruëll apareció sosteniendo su rifle sobre los hombros.
Vimos cómo el avión daba una amplia vuelta sobre el promontorio cubierto de selva que dominaba el poblado, y luego regresaba otra vez en dirección a la playa. En su pase de regreso descendió mucho más, y creo que todos pudimos verlo con toda claridad. Tenía dos motores de hélice, uno en cada ala, y en el costado llevaba escritas las palabras «Keep cool forever!» y un dibujo que, me pareció, representaba a un cerdito rojo con máscara negra y pañuelo de filibustero en la cabeza. El aparato parecía muy viejo, y tenía la pintura desconchada y varias soldaduras vivas. Ahora iba volando por encima del río, y justo cuando pasó a la altura del poblado, comenzó a lanzar una especie de nube de polvo amarillento. Como miles de caléndulas de cristal descendiendo lentamente sobre el espejo negro del río. Era difícil saber si se trataba de gas o de una espesa suspensión de polvo. Enseguida alcanzó al poblado. Luego el avión se dirigió hacia la laguna, cuyas orillas estaban llenas de náufragos que saltaban y bailaban y gritaban y hacían señas al avión a pesar de que probablemente todos sabían ya que el avión no estaba tripulado y no había nadie a quien saludar, y la nube amarillenta que iba brotando de su panza los envolvió a ellos también y se enredó entre los troncos de las palmeras y en las inmensas hojas de los árboles del viajero, que se movían lentamente en la brisa como saludando la destrucción y el fin del mundo, porque aquella nube amarilla tenía el color amarillo de la destrucción y del fin del mundo y luego el avión siguió en dirección a la playa, lanzando su nube de polvo amarillento sobre los grupos de curiosos que saltaban y corrían persiguiendo su sombra sobre la arena, descendiendo hasta apenas diez o doce metros de altura del suelo y luego elevándose y adentrándose en el mar para trazar una curva y volver a pasar sobre la playa de nuevo en dirección a la laguna y al poblado. Y uno por uno iban cayendo todos dormidos. Hombres y mujeres, ancianos y jóvenes. Primero cayeron los más jóvenes y las mujeres, luego los ancianos, luego los hombres más altos y corpulentos. Todos respiraban el humo amarillo y caían dormidos. Algunos no tuvieron suerte. Sandy Pollock, una joven de veintisiete años que era ingeniero químico, cayó dormida al borde de la laguna y se ahogó. Su hermana, Sibyll Pollock, de veinticuatro, que había tenido problemas con las drogas y solía trabajar como modelo en escuelas de arte del valle, estaba subida en lo alto de una palmera cuando apareció el avión y contemplaba desde allí arriba las evoluciones del aparato. Dado que la nube amarilla tenía tendencia a descender hasta el suelo, podría haber tenido suerte y haber quedado por encima de los jirones de niebla que nos dormían a todos. Pero no tuvo tiempo ni siquiera de agarrarse bien a las ramas donde se encontraba, cayó desde una altura de doce metros y se partió el cuello. Otros intentaron huir corriendo hacia el interior de la selva para esconderse entre la vegetación, pero no tuvieron tiempo. Sólo dos criaturas no se durmieron entre todos los náufragos, y las dos tuvieron el buen sentido de disimular y de dejarse caer al suelo como todos los demás. Esos dos seres que, por distintas razones, resultaron inmunes al somnífero fueron Ariko y vuestro seguro servidor, Juan Barbarín. En el caso de Ariko, su resistencia al veneno es sencilla de explicar, ya que la muchacha carecía de sistema nervioso. Pero vuestro seguro servidor no era un autómata, sino una persona de carne y hueso. ¿Cómo era posible, entonces, que resistiera sin dormirse cuando todos a su alrededor caían fulminados?
