LA VIDA Y LOS SUEÑOS EN LOS LIBROS
LA invitación de la Biblioteca Nacional a participar, en mayo de 2009, en un ciclo de conferencias sobre la biblioteca del orador me hizo pensar en la vida y los sueños que encontré en los libros, una reflexión que significaba la memoria de mi vida entera.
El lugar que ocupan los libros en la vida de una persona presenta muy diferentes posibilidades: para algunos, los libros no existen, no pertenecen a su mundo cuotidiano; para otros, los libros son objetos de valor ornamental que proporcionan un aura de respetabilidad a los moradores de una vivienda en la que se exhiben algunos libros. Por fin, existen unos pocos para quienes los libros han representado una pieza sustantiva en su vida y en sus sueños.
¿De qué podría depender cada una de las opciones? No seamos presuntuosos los que sentimos afecto por los libros. A mi parecer todo se debe a las circunstancias que nos han venido dadas cuando comenzábamos a caminar por la vida. La educación sentimental que nos han proporcionado o que hemos conquistado con atisbo de rebeldía va a condicionar nuestras inclinaciones posteriores. Mi educación sentimental es acreedora de las tentaciones que pusieron ante mí, y de los territorios culturales que mi libertad me empujó a conquistar.
Niño de una triste posguerra, pasto de la grisura de la época, de la opresión y de la búsqueda de un camino de libertad, fui marcado por una desbordante imaginación infantil y una pesada responsabilidad derivada de mis circunstancias familiares.
La generación a la que pertenezco carecía de un magisterio natural. La inmensidad de los profesores, intelectuales y artistas yacían en las prisiones, debatían su supervivencia fuera de los centros educativos, en los campos de concentración, se acomodaban al duro pan del exilio o reposaban en los cementerios por la bárbara política de exterminio de los recientes dueños del poder.
Por ello nuestra educación fue autodidacta y a escondidas. Un viaje lleno de meandros y recovecos con una ausencia total de ordenación en la adquisición del conocimiento y con amplias y profundas lagunas cubiertas después a base de traspiés.
Aun con todo tuve suerte.
En primer lugar porque mi progenitor sentía veneración por la facultad de leer. Había aprendido él en soledad, en los campos de Andalucía, mientras pastoreaba a los animales del señor del lugar. Este injusto hecho —un niño que aprende a leer sin maestro, en los campos— le hizo comprender la importancia de no ser iletrado. Así que con cada hijo —y pasó de la docena— mi padre asumió el laborioso oficio de enseñarle a leer. De esta manera al llegar a la escuela y situarme los profesores en el aula parvulario, tras comprobar mi conocimiento de la lectura y escritura, fui trasladado a la clase número tres, lo que supuso una especie de marca, roce del ala del ángel literario, todos me miraban como si admirasen en mí una capacidad muy lejos de tener. Me sentí obligado a responder con una seriedad inadecuada para la edad, pero así, poco a poco, fui labrándome una fama de estudioso, lector, responsable, que me colocó en una situación que favorecía mis posibilidades de lectura.
Segunda ayuda. En la casa no había más que contados libros, pero esos libros cobraron un sentido mágico para mí. En las noches de invierno, reunidos todos alrededor de la camilla, esperábamos a que mi padre abriese el grueso volumen y comenzase a leer en voz alta. ¿Qué libros recuerdo? Pablo y Virginia, un folletón romántico, y Los miserables, de Victor Hugo.
Tercer apoyo. En el colegio imponían una hora diaria de biblioteca. Contábamos con un amplio armario repleto de libros. Los profesores nos aconsejaban, especialmente la biografía de Miguel de Mañara, personaje que daba nombre al colegio, pues estaba éste situado en el palacio del prócer que inspirase a Tirso de Molina el personaje de Don Juan, de tanta proyección posterior en teatro, música, cine y psicología. Después los alumnos íbamos turnando la elección de libros. Como por juego topé con un tomo gigante de las comedias de Lope de Vega. Al finalizar el primer curso de bachillerato se entregaban unos premios a los alumnos que hubiesen obtenido las mejores calificaciones. Yo ocupaba el primer puesto en la nómina. Así que llegado el momento de la elección tuve el privilegio de ser el primero en escoger entre todos los regalos que ocupaban el amplio descanso de la escalera del palacio-colegio. El director me susurró que el mejor regalo era una pluma Parker, en aquellos años objeto de deseo para muchos. Opté por dos tomitos de la colección Austral con harto disgusto de los profesores. Fueron los primeros libros de mi biblioteca personal: las Novelas ejemplares, de Cervantes, y El abismo y otros cuentos, de Turgeniev. Me entusiasmó su lectura. Del relato «El abismo» me atreví a escribir un guión cinematográfico a la edad de once años.
Cuando quedó exprimido el armario-biblioteca del colegio viajé al fondo de la Tierra en búsqueda de libros.
