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Llegamos a la isla
Lo primero que vi al abrir los ojos fue una larga franja triangular de cielo claro y azul, a través de la cual una garza de grandes alas blancas cruzaba volando pausadamente. Estaba muy aturdido, no comprendía lo que me sucedía ni sabía exactamente dónde estaba, pero tenía la vaga sensación de que aquel cielo no debería estar allí donde estaba y que tampoco aquel pájaro debía estar allí donde estaba. Mi conciencia estaba confusa: ¿No era yo un pájaro? ¿No iba yo en un pájaro? ¿Era yo mismo ese pájaro que estaba viendo? A mi alrededor todo el mundo gritaba. Hacía un calor espantoso en el interior del avión, era como estar dentro de un horno encendido, y se sentía además una humedad perniciosa y asfixiante. En esos primeros momentos de confusión, yo atribuí el calor al accidente, y esperaba, absurdamente, que el calor descendiera poco a poco ahora que el avión había quedado inmóvil sobre el mar.
Y en medio del calor, los gritos. Poco a poco, a medida que iba recuperando la conciencia, los gritos se iban haciendo más claros y definidos. Eran gritos en distintos idiomas, en inglés, en español, en hindi, en francés. Pero no eran los idiomas lo más llamativo, sino las diversas tonalidades de angustia y de dolor que resonaban en esas voces. El llanto de los heridos, los alaridos de los que tenían el cuerpo destrozado o de los que veían a su lado el cadáver de un ser querido. También había otros que gritaban o lloraban por simple histerismo. Bajé los ojos, miré mi cuerpo. Me encontré cubierto de objetos. Una maleta Samsonite color rojo sandía había caído de algún lugar y se había abierto vaciando sobre mí un aluvión de objetos, muchos de los cuales me habían golpeado en las costillas y en el rostro produciéndome heridas y contusiones. Debía de pertenecer a un rabino, porque estaba llena de objetos judíos de culto: unos rollos de la Torah con su funda de terciopelo azul oscuro, sus dos mangos de madera con contera de latón (uno de los cuales me había golpeado en la barbilla) y sus rimmonim decorativos de plata en forma de campanarios; una menorah de Hanukkah de latón; un besamim o incensario de plata con forma de corona imperial adornado en la parte superior con un pajarito de pico afilado con aspecto de cuervo que bien podía haberse clavado en mi cráneo o haberme atravesado el corazón; un shofar ritual, un retorcido cuerno de carnero con una embocadura de plata; un Tanaj, la Biblia hebrea, que ahora reposaba abierta sobre mi abdomen; dos natlas o jarras rituales de acero inoxidable, una de ellas abollada, creo, al golpearme en la cabeza, además de innumerables objetos pequeños: un yad de plata consistente en una vara terminada en una manita con un índice extendido que se usa para marcar el punto por el que ha de leerse la Torah; varios tefillin de cuero; una caja de mezuzah de metal, una copa de kiddush de plata tallada. Estaba además cubierto por una infinidad de objetos salidos de la misma maleta y también, sin duda, de otras maletas: un mapa desplegable de Tel Aviv, varias cajas de puros rotas y con todos los puros derramados sobre mi anatomía; tres libros de problemas de ajedrez; un maletín de maquillaje lleno de botellitas de licor como las que suele haber en los muebles bar de los hoteles, algunas de ellas rotas y rociando mis ropas del aroma de ginebra Bombay Sapphire y de Vodka Stoli; un sari enrollado color azul ultramar con ribetes dorados y rojos, rasgado violentamente por el besamim y el yad; una Nintendo abierta por una pantalla donde un hombrecito en una moto corría por un camino interminable; algo que en un principio tomé por sangre y que resultó ser el líquido granate que llenaba una esfera de cristal decorativa, rota al estrellarse con alguno de los objetos ceremoniales; otro maletín de maquillaje también abierto, derramando sobre mí espejos rotos en pedazos, frascos de perfume, estuches de polvos, tarros de lociones, cepillos para desenredar el pelo además de un estuche de bigudíes, un secador eléctrico BaByliss, un rizador de pelo Philips, un bote de espermicida y un estuche de píldoras anticonceptivas medio vacío; a todo lo cual había que añadir, entre los objetos que me cubrían, una revista de Global Orbit, el libro que yo mismo estaba leyendo, una novela de Pascal Quignard cuyo título no recuerdo, un vaso de papel estrujado con una nítida marca de carmín de labios rojo Rosellón, una jirafa de juguete con el cuello doblado, una gorra de los Orioles, un ajedrez de viaje con varias fichas aún clavadas en sus cuadraditos, un tubo de pasta de dientes aplastado por el centro, un