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Mis paseos por el valle
Estoy aprendiendo a montar a caballo. Ha sido idea de Cristina. Me ha sugerido que utilice un caballo para desplazarme mientras los carpinteros terminan de hacer mi pierna artificial.
Me han dejado uno muy manso, un rucio que camina lentamente y jamás se pone al trote. Se llama Aurelianus, el buen animal. Con él desciendo por los caminos hasta llegar al valle. Aquí lo llaman así: el valle, aunque en realidad se trata del fondo del cráter de un volcán. El valle, como ya he explicado, es bastante amplio, y gran parte de su extensión está dedicada a la agricultura. Aquí cultivan maíz, café, tomates, arroz, cebollas, patatas, avena, lentejas, melones, repollo, borrajas, lúpulo, y hay además manzanos, almendros, nogales, perales, higueras, papayos, aguacates, cerezos, ciruelos. Nunca habría imaginado que todas estas especies pudieran darse juntas. También disponen de colmenares de donde extraen miel y cera para fabricar velas, y de una nada despreciable cabaña de ganado bovino y ovino, un pequeño rebaño de vacas y dos o tres rebaños de cabras. Muchos de ellos son vegetarianos, pero incluso los que no lo son evitan el sacrificio de animales y sólo se los comen cuando mueren. Aprovechan su leche, con la que hacen distintas variedades de queso y mantequilla. También tienen pavos y gallinas, de manera que disponen de productos lácteos y de huevos como fuentes de proteínas. Como el lúpulo se da bien en estas tierras, fabrican cerveza de dos variedades, una rubia y otra tostada, y también disponen de café, que tuestan muy poco y que tiene un sabor suave. Apenas toman leche fresca. La utilizan para fabricar mantequilla y queso y también algunos productos frescos como yogur, requesón, queso fresco y nata agria. Tienen dos toros y unas veinte vacas, todos aparentemente sanos y fuertes. Los usan también como animales de tiro, para arrastrar los carros, que son el principal vehículo de transporte pesado, y para arar la tierra. Son vacas de la variedad charolesa, de pelaje blanco, cuernos cortos y enorme tamaño. Me dicen que el toro más grande, a quien llaman Zeus, pesa mil cuatrocientos kilos, mientras que las vacas adultas andan alrededor de los novecientos kilos. Son animales fuertes para el trabajo, crecen rápido, dan mucha leche y son además muy fértiles, ya que suelen parir gemelos. No es época de cría y no se ven terneros, pero sí bastantes vacas jóvenes. Me maravilla la belleza de estos animales resplandecientes y perfectos y también la nobleza de su figura. Uno nunca piensa en una vaca cuando busca una efigie de la nobleza, pero estos ejemplares de bóvidos charoleses me parecen tan nobles y majestuosos como el león, el caballo o el ciervo. Tienen la cabeza grande y cuadrada, con una apretada mata de pelo rizado entre los pequeños cuernos. Los toros son muy fuertes, y sus músculos hinchados y tirantes se transparentan con arrogancia a través del pelaje. Claro que los que las cuidan no hablan de «piel» ni de «pelaje», sino de «manto» (coat). Su manto, pues, es velludo y de un color tan blanco que resulta casi deslumbrante. En mis paseos por el valle no me canso de mirar a estos animales formidables y pacíficos. Me digo que nunca había reparado en la belleza majestuosa de las vacas. Quizá nadie lo haga para poder comérselas sin remordimientos. Tendemos a admirar a los animales que nos dan miedo y a despreciar a aquellos a los que aterrorizamos nosotros.
Ignoro de cuántas cabras disponen: creo que hay tres o cuatro manadas que se van moviendo por los bosques y prados de las laderas. El queso de cabra que fabrican es delicioso. No hay nada mejor que una merienda casual de queso de cabra, higos secos, pan de avena y cerveza rubia.
El valle está dividido en bancales y en zonas de pasto separadas por pequeñas paredes de piedra como las que son corrientes en España. Las de aquí están bien construidas y tienen abundante liquen, lo que atestigua su antigüedad. En el valle hay abundantes vías de agua, pero además han trazado numerosos canales que cortan y redirigen mediante compuertas de madera que abren y cierran a voluntad. Tienen además abundante agua guardada en embalses. Aquí arriba llueve a menudo, pero las precipitaciones no son tan abundantes como en las tierras bajas, y a veces, según me cuentan, puede pasarse semanas sin llover.
La temperatura aquí arriba es muy agradable. Durante el día, el calor es fuerte cuando uno se pone al sol, pero por la tarde refresca enseguida; las noches son templadas y las albas frías. Muchas noches uno agradece una manta ligera. El clima, además, no es tan húmedo como en el resto de la isla.
Ahora tengo ropa limpia y nueva, como bien todos los días, dispongo de un lecho y de un techo sobre mi cabeza y me he librado del calor espantoso de la selva, de la humedad asfixiante y de los insectos. Aurelianus y yo nos hemos hecho buenos amigos. Con él recorro los caminos y exploro lentamente este lugar. Y sin embargo no soy feliz. Hay una sombra que me persigue día y noche. Se llama Cristina. Se llama Salomé.