Cuarto. Ventana al mundo. Supimos de la existencia de la Casa Americana de Sevilla. Allí descubrí una literatura nueva de un mundo desconocido. John Steinbeck fue un golpe en medio del rostro. Las uvas de la ira, novela de la depresión de los años treinta en Estados Unidos y tan de actualidad en nuestros días, me condujo de forma sorpresiva a una realidad dura y a un estilo narrativo lineal, directo, sencillo y comprometido. ¿Aquello era la vida, aquello era el mundo? Steinbeck me ofreció con su estilo anguloso, cortante, lo que significaba la lucha por la vida, pero también el amor o la amistad. Tuve días transidos de emoción por la lectura de Dulce jueves y La perla. A vuela pluma, sin método, ni ordenación, tropecé con el teatro. Eugene O’Neill, con sus obras completas, me esperaba en un anaquel de la biblioteca. Se confirmó para mí entonces como la plenitud, el teatro, el lector como creador, el lector como un dios, capaz de dar una existencia a cada personaje. Cerré con él un compromiso para toda la vida, el teatro como fuente inagotable de placeres mundanos y espirituales.
Quinta estación. Amigos y compañeros de estudios. Si pretendo ser exacto, debo decir los padres de los compañeros. En sus casas fuimos descubriendo imponentes tesoros, autores muchos de ellos olvidados que hicieron las delicias de nuestras horas de siesta, que ocupábamos en tranquilas lecturas. Felipe Trigo, Pedro Mata, Blasco Ibáñez, Pérez de Ayala (¡cuánto disfruté con Belarmino y Apolonio!), Benito Pérez Galdós, las Sonatas de Valle-Inclán, y Antonio Machado; su poesía me cautivó y su prosa habría de hacerme caminar en la vida hacia una visión socialista. Fue, más concretamente, la lectura de un pequeño texto en el que Machado cuenta que asistió en el Retiro siendo niño, de la mano de su padre, a una concentración de trabajadores en la que lució su oratoria Pablo Iglesias. Machado recordaba que «la voz de Pablo Iglesias tenía el timbre inconfundible de la verdad humana». Esta frase me hizo cavilar durante bastante tiempo, hasta que logré encontrar en la biblioteca del padre de un amigo un libro que hablaba de aquel Pablo Iglesias cuya voz, en el decir de Machado, me había subyugado. Se trataba de la biografía de Juan José Morato.
Si la prosa de Machado me sirvió de orientación en el campo de las ideas políticas, su poesía me ha acompañado durante toda la vida. He contemplado épocas en las que el desdén y hasta el menosprecio era la respuesta a su obra, con otras de exaltación. Yo le he sido siempre fiel lector y me alegra que hayan vuelto las aguas a su cauce justo.
Un clarinetista de la Orquesta de Sevilla me proporcionó los libros de Ortega y Gasset y del doctor Marañón. En la escuela descubrí a Molière, que me fascinó.
Sexto, el festín en mi adolescencia. La aparición en mi provinciana ciudad de un personaje nuevo, el vendedor en casa de las obras completas que publicaba la editorial Aguilar, cambió mi vida de lector. Volúmenes gruesos, páginas en papel biblia, y un compendio agrupado de todas las obras de cada autor.
Primero devoré a los autores rusos: Fiódor Dostoievski, Antón Chéjov y Liev Tolstói. De ellos aprendí cuanto sé del alma humana, de las relaciones de dominio y dependencia entre los seres, de la autocondena moral por una educación religiosa opresiva; mi corazón reía y lloraba con los nuevos amigos de las novelas, los cuentos y el teatro.
Sin conciencia de la gravedad de lo que hacía me sumergí en las obras completas de William Shakespeare y todo se me revolucionó. Sus dramas, sus tragedias, sus sonetos me abrieron un campo de rosa y esmeralda. Supe que el escritor presenta sus dones en formas literarias. Pronto descubrí que muchos de sus relatos no pertenecían a Shakespeare, que los había tomado prestados. Y quise comprobar cuánto demérito encontraría en ello.
Localicé el modelo para El mercader de Venecia, el cuento de la Toscana del siglo XIV firmado por Giovanni Fiorentino. La pieza de Shakespeare volaba sobre él. Indagué en Plutarco, en sus Vidas paralelas, en la de Antonio se inspirará el inglés para su Antonio y Cleopatra, elevándose el texto en forma literaria sobre Plutarco. Válgales un solo ejemplo en el que Plutarco describe el momento en que Antonio toma fijeza en la belleza de la reina egipcia: «Se resolvió a navegar por el río Cidno en chalana con popa de oro, que llevaba velas de púrpura tendidas al viento».