En efecto, vi con estupor cómo todos a mi alrededor iban cayendo a tierra. Los ojos se les cerraban, la cabeza caía vencida por su peso, las rodillas se doblaban, el cuerpo se colapsaba sobre sí mismo como si fuera de papel. Yo había ido avanzando en dirección a la playa como todos los demás, pero sólo pude llegar hasta el extremo del poblado, en el punto donde comenzaba la laguna. Vi cómo Omotola, vestida con una de sus túnicas africanas roja y amarilla, caía dormida sobre la arena dejando caer un montón de nueces Kukui que llevaba en un trapo y que rodaron pendiente abajo, y vi a Gloria Griffin, con un bañador blanco, metida hasta la cintura en el agua color turquesa de la laguna, que se volvía a mirarme con gesto de terror y vi cómo sus párpados caían como las de una muñeca al inclinarla y cómo su cabeza se doblaba hacia un lado, y seguramente hubiera muerto ahogada de no ser porque yo me metí en el agua, la agarré del pelo y tiré de ella hasta poder cogerla de las axilas y dejarla con medio cuerpo sobre la arena. El avión había vuelto a pasar, ahora viniendo desde el mar, y una nueva nube amarillenta volvió a caer sobre la selva y la orilla, resplandeciendo como miles de cristales dorados sobre el agua de la laguna. Yo respiraba aquella niebla amarilla con asco y con disgusto. Tenía un amargo olor a ricino, similar al que solemos identificar con los insecticidas, pero no provocaba irritación en los ojos ni dificultades respiratorias. Entre los girones amarillentos vi a Jimmy Bruëll empuñando su rifle. Me miró y abrió la boca intentando decir algo, pero cayó de rodillas sobre la arena y luego boca abajo, igual que una ficha de dominó empujada hacia delante, para quedar incrustado en la arena. Pero me parecía que antes de caer dormido él había visto algo. Me volví y descubrí en la lejanía varias figuras oscuras que avanzaban. Era difícil distinguirlas entre las nubes amarillentas. Eran tres, luego cuatro, cinco. Siete, ocho. Ni siquiera estaba seguro en un principio de que fueran personas. Podrían ser monstruos, o simios, o robots. El viento del mar arrastraba rápidamente los jirones de niebla hacia la selva revelando más figuras, hombres armados que avanzaban. Yo no sabía qué hacer. A mi alrededor, todos estaban caídos. Me dejé caer yo también, fingiendo que estaba dormido como los demás.
Venían caminando entre los árboles, por entre las hojas oscuras, avanzando por la orilla del río. Habían surgido de la selva. Recuerdo que me pareció inexplicable que hubieran llegado hasta nosotros tan rápido, una idea absurda, ya que yo no podía saber cuánto tiempo llevaban acercándose hacia nosotros. Los que yo pude ver eran entre quince o veinte (no sé si había otros grupos), iban fuertemente armados y llevaban todos máscaras antigás negras de uso militar, con el filtro a un lado para poder acercarse el rifle a los ojos, máscaras fabricadas con silicona y látex y con dos cristales circulares de policarbonato que daban a los que las llevaban el aspecto de enormes insectos. Uno de ellos llevaba en las manos una especie de aparato metálico con una larga antena. Se trataba del mando a distancia del avión. Debía de disponer de una pantalla GPS que ayudaba al operario a controlar los movimientos del aparato cuando se situaba fuera de su vista. Vi cómo los insectos humanos, todos ellos armados con rifles, fusiles e incluso unos cuantos rifles de asalto K-52, se pusieron a inspeccionar las cabañas del poblado. Seguramente era la primera vez que estaban allí físicamente, y sentían curiosidad. Entraban en las cabañas y cogían cosas o daban patadas a los cacharros o a los toscos muebles que encontraban, reían y decían cosas en voz alta, aunque con las máscaras sobre la boca era difícil entenderles. Les oí destrozar a culatazos y a patadas muebles de bambú que habían sido construidos sin apenas herramientas y con infinita paciencia, romper o rasgar toldos de lona y tejados trenzados con hojas de palma, destrozar a puntapiés cacerolas de barro. Estaban lejos y no entendía sus voces, pero sentía un terror inconcebible al oírles y luego, cuando salieron por fin de las cabañas y se dirigieron hacia la laguna, pasando muy cerca del lugar donde yo me encontraba (y uno de ellos, creo que una mujer, pasó por encima de mis piernas), sus horribles cabezas de insecto me produjeron todavía más terror. Todo su comportamiento resultaba incomprensible. Iban caminando por entre los cuerpos caídos, y a menudo pisoteaban con sus botas militares los rostros o los estómagos de los desgraciados que dormían, dándoles