51
Wade encuentra un fantasma
Como ahora todas las armas estaban en manos de Kunze y los suyos, que se negaban a compartirlas, habíamos tenido que fabricar toda clase de armas primitivas para cazar: hondas, arcos y flechas, lanzas. Uno de aquellos días, Wade se adentró en la selva para cazar con un arco y unas flechas fabricados por él mismo. Teníamos tanta hambre que nos hubiéramos comido casi cualquier cosa, un pájaro, un lagarto, una ardilla. A mí me resultaba repugnante la idea de comerme una ardilla, pero sé que en algunas zonas de Estados Unidos se han comido ardillas en el pasado y que quizá se sigan comiendo en zonas rurales.
Wade encontró el rastro de un animal grande, quizá uno de esos cerdos salvajes de los que nos habían hablado los guerrilleros, y lo había estado siguiendo durante varios kilómetros. Así fue como llegó a las colinas donde estaba la antena, y había decidido acercarse de nuevo a las instalaciones abandonadas para ver si encontraba allí algo que pudiera servirnos de utilidad. La antena y los edificios que la rodeaban estaban situados en lo alto de una colina despejada y sin apenas vegetación. Cuando estaba sólo a unos centenares de metros del lugar, Wade creyó ver algo que se movía en el interior de uno de los edificios pasando de una ventana a otra. Se quedó inmóvil. Sin duda se trataba de algún animal que se había metido allí dentro, y si era un animal podría ser comestible. Pero ¿qué clase de animal podría meterse dentro de una edificación y ser visible a través de las ventanas? Tenía que ser un animal grande, y los únicos animales grandes que había en la isla eran los lobos. Wade llevaba un arco y diez flechas con las que podría, con suerte, matar algún pájaro o quizá a un mono capuchino, pero suponía que resultarían inútiles con un animal tan fuerte y corpulento como un lobo, a no ser que tuviera mucha suerte y mucha puntería. De modo que puso una flecha en el arco y se acercó lentamente hacia el edificio para intentar descubrir qué era lo que había allí dentro. Entonces lo vio con toda claridad: era un hombre, y empuñaba un rifle de dos cañones.
En un principio sólo vio el doble cañón azul asomando por una de las ventanas. El hombre estaba acurrucado detrás de la escopeta, y de él apenas se veían los cabellos oscuros y rizados y unas gafas de sol. Parecía aterrado. Le gritó a Wade que se detuviera si no quería recibir un disparo. Wade se quedó inmóvil, pero seguía empuñando el arco. El hombre le gritó que tirara el arco al suelo, y luego le preguntó quién era. Sólo un tío dando un paseo, dijo Wade. Nada más que eso. Disfrutando del aire libre. Una broma más como ésa, gilipollas, y te vuelo la cabeza, dijo el hombre de la ventana. ¿Quién coño eres? Wade dejó calmosamente el arco y las flechas en el suelo y le dijo que era uno de los náufragos, y que había salido a buscar algo de comida. Suponía que el que estaba en la casa era uno de los Insiders, quizá incluso una especie de vigía colocado allí para vigilar los movimientos de los náufragos y asegurarse de que no se adentraban en el interior de la isla. Suponía, también, que aquel punto marcaba algo así como el límite de la línea prohibida, y que el vigilante le diría que se volviera a la costa y no volviera a adentrarse en el interior. Pero no era así. El hombre le pidió, siempre hablando a gritos y jurando como un presidiario, que le dijera su nombre. Wade no tenía especial interés en decirle su nombre a un hombre oculto que le apuntaba con una escopeta, de modo que dijo que su nombre no importaba. Entonces el desconocido le dijo: tú eres Wade Erickson, ¿no es así? Luego se dejó ver, todavía apuntándole, y salió del edificio pasando primero una pierna por encima de la ventana y luego la otra y sin dejar de apuntarle. Era un hombre negro, vestido con una camiseta blanca y unas bermudas vaqueras y calzado con unas zapatillas de deportes muy sucias. Le reconoció al instante: era Raymond, su medio hermano. Raymond, le dijo atónito, pero ¿qué estás tú haciendo aquí? ¿Y qué estás tú haciendo aquí?, dijo Raymond. Se supone que andabas en una silla de ruedas. Sí, dijo Wade, así es, en efecto, gracias a ti. No, hermano, no me culpes a mí de aquello, dijo Raymond. Yo no planeé nada de aquello. Fue un accidente. Yo estaba muy colocado en esa época, y mis amigos lo estaban más todavía. Descontrolábamos mucho en esa época, pero lo que sucedió en el garaje fue un accidente. Querías quemarlo todo, chilló Wade, ése era tu plan maestro. Y luego uno de tus amigos me disparó con una pistola. ¿Cómo puedes llamar a eso «accidente»? Entiendo que estés cabreado, dijo Raymond. De todas formas, ahora todo está cool, ¿no, hermano? Ahora puedes usar las piernas de nuevo. Me alegro, tío, le dijo, me alegro de que puedas usar tus piernas y todo eso. Ahora ya está todo cool, ¿no, tío?