Shakespeare hace otro tanto y admírense del texto:
Fue sobre el río Cidno. […] La galera en que iba sentada, resplandeciente como un trono, parecía arder sobre el agua. La popa era de oro batido; las velas de púrpura, y tan perfumadas que dijérase que los vientos languidecían de amor por ellas; los remos, que eran de plata, acordaban sus golpes al son de flautas y forzaban el agua que batían a seguir más aprisa, como enamorada de ellos. En cuanto a la persona misma de Cleopatra, hacía pobre toda descripción. Reclinada en su pabellón, hecho de brocado de oro, excedía a la pintura de esa Venus, donde vemos, sin embargo, la imaginación sobrepujar a la Naturaleza. En cada uno de sus costados se hallaban lindos niños con hoyuelos, semejantes a Cupido, sonrientes, con abanicos de diversos colores. El viento parecía encenderles las delicadas mejillas, al mismo tiempo que las refrescaba, haciendo así lo que se deshacía. […]
Sus mujeres, parecidas a las nereidas, como otras tantas sirenas, acechaban con sus ojos los deseos y añadían a la belleza de la escena la gracia de sus inclinaciones. En el timón, una de ellas, que se podría tomar por sirena, dirige la embarcación; el velamen de seda se infla bajo la maniobra de esas manos suaves como las flores, que llevan a cabo listamente su oficio. De la embarcación se escapa invisible un perfume extraño que embriaga los sentidos del malecón adyacente. La ciudad envía su población entera a su encuentro, y Antonio queda solo, sentado en su trono, en la plaza pública, silbando al aire, que, si hubiera podido hacerse reemplazar, habría ido también a contemplar a Cleopatra, y creado un vacío en la Naturaleza.
Observar estas diferencias fue lo que me hizo enamorarme de la literatura, de los libros, de los personajes.
No escapa a la copia de otra pieza el propio Cervantes, pues en el episodio en el que Sancho, gobernando la Ínsula, hace justicia a un acreedor mediante el ardid de las monedas en el báculo (capítulo XLV de la segunda parte) reproduce la historia contenida en la vida de san Nicolás de Bari inserta en la obra La leyenda dorada, de Jacopo della Voragine, monje del siglo XIII. Aunque Cervantes declara en el pasaje «que había oído contar otro caso como aquél al cura de su pueblo», para dejar claro que no era creación propia.
En este terrible desorden de mi educación vino a mis manos Las cuitas del joven Werther, en la vieja versión de José Mor de Fuentes, cuando caí prisionero del arte narrativo de Goethe. Una visión romántica, nostálgica, un joven —atiéndase que era yo un adolescente— que no puede comprender cómo Carlota puede amar a otro hombre, cuando él, Werther, la ama «con un amor tan perfecto, tan profundo, tan inmenso; cuando no conoce más que a ella, no ve más que a ella, ni piensa más que en ella».
Y Werther exclama: «¿No sabéis hablar de nada sin decir: esto es una locura, eso es razonable, tal cosa es buena, tal otra es mala? ¿Qué significan todos estos juicios?».
Era una invitación a la libertad de criterio, a la ruptura de prejuicios y convenciones.
Y al mismo tiempo, Werther expresa la ambigüedad de nuestras creencias y afirmaciones:
Muchas veces se ha dicho que la vida es un sueño, y no puedo desechar de mí esta idea. Cuando considero los estrechos límites en que están encerradas las facultades activas e investigadoras del hombre; cuando veo que la meta de nuestros esfuerzos estriba en satisfacer nuestras necesidades, las cuales, a su vez, sólo tienden a prolongar una existencia efímera; que toda nuestra tranquilidad sobre ciertos puntos de nuestras investigaciones no es otra cosa que una resignación meditabunda, y que nos entretenemos en bosquejar deslumbradoras perspectivas y figuras abigarradas en los muros que nos aprisionan; todo esto me hace enmudecer. Me reconcentro en mí mismo y hallo un mundo dentro de mí; pero un mundo más poblado de presentimientos y de deseos oscuros que de realidades y de fuerzas vivas. Y todo, entonces, se tambalea ante mis sentidos, y sigo por el mundo con mi sonrisa de ensueño.
El lado romántico de mi espíritu lo adquirí en el Werther de Goethe, cuya huella seguí a través de una novela que me despertó a la realidad de las fidelidades e infidelidades amorosas, Las afinidades electivas, que podríamos calificar de anti-Werther por llevar al lector de la desesperación a la placidez de las vidas entrelazadas por afinidades. Me hizo amanecer a una realidad de relaciones entre hombre y mujer que contradice en muchas ocasiones la que la apariencia hace creer. El amor, descubrí, podría estar más allá de los códigos aceptados como índices de una actitud moral. Las convenciones, voluntariamente aceptadas, pueden ser asoladas por el impulso del amor, y no representar falta ética alguna. El poeta sevillano lo dirá muchos años después: «Porque en amor, locura es lo sensato».
Fue mi adolescencia una época de atracón literario, en algunos casos hoy incomprensible para mí. ¡Qué locura leer de un tirón las obras completas de Ugo Betti, del que sólo queda en mi memoria el drama Corrupción en el Palacio de Justicia, como todas las piezas del olvidado Michel de Ghelderode!
Como vendaval me arrasó la poesía de la generación del 27 y del 14. A Machado se unirían Federico, Miguel Hernández, Rafael Alberti, León Felipe, Jorge Guillén, Juan Chabás, Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Juan Ramón y Juan Gil-Albert. No puedo dedicar el espacio que necesitaría para glosar lo que representaron estos poetas para mí, me ayudaron a ver lo que estaba ante mis ojos y yo no reconocía, y siempre bailando o cantando a un ritmo musical que penetraba en mí con más intensidad que los textos de análisis, los ensayos, los libros de historia. Comprobé que la vía sensorial es más eficaz que la intelectiva, que se guardan con mayor fuerza las impresiones que provoca la poesía que los textos en prosa. No es una cuestión de memorizar, sino de albergar sensaciones que ya no nos abandonarán.