Pienso avanzar más allá, adentrarme más en el valle, alcanzar ese lago salpicado de islas verdes que he visto desde lo alto y que debe de señalar el centro del cráter, pero no logro encontrar caminos que vayan más allá de un cierto punto. Hay cabañas y cobertizos en los que a veces me encuentro con alguien. Si está meditando o durmiendo, no le molesto. Pero si está trabajando en el campo u ordeñando una vaca, me detengo y le pregunto cómo ir más allá. La respuesta siempre es vaga y poco satisfactoria.
Hay granados sin cultivar, y rosas salvajes, y manzanos silvestres. Pregunto que por qué dejan que se estropeen las granadas, y me dicen que les sobra la comida, que si se pusieran a recolectar todo lo que crece en todos los frutales, serían incapaces de consumirlo y terminaría por estropearse. Hacen muchas mermeladas, chutneys y conservas además de uvas y ciruelas pasas e higos secos, que guardan en las despensas, pero los recursos agrícolas del valle podrían alimentar a una población diez veces mayor de la que lo ocupa en el presente.
Pregunto qué hay más allá y nadie me lo sabe explicar. ¿Más allá de dónde?, me preguntan. Les hablo del lago. Ah, el lago. Hay varios lagos, me dicen. Sí, pero hay uno mayor que todos los demás. No sé si es que de verdad no saben de qué les hablo o si es que fingen no entenderme.
Un día, paseando por el valle a lomos de mi rucio, me adentro entre los árboles, alejándome de los campos y los huertos, y me encuentro con lo que parece el cauce seco de un arroyo, un cauce de tierra oscura que cruza el camino. Me salgo de la senda que traía y convenzo a mi buen Aurelianus de que siga avanzando por aquel camino que no es un camino, sino el lecho de un río, ahora sin agua (supongo) por que han redirigido su caudal mediante canales para regar los cultivos. Los árboles son muy altos por esta zona, una densa floresta de alisos como los que suelen crecer en Europa al lado de las vías de agua. Continúo por este camino por espacio de unos dos kilómetros, y finalmente llego de nuevo al paisaje abierto, grandes praderas separadas por hileras de árboles. No se ve ganado por aquí, ni tampoco tierras cultivadas, pero hay caminos entre los prados y huellas de antiguos canales para organizar el regadío o el apacentamiento. Pero es evidente que esta zona, estos pastos, han sido abandonados. Las zarzas crecen alrededor de las vallas de piedra, algunas de las cuales han empezado a desmoronarse sin que nadie las repare. Las canalizaciones para conducir el agua están secas y llenas de hierba, las esclusas rotas.
Intento buscar los antiguos caminos, pero la maleza lo invade todo. La sensación de soledad y lejanía resulta placentera. Hay arboledas bajo las cuales es muy agradable pasear. Hay olmos, robles, fresnos, alisos, árboles de climas templados, bajo los cuales evolucionan antiguos senderos sombreados ahora invadidos por la hierba a causa de la falta de uso. Enseguida presiento el olor del agua y el grito de las aves acuáticas.
El lago brilla hermosamente bajo la luz del sol, en el descenso de la loma. ¡Aquí está por fin! La sábana de agua parece comprender distintas regiones y distintos climas, cada uno dotado de su color propio y de su propio tiempo: plata escintilante para la zona donde brilla el sol, azul ultramar en las zonas profundas, verde cieno en las orillas, violeta oscuro a lo lejos. Hay varios islotes en el lago, todos llenos de árboles altos, que impiden la visión de la orilla opuesta.
Me digo que un lago sin salida que recibe a través de los siglos los minerales y sedimentos de diversos arroyos debe de estar corrompido y envenenado, pero no es así.
El agua parece limpia, y en las orillas crecen cañas y papiros que se mueven acompasadamente con el viento. El dibujo de la orilla es agradablemente irregular, con pequeñas calas, playas de arena blanca en forma de media luna y penínsulas verdes que se adentran en las aguas. Guío a mi caballo hasta la orilla y el animal bebe con sed. Hay cisnes y patos en el lago, y también garcetas y grullas. Si las aguas no son venenosas, como así parece por la presencia abundante de vida vegetal y voladora, debe de haber pesca, quizá truchas o róbalos, aunque nunca he visto que los habitantes del valle coman pescado.