La situación era realmente incomprensible, nos contaba Wade más tarde. Le pedí que dejara de apuntarme, nos contó, y entonces él bajó el arma, pero no se acercaba a mí. Parecía asustado. ¿Tú no estabas en la cárcel, Raymond?, le pregunté. ¿Te has escapado? ¿Cómo un zoquete como tú ha logrado burlar al primer sistema penitenciario del mundo? ¿Qué ha pasado? ¿No se te ha ocurrido pensar, dijo Raymond, que podría estar en libertad condicional? ¿No se te ha ocurrido pensar que a lo mejor me han dado la condicional por buena conducta? No, dije yo, jamás se me ocurriría pensar tal cosa. Primero, porque yo jamás pienso en ti. Segundo, porque a una escoria tan grande como tú jamás le darían la condicional habiendo pasado tan poco tiempo.
Raymond se sentó cautelosamente en el suelo cruzando las piernas y con la escopeta sobre las rodillas, y yo hice lo mismo. Estábamos a unos ocho metros el uno del otro, y parece que ninguno de los dos quería acercarse más. Pensé que aquélla era mi oportunidad para matarle. Me sentía como un animal asesino, calculando, respirando, observando de reojo, oliendo. Si me abalanzaba sobre él podría quitarle el arma sin dificultad y matarle allí mismo, igual que a un perro. Pero a esa distancia él tendría tiempo de levantar el arma, amartillarla y descerrajarme dos tiros en el pecho antes de que lograra caer sobre él. Sin embargo, ahora que le tenía frente a mí, me di cuenta de que la intensidad de mi odio disminuía, que jamás podría matarle y que ni siquiera podía aborrecerle con todas mis fuerzas. Era mi medio hermano, al fin y al cabo, el hijo de Ogunde y de mi padre.
—Te gustaría matarme, ¿verdad? —me dijo Raymond, con un extraño dejo de melancolía—. No te culpo, tío. Te he puteado bien. Pero te voy a decir por qué no vas a matarme. Te voy a decir por qué jamás me harás daño.
—¿Por qué, Raymond? —dije hablando suavemente, todavía calculando cuáles serían mis oportunidades de lanzarme sobre él y arrancarle el arma de las manos antes de que tuviera tiempo de reaccionar—. ¿Qué motivo puedo tener para no querer hacerte daño?
—Porque yo no soy tu medio hermano —dijo Raymond meneando la cabeza y riendo—. Viejo loco. Lo tienes delante y no lo ves. Viejo chiflado.
—Hice averiguaciones —dije yo—. Recibí varias cartas de tu madre. Sé que eres su hijo. Ogunde me lo dijo. Durante un tiempo pensé que me habías mentido, que habías robado aquel álbum de fotos y te habías hecho pasar por aquel pequeño bastardo negro que había en las fotos y te lo habías inventado todo. Pero al final resultó que era verdad. Eres el hijo de Ogunde. Ni siquiera tú puedes quitarme eso.
—Sí, soy hijo de Ogunde —dijo Raymond—. Soy el hijo de Ogunde, viejo loco. Pero tú no eres mi medio hermano. Eres mi padre.