llavero de Hello Kitty, un antifaz para dormir, un bote de pastillas de Orvizal, una caja de lápices de colores, un tarro de pomada para la piel (abierto), la tapa del tarro, unos patucos de la compañía todavía unidos con el precinto de plástico, una bolsa de plástico con más objetos de tocador, un peine color carey, un cojín reposacabezas, dos cepillos de dientes, color fucsia y color ámbar, una maquinilla de afeitar, un frasco de loción de afeitado, un tarro de vaselina, una cajita metálica como las que se usan para las gominolas, un sándwich de pavo a medio comer, una hoja de lechuga, una fina rodaja de tomate manchada de mayonesa, un sobrecito de mayonesa, las instrucciones de un aparato electrónico manchadas de mayonesa, una fotografía del papa manchada de mayonesa, una fotografía de una mujer embarazada desnuda, una foto de la misma mujer vestida de novia, una agenda de teléfonos con separadores de celofán de colores, un dado de cristal rojo que mostraba un seis, una servilleta usada y arrugada, un cigarrillo de plástico con dispensador de nicotina, un alfiler para el pelo en forma de mariposa, varias aceitunas, un estuche para gafas, una torre Eiffel en miniatura, un folleto de publicidad del acuario de Los Angeles, un colgante en forma de esfera adornada con letras chinas, una playera de mujer de color verde y blanco, la otra mitad del sándwich de pavo, objetos que me cubrían por completo y de los que comencé a desembarazarme al instante moviendo los brazos y las piernas. No podía comprender de dónde había salido todo aquello, y cómo podía haberse producido un caos tal en apenas unos instantes. Al menos yo estaba entero. No estaba herido. Me toqué la cabeza, el cuerpo, las piernas. Algunas contusiones, un chichón producido por una de las jarras de plata, un corte en la barbilla producido, quizá, por alguna de las campanitas de los rimmonim. Con dedos temblorosos aparté todas las cosas que me habían caído encima e intenté luego desabrocharme el cinturón de seguridad. Tardé en conseguirlo, porque estaba todo yo temblando, como si mi cerebro no lograra conectar de forma satisfactoria con mis nervios ni con mis músculos. Miré a mi alrededor. Ngwane, el hombre de color que había a mi izquierda estaba caído en el pasillo, cabeza abajo, en una postura rara, con las piernas en alto apoyadas en el brazo y el respaldo de uno de los asientos y los lujosos zapatos de cuero nuevo y satinado señalando hacia el cielo. Omotola, su esposa, no cesaba de gritar pidiendo ayuda. Miré a mi derecha. Swayla estaba con la cabeza caída hacia adelante, completamente inmóvil. Le sacudí en el hombro. Le levanté la cabeza y dije su nombre en voz alta varias veces. No parecía estar herida. Abrió los ojos. Le pregunté que si estaba bien. No me entendía. Miraba a su alrededor con los mismos gestos que haría un animal irracional. Mientras tanto, el caos a nuestro alrededor iba en aumento a medida que los pasajeros se iban poniendo de pie con intención de salir del avión. Swayla, le dije, ¿puedes ponerte de pie? ¿Puedes andar? Tenemos que salir de aquí. Resultaba difícil ponerse de pie, porque el avión no estaba completamente horizontal, sino un tanto inclinado hacia la izquierda. Con el golpe recibido al estrellarse se habían abierto muchos de los compartimentos superiores soltando su carga de maletas, carritos, bolsas y prendas de ropa y había además secciones en que los asientos se habían aplastado entre sí y en que los armarios del techo se habían soltado y habían caído sobre los pasajeros provocando todavía más heridos e incluso muertes. Los asientos se habían desencajado en ciertas zonas, y las barras metálicas que los sostenían se habían convertido en armas letales, atravesando cuerpos y produciendo muertes instantáneas, mutilaciones y heridas sangrantes. Pero había sucedido algo más. Como ya he dicho antes (y ésta era la razón del fragmento de cielo azul que yo había visto al abrir los ojos), el golpe sufrido por el fuselaje del avión al amerizar había sido tan grande que el cuerpo del avión se había roto en tres fragmentos. Una de estas rupturas había tenido lugar, precisamente, unos pocos metros por delante de donde yo me encontraba. El cuerpo del avión se había abierto por la izquierda, sin llegar a partirse por completo, dejando una abertura de unos cinco metros en la parte más ancha. Cuando me incorporé en mi asiento, agarrándome al respaldo del asiento delantero para lograr mantener el equilibrio, vi que a través de la abertura no sólo se veía el cielo, sino también el mar en calma, y a unos doscientos metros de distancia, la línea de tierra, una playa blanca con cocoteros.