de vez en cuando puntapiés en las costillas o en la entrepierna por una especie de placer sádico de hacer el mal sin ninguna razón. Vi cómo levantaban a Robert Frost, el mormón tonto (así lo llamaba yo para distinguirlo de Robert Kelly, «el mormón listo»), le bajaban los pantalones entre risotadas dejando al aire sus nalgas rosadas y lampiñas y le colocaban encima de una de las mujeres, que había caído tendida boca arriba y con las piernas separadas. Yo me hacía el dormido, pero tenía los ojos entreabiertos. Una de las mujeres que había entre ellos les increpó por lo que habían hecho con Robert Frost y les dijo que no perdieran el tiempo, pero era la pérdida de tiempo lo que parecía molestarle y tampoco ella parecía sentir un excesivo respeto por los desgraciados náufragos, a los que pisoteaba sin la menor consideración. Hasta esos momentos yo no estaba seguro de si nuestros asaltantes pertenecían al grupo de los Insiders o al de los guerrilleros, pero enseguida pude ver por sus ropas y por las armas que llevaban que no eran los guerrilleros.
Uno de ellos, el que parecía su líder, dijo algo en voz alta, y todos se quitaron las máscaras antigás. Tal y como había imaginado, la mujer que había gritado y que acababa de pasar a mi lado era Gwen. Agitó la cabeza de un lado a otro para liberar sus cabellos aprisionados, y su melena salvaje y ondulada le cayó sobre los hombros. Llevaba ropa militar, botas Cordura de combate en la jungla, pantalones verdes de camuflaje, una cartuchera llena de munición, almohadillas de protección en las rodillas y en los codos, una camiseta caqui bajo la cual se marcaba la forma de un sujetador deportivo, y una pesada mochila en la espalda cuyas gruesas correas acolchadas se le clavaban en los hombros haciendo resaltar el volumen de sus pechos. Iba armada con un Kalashnikov, y tenía un aspecto tan salvaje y terrorífico que temblé al pensar que un día había albergado sentimientos románticos hacia ella, que la había besado, que nos habíamos bañado juntos desnudos, que habíamos hecho el amor. No conocía a los otros miembros del grupo, entre los que no vi a George, aunque como mi radio visual era limitado es posible que estuviera también entre ellos. Todos tenían mal aspecto. Iban mal afeitados y muchos tenían tatuajes en los brazos musculosos y rojizos por el sol. Tenían aspecto de piratas, de delincuentes habituales, de mercenarios de los que van vendiendo sus servicios de guerra en guerra. El que había dado la orden de que se quitaran las máscaras, empero, se diferenciaba de los demás. Tenía el pelo corto, era bajo y poco corpulento, y tenía una carita pequeña y pálida en la que resaltaban unos enormes ojos azules fríos e inteligentes, y una boca pequeña de labios rojos rodeada de tensiones y de falsas cortesías. Sin duda era el que estaba al mando. Le oí decir algo más, y entonces de las oscuridades de la selva salió una nube de salvajes armados con lanzas y con arcos y flechas. Eran hombres de piel oscura, probablemente de raza maorí, e iban ataviados con plumas de pájaro y con fíbulas de hueso que les atravesaban las narices. Cuando digo una nube quiero hacer referencia no sólo a su número, sino también a la ligereza y al sigilo con que aparecieron de pronto y parecieron llenar todo el espacio. Iban descalzos, cargados de collares, adornos de hierba y de plumas y tenían la piel llena de tatuajes y adornos. Creo que jamás había visto seres humanos de apariencia tan primitiva. Parecían llevarse bien con los blancos que, aunque eran muchos menos en número, eran los que tenían las armas de fuego y evidentemente los que estaban al mando. El hombrecillo de los ojos saltones iba de un lado para otro contemplando los cuerpos caídos de los durmientes. Oí que alguien le llamaba Abe, y luego Abraham. Abraham Lewellyn, el líder de los Insiders. Los aborígenes le seguían, esperando con paciencia sus órdenes. Hablaba en su lengua nativa o utilizando términos sueltos en inglés, a veces pronunciándolos de la misma forma en que debían de hacerlo ellos. Hablaba, hablaba mucho, y también reía, y los otros blancos reían también. Los aborígenes no reían ni hacían ningún comentario. Estaban inmóviles, esperando. Finalmente, los aborígenes comenzaron a moverse por entre los cuerpos caídos. Vi cómo dos de ellos levantaban el cuerpo de Syra y se la llevaban. Más tarde nos enteraríamos de que nuestros extraños torturadores se habían llevado a Syra, a Carl y a Sebastian. Es decir, a los tres niños que quedaban en el poblado. Y también a muchas mujeres jóvenes.