En medio de la modernidad poética me di de bruces con un hombre del siglo XV y desde aquel instante se convirtió en la cima de la perfección para mí. Les hablo de Jorge Manrique y sus Coplas a la muerte de su padre, el maestre don Rodrigo, una de las más bellas creaciones líricas de toda nuestra literatura. El poeta quiso rendir admiración y amor filial a quien fuera modelo en su vida, su padre, e inmortalizando al héroe se inmortalizó a sí mismo.
La elección de las coplas de pie quebrado compuestas de parejas de sextillas tuvo tal éxito que pasaron a llamarse «coplas manriqueñas».
El tema central de las Coplas es el de la muerte, con las derivaciones que nos recuerda de la fugacidad del tiempo, de la fortuna, de la insignificancia de los bienes materiales. No es, pues, un tema original, viene desde el vanitas vanitatum del Eclesiastés y se encuentra en toda la literatura cristiana de la Edad Media, en la tradición. ¿Por qué, pues, pasados cinco siglos nos conmueven las Coplas?
Después abrevé en los clásicos eternos: Sófocles (me apasionó su Antígona, que llegué a representar en los escenarios), Séneca, Platón, Aristóteles y Plutarco, que me hicieron disfrutar serenamente, haciéndome comprender que el hombre moderno, del siglo XX y XXI, está zarandeado por las mismas pasiones que el del mundo clásico: el amor, el poder, el dinero, los celos, la soledad, la búsqueda del sentido de su existencia. Y paseando por ellos, en los clásicos, el gran encuentro: el insigne hidalgo, don Quijote de la Mancha.
Sobre el Quijote se han afincado ciertos mitos que es conveniente deshacer. Todos sabemos que es una obra literaria muy importante y a la vez es una obra que no se lee mucho entre nosotros.
Cuando la Academia Noruega propuso a cien escritores de todo el mundo que eligieran la mejor novela de todos los tiempos, cincuenta escritores citaron en primer lugar el Quijote, de Cervantes. Tras él se situaron Dostoievski, Faulkner y García Márquez. Cenando con Gabriel García Márquez en la ciudad de México me confesó que estaba releyendo el Quijote (lo había leído en su infancia) y que estaba fascinado, que compendiaba toda la literatura posterior. Carlos Fuentes, que compartía mesa con nosotros, reafirmó su convicción de que estamos ante la obra más importante de la literatura universal.
Para los grandes escritores es una obra capital. Sin embargo, los lectores no son tan numerosos como se podría esperar. ¿Por qué? Porque se ha cimentado el mito de que es una novela aburrida, inacabable, difícil de soportar. No estoy de acuerdo. Especialmente a los que no hayan leído el Quijote quiero decirles que se trata de uno de los libros más divertidos y graciosos que podemos leer.
No sólo debemos la invención de la novela al autor del Quijote, también cuenta las muy avanzadas innovaciones que en ella hará hasta el punto de permitirnos opinar que la literatura toda se encuentra en la historia del caballero de la Mancha.
Es como si hasta entonces el arte literario se asemejara a un telón pintado, con cuanta gracia, realismo y verismo se quiera, pero como una pintura que reflejara la realidad. ¿Qué hará Cervantes con el Quijote? Rasgar el telón, invitarnos a ver la vida real, no su representación. Envía a don Quijote a viajar por campos, ventas, villas y ciudades para que rasgue el telón, para que abra el mundo ante el caballero andante con la desnudez de su prosa cómica, ese espíritu destructor de los convencionalismos previos será ya la seña de identidad del arte de la novela, como dijo Milan Kundera.
En el Quijote vamos a contemplar el taller de la novela, convivirán personas de ficción con otras que les hablan de la novela que está desarrollándose. Don Quijote va a encontrar a personajes que le hablarán de la novela del Quijote.
Algunos conocerán la película de Woody Allen La rosa púrpura de El Cairo, en la que los protagonistas del film salen de la pantalla para conversar y aun enamorarse de una espectadora que los observa desde su butaca. Esta innovación, muy celebrada en su estreno, reitera la invención de Cervantes en el Quijote.
En verdad, un coetáneo por pocos años de Cervantes ya había trasladado la originalidad de Cervantes a otro arte. Velázquez, cuando pinta Las meninas, cumple con la exigencia de la época, pinta a los reyes, pero lo hace rasgando el telón, ofreciéndonos el taller del artista, las meninas jugando, al pintor mismo, y allá al fondo, en el espejo, la pareja real.
Cervantes descubre el arte de la novela, sitúa al lector ante una historia que es trasunto de la suya propia. Como dijo Marcel Proust:
Todo lector es, cuando lee, el propio lector de sí mismo. La obra del escritor no es más que una especie de instrumento óptico que ofrece al lector para permitirle discernir aquello que, sin ese libro, él no podía ver de sí mismo. El hecho de que el lector reconozca en sí mismo lo que dice el libro es la prueba de la verdad de éste […].