De modo que ésta era la situación: habíamos logrado amerizar y estábamos cerca de la costa. Lo primero que había que hacer era ayudar al hombre que había caído en el pasillo a mi izquierda. Por favor, gritaba la mujer, por favor, ayúdeme. En el asiento que había justo delante de mí había un hombre sentado. Era un hombre muy alto y con el cráneo rasurado, como de unos cincuenta y cinco años. Creo que la maleta llena de objetos judíos que se había derramado sobre mí le había golpeado en la cabeza al caer, porque tenía una herida en lo alto del cráneo, pero comprobé que estaba consciente y que miraba a ambos lados con los ojos abiertos y gesto de preocupación. Lo que yo no entendía era que siguiera sentado en su asiento, sin siquiera intentar levantarse.
—Ayúdeme —le dije dándole en el hombro, suponiendo que a pesar de estar consciente se encontraba aún en estado de shock—. Vamos a levantar a ese hombre.
—¡Me gustaría hacerlo! —dijo él con un tono fuerte y claro.
—¿Está herido? —pregunté.
—No, no, estoy bien —dijo él—. No estoy herido.
—Entonces ayúdeme a levantar a este hombre —dije—. Así dejaremos libre el pasillo.
El hombre caído que obstruía el pasillo, Ngwane, estaba justo a la altura del hombre calvo, que sin llegar a incorporarse comenzó a tirar de uno de sus brazos. Yo, al mismo tiempo, liberaba sus piernas que señalaban hacia el cielo. Lo que hubiera sido necesario era cogerle por debajo de los brazos e incorporarle. Por la postura que tenía, parecía evidente que estaba muerto, con el cráneo destrozado o el cuello roto, y lo que yo pretendía era colocarle en uno de los asientos laterales para dejar el pasillo libre y permitir la salida de los pasajeros. Pero los esfuerzos del hombre calvo no me eran de mucha ayuda. Yo no podía comprender lo que estaba haciendo.
—¡Levántese! —le grité—. ¡No puede hacer nada si sigue sentado!
—No puedo levantarme —dijo él muy alterado. Se volvió a mirarme. Tenía unos ojos azules que no olvidaré jamás. Todavía hoy en día los veo a menudo, muchas veces cuando cierro los ojos para dormir, a veces en mitad del día. A veces cierro los ojos en un lugar cualquiera y allí están esos ojos observándome, contemplándome, ojos inmensos, con un mundo azul en cada uno de ellos.
Yo supuse que estaba atrapado, y pasé por encima del hombre caído en el pasillo para ver cómo podía ayudarle. Pero el hombre calvo estaba cómodamente sentado en su asiento y no había nada, al menos en apariencia, que le impidiera salir de allí. Los pasajeros se amontonaban en el pasillo. Un hombre que venía por detrás me ayudó a levantar al hombre caído y juntos lo colocamos en uno de los asientos laterales, doblándole las piernas y dejándolo en posición fetal. Me sorprendía que un hombre tan corpulento y tan bien vestido hubiera muerto con tanta facilidad. La esposa del fallecido nos ayudaba también, aunque no dejaba de gritar y de decir en voz alta el nombre de su marido, Ngwane, Ngwane, Ngwane. Pero Ngwane estaba muerto. Había muerto exactamente como le había dicho la azafata, destrozándose el cuello al salir despedido tras el impacto del avión.