Yo intentaba observar lo que pudiera sin mover ni un músculo, girando los ojos de un lado a otro y moviendo el rostro imperceptiblemente en los momentos en que no hubiera nadie cerca. En aquellos momentos mi preocupación principal era averiguar si aquellos salvajes eran verdaderos salvajes o falsos salvajes. Pero era evidente que aquéllos eran verdaderos aborígenes y no nativos disfrazados. No sólo por su forma de moverse, por la especial cualidad de su atención, sino también por la extraordinaria complicación de sus tocados, de sus adornos de plumas y de caracolas marinas, de los tatuajes y marcas al fuego que cubrían sus cuerpos y de las inserciones en orejas, labios y otros apéndices con que buscaban convertir su cuerpo en una obra de arte. Todos los que pude ver tenían el tabique nasal perforado para alojar allí un hueso de pájaro o un diente de tiburón, llevaban gruesos collares de dientes de animales alrededor del cuello, aros metálicos en los brazos y complicados tocados capilares. Al mismo tiempo iban prácticamente desnudos, con sólo un hilo de cuero alrededor de la cintura que sostenía una funda de madera con la que se protegían el pene. Se afeitaban la parte delantera de la cabeza dejando toda la frente desnuda y el resto del pelo lo convertían en una maraña de finas trenzas que les llegaban hasta los omóplatos o hasta los codos, en algunos casos simplemente atadas en el extremo y en otros minuciosamente entretejidas de cuentas de colores, conchas marinas, colmillos, plumas, cuentas de coral o aros metálicos y entretejidas a su vez unas con otras para formar complejos dibujos, todo ello coronado por tocados realizados con plumas de ave que parecían coronas fantásticas. Uno de los que pude contemplar, un hombre de anchos hombros y vientre prominente que debía de ser de los mayores del grupo, quizá el hechicero, llevaba una máscara en el rostro similar a las que encontramos en los museos de Antropología en la sección de Oceanía, coronada de una especie de peluca de paja y de plumas. Se acercó tanto a mí que por un instante de terror estuve seguro de que había notado que yo estaba despierto. Quizá la máscara que llevaba, cuyos orificios debían de ser simples ranuras, no le permitían ver con claridad. La máscara se volvió hacia mí durante unos segundos y yo intenté permanecer completamente inmóvil, mientras mi corazón me saltaba dentro del pecho. Luego alguna otra cosa llamó su atención y se olvidó de mí.
Vi cómo los aborígenes se movían entre los cuerpos caídos eligiendo a los que necesitaban. Vi cómo cogían a Swayla entre dos y cómo uno se la cargaba al hombro mientras el otro le ataba las muñecas con una soga y vi también a otros aborígenes cargando en sus hombros otros cuerpos inertes, todos ellos de mujeres jóvenes. Se llevaron a Alphée, a Xóchitl, a Di Di, la camarera-secretaria de Wilhelmina Kunze, a Pam Brunner, a Hélene Dupont-Ardanzin, y a dos mujeres jóvenes del grupo de los indios, Leelavati y Vrajavala, esta última la esposa del doctor Sutteesh.