Proust no hace más que definir el sentido del arte de la novela que Cervantes creó con su Quijote.
Séptima. Penúltima parada. De adolescente a adulto. En mi juventud, algo madurada ya, recibí estímulos numerosos y bien diferentes.
Sentí una atracción muy fuerte por cinco novelas que venían a producir la ruptura del mundo cultural patriarcal, con la emancipación de la mujer como acompañante fiel desde el punto de vista físico, social y cultural. La primera, Madame Bovary, de Flaubert, con una arquitectura narrativa perfecta de la que habrían de beber muchos autores después. Junto a ella La Regenta, de Clarín; El primo Basilio, de Eça de Queirós; Ana Karenina, de Liev Tolstói, y Effi Briest, de Theodor Fontane. Las he leído muchas veces con dedicación y con un placer espiritual renovado, de manera especial La Regenta, porque la obra de Clarín expone el tema de la liberación femenina, dibujado en un contexto social que convierte la novela en una inagotable fuente de comprensión de la historia de nuestro país y de la realidad social de la época y de nuestra actualidad.
En efecto, Clarín nos sitúa a la joven Ana Ozores inadaptada a la rutina, la mezquindad y el vacío provinciano en la vieja Vetusta (el comienzo: «Vetusta, la heroica ciudad, dormía la siesta»), desatendida por su viejo marido, Quintanar, y cortejada por dos hombres: el magistral de la catedral, Fermín de Pas, y el crápula de la ciudad, Álvaro Mesía. Vetusta no puede perdonar el crimen de Ana, un adulterio que escapa a la inmoralidad «ética» convencional de la sociedad. La novela podría definirse así: la verdad como escándalo (G. Torrente Ballester).
Pero el lector puede escudriñar en la organización de la sociedad, la España del XIX (¿nada más que de aquel siglo?), y descubrir los círculos en los que se asienta el poder de la sociedad: la catedral, centro de mando del magistral; la aristocracia, el palacio del marqués de Vegallana; y el casino, dominio de la burguesía donde brilla el donjuán provinciano, Álvaro Mesía.
Extramuros de la ciudad, desatendidos, sin participación en la marcha de la sociedad, el pueblo llano. En La Regenta encontré una sabiduría literaria excepcional, cómo contar una aventura amorosa proporcionando información y comprensión de la realidad social.
La cartuja de Parma fue la introducción en los dominios de la perfección en la necesaria identificación con hechos y relatos. Los parabienes y las desventuras de Fabrizio del Dongo los incorporé a mi vida como algo natural, como si ése hubiese sido mi entorno familiar. Nunca había experimentado un embeleso como el que me produjo la lectura del enamoramiento de Fabrizio, preso en la torre de Farnesio, de la bella joven hija del gobernador de la ciudadela, y todo a través de una estrecha rendija de la ventana clausurada, por la que Fabrizio observaba durante unos minutos a Clelia mientras ella atendía a sus pájaros.
Stendhal representó para mí la pureza de la literatura hasta tal punto que llegué a distinguir dos clases de personas, los que preferían La cartuja y aquellos otros que se inclinaban por Rojo y negro. Es obvio que yo pertenezco a la primera categoría.
Dirigí después mi entusiasmo hacia los clásicos modernos: Balzac, George Eliot (Middlemarch figura entre las mejores novelas leídas, desde luego la mejor firmada por una mujer), Jane Austen. Otras autoras a las que he dedicado gran atención son Elizabeth Barrett Browning, cuya trayectoria he seguido de Londres a Florencia; Emily Dickinson, ejemplo de determinación al practicar un estilo propio; Elizabeth von Arnim, y Willa Cather.
Cuando llegaron a España los ecos de la rivalidad de los lectores de Jean-Paul Sartre y Albert Camus, yo era ya un asiduo de los dos. Los caminos de la libertad me causó una honda impresión. El extranjero significó un choque formidable con el triste, lánguido, apagado mundo en el que vivíamos aquí. Sartre —a quien, por cierto, conocí en 1964, estaba sentado en un café frente a la puerta del Perdón de la catedral sevillana— me apasionó, llegué a llevar a escena Huis clos (A puerta cerrada); Albert Camus me enamoró. Y ése fue mi pecado, puesto que la élite del momento sentenció como una desviación burguesa la preferencia por Camus. Pasado el tiempo, los cenáculos intelectuales cambiaron la condena, y resultaba muestra de atavismo estalinista leer a Sartre, pues ya se sabe que el valioso y valeroso era Camus. Lo más chusco y grave al mismo tiempo es que fuesen las mismas personas las que me descalificaban por burgués (leer a Camus) o postestalinista (leer a Sartre). Como para tomar en cuenta los veredictos de los que implantan las modas.
Les hablé antes de El extranjero, pero sería mucho más tarde, con la publicación de su novela póstuma, cuando mi atención por la literatura camusiana llegaría a su esplendor. El primer hombre constituye para mí una de las piezas más estremecedoras que he leído nunca. Es la vida, podría decir mi vida, lo que encuentro en sus páginas.