Me acerqué a la abertura del avión, teniendo cuidado de no verme arrastrado por los pasajeros histéricos que avanzaban hacia allá dando codazos, muchos de ellos arrastrando sus maletas consigo. El cuerpo del avión había sido abierto en una sección casi completa, de modo que se veía un corte del tubo del avión como en el diagrama de un plano: la cabina donde viajaban los pasajeros con sus tres cuerpos de asientos, que ocupaba la sección superior, y la bodega que había debajo, por la que en aquellos instantes se colaba vorazmente el agua del mar, inundando la sentina del avión. Entonces pensé que estábamos todos condenados. De haber quedado intacto el fuselaje, el avión podría haber flotado durante un cierto tiempo pero, abierto como estaba, el agua entraba en el avión como un río. El agua llenaría la cabina en cuestión de minutos y nos ahogaríamos todos. ¡Y eso a pesar de que nos encontrábamos al lado de la costa!
Los pasajeros saltaban al agua y se alejaban nadando, aunque eran arrastrados por la fuerza del agua que entraba al interior del avión. Algunos se agarraban al fuselaje. Los que saltaban con sus maletas se veían arrastrados con ellas, pero incluso así había personas que no las soltaban. A pesar de todo, los pasajeros seguían saltando al agua desde ambos lados, el lado en que yo me encontraba y el de enfrente, algunos con el chaleco salvavidas y otros sin él, y a menudo casi sin mirar quién había debajo, de modo que los que estaban en el agua se arriesgaban a que les cayera alguien encima si no se alejaban nadando enseguida. Todos nosotros íbamos vestidos de pies a cabeza, además, y no precisamente con ropas ligeras, ya que todos sabemos el frío que suele hacer en un avión que vuela a gran altura, y los que saltaban al agua con pantalones y rebecas se veían de pronto entorpecidos por sus ropas empapadas. La mayoría de los pasajeros se habían puesto el chaleco salvavidas, y muchos lo habían inflado, de modo que el movimiento se hacía todavía más difícil. Pero ¿cómo decirle a alguien que no sabe nadar que no infle su chaleco antes de saltar al agua?
Al otro lado de la abertura apareció una azafata. Era la misma azafata de antes, Eileen. Era una mujer de unos treinta y cinco años, con los labios pintados y los ojos muy maquillados de negro.
—¡Hay que abrir las puertas para liberar las balsas! —gritó. Y luego se dirigió a mí—. ¡Usted! ¡Busque hombres!
—¡No hay tiempo! —dije yo—. ¡El avión se va a hundir!
—Hemos tocado el fondo —dijo la azafata—. No se hundirá. Y no se llenará de agua. ¿Lo ha entendido?
—¿No se hundirá?
—No.
—¿Está segura?
—¿Cómo se llama?
—John Barbarin. John.
—Yo me llamo Eileen Stevens. Tiene que abrir la puerta de emergencia para liberar la balsa. Luego busque más hombres y organicen el desalojo. ¿Me ha entendido, John?
—Sí, Eileen.
No sé qué había en ella, o en su voz, que me hizo creerla. Me volví y comprobé que la puerta de emergencia estaba sólo cinco filas por detrás de mí. Pero necesitaba ayuda, y de pronto me vi a mí mismo gritando a pleno pulmón.
—¡Necesito ayuda! —grité—. ¡Los que no tengan que ayudar a nadie, que se queden!
—¡Va a explotar! —gritó una mujer a mi lado—. Tenemos que salir o moriremos todos.
—El avión no se va a hundir y no va a explotar —oí gritar a Eileen—. Tienen que mantener la calma.
En ese momento, vi a un hombre que avanzaba por el pasillo por detrás de la azafata y le daba un fuerte golpe. Eileen perdió el equilibrio y cayó al agua. No pudo hacer nada más, porque los que se lanzaban al agua la empujaban y la arrastraban. Intentó regresar al avión, pero resultaba imposible y tuvo que alejarse nadando en dirección a la playa. El hombre que la había empujado, un tipo de unos treinta años de cabellos rubios y aspecto de deportista, llevaba consigo una raqueta de tenis dentro de su funda. Antes de saltar al agua, se tropezó con mis ojos. Por espacio de un instante pareció confundido, como si yo le hubiera pillado haciendo una travesura. Luego sonrió y me guiñó un ojo. Y antes de saltar al agua con su raqueta, dijo algo que jamás olvidaré:
—¡Sayonara!
