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Comenzamos a distanciarnos
Una Semana Santa nos fuimos a la playa de camping. Estábamos en algún lugar de Alicante o de Castellón, en un camping medio vacío situado en una colina llena de pinos que avanzaba hasta un acantilado que caía sobre el mar.
Leíamos durante horas a la sombra de los pinos. Yo leía El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, y Cristina leía El canto del inmediato satori, un libro clásico del zen japonés y también Lo que sé de mí, la «autobiografía espiritual» de Shirley McLaine.
Una tarde, por curiosidad, cogí El canto del inmediato satori y me puse a leer. Siempre me había sentido atraído por Oriente y también por lo esotérico. Sin embargo, lo que decía aquel pequeño libro me resultó antipático e inhumano. El zen, decía el viejo tratado, es lo mismo que morir. Lo que busca el discípulo zen es morir, y cada vez que se acuesta en su colchoncito estrecho y duro es como si se metiera en la tumba. El zen busca la inacción total, la vaciedad total de la mente. Zazen es quedarse completamente inmóvil frente a una pared en blanco. Zazen es mirar una pared vacía durante horas. Entender que todo está vacío, que nada es nada, y que tú estás vacío también y tampoco eres nada.
Le dije que todo aquello me parecía morboso y enfermizo. Que no entendía por qué quería «morir» cuando era joven, hermosa, llena de vida, cuando estaba enamorada y era amada. Ella me dijo que yo no comprendía bien, que sólo había leído unas pocas páginas. Le pregunté por qué quería quedarse inmóvil durante horas mirando una pared vacía y me dijo que ésa no era más que una forma de calmar la mente y lograr que se detuviera el flujo de pensamientos. Yo le dije que estaba cayendo en las garras de la religión, que todo aquello me olía a pecado, a castigo y a apartamiento del mundo. Me dijo de nuevo que me equivocaba.
A partir de entonces, los intentos de Cristina de encontrar trabajo como cantante se hicieron más esporádicos. Sufría tanto en sus enfrentamientos con el mundo que regresaba de cada audición como un gavilán regresa de una batalla feroz en las alturas, llena de heridas. Los que no conocen el mundo artístico no pueden imaginar lo feroz y despiadado que puede llegar a ser. El formidable ego que tienen a menudo los artistas no es sino el escudo necesario para resistir los golpes brutales a los que han de enfrentarse. Cristina no tenía ni ese ego ni ese escudo y tampoco quería tenerlos. Y entonces descubrió el mundo espiritual. Era como si el Mundo de las Hadas que vivía en su interior hubiera encontrado, por fin, la forma de manifestarse.
Comenzó a ir a clases de yoga y a practicar la meditación. Nunca pretendió convencerme de que yo fuera también. Me contaba lo bien que se sentía después de hacer yoga, pero no pretendía que yo hiciera yoga también. Me explicaba lo que era la meditación. Yo me sentía interesado, pero cada vez que me ponía a leer alguno de los libros que me recomendaba, sentía rechazo.
Todo era nuevo en la vida de Cristina. Nuevas terapias. Nuevas formas de vestir. Nuevas formas de calzar. Nuevas formas de respirar. Nuevas formas de dormir. Todo lo que pensamos influye en nuestra vida. Todo lo que comemos influye en nuestra salud. En Occidente estamos todos enfermos. Hemos perdido el contacto con la naturaleza y con los ciclos vitales del mundo. Ya no sabemos respirar, ni caminar, ni comer, ni amar, ni escuchar, ni servir. Somos egoístas obsesionados con la riqueza y el beneficio. Destruimos la madre tierra.
Comenzó a tener enfermedades extrañas, ese tipo de enfermedades que los médicos no consideran verdaderas enfermedades. Comenzó a sufrir unos picores en la piel tan intensos que tenía dificultades para dormir. Intentó varias pomadas para la piel. Fue a varios médicos alternativos, que le recomendaron distintas terapias. Una de ellas era bastante sencilla: bañarse en el mar. Pero no vivíamos en el mar. Nos fuimos un fin de semana al mar y el agua del Mediterráneo resultó ser mágica, y los picores de la piel desaparecieron al instante. Pero en cuanto regresábamos al aire seco de la meseta, los picores retornaban. Mi madre me dijo que lo que deberíamos hacer era tener un hijo, y que en el momento en que Cristina se quedara embarazada, todos aquellos problemas imaginarios que a nosotros nos parecían tan importantes desaparecerían como por ensalmo.