Aquella noticia, nos contó Wade, me dejó conmocionado. Raymond me dijo que no era tan joven como había pretendido ser. Que siempre había sido un babyface, pero que acababa de cumplir cuarenta y tres años. Me dijo que me había buscado porque sabía desde el principio que yo era su padre, que lo había descubierto por casualidad, leyendo una carta de su madre que había encontrado perdida al fondo de un cajón. Una carta que Ogunde le escribió a una amiga de Georgia y que debió de caerse de la caja donde estaba. Así fue como me enteré, nos contó Wade, que cuando yo desaparecí de casa, Ogunde estaba embarazada. Ella no lo sabía entonces, y cuando lo descubrió ni siquiera sabía dónde diablos andaba yo. Es posible que llevara sólo unos pocos días embarazada cuando yo me marché de casa, o incluso unas pocas horas. Cuando descubrió su estado, se limitó a fingir que el hijo era de mi padre, y Raymond creció toda su vida llamando dad a mi padre y mi padre vivió toda su vida creyendo que Raymond era su hijo.
Todo aquello era excesivo. Le dije a Raymond que no le creía, que todo lo que me estaba contando era mentira, que no tenía ningún motivo para creerle. Pero lo cierto es que le creía. Quizá porque deseaba creerle más que nada en el mundo. Le dije que no le creía pero que no pensaba hacerle daño, que en aquella isla yo había encontrado la paz y que no quería tener más deudas con nadie. Luego le pregunté qué diablos hacía en aquella isla, y si estaba con los Insiders, con los de dentro. Que si le habían enviado a espiarnos. ¿Qué Insiders?, me preguntó. ¿Quieres decir los salvajes? Sí, dije yo. Pero no son verdaderos salvajes. Están disfrazados. Raymond me miraba como si me hubiera vuelto loco. ¿Disfrazados?, dijo, y repitió la palabra varias veces, muchas veces. ¿Disfrazados? ¿Disfrazados? Se le ponían ojos de loco, y miraba inconscientemente hacia atrás, como si los salvajes pudieran surgir en cualquier momento por detrás de los edificios de hormigón que había un poco más arriba. Pero no quería apartar los ojos de mí. Me contó que los salvajes eran verdaderos salvajes, una tribu de aborígenes polinesios que no vivían de manera permanente en esta isla, que provenían de un archipiélago que estaba situado a unas setenta millas al sudoeste y que venían a esta isla en ciertas épocas del año para practicar rituales sagrados, porque esta isla era para ellos un lugar mágico, una tierra llena de espíritus, me dijo, y también que creían que el volcán del interior de la isla era la morada donde vivían los dioses. El ritual, me contó, consistía, simplemente, en una cacería humana. Traen víctimas con ellos, me contó, las sueltan en la isla y luego les dan caza, las desuellan, las cocinan y se las comen. Pero a veces también vienen para cazar a los que viven aquí. Todavía no lo he entendido bien, me dijo. Es posible que hayan dejado aquí a unos cuantos, quizá miembros de una tribu enemiga, y que vengan aquí un par de veces al año para cazarlos y comérselos de manera ritual. No es que sean verdaderamente caníbales, me dijo. No comen carne humana para alimentarse. Es simplemente un acto mágico, tío. Es un rito. Yo les he visto hacerlo, tío, me contó, y es bastante asqueroso, pero también tiene una cierta belleza. Vienen guerreros y también mujeres, los hombres hacen la cacería y arrancan la piel de la víctima, y las mujeres trocean el cuerpo y lo cocinan. Esas zorras van completamente desnudas, dijo Raymond riendo. Llevan cosas en el pelo y colmillos metidos en la piel, se cortan la piel para hacerse dibujos, pero la única ropa que llevan son collares, pendientes, pulseras, y un cordón alrededor de la cintura. ¿Para qué quieren un cordón alrededor de la cintura si llevan el culo al aire? Son putas salvajes, dijo, con un odio, con un desprecio que me maravillaba. Me contó que se había follado a unas cuantas y que se dejaban hacer lo que fuera sin rechistar. Uno simplemente las cogía por detrás, y ellas se ponían de rodillas y se quedaban quietas, dejaban que entraras en ellas y te vaciaras dentro y luego se ponían de pie y seguían caminando. Putas salvajes, dijo otra vez, y entonces empecé a pensar de nuevo en matarle.