Era Jimmy Bruëll.
El agua comenzaba a llenar ahora la cabina del avión. Pensé que nuestras oportunidades de abrir las puertas y de liberar las balsas eran cada vez más escasas, pero que era algo que debía hacerse para salvar a la mayor cantidad posible de personas. Todavía hoy no entiendo cuál era la razón de que tuviera la cabeza tan clara y fuera capaz de actuar con tanta calma. ¿Por qué no me puse histérico como casi todos los demás? ¿Por qué no salté también al agua y me alejé del avión siniestrado, yo que había tenido la suerte de encontrarme justo en el punto en que el fuselaje estaba abierto? ¿Por qué me arriesgué a quedarme dentro de un avión que se llenaba de agua a marchas forzadas?
Avanzar por el avión destrozado no resultaba fácil. Estaba lleno de cuerpos inertes, de heridos ensangrentados que gritaban, de maletas caídas y de pasajeros histéricos que intentaban salir de allí por todos los medios, en ocasiones empujándose unos a otros. El hombre calvo seguía inmóvil, sentado en su silla. Le agarré del hombro y le grité que se levantara de una vez y me ayudara. Entonces él me miró intensamente con sus ojos azules, demasiado azules, demasiado claros, y comenzó a incorporarse apoyándose en los brazos del asiento con sus brazos largos y musculosos. Entonces me di cuenta de que era un hombre muy alto, bastante más alto que yo. Le pregunté su nombre, y me dijo que se llamaba Wade Erickson. Y entonces, sucedió algo extraordinario: por primera vez, alguien sonrió en el avión siniestrado. Vi que me miraba con unos ojos muy abiertos por un asombro que yo no lograba comprender. Y luego vi su sonrisa. Era una sonrisa de intensa felicidad, yo casi diría que una sonrisa de paz.
—Vamos —dije—. Hay que abrir la puerta de emergencia.
Fui caminando por los asientos, pisando sobre cuerpos inertes y los brazos de los asientos, pero Wade fue por el pasillo, avanzando lentamente con su gran sonrisa en el rostro. A pesar de su enorme altura (era casi un gigante) y del tráfico del pasillo, logró reunirse conmigo enseguida. Una vez llegamos a la puerta de emergencia, todo resultó sencillo. Había que tirar de una palanca. Lo hicimos, y la puerta se abrió con un resoplido. Luego había que tirar de una arandela roja de plástico para liberar la balsa. Yo tiré con fuerza, e inmediatamente brotó frente a nosotros una larga balsa inflable de color anaranjado. Debía de tener capacidad para unas treinta personas.
—Estamos en el fondo —dije yo—. El avión no se va a hundir.
—¿Está seguro? —me preguntó Wade.
—Se ven las rocas ahí mismo —dije—. No debe de haber más de cuatro metros de profundidad.
Wade se asomó a mirar por la puerta abierta.
—Usted suba a la balsa, llévela a tierra y vuelva —me dijo Wade—. Yo me quedo aquí a organizar esto.
—¡Hay una balsa! —gritaban los pasajeros.
—Es necesario mantener la calma —grité yo—. Vamos a hacer varios viajes. Primero niños y heridos. Tú —dije, agarrando con fuerza el brazo de un joven—. Quédate aquí y ayuda a Wade.
—Ok, tío —dijo él hablando inglés con un fuerte acento que me hizo pensar que era español o latinoamericano—. Pero mi novia sube a la balsa.