No comprendí cuánto debo a esa novela hasta que un amigo, tras leer el primer volumen de mis memorias, confesó haberle recordado a El primer hombre. Me hizo reflexionar sobre el influjo que tuvo la novela para mí.
Tras la literatura del compromiso llegó la inmensa gratitud por un escritor total; su obra podría llenar la vida de un lector. Les hablo de À la recherche du temps perdu, del gigante Marcel Proust. Es uno de esos casos, como el Quijote, en los que no puedo entender la consideración de obra tediosa con que la despachan tantos. Su lectura me desconcertó, me confundió, me arrebató y sigue siendo el manantial sereno donde acudir en trances tanto de aflicción como de buenandanza.
Se sabe que, cuando Céline Cottin le sirve a Proust un bizcocho al regresar en la madrugada del 1 de enero de 1909, el escritor lo introduce en la taza de té; al probarlo, su sabor le despierta un tiempo ya pasado; le pareció percibir un aroma de azahar y geranios, el del jardín de su tío abuelo. Aquel sabor había dormido durante años ¿en su memoria?, ¿en su paladar?
En aquel momento Marcel Proust supo que su novela sería una trasposición simbólica de ese juego de azar de la memoria, su creación de un mundo personal en el que las sensaciones abandonadas en nuestra más profunda forma de conciencia se avivan al producirse la asociación de las sensaciones de dos tiempos separados; en un instante se puede recuperar el tiempo pasado. Su obra trataba de ir en busca del tiempo perdido.
La historia del bizcocho, convertido en magdalena en la novela, me impulsó a escribir un pequeño trabajo hace treinta años ya, L’expérience de la madeleine, que me solicitó la revista literaria norteamericana The Reading Room para un número dedicado a España. Yo lo escribí en francés, se publica en inglés, en una traducción de Barbara Probst Solomon.
La experiencia capital de la memoria involuntaria constituye para Proust el fundamento mismo del recurso de la metáfora, en virtud de una equivalencia muy simple según la cual la metáfora es al arte lo que la reminiscencia es a la vida, la aproximación de dos sensaciones por «el milagro de una analogía».
Proust realiza una especie de revolución kantiana: donde el novelista giraba alrededor del mundo, él hace girar al mundo alrededor del novelista.
En La prisionera, Proust habla de la autocontemplación como de la dimensión esencial de la obra moderna. Dirá:
Percibí que el libro esencial, el único libro verdadero, un gran escritor no tiene, en el sentido corriente, que inventarlo, puesto que ya existe en cada uno de nosotros, sino traducirlo.
En busca (o a la busca) del tiempo perdido ha sido la novela más importante para mí, después del Quijote, la que más he leído, en original y en las versiones publicadas en castellano (Salinas-Consuelo Bergés, Carlos Manzano y Mauro Armiño), a la que debo más horas de placer por la lectura.
La difusión de una joven generación de escritores latinoamericanos me impuso la lectura de nuevos valores del realismo mágico. Leí con delectación a Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa, Bryce Echenique, Álvaro Mutis y otros más. Pero ya conocía yo la literatura de América antes de la llegada de la generación del boom literario y debo confesar que como generación literaria prefiero la anterior, Alejo Carpentier, Juan Rulfo, Ernesto Sabato, Augusto Roa Bastos, Mujica Láinez (qué lección de novela histórica Bomarzo, qué traducción genial de los sonetos de Shakespeare, qué obra El gran teatro).
Durante una larga temporada quedé prendido del fin de siècle vienés. Aquel final del siglo XIX en la estática ciudad de Viena reunió una pléyade de artistas extraordinaria. El talento, el buen gusto se dieron cita en un final de siglo cargado de emotividad y vanguardia, de tradición y firmeza.
La poesía de Hofmannsthal, los relatos de Stefan Zweig, las novelas de Arthur Schnitzler, las investigaciones de Sigmund Freud, la filosofía de Weininger, la arquitectura de Wagner se mecen al compás de las sinfonías de Mahler, Bruckner, Werfel y los valses de Strauss. Un estilo de ser, marcado por el arte, la frivolidad y la vida en el café, hogar de una clase media ilustrada que encuentra refugio en la culta tertulia en derredor de una mesa de mármol y unos periódicos gratuitos en sus perchas a disposición de los clientes.
Conforme al agudo análisis de Claudio Magris, descrito por Josep Casals en su magistral Afinidades vienesas, la transfiguración mítica de estos protagonistas de la decadencia imperial participa del mismo juego que las operetas de Strauss: un juego consistente en transformar «los últimos días de la humanidad» en un «paraíso sin árbol del conocimiento ni serpiente ni hoja de parra». Un juego paralelo a aquel por el que la burguesía imita los usos y la cultura de la aristocracia, mientras que ésta se acerca a la burguesía en el otro sentido de esa vía abierta por el dinero.