Le pregunté que si estaba solo y me dijo que sí, que se había quedado solo. Que había llegado a la isla con un grupo de trece hombres, y que todos habían ido muriendo uno tras otro hasta que sólo había quedado él. Comenzó a contarme la historia. Los trece hombres iban en una avioneta cruzando el golfo de México en dirección a Nassau. Iban allí a trabajar, me dijo, en un complejo hotelero recién inaugurado. A limpiar la mierda de los ricos, me dijo. La historia prometía ser larga y complicada, pero me dispuse a escucharla porque no podía imaginar cómo habían aparecido en esta isla si iban volando sobre el golfo de México. Iban en un avión hacia las putas Bermudas, dijo Raymond, y yo estaba acojonado porque pensaba que si entrábamos en el puto triángulo de las Bermudas el avión podría saltar a otra dimensión o podríamos ser capturados por los aliens, o qué sé yo. Y tuvimos problemas técnicos, contó Raymond, tuvimos que hacer un aterrizaje forzoso en la playa de una isla. Los motores dejaron de funcionar o no sé qué mierda y tuvimos que aterrizar en una playa, en el primer sitio que encontramos. En esta isla, ¿comprendes? Caímos en esta isla. Yo le dije que la isla en la que nos encontrábamos estaba a miles de kilómetros de las Bermudas, que estábamos en el sur del océano Pacífico y que su historia no tenía pies ni cabeza. ¡Lo sé, tío!, chilló Raymond mirándome con ojos de loco. ¡Estamos en la puta Polinesia! ¿Es que no escuchas lo que te digo, tío? ¡Caímos en el puto triángulo de las Bermudas! Desaparecimos dentro de un vórtice espacio-temporal y toda la mierda, tío.
Quedamos los dos en silencio. Seguíamos los dos sentados en la hierba, a una cierta distancia uno del otro, yo con mi arco en la mano y él con su escopeta. Ninguno de los dos estaba relajado en absoluto, pero los dos fingíamos estarlo, nos contó Wade. Un padre y un hijo charlando de sus cosas en la ladera de una montaña. Un padre y un hijo, dijo Wade. Mi hijo. Raymond, mi hijo. Él estaba un poco más arriba, yo un poco más abajo, los dos sentados en el suelo. Y en ese momento sucedió algo. Había una tormenta a lo lejos, en las montañas. Pero no era realmente una tormenta. Eran esos rayos que hemos visto a veces, esos rayos que parecen caer de las nubes. Raymond dio un salto al verlos. Dijo que eran esos rayos los que habían matado a la mayoría de sus compañeros. Pensaba que habían sido los salvajes, le dije calmosamente. No, no, a los salvajes no les tengo miedo, dijo Raymond. Mataron a dos de los míos con sus cerbatanas, pero luego hicimos con ellos un buen escarmiento y nos cogieron miedo ellos a nosotros. ¿Sabes lo que hicimos?, dijo riendo. Cogimos a dos de sus mujeres, y las violamos hasta hartarnos. Luego las atamos a unos árboles y las abrimos en canal. Las dejamos allí, con los intestinos colgando, y vivas. Gritaban como cerdas, dijo Raymond. Después de eso, los salvajes no volvieron a acercarse a nosotros.
¿Por qué me cuentas eso, Raymond?, le pregunté sintiendo que se me revolvían las tripas. ¿Te sientes orgulloso de lo que hiciste? Sólo son salvajes, dijo Raymond. Desollaron a uno de los nuestros. ¡Empezaron a desollarle cuando aún estaba vivo! Ni siquiera se molestaron en matarle antes. Son como animales, y recibieron lo que se merecían.
Los rayos estaban ahora más cerca. Los veíamos acercarse en la dirección donde, según creo, está el valle en el que nosotros vimos al gigante azul. Rayos de luz que caían del cielo a la tierra.