Mientras los aborígenes elegían a las mujeres que pensaban llevarse, los Insiders destruían muchas de nuestras posesiones más preciadas y nos robaban las pocas armas que nos quedaban. También en esto su forma de actuar resultaba incomprensible, porque no lo destruían todo ni se llevaban todo lo que podían llevarse. Daba la impresión de que no querían destruirnos por completo, sino sólo hacer nuestra vida más miserable y difícil. Nos robaron gran parte de la comida que guardábamos, el pescado ahumado, la carne seca de lagarto y de serpiente y muchas de las latas de carne, de pescado, de mermelada y de frutas en almíbar que nos quedaban y que guardábamos celosamente para el momento en que no pudiéramos obtener alimentos frescos directamente de la naturaleza. Gwen había vivido con nosotros y conocía todos los escondrijos. Les iba dirigiendo aquí y allá, trabajando codo con codo con el líder de todos ellos, el hombre pequeño de ojos saltones y labios muy rojos llamado Abraham Lewellyn. Visitaron también nuestra cabaña hospital, donde en vez de molestarse en robarnos el poco alcohol y los pocos analgésicos que nos quedaban, dejaron un maletín lleno de dosis de torazina y varias jeringas de cristal, ya que debían de tener algún motivo interesado para que nos inyectáramos aquella droga. Por lo demás, su labor de destrucción fue, como digo, descuidada y arbitraria. Destruyeron todos los arcos y flechas, cerbatanas, hondas y lanzas que encontraron, y tiraron al río dos navajas de barbero y una de las hachas de que disponíamos (que luego pudimos recuperar buceando). Afortunadamente no encontraron el resto de los instrumentos de carpintería, ni las otras navajas, ni los cuchillos que nos quedaban o bien Gwen se olvidó de su existencia. También hay otra posibilidad: que ellos estuvieran, en el fondo, jugando, y que supieran que si nos dejaban sin herramientas de ninguna clase y sin comida nos condenaban a muerte o, quizá, a intentar una acción desesperada que les hubiera obligado a matarnos a tiros. Sí, creo que preferían dejarnos vivir a verse en la obligación de exterminarnos, pero que su sentido de la crueldad les obligaba a hacernos la vida lo más difícil posible.
En cuanto a Sophie, Joseph la sacó de la cueva de la playa donde había pasado la noche y luego se dirigió, junto con Wade, Santiago y muchos otros más al poblado. Una vez allí tiraron por tierra el cadalso y rompieron las tablas donde estaba escrita la Ley de Kunze. Había muchos con ellos. Yo estaba allí, y también mis amigos españoles, y Dharma y su mujer, y varios de los indios, el doctor Sutteesh y el doctor Masoud.
Kunze y sus fuerzas armadas se acercaron a nosotros. Nos apuntaron con sus armas. Nos gritaban que estábamos cometiendo un delito de insurrección. Kunze nos ordenó que volviéramos a construir el cadalso que acabábamos de romper. Dharma Mittra le preguntó muy dulcemente si pensaba dispararnos y matarnos a todos. Creo que era la primera vez que le veía hablar en público. Ahora la mayoría de los náufragos estaban en nuestro lado. En el lado de Kunze estaban Jung Fei Ye, Pei Pei Je, Billy Higgins, Roberta, Bentley, Tudelli, Hansa, Jimmy Bruëll y muchos de los que estaban en la nómina de Kunze. Entonces Dharma hizo algo sorprendente. Se sentó en el suelo y juntó las manos sobre el regazo. Eva, que estaba a su lado, hizo lo mismo, y luego todos los demás comenzamos también a sentarnos en el suelo tranquilamente. No hicimos nada más, sólo sentarnos en el suelo. Pero aquello bastó. A mí me recordaba la escena aquel episodio en que Gandhi y los suyos se tumbaron en el suelo sabiendo que los caballos de los ingleses no les harían nada. Aquél fue el final de la Ley de Kunze.