Su novia era una muchacha morena de largos cabellos que venía detrás de él. No quería saltar a la balsa, pero no tuvo más remedio, porque los que venían detrás la empujaron. Reclutamos a otro hombre más, de unos cuarenta años, que accedió a quedarse en la puerta junto con Wade y con el joven para controlar el embarque en la balsa. Nos presentamos rápidamente estrechándonos la mano, nos dijo que se llamaba Joseph Langdon. El joven se llamaba Christian y era chileno, pero esto lo averigüé más tarde. Nuestra tarea más acuciante consistía en evitar que la gente se abalanzara a la balsa tirándose unos sobre otros, y también que subieran demasiados a la balsa y la hundieran. Había un problema añadido con los que se habían puesto el chaleco salvavidas y lo habían inflado. Ocupaban tanto espacio que se impedían el paso entre sí, y a veces se les veía forcejear a uno contra otro. Poco a poco la balsa se llenó. Yo salté el último. Queríamos asegurarnos de que la balsa regresaba al avión, de modo que uno de nosotros tenía que ir en la balsa también. El calor era asfixiante, y estábamos todos empapados en sudor. Hasta ese momento yo no había prestado atención a la temperatura, pero al salir a pleno sol, la realidad del calor se me hizo de pronto evidente. La balsa estaba provista de dos pares de remos, y pudimos remar sin dificultad en dirección a la costa. Ya se veían figuras en la playa, los primeros viajeros que iban llegando allí después de cruzar a nado la distancia que les separaba de la tierra firme. Por el camino íbamos recogiendo a los que nadaban, aunque se produjeron algunas escenas desagradables cuando hubo que impedir que subiera más gente a la balsa, que llevaba ya muchos más pasajeros del número permitido, y cuyos bordes se hundían peligrosamente en el agua. También vi a Eileen, que nadaba en dirección a la playa. ¡Eileen!, grité. Ella me miró y levantó un pulgar hacia arriba. Me pregunté cómo podía nadar con el uniforme de azafata, con la chaqueta, con la falda cerrada. Incluso seguía llevando el gorrito del uniforme, sujeto con alfileres al pelo.
El agua era de un color como yo jamás había visto. No era exactamente verde, ni tampoco azul, aunque parecía una combinación de los dos. Era de un radiante color turquesa cuando se miraba a una cierta distancia, un color tan hermoso que me pareció lo más hermoso que mis ojos habían visto nunca, el color de la cola del pavo real convertida en la piel viviente del mar. Cuando se miraba directamente al agua, el color turquesa se transformaba en un verde que parecía al mismo tiempo dorado, lila, rosa. Tenía una transparencia sobrenatural, de modo que con cinco metros de profundidad se veía claramente la sombra rectangular de nuestra balsa sobre el fondo de arena y también los dibujos concéntricos de los remos al entrar en el agua. Se veían peces en el agua, un cardumen de grandes peces negros y blancos que avanzaban sincronizados, y luego un pez rosado con aletas abanicantes, de más de un metro de longitud, que nadaba solitario. Unos cien metros más allá comenzaba a hacerse pie, de modo que los que nadaban podían realizar caminando sobre el fondo la última parte del trayecto. Sólo había cuatro remos en la balsa y yo no tenía ninguno de ellos, de modo que podía contemplar a mis anchas lo que me rodeaba. El sol me quemaba en los brazos y en el rostro, pero después del encierro del avión resultaba maravilloso estar a cielo abierto, respirando a grandes bocanadas el aire del mar. Las aves marinas volaban sobre nosotros y lanzaban sus gritos fúnebres y desolados. Eran fragatas, gaviotas, cormoranes, garzas pescadoras. A lo lejos vi un pelícano volando cerca de las aguas.
Volviéndome, contemplé el avión que acababa de estrellarse. Era una imagen misteriosa y terrorífica. El avión, o más bien sus restos, su cadáver, estaba como incrustado en el mar, un cuerpo de resplandeciente blancura, extraño en medio del solitario paraje tropical del fin del mundo. Se había partido en tres pedazos, aunque sólo había dos a la vista, separados por la grieta que había quedado unos pocos metros por delante del asiento que yo ocupaba. El ala derecha, que quedaba al otro lado del cuerpo del avión, mirando al mar abierto, estaba todavía en su lugar, levantada hacia el cielo y con los dos motores en su lugar, pero el ala izquierda, que había sido la primera en golpear el agua, había desaparecido. Yo supuse que estaba hundida en el agua entre el cuerpo del avión y la costa, quizá por debajo de nosotros, pero no era así. Al golpear en la superficie marina se había arrancado de cuajo y había caído al mar lejos de allí. Había sido el impacto de este golpe violento, de hecho, lo que había destrozado todo el fuselaje del avión, al producir un efecto de palanca que había doblado y partido el acero como si fuera papel. El tercer trozo del avión, correspondiente a la cola, no se veía en parte alguna. Faltaba un buen trozo de cola, y con ella todos los pasajeros que estaban alojados allí. Hacia el este, la línea de la costa cortaba la visión del mar de más allá, y yo me imaginé que la cola estaría por allí, al otro lado de la punta de tierra de la bahía en la que habíamos caído. Cortada en sección, la cola del avión se habría llenado de agua y se habría hundido en cuestión de minutos. A no ser que hubiera caído en aguas poco profundas, como las que ahora mantenían la parte delantera del Boeing fuera del agua. ¿Habría otra bahía al otro lado de la barra de tierra y de árboles? ¿Continuaría por allí la línea de arrecifes coralinos? ¿O sería ya el mar abierto? ¿Se habrían salvado los que iban en la cola del avión o yacían ahora todos ahogados en el fondo del mar?