En España había irrumpido una nueva narrativa y una poesía que, sin abandonar lo social, se inclinaba por la lírica de la experiencia: los Goytisolo, José Agustín, Juan, Luis, Juan Marsé, García Hortelano, Victoriano Crémer, Ángel González, el gaditano Pepe Caballero Bonald, Jaime Gil de Biedma y tantos otros que leí devorando sus libros.
Me detendré sólo en tres autores que me hicieron vibrar por razones bien diferentes. Hablo de Luis Martín-Santos, Juan Gil-Albert y Julián Ayesta.
Martín-Santos me hizo entender cómo la inteligencia analítica podía ponerse al servicio de una narración en la que el escalpelo se aplicará a la sociedad al tiempo que renovará el estilo literario.
En Juan Gil-Albert «la poesía había brotado para salvar a la prosa del peligro de poetizarse».
En el escribir prosa [está su] aceptación de la vida, en [su] despertar poético, la opción, asombrada, de la perennidad. La prosa es la fugacidad de lo que va de camino, la poesía, el armazón inasible de lo instaurado incólume. El triunfo de lo perpetuo intacto en medio del frenesí movedizo de lo constante que se extingue.
Gil-Albert nos enseña que «la estética [es] el medio más noble de la educación humana». La estética «ni coartada como la moral ni inhumanizada como la ciencia. La estética ha sido el descubrimiento humano que consigue unificar en el hombre, de un solo soplo, las acciones del corazón, de la inteligencia y de la sensibilidad».
Y es que para mí en la literatura y en la vida existe un principio prevalente: «No todo fruto cae del árbol a golpes forzados ni, como tanto se lleva hoy, por su apropiación antes de tiempo, a mansalva y en agraz».
Julián Ayesta y su Helena o el mar del verano me reconcilió con mis luchas internas, mis tendencias contrapuestas, pues no hay integración sin conflictos.
Sólo podemos entrever el resultado de un camino de la vida en el tiempo. La solución del conflicto de las oposiciones puede intentarse por diversos caminos. De ahí que el camino histórico del hombre se muestre amenazado de extravíos. De lo que Hölderlin llamara vía sin punto intermedio ni clara resolución, una vía excéntrica:
La vía excéntrica, que el hombre, en comunidad y en solitario, recorre desde un punto (el de la inocencia más o menos pura) hasta otro (el de la cultura más o menos consumada), parece ser siempre igual en sus tendencias esenciales.
En la revista Garcilaso, en 1944 publica Julián Ayesta el cuento «La soledad», y ya se puede comprobar el dominio que posee del lenguaje, recordando al James Joyce de Retrato del artista adolescente, pero es en su novela Helena o el mar del verano cuando Ayesta alcanza su magnificencia.
Ábrase el libro y comience la lectura:
El dulce de guinda brillaba rojísimo entre las avispas amarillas y negras y el viento removía las ramas de los robles, las manchas de sol corrían sobre el musgo, sobre la hierba suave y húmeda […].
Cómo no quedar deslumbrado ante este inicio de descripción del almuerzo en el jardín.
Expreso mi plena coincidencia con lo que escribió María Alfonso cuando apareció la novela en 1952:
Este libro no está escrito para el lector superficial, sino para el avisado que dentro de él puede ver, en su brevedad, una obra de arte desbordante de emoción, de intención y de delicadeza.
La historia es mínima, la familia del narrador pasa el verano entre risas y juegos. De los niños será Helena la primera en salir de la infancia y en sentir los primeros enamoramientos.
Temblando, con voz ronca, con una voz que no era mía, que no se sabía de dónde había salido, le dije: «Helena…, te quiero». Y Helena, serena, sin dejar de mirarme a los ojos, grave y hermosa, se fue dejando atraer, y cuando tuvimos los labios muy cerca me dijo: «Y yo a ti más». Y yo bebí el aliento de aquellas palabras; las bebí, las respiré, no las oí.
Cada vez que leo esta novela se renueva para mí la emoción, intacta, como la primera. Es una verdadera narración lírica y, como dijo Julián Ayesta, «el lector de un poema lírico tiene que poner muchísimo si quiere gozarlo plenamente. Sólo un poeta puede realmente gozar a otro poeta».
Estación Termini. Llegado a la madurez cavilé de continuo sobre cómo podía llegar a leer todo cuanto quería. Me empeñé en buscar un nuevo sistema de lectura que aliviara mi conciencia frustrada de no poder alcanzar a leer los libros que deseaba. Fue entonces cuando leí el trabajo de René Etiemble Ensayos de literatura verdaderamente general, que propone un acercamiento a la literatura como amateur, como amantes de la literatura. Pero son decenas de millares de grandes obras que esperan nuestra lectura. ¿Cuáles hemos de elegir?
Etiemble ofrece el siguiente cálculo: pensemos en una vida de cincuenta años de lectura, sin un solo día de enfermedad o descanso, o sea, 18.350 días. Supongamos que leemos un libro cada día, sólo llegaremos a conocer 18.350 títulos (admitiendo que leemos el Quijote en un día o Las mil y una noches en otro).