Cristina entró en contacto con una terapeuta que tenía mucho prestigio en los círculos en los que ahora se movía. Se llamaba Mónica, y era una mujer de unos cuarenta y cinco años, muy agradable, que hablaba con acento asturiano y tenía unos profundos ojos azules. Hacía terapias de muchos tipos, tales como reflexología e iridiología, técnicas de las que yo jamás había oído hablar, había estudiado medicina tibetana y tenía un título de bioenergética obtenido en Alemania. Cristina me contó que nada más entrar en la casa de Mónica sintió que su vida, que hasta entonces había estado perdida y sin rumbo, comenzaba a tomar una dirección. En aquella primera sesión Mónica le tomó el pulso y le miró el iris. Le dijo que ella era una persona muy sensible y que se sentía atacada por el mundo exterior. Que sentía que el mundo era peligroso y que, literalmente, tenía la piel «débil», y por esa razón se le irritaba y le picaba al enfrentarse con el mundo hostil. Le explicó lo que significa la piel en términos esotéricos y también le habló de la necesidad de hacerse una piel más «dura» para poder enfrentarse al mundo implacable y salvajemente materialista de la era de Kali Yuga. Sin haber hablado nunca antes con ella, le contó a Cristina toda su vida. Le dijo que tenía problemas con su madre, que siempre había sentido que su madre no la quería y que la veía a ella como una amenaza, como una competidora, que la fuerte personalidad de su madre la había hecho siempre desear esconderse y pasar desapercibida. Le dijo que estaba viviendo una relación amorosa y sexual muy intensa, pero que a pesar de todo había en su interior una enorme tristeza que la devoraba. Le dijo que aquellos problemas con la piel provenían del hígado, que era su punto débil, y que si quería armonizar el sistema y prevenir futuras complicaciones debería cambiar su forma de alimentarse. Le prohibió comer azúcar blanca, productos lácteos (especialmente queso, una pésima costumbre occidental), huevos, carne roja, harinas refinadas, así como cualquier producto congelado, en lata o con conservantes o colorantes de cualquier tipo. El café debía sustituirse por achicoria y el té debía sustituirse por infusiones o tisanas de hierbas calmantes tales como hierbaluisa, tila o menta. El pescado blanco y el marisco estaban permitidos, aunque sólo una vez a la semana, dado que el ideal era llevar una dieta vegetariana, y las fuentes de proteínas recomendadas eran las judías de soja, el tempeh y el seitán (en aquella época prácticamente imposibles de encontrar en Madrid) así como la combinación de legumbres con cereales.
El nuevo régimen de Cristina supuso para mí algo así como la llegada del invierno. No era que no pudiera comer nada, pero la comida se convirtió de pronto en una obsesión para los dos y en una fuente constante de preocupación. Comenzamos a visitar los herbolarios, cuyos productos tenían, por lo general, un aspecto triste y monástico. Galletas tristes e insípidas. Azúcar morena que ponía un desagradable sabor a tierra en el café. Hamburguesas vegetales que sabían a corcho. Cristina no tenía un temperamento fanático y enseguida adaptó la rígida dieta de Mónica a sus propias medidas. Nunca dejó de tomar té, por ejemplo, y en alguna cena especial podía tomarse una copa de vino. Disfrutaba de una porción de tarta o de un dulce de vez en cuando. Pero la prohibición de los lácteos, de los huevos y de la carne la mantuvo a rajatabla. Como ninguno de los dos tenía ganas de pasarse el día cocinando, yo terminé por adoptar más o menos su dieta.
Habíamos entrado en la esclavitud. Es cierto que es difícil no ser esclavo de algo. De la carne, o de no comer carne. Del alcohol, o de la pureza. De la sensualidad, o del celibato. Entonces no lo sabíamos. Uno raramente se da cuenta de que se ha convertido en un esclavo. Además, siempre hay una razón de peso para convertirse en esclavo. Normalmente uno se convierte en esclavo porque desea un bien mayor, o porque ha sido convencido por algún tipo de fe. La fe hace esclavos. La fe exige esclavos. Por eso, para no ser esclavo de nada, es necesario no tener fe en nada. ¿Es posible vivir así? No creer en nada conduce a la depresión y al vacío. Entre el vacío y la esclavitud, seguramente existe una senda. Es una senda tan fina como el filo de una navaja. Los que caminan por esa senda son los únicos seres libres, los únicos seres vivos. ¿Cuántos hay en el mundo?
Al cabo de un mes de su nueva dieta, sus picores comenzaron a disminuir. Nunca llegaron a desaparecer del todo, aunque Cristina atribuía todo esto a que ella nunca había seguido la dieta de Mónica al pie de la letra. Estaba mejor y dormía mejor. Pero yo la veía pálida, más delgada y más triste. Ya no hacíamos tanto el amor como antes. Ella decía que eso también era normal. Que no podíamos estar todo el día enredados como conejitos.