Raymond estaba aterrorizado. Me preguntó si había visto al gigante. Me dijo que había sido el gigante el que había destruido al resto de sus compañeros. Los había quemado vivos con sus rayos, me dijo. ¿Qué gigante, Raymond?, le dije fingiendo que no sabía de qué me estaba hablando. No es más que una pequeña tormenta eléctrica. Me estás mintiendo, dijo él, ¿cuánto tiempo llevas en esta isla? Tienes que haber visto al gigante. Tranquilízate, le dije. No hay ningún gigante. Se levantó, mirando a lo lejos con gesto de terror. Me apuntó con la escopeta, diciéndome que no le siguiera y que no me moviera de donde estaba. Fue retrocediendo colina abajo, caminando hacia atrás, sin dejar de apuntarme para asegurarse de que no le seguía. Yo había venido del norte, de la costa. Los rayos se veían hacia el sudoeste. Raymond se movía ahora en dirección al este-nordeste, hacia el territorio donde están los guerrilleros. Cuando estaba a unos ciento cincuenta metros, colina abajo y todavía apuntándome con su escopeta, se dio la vuelta y echó a correr. Poco después le perdí de vista. No tenía ninguna intención de seguirle. De modo que me quedé allí, en lo alto de la colina, nos contó Wade, lleno de preguntas, absolutamente confuso, y con los ojos abiertos como platos.
—Pero ¿era Raymond de verdad? —dijo Joseph—. ¿Pudiste verle bien?
—¿Eres tú Joseph de verdad? ¿Soy yo Wade? —dijo Wade—. Sí, era Raymond, o al menos era alguien igual que Raymond.
—¿Crees que estaba diciendo la verdad? —le preguntó Christian—. ¿Crees que lo que te contó era cierto y que él no está con los Insiders?
—No sé qué creer —dijo Wade—. Mi hermano Raymond está en la cárcel en Connecticut, y seguirá allí dentro durante bastante tiempo. Es imposible que un idiota como él se haya escapado y haya logrado salir del país y haya terminado en esta isla. Si por un milagro del cielo Raymond hubiera logrado escapar de la cárcel, le habrían encontrado a las pocas horas y le habrían vuelto a encerrar.
—No es imposible —dije yo—. Es, simplemente, muy difícil de creer. Pero no imposible.
—A lo mejor hizo un trato —dijo Joseph—. Si estaba metido en líos de drogas pudo hacer un trato, dar unos nombres de peces gordos y lograr una reducción en la pena. Incluso podría haber entrado en un programa de protección de testigos. Un destino de limpiasuelos en un hotel de Nassau no parece lo peor del mundo.
—No lo entendéis —dijo Wade mirándonos a todos con sus ojos azules muy abiertos—. No es eso lo que sucede. No hay nada de eso. No era él realmente. Eso es lo que intento decir. Todo lo que me dijo eran idioteces. Lo de los salvajes que viven en un archipiélago a setenta millas de aquí y vienen a esta isla a practicar rituales antropófagos. Lo de los trece hombres, muertos y desaparecidos uno a uno. Lo de mi supuesta paternidad… No, no, eso no es posible. Es sólo lo que yo deseo, lo que yo invento. No era él. No puede ser cierto.
—¿Quieres decir que era una especie de fantasma? —dijo Violeta.
—Sí, señora, algo así —dijo Wade—. Eso es lo que creo. Un fantasma. Una especie de fantasma. Creo que era una creación de la isla. Creo que la isla crea cosas para nosotros. Creo que la isla es un ser inteligente. Probablemente, ni siquiera sea una isla. ¿No era eso lo que decían aquellas palabras escritas en una pared: «esto no es una isla»?
—Pues si no es una isla, ¿qué es? —dijo Joseph—. Lo siento, Wade, pero yo me niego a creer en fantasmas y en islas inteligentes. Todo eso está muy bien para alguien que tenga un alma de poeta. Pero apliquemos la navaja de Occam, ¿OK? Supongamos que Raymond no es un fantasma, sino una persona de carne y hueso. Supongamos que realmente está con los Insiders, que es lo más lógico, porque su historia de caníbales y de hombres quemados vivos parece más una película de terror que algo que pueda suceder realmente. Todo lo que te ha dicho tenía un solo objetivo: asustarnos. «Los salvajes son verdaderos salvajes. Los salvajes son caníbales. Los rayos matan a la gente. No entréis en la isla. Quedaos en la costa». Es el mismo mensaje de siempre.
—Es imposible que eso que vi fuera Raymond —dijo Wade—. Eso que vi no puede ser mi hijo. Eso que vi no era más que un demonio.
Noboru dijo que eso que había visto Wade era, en efecto, un espíritu. Dijo que la isla estaba llena de espíritus, que no era el primero que veíamos y no sería el último.