Siendo más realistas, esta cifra deberíamos dividirla entre diez o veinte. Es decir, que un buen lector que lea un libro cada diez o veinte días no llegaría a leer en toda su vida más que una cifra entre mil y dos mil libros. Un número muy pequeño, dados los bellos libros que existen.
Lo que quiere decir es que, en lugar de malgastar el tiempo en leer malos libros puestos de moda por dudosos premios, debemos saber elegir entre esas decenas de millares de grandes obras que nos esperan.
Adopté, pues, dos criterios que respeto con regularidad: conviene más la relectura de obras de probada calidad, y sobre lo nuevo, estricta selección.
He estado atento a nuevos y buenos valores. No cambiaré lo nuevo por lo bueno, así que exijo ambas cualidades, que intento comprobar a través de mi instinto y de un olfato entrenado durante años de librero. Me muevo entre novedades seguras como Sándor Márai (impacta su Último encuentro), Irène Némirovsky (Chaleur du sang, Suite francesa), Ian McEwan, Paul Auster, Philippe Claudel, Russel Bank, Giani Stuparich, Vasili Grossman, John Littell, Coetzee y algunos más. De ellos quiero elevar a la cima al escritor húngaro Miklós Bánffy y su Trilogía transilvana.
Hasta aquí he expuesto, con más intención que acierto, mi educación sentimental, la vida que encontré en los libros, los sueños que viví en la literatura.
Sé bien que no mencioné todo lo que me ayudó a forjar mi propio espíritu, mi propio ser. No hablé de Thomas Mann, Aldous Huxley (magnífico efecto me hizo Contrapunto), Bertrand Russell, Miguel Espinosa, William Hazlitt, Baltasar Gracián, Miguel de Mañara, Artur Lundkvist, André Comte-Sponville, Lytton Strachey, Fernando Pessoa, Hugo von Hofmannsthal, Emilio Lledó, Rob Riemen, José Jiménez Lozano, James Joyce (y su deslumbrante Ulises), Franz Kafka, Michel de Montaigne (uno de los tres gigantes contemporáneos: Cervantes, Shakespeare y Montaigne), Cavafis, Robert Musil, Charles Dickens, Joseph Conrad, Henry James, William Faulkner, John Dos Passos, Vladimir Nabokov, Pío Baroja, Rafael Sánchez Ferlosio, Julio Verne, Homero, Dante Alighieri, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Leonardo Sciascia, Giacomo Leopardi.
Pero haré aún dos advertencias de libros preferidos. Me precio de haber desarrollado una cualidad en la búsqueda de textos. Me gusta encontrar, como si de un sabueso literario se tratara, libros raros.
Citaré dos. Uno es un clásico que muchos conocen pero pocos leen, a pesar de ser uno de los más divertidos libros que leí: Historia de Gil Blas de Santullano, de Alain René Lesage, novela que satiriza los reinados de Felipe III y Felipe IV con gran divertimento para el lector. Curiosamente es considerada como una obra clásica de nuestra literatura (siglo XVIII) aunque fue escrita en francés.
El otro sí es un libro modesto y desconocido, por el que siento debilidad. Su título es Historia verdadera del sargento Mayoral, el autor Francisco Mayoral, y en él relata un hecho cierto que más parece extraído de la picaresca española. Narra la increíble aventura de un sargento español prisionero de los franceses en la guerra de la Independencia que se hace pasar por un príncipe de la Iglesia, el cardenal de Borbón, y recibe las atenciones y los agasajos propios de su fingida jerarquía. Siento debilidad por este pequeño libro que nos cuenta la capacidad de fingimiento y la papanatería de las autoridades y los católicos franceses.
Ha sido, como ven, una educación sentimental desordenada, intensa (los personajes de mi vida son los de los libros), autodidacta, satisfactoria, orientadora de mi vida, ha hecho imprescindible el hábito, el gusto, el placer de la lectura.
Al final, ¿cómo he orientado mis preferencias? ¿Los géneros?, ¿los temas tratados?, ¿los autores más cercanos? Creo que al final mi calibre es el estilo, el dominio estético, léxico y significante de la lengua. De ahí mi exigencia ante las traducciones. La literatura es la vida, sin ella me amputaría de una parte sustantiva de mi ser. Por ello mis libros son mis amigos, mi familia y mis sueños. Sueño despierto y dormido con los personajes de los libros leídos; la poesía me hace viajar con el mundo que quería que fuese el mundo, es como una catarsis invertida.
Aprendí en los libros que la condición humana es pequeña pero capaz de hazañas, que el hombre puede ser un dios en los instantes de grandeza y un reptil en los momentos de servidumbre.
Aprendí en los libros que no hay doctrina religiosa o política que iguale en importancia a la dignidad de una persona, que la libertad es una condición vital para la supervivencia.
Aprendí en los libros la diferencia entre ser un rebelde y ser un revolucionario, entre luchar por la opresión o la injusticia que padeces o por la que sufren muchos en la humanidad.
Aprendí en los libros que no hay sentimiento más completo en el ser humano que el del amor, que alcanza la cúspide en el enamoramiento entre dos personas.
Aprendí que vivir es leer porque ¿existe vida sin literatura?