Ahora Cristina veía a menudo a Mónica. Iba a su consulta al menos una vez al mes. Y así pasó un año, y quizá dos. En verano, los picores desaparecían casi por completo, pero al comenzar el otoño regresaban. Era el aire seco de Madrid, las calefacciones, el estrés del comienzo de la temporada. Seguía haciendo audiciones para zarzuelas, intentando conseguir algún papel que le permitiera iniciar una carrera como solista, pero jamás la cogían. Yo no comprendía por qué, ya que su voz era preciosa.
Mónica le dijo que para su hígado y para su piel sería bueno que hiciera ayunos y que se diera baños con arcilla. Mónica tenía un centro de terapias alternativas en la Sierra de Gredos, e invitó a Cristina a que fuera allí a hacer un ayuno de un fin de semana. Aunque sería mucho mejor todavía que hiciera un ayuno de una semana completa. Porque al ayunar durante una semana el cuerpo logra superar la sensación de hambre y comienza a utilizar las reservas de energía de que dispone, y entonces la debilidad inicial desaparece.
Cristina me preocupaba cada vez más. La sentía cada vez más lejos de mí y más lejos del mundo. Ella me decía que nosotros habíamos vivido engañados, que habíamos querido convertir el arte en una forma de expresión de nuestro ego, y que el verdadero arte debería ser una ofrenda al Espíritu, una invocación y un servicio. Enseguida comenzó a pensar que ésa era precisamente la razón de su fracaso artístico: que había entrado en el mundo del arte buscando fama, gloria, reconocimiento, y que por ésa misma razón se lo habían negado.
—¿Quién? —le decía yo—. ¿Quién te lo ha negado?
—Las fuerzas superiores —me decía ella.
—¿Qué fuerzas superiores?
—Las fuerzas superiores que gobiernan nuestra vida.
Yo le decía que todo aquello estaba muy bien, pero que entonces cómo explicaba que el mundo estuviera lleno de artistas sedientos de éxito y de fama que conseguían exactamente lo que se proponían y que cómo explicaba que las fuerzas superiores no les impidieran a ellos también lograr el éxito.
—Que otros puedan satisfacer los deseos de su ego no quiere decir nada —me decía Cristina—. Cada uno tiene un karma distinto y un nivel de evolución distinto. El hecho es que a nosotros no nos permiten funcionar con el ego. Lo que a otro puede funcionarle, a nosotros no nos funciona. Porque nosotros tenemos la posibilidad de evolucionar.
—Entonces, esos otros están tan atrasados en la evolución espiritual que da igual que tengan éxito, porque si fracasaran tampoco aprenderían nada —decía yo—. ¿Es algo así? Como son unos seres sin evolucionar les dan todos los regalos del mundo, mientras que nosotros, como somos superiores, no logramos nada.
—Nadie ha hablado de que seamos «superiores» —dijo Cristina—. Estoy hablando de que cada uno tiene las experiencias que tiene de acuerdo con su karma y con su nivel de evolución espiritual, eso es todo.
Ahora teníamos a menudo esta clase de conversaciones. Y yo veía a Cristina alejarse. La veía con los cabellos castaños llenos de ceniza, vestida con una túnica marrón, caminando descalza montaña arriba por un camino de tierra orlado de zarzas, alejándose de mí, alejándose del mundo. Porque cuando ella decía nosotros, ¿a quién incluía en ese nosotros? ¿Éramos nosotros dos o eran ella y los que estaban con ella? Creo que ella decía nosotros como un simple gesto de cortesía hacia mí, para no dejarme de lado, o quizá para seguir manteniendo la ilusión de que los dos estábamos juntos en aquella nueva aventura en la que se adentraba.
Finalmente, decidió marcharse a Gredos para hacer un ayuno de una semana.
Había regresado al mundo de las hadas. Me contaba que Mónica tenía la capacidad de ver. Que veía seres en la naturaleza, hadas, duendes, fantasmas, muertos, desencarnados, que los veía con los ojos abiertos. Que veía la energía que rodea a las personas, que con sólo mirarte sabía qué era lo que te sucedía, en qué estabas pensando, qué tipo de vida habías tenido. Lo más curioso era que yo no dudaba que todo aquello fuera cierto, es decir, que Mónica dijera la verdad, y que de verdad viera cosas. Nunca he sido un ateo combatiente ni un racionalista fanático. Siempre he creído que el arte tiene mucho que ver con lo que los antiguos llamaban magia. Sin embargo, el giro que estaba tomando la vida de Cristina me asustaba.