Me volví para observar la costa. Estábamos aún lejos de la orilla pero el agua cubría ya por la cintura, de modo que los que habían ido hacia la orilla a nado podían vadear ahora las aguas con toda comodidad. Grandes peces rosados de casi un metro de longitud se deslizaban sin miedo por estas aguas poco profundas, casi rozando a los que vadeaban las aguas. Era evidente que jamás habían sido pescados y que no tenían miedo a los seres humanos. Vi uno de estos peces muy cerca y me pareció que me observaba con su ojo inexpresivo. Tenían una forma extraña estos peces que me recordó la de los celacantos que había visto dibujados durante mi infancia en el libro de Willy Ley sobre animales fantásticos: escamas muy grandes, lóbulos carnosos en la base de las aletas y una cola redondeada parecida a un abanico que surgía directamente del cuerpo del pez.
No tardamos en llegar a la playa, donde muchos de los supervivientes contemplaban ya el avión desde la arena o se refugiaban en la sombra de los cocoteros para protegerse del inclemente sol del trópico. La playa tendría unos dos kilómetros de punta a punta. Su anchura era también considerable, un fenómeno que yo atribuí entonces a la bajamar, aunque no sabía que en la isla las variaciones de la marea no eran muy marcadas, como sucede por lo general en las latitudes próximas al ecuador. Era una de esas playas de los mares del sur cuya arena no tiene un origen mineral, sino que está formada en realidad por conchas de moluscos pulverizadas, y que tienen un color muy claro, casi blanco, que hace daño a los ojos. Tras la amplia franja de arena blanca comenzaban los árboles de la selva, primero cocoteros más o menos separados entre sí y luego la espesa vegetación tropical, por encima de la cual se veía, un poco hacia el oeste, el perfil de unas montañas, que la distancia teñía de azul añil o de morado. Me sorprendió contemplar aquellas montañas lejanas, tras las cuales parecían insinuarse otras montañas todavía más altas, ocultas por las nubes. Sí, sin duda era una isla, pero parecía una isla muy grande. Yo me preguntaba qué isla podía ser aquélla, dado que al oeste de las Hawaii, con excepción de algunos atolones coralinos que apenas sobresalen unos metros del mar, prácticamente no hay tierras emergidas hasta llegar a los atolones de Maloelap o de Wotje o a las islas Marshall. Pero no estábamos en las Marshall ni mucho menos en la Polinesia. No habíamos llegado tan lejos. Debíamos estar, de acuerdo con mis cálculos (basados en las pantallas de información del avión, que siempre observo obsesivamente en todos los vuelos largos) a unos mil cuatrocientos kilómetros al sudoeste de Hawaii, en una zona del océano prácticamente desierta. Además, las pocas tierras que había en aquella zona del mundo, como el atolón de Jonhston por ejemplo (una mota de apenas tres kilómetros de longitud en medio de la inmensidad del Pacífico), eran islas de coral, no volcánicas como lo era evidentemente aquella en la que habíamos caído.
Cuando llegamos a la playa, salté al agua para ayudar a bajar a los pasajeros mayores y a los niños que venían en la balsa, y fue entonces cuando pisé por primera vez la tierra de la isla. Llevamos la balsa hasta la arena, y una vez allí me adentré unos metros en tierra, hasta internarme en la sombra de los cocoteros. Resultaba extraño el silencio que había en aquel lugar. Se oía el rumor de las olas, el silbido del viento, el grito distante de las aves marinas. Nada más. Era como el silencio del fin del mundo, o del principio del mundo. Era como el silencio del paraíso, o quizá el silencio que hay en el país de los muertos.