Avanzo por las orillas del lago, cubiertas de hierba en amplias praderas salpicadas de flores primaverales, dientes de león, margaritas, narcisos diminutos blancos y amarillos, pequeñas orquídeas leopardo de pétalos blancos punteados de fucsia, anémonas. Más allá comienzan los árboles. Entre los árboles diviso una cabaña de tablones, oscura y vagamente amenazante. Va apareciendo, surgiendo de entre dos grandes cipreses de copa muy baja y muy densa. Son cipreses grandes y oscuros, espesos como columnas. Alrededor, irregularmente distribuidos por el prado, hay robles, olmos, fresnos, árboles templados de sombra, pero ¿los cipreses no son árboles meridionales? No sé mucho de árboles, y la variedad de especies que encuentro en aquel lugar me recuerda a la fantasía a veces casi insensata de los jardines ingleses, ya que sólo en un jardín pueden convivir, como aquí, una palma del viajero, un ciprés y un olmo. Pero no es eso lo que más me alarma, sino la cabaña que ha aparecido entre los dos cipreses.
Hago que Aurelianus se detenga. Es una cabaña vieja, polvorienta, que lleva muchos años abandonada. Pero siento terror al verla, porque creo que es idéntica a la cabaña de Pohjola, la cabaña que encontramos una noche entre las montañas y en la que desapareció mi amigo.
Me acerco con precaución. ¿Es igual que la cabaña de Pohjola o no es igual? En aquella ocasión era de noche, y veíamos la cabaña iluminada de forma oscilante por los focos de dos linternas. Estábamos todos agotados después de un largo viaje, sometidos a una intensa presión emocional. No puedo estar seguro de que esta cabaña que veo ahora y aquélla sean idénticas, es decir, que sea la misma cabaña, pero tiene, como aquélla, una puerta con un escalón de madera, y una ventana a la derecha con los cristales intactos aunque cubiertos de un manto de polvo y telarañas.
Voy dando la vuelta a la cabaña, sin acercarme mucho, y oigo unas voces. Mi corazón comienza a latir con fuerza. En la parte de detrás hay una zona de hierba sin árboles, y hay allí varias niñas jugando. Juegan a esos juegos de las niñas, que unen una especie de danza con una canción, aunque no entiendo las palabras que cantan, ni tampoco reconozco el juego. Deben de tener unos diez años. Algunas son rubias, otras tienen el pelo castaño o rojizo, una de ellas tiene el pelo negro. Llevan vestidos cortos de estilo antiguo, con bordados y diseños de flores, y medias largas de distintos colores.
—¡Hola! —digo para no asustarlas—. ¿Qué hacéis aquí?
Las niñas se detienen y me miran sobresaltadas. Una de ellas tiene algo en las manos. Lo sostiene con cuidado entre las dos palmas de las manos curvadas.
—¿Qué hacéis? —pregunto—. ¿Vivís por aquí?
La niña abre de pronto las manos liberando lo que encerraba en ellas. Se trata de una polilla grande y parda, que agita con fuerza las alas y desaparece volando torpemente en dirección a la cabaña. Otra de las niñas, la que tiene el cabello rojo, arranca una flor de la hierba y se acerca a mí.
—Oh, un regalo —digo, intentando parecer amable.
Jamás he sabido hablar a los niños. No los entiendo y, como les sucede a muchos solteros, he de confesar que me dan un poco de miedo.
La niña se acerca y me entrega la flor. Es una amapola, pero una amapola extraña, porque tiene dos pétalos rojos y dos pétalos blancos. Creo que jamás he visto una amapola así.
—Gracias —digo cogiendo la flor.
—Guárdala —me dice la niña, haciéndome señas de que me la meta en el bolsillo de la camisa—. Guárdala bien.
Habla de una forma muy extraña, como cantando. Tiene un acento que no consigo distinguir.
—Ok, lo haré.
—Guárdala —dice la niña—, para dentro de cien años.
—¿Para dentro de cien años?
—Sí. Para dentro de cien años.
—Muy bien —digo.
La niña se aparta de mí caminando hacia atrás y sin dejar de mirarme con expresión grave. Luego, todas echan a correr y se pierden entre los árboles.
Tiro de las riendas de Aurelianus para hacer que se acerque un poco más a la cabaña, pero el animal no quiere moverse, y se queda con las patas clavadas en el suelo.
—¡Hola! —grito—. ¿Hay alguien ahí?
Pienso que la ventana se va a abrir de pronto y que va a aparecer allí Wade sonriendo y comiendo algo, una nuez, una manzana, una pera salvaje.
—¡Wade Erickson! —grito—. ¿Estás ahí?
El silencio de la naturaleza sigue a mis palabras, el coro de los insectos, los lejanos gritos de los pájaros, el rumor del viento en los árboles.
—¡Pohjola! —grito entonces, con un temblor de miedo en la voz—. ¡Aarvo Pohjola!
Nadie responde. Nada se mueve en la vieja cabaña.
Me alejo de allí, cabalgando lentamente. Paso tras paso de mi cabalgadura, siento cómo la cabaña y su influencia se alejan de mí. Siento la atracción poderosa de la cabaña, su fascinación, como un corazón oscuro que latiera en el centro del mundo, o quizá en la esquina del mundo, en el rincón del mundo lóbrego y oscuro. Todavía tengo la amapola en la mano. Me la meto en el bolsillo de la camisa con cuidado, diciéndome que al llegar a la Universidad la prensaré dentro de un libro para poder